domingo, 6 de julio de 2014

San Goar de Tréveris

En los días de Childeberto, hijo de Clodoveo, rey de los francos, hubo un varón venerable, llamado Goar, hombre aquitano, glorioso de nombre, bello de rostro, humilde de alma, casto de cuerpo, perfecto en la fe, ilustre en las obras, egregio en los prodigios y sumo en la virtud.» Así dice el hagiógrafo. Siendo ya clérigo, Goar quiso hacerse ermitaño; y despidiéndose un día de su madre, Valeria, salió de casa, atravesó el reino de los francos, llegó al otro lado del Rin, y allí, muy cerca de la ciudad de Tréveris, edificó una ermita, con su oratorio, su gallinero y su jardín. Poco a poco los habitantes de la comarca empezaron a descubrir su retiro y a frecuentar su trato. Como muchos de ellos eran todavía paganos, Goar los instruía y los bautizaba; y Dios puso tal gracia en su apostolado, que muchos dejaron para siempre sus idolatrías. Además, el ermitaño recibía en su choza a los enfermos, y los curaba con el único remedio de la señal de la cruz. Tenía especial predilección por la virtud de la hospitalidad, y si cuidaba de aumentar sus gallinas era por el deseo de obsequiar a los huéspedes. Atraídos por la bondad de su trato, muchos de los que llegaban pedíanle que les permitiese quedarse con él; pero él, enamorado de la soledad y del silencio, sólo admitió la compañía de un joven abnegado, que se hizo su servidor y su discípulo.

Y así vivió muchos años el bienaventurado San Goar, sirviendo al Señor en los ayunos y en las vigilias, en la—paciencia y en la castidad, en la longanimidad y en la predicación, rezando diariamente el salterio y diciendo la misa todos los días, menos el día de la Parasceve. Todo su afán era olvidarse del mundo y que el mundo se olvidase de él; pero el demonio tuvo envidia de su felicidad. Como hacía tantos milagros, se le acusó de magia; como trataba espléndidamente a sus visitantes, se le llamó epicúreo y glotón. «Convierte la ermita en posada, y toma parte día y noche en los suculentos banquetes que ofrece a los viajeros. Es verdad que predica, pero su misma predicación no tiene otro fin que ocultar su intemperancia y su afición a la bebida.» Así decían los acusadores delante del obispo de Tréveris. Este obispo se llamaba Rústico, y era uno de aquellos pastores mundanos, hombres de la corte y del campo de batalla, tanto como del coro y del altar con quienes algo más tarde se encontró el celo impetuoso de San Bonifacio. Y he aquí que los enviados del obispo se presentaron un día en la ermita de San Goar, ordenándole que fuese a la ciudad para justificarse.

—Muy bien, hijos míos—respondió el ermitaño—; si os place, marcharemos mañana; porque empieza ya a anochecer, y no faltará un rincón en mi choza para pasar la noche.

Al día siguiente. San Goar se levantó con la luz primera y dijo a su discípulo: «Hermano, mata pronto una gallina, saca el mejor vino que tengas y prepara un convite para que se alegren con nosotros los enviados de nuestro Pontífice.»

El discípulo obedeció, y cuando estuvo puesta la mesa se fue a llamar a sus huéspedes; pero ellos, clérigos muy eruditos en cánones y costumbres, respondieron con fingida gravedad:

—No es costumbre de la Iglesia celebrar convites a estas horas; realmente, vemos que eres un esclavo de tu vientre, y que tienen razón los que te acusan.
—Señores míos—replicó el ermitaño—; aquí en el bosque se olvidan fácilmente las costumbres; sin embargo, todavía creo recordar que, según los libros santos, la casa en peligro es aquella en que no se teme a Dios; y si vosotros temieseis a Dios, no rehusaríais el obsequio de la caridad.

Apenas hubo terminado de pronunciar estas palabras, cuando un peregrino llamó a la puerta. Goar salió a su encuentro, le cogió de la mano y le sentó frente a la gallina dorada y humeante que llenaba la choza con su olorcillo. Él se sentó a su lado y partió el volátil con gracia y habilidad, y comió con alegría y apetito. Después cogió su manto y su bastón y dirigiéndose a los clérigos, que comentaban el caso en el jardín, indignados y escandalizados, les dijo:

—Cuando gustéis, amigos.

Y emprendieron el camino de la ciudad. Al poco tiempo los compañeros del santo, sintiéndose molestados por la sed, tomaron la dirección del río, pero al llegar a la orilla no encontraron agua. Aquello les pareció extraño, pero siguieron adelante, sin pronunciar palabra. Poco después, el hambre empezó a atormentarles horrorosamente.

—Siento un hambre que me consume las entrañas—dijo el uno.
—Yo—contestó el otro—me muero de necesidad.
—Brujerías de este viejo—murmuró el primero.
—¡Quién sabe! Tal vez sean cosas de Dios—replicó el segundo, arrojándose a los pies del santo. Imitóle su compañero, y cayó también, pidiendo perdón.
—No debierais haber olvidado, hijos míos—les dijo el ermitaño con acento risueño y bondadoso—, que Dios es caridad, y que el que permanece en la caridad permanece en Dios, aunque coma gallina y beba vinos chispeantes.
Así dijo el bienaventurado San Goar, y después dió dos palmadas, y del bosque vecino salieron dos ciervas grandes y hermosas, que se pararon zalameras junto a él. Él desató el vaso de cuerno que llevaba en la cintura, le llenó una y otra vez con la leche de los mansos animales, y sació el hambre de sus companeros.

—¿Queréis más?—preguntó cuando hubieron vaciado el último vaso.
—Basta—respondieron ellos—; ya tenemos fuerzas suficientes para llegar a la ciudad.
—Pues ahora—ordenó a las ciervas—podéis volver al bosque; y que el Señor os bendiga a vosotras y a vuestros cervatillos.
Ya en Tréveris, Goar se dirigió al palacio del obispo, y el obispo le hizo entrar en su presencia. Antes de postrarse delante de su prelado, quiso dejar el manto de camino y buscó en la habitación una percha, un clavo o alguna cosa semejante para colgarlo, y vio en un rincón algo que relucía, algo que, en su azoramiento, le pareció un clavo de oro digno de un palacio episcopal, y allí colgó el bienaventurado San Goar su manto de camino. Ahora bien: aquello que relucía era un rayo de sol que se colaba por las rendijas de una ventana. Y no hay que extrañar que un rayo de luz ofreciese al santo varón la solidez del hierro, pues es natural que la criatura sirva graciosamente a aquel que con tanta simplicidad se humilla delante de su Criador. Pero el obispo no lo entendió así: «Ya lo estáis viendo —dijo a sus familiares—; es un brujo, un hechicero maldito.»

Cuando el santo empezó a dar cuenta de su conducta, nadie le quería creer. De pronto llamaron a la puerta del palacio, y delante del obispo apareció un clérigo que traía en las manos un niño. Existía entonces en Tréveris una costumbre extraña: cuando una madre quería deshacerse de una criatura, se dirigía a la plaza y la colocaba en una concha que allí había, buscando la compasión de un alma caritativa. Y como la plaza estaba junto a la catedral, era casi siempre la iglesia la que recogía los niños abandonados. Más tarde, el emperador Carlomagno regaló aquella pila de jaspe al monasterio de Prum, y los monjes la pusieron a la entrada del refectorio.

Mientras los clérigos examinaron a la criatura, Goar se había retirado discretamente hacia la puerta; pero se acercó de nuevo, a una señal del obispo, que le decía:

—Ahora vamos a saber si dices la verdad o no; para que te creamos, vas a hacer, en nombre de Dios, que este niño nos diga quiénes son sus padres.
—Padre mío—dijo Goar, cayendo de rodillas—, no me pidáis semejante cosa.
—Pues eso es precisamente lo que yo quisiera.
—No puedo, no puedo—suspiraba el bienaventurado varón, sollozando amargamente.
—¿Veis?—repuso el prelado—. Al fin hemos descubierto sus trapacerías. Has estado engañando al mundo con palabras fingidas; has tentado a Dios y has hecho que se blasfeme de sus santos, y ahora vas a llevar el merecido castigo.
—Señor—interrumpió el ermitaño—, puesto que os empeñáis, el niño va a hablar—. Y prosiguió, clavando los ojos en el Cielo: —¡Oh Cristo!, Hijo de Dios vivo, que te dignaste tomar forma de siervo, haz conmigo, tu indigno cliente, según tu misericordia, para que este obispo y su pueblo conozcan que te adoro, que te amo y que deseo servirte, Criador y Redentor mío—. Después se acercó al recién nacido, y le hizo esta pregunta:
—En nombre de la Santísima Trinidad, yo te conjuro que nos digas quiénes son tus padres.
Reinaba en la sala un silencio profundo; todos los ojos estaban fijos en el niño, y el niño, levantando la manita, señaló al prelado y pronunció estas palabras:

—Mi padre se llama Rústico y mi madre Flavia. Entonces fue el obispo el que cayó a los pies del ermitaño pidiéndole perdón y confesando su pecado; pero Goar protestaba confuso, y llorando decía:

—¡Ay de mí, señor mío y padre mío! ¿Para qué te empeñaste en sacarme de mi choza? Pero ahora escucha mis palabras: haz penitencia, porque el Señor es misericordioso, y permíteme volver a la soledad. Yo te prometo que durante siete años ayunaré por ti para que se apiade de ti el que dijo: «No vine a llamar a los justos, sino a los pecadores.»

Desde entonces Goar vivió tranquilamente en su gruta, cuidando sus gallinas, cultivando su huerto, diciendo su misa diaria, rezando sus salmos y recibiendo a sus peregrinos. Cerca de él, en otra ermita cercana, hacía penitencia el obispo Rústico, y de cuando en cuando los dos ermitaños se reunían para conversar sobre la salud de sus almas y leer juntos las Sagradas Escrituras. Ahora Rústico no tenía escrúpulos de comer los manjares que le presentaba su amigo, porque había llegado a comprender que las penitencias sin la caridad son como azófar que suena a campana que retiñe.

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