sábado, 31 de diciembre de 2011

Cuento de NAVIDAD


Se hizo el silencio. La luz de la lámpara iluminaba despiadadamente el rostro mofletudo del joven Anton Golïy, vestido con la tradicional blusa rusa campesina abotonada a un lado bajo su chaqueta negra, quien, nervioso y sin mirar a nadie, se disponía a recoger del suelo las páginas de su manuscrito que había desperdigado aquí y allá mientras leía. Su mentor, el crítico de Realidad Roja, miraba el suelo mientras se palpaba los bolsillos buscando una cerilla. También el escritor Novodvortsev guardaba silencio, pero el suyo era un silencio distinto, venerable. Con sus quevedos prominentes, su frente excepcionalmente grande y dos mechones ralos colocados de través sobre la calva tratando de ocultarla, estaba sentado con los ojos cerrados como si todavía siguiera escuchando, con las piernas cruzadas sobre una mano embutida entre la rodilla y una de las lorzas de su muslo. No era la primera vez que se veía sometido a este tipo de sesiones con sedicentes novelistas rústicos, ansiosos y tristes. Y tampoco era la primera vez que había detectado en sus inmaduras narrativas, ecos -que habían pasado inadvertidos para los críticos- de sus veinticinco años de escritura, porque la historia de Golïy era un torpe refrito de uno de sus propios temas, el de El Filo, una novela corta que había compuesto lleno de esperanza y de entusiasmo, y cuya publicación el pasado año no había logrado en absoluto acrecentar su segura aunque pálida reputación.

El crítico encendió un cigarrillo. Golïy, sin alzar la vista, guardó el manuscrito en su cartera. Pero su anfitrión se mantenía en silencio, no porque no supiera cómo enjuiciar el relato, sino porque esperaba, dócil y también aburrido, que el crítico finalmente se decidiera a pronunciar las frases que él, Novodvortsev, no se atrevía ni siquiera a insinuar: que el argumento era un tema de Novodvortsev, que también procedía de Novodvortsev la imagen aquella del personaje principal, un tipo taciturno, dedicado en cuerpo y alma a su padre, un hombre trabajador, que logra una victoria psicológica sobre su adversario, el despreciable intelectual, no tanto en razón de su educación, sino gracias a una especie de serena fuerza interior. Pero el crítico encorvado en el sillón de cuero como un gran pájaro melancólico se empecinaba desesperadamente en su silencio.

Cuando Novodvortsev se dio cuenta de que una vez más no iba a oír las palabras esperadas, mientras trataba de concentrar su pensamiento en el hecho de que, después de todo, el aspirante a escritor había ido hasta él, y no hasta Neverov, para solicitar su opinión, cambió de postura, volvió a cruzar las piernas metiendo la mano entre las mismas, y dijo con toda seriedad: "Veamos", pero al observar la vena que se hinchaba en la frente de Golïy, cambió de tono y siguió hablando con voz tranquila y controlada. Dijo que la historia estaba sólidamente construida, que el poder de lo colectivo se advertía en el episodio en el que los campesinos empiezan a construir una escuela con sus propios medios; que, en la descripción del amor que Pyotr siente por Anyuta, había ciertas imperfecciones de estilo que no lograban acallar sin embargo el reclamo poderoso de la primavera y la urgencia del deseo y, mientras hablaba, no dejaba de recordar por alguna razón que había escrito a aquel crítico recientemente, para recordarle que su vigésimo quinto aniversario como escritor era en enero, pero que le rogaba categóricamente que no se organizara ninguna conmemoración, teniendo en cuenta que sus años de dedicación al sindicato todavía no habían acabado...

- En cuanto al tipo de intelectual que has creado, no acaba de ser convincente -decía-. No logras transmitir la sensación de que está condenado...

El crítico seguía sin decir nada. Era un hombre pelirrojo, enjuto y decrépito, del que se decía que estaba tuberculoso, pero que probablemente era más fuerte que un toro. Le había contestado, también por carta, que aprobaba la decisión de Novodvortsev, y allí se había acabado el asunto. Debía de haber traído a Golïy como compensación secreta... Novodvortsev se sintió de improviso tan triste -no herido, sólo triste- que dejó de hablar de pronto y empezó a limpiar las gafas con el pañuelo, dejando al descubierto unos ojos muy bondadosos.

El crítico se puso en pie.

- ¿Adónde vas? Todavía es temprano -dijo Novodvorstsev, levantándose a su vez. Anton Goïly se aclaró la garganta y apretó su cartera contra el costado.

- Será un escritor, no hay duda alguna -dijo el crítico con indiferencia, vagando por el cuarto y apuñalando el aire con su cigarrillo ya acabado. Canturreaba entre dientes, con cierto tono de asperidad, se inclinó sobre la mesa de trabajo y luego se quedó un rato mirando una estantería donde una edición respetable de Das Kapital ocupaba su lugar entre un volumen gastado de Leonid Andreyev y un tomo anónimo sin encuadernar; finalmente, con el mismo paso cansino, se acercó a la ventana y abrió la cortina azul.

- Venga a verme alguna vez -decía mientras tanto Novodvortsev a Anton Golïy, que primero se inclinó a saludarle con torpeza para después erguirse como con altanería-. Cuando escriba algo nuevo, tráigamelo.

- Una buena nevada -dijo el crítico, dejando caer la cortina-. Por cierto, hoy es Nochebuena.

Y se puso a buscar distraído su sombrero y su abrigo.

- En los viejos tiempos, al llegar estas fechas tú y tus colegas hubierais estado produciendo a marchas forzadas manuscritos navideños...

- Yo no -dijo Novodvortsev.

El crítico se rió entre dientes.

- Es una lástima. Deberías escribir un cuento de Navidad. En el nuevo estilo.

Anton Golïy tosió en su pañuelo.

- En otro tiempo lo hicimos... -empezó con voz ronca, gutural, pero luego carraspeó.

- Lo digo en serio -siguió el crítico, embutiéndose en el abrigo-. Se puede inventar algo inteligente... Gracias, pero ya son...

- En otro tiempo -dijo Anton Golïy-. Lo hicimos. Un maestro. Un maestro que... Se le metió en la cabeza hacer un árbol de Navidad para los niños. En la cima. Colocó una estrella roja.

- No, eso no sirve -dijo el crítico-. Es más bien severo para un cuento. Tienes que darle un perfil más sutil. La lucha entre dos mundos diferentes. Todo ello contra un fondo nevado.

- Hay que tener cuidado con los símbolos, en términos generales -dijo sombrío Novodvortsev-. Tengo un vecino, un hombre muy recto, miembro del partido, militante activo, y sin embargo utiliza expresiones como "el Gólgota del Proletariado"...

Cuando sus huéspedes se hubieron ido se sentó en su mesa y apoyó la cabeza en su gran mano blanca. Junto al tintero había algo que parecía un vaso sencillo y cuadrado con tres plumas hincadas en una especie de caviar de bolas azules. El objeto tenía unos diez o quince años: había sobrevivido todos los tumultos, mundos enteros habían caído despedazados en torno de él, pero ni una de aquellas bolas de cristal se había roto. Eligió una pluma, dispuso una hoja de papel convenientemente, metió unas cuantas hojas más debajo de la primera para escribir sobre una superficie más blanda...

- ¿Pero sobre qué? -dijo Novodvortsev en voz alta, y a continuación con el muslo hizo a un lado la silla y se puso a caminar por la habitación. En su oído izquierdo sentía un zumbido insoportable.

El canalla aquel lo dijo con toda la intención, pensó, y como si quisiera seguir los pasos del crítico fue hasta la ventana.

Tiene la pretensión de aconsejarme y de avisarme... Y ese tono de mofa... Probablemente piensa que ya he perdido toda originalidad... Pues haré un cuento de Navidad... Y entonces, él escribirá: "Estaba yo en su casa una noche y, entre una cosa y otra, se me ocurrió sugerirle: Dmitri Dmitrievich, deberías describir la lucha entre el viejo y el nuevo orden en el entorno de un nevado cuento de Navidad. Podrías llevar hasta sus últimas consecuencias el tema que apuntabas de forma tan extraordinaria en El Filo, ¿recuerdas el sueño de Tumanov? Ese es el tema al que me refiero ... Y precisamente aquella noche nació la obra que ..."

La ventana daba a un patio. No se veía la luna... No, pensándolo bien, sí que hay una especie de brillo que sale de detrás de aquella chimenea. La leña estaba apilada en el patio, cubierta con una alfombra reluciente de nieve. En una ventana resplandecía la cúpula verde de una lámpara, alguien trabajaba en su mesa, y el ábaco relucía como si sus cuentas estuvieran hechas de cristal de colores. De repente, en el más absoluto silencio, unos copos de nieve cayeron del alero del tejado. Luego, de nuevo, un torpor absoluto.

Sintió el cosquilleo de vacío que siempre presagiaba el deseo y la urgencia de escribir. En este vacío algo estaba adquiriendo forma, algo crecía. Una especie de nuevo cuento de Navidad... La misma nieve de siempre, un conflicto totalmente nuevo...

Oyó unos pasos cautelosos al otro lado de la pared. Era su vecino que volvía a casa, un tipo discreto y educado, comunista hasta la médula. En una suerte de arrebato más o menos abstracto, con una deliciosa sensación de confianza, Novodvortsev se volvió a sentar a la mesa. El tono, la coloratura de la obra ya empezaban a tomar cuerpo. Sólo tenía que crear el esqueleto, el tema. Un árbol de Navidad: ése era el comienzo. Se imaginó ciertas familias, gente que en los viejos tiempos había sido importante, gente que estaba aterrorizada, de mal humor, condenada (se los imaginaba con tanta nitidez ...), gente que con toda seguridad estaba ahora mismo colocando adornos de papel en un abeto que habían cortado a hurtadillas en el bosque. En estos tiempos ya no había dónde comprar aquellos adornos y oropeles, ya no se apilaban los abetos a la sombra de San Isaac...

Alguien llamó a la puerta, un golpe amortiguado, como si se hubiera cubierto los nudillos con un trozo de tela. La puerta se abrió unos centímetros. Delicadamente, sin apenas meter la cabeza, el vecino le dijo: "¿Le importaría prestarme una pluma? Si tiene alguna con la punta un poco roma, se lo agradeceré".

Novodvortsev se la dio.

- Muchísimas gracias -dijo el vecino, cerrando la puerta silenciosamente.

Aquella interrupción insignificante rompió en cierta manera la imagen que estaba madurando en su mente. Se acordó que en El Filo Tumanov sentía cierta nostalgia por la pompa de las antiguas fiestas. Pero no buscaba ni quería una mera repetición. Y en aquel momento pasó por su mente otro recuerdo inoportuno. Recientemente, en una fiesta, había oído cómo una joven le decía a su marido: "Te pareces mucho a Tumanov en varios aspectos". Durante unos días se sintió feliz. Pero luego conoció personalmente a la citada señora y el tal Tumanov resultó ser el novio de su hermana. Y tampoco ésa había sido su primera desilusión. Un crítico le había dicho que iba a escribir un artículo sobre tumanovismo. Había algo que le adulaba infinitamente en ese ismo y también en la t con la que la palabra comenzaba en ruso. El crítico, sin embargo, se había ido al Cáucaso a estudiar a los poetas georgianos. Y, a pesar de todo, no podía negar que Tumanov le había proporcionado ciertos momentos agradables. Por ejemplo, una lista como la siguiente: "Gorky, Novodvortserv, Chirikov..."

En una autobiografía que acompañaba sus obras completas (seis volúmenes con retrato del autor incluido) había contado cómo él, hijo de padres humildes, se había abierto camino en el mundo. Su juventud, en realidad, había sido feliz. Un vigor saludable, fe, éxito. Habían transcurrido veinticinco años desde que una aburrida revista literaria publicara su primer relato.

A Korolenko le había gustado su obra. Había sido arrestado un par de veces. Habían cerrado un periódico por su culpa. Ahora sus aspiraciones cívicas se habían visto cumplidas. Se sentía libre y cómodo entre los escritores jóvenes que empezaban. Su nueva vida le satisfacía al máximo. Seis volúmenes. Su nombre era conocido. Y sin embargo su fama era pálida, pálida...

Saltó de nuevo mentalmente hasta la imagen del árbol de Navidad y, bruscamente y sin aparente razón, se acordó del cuarto de estar de la casa de unos comerciantes, de un gran volumen de artículos y poemas con páginas de cantos dorados (una edición benéfica para los pobres) que de alguna forma estaba relacionado con aquella casa, recordó también el árbol de Navidad del cuarto de estar, la mujer que él amaba en aquel tiempo, y las luces del árbol reflejándose como un temblor de cristal en sus ojos abiertos al coger una mandarina de una de las ramas más altas. Habían transcurrido veinte años o quizá más, cómo se fijaban en la memoria algunos detalles...

Disgustado, abandonó este recuerdo y se imaginó una vez más esos viejos abetos más bien ralos que, en ese mismo momento, con toda seguridad, se veían engalanados y decorados con adornos... Pero ahí no había ningún relato, aunque siempre se le podía dar un ángulo sutil... Exiliados que lloran en torno de un árbol de Navidad, engalanados con sus uniformes impregnados de polilla, mirando al árbol sin dejar de llorar. En algún lugar de París. Un viejo general rememora al recortar un ángel de cartón dorado cómo solía abofetear a sus soldados... Pensó entonces en un general que había conocido personalmente y que ahora estaba en el extranjero, y no había forma de imaginárselo llorando arrodillado ante un árbol de Navidad...

"Pero, con todo, ahora voy por buen camino." Dijo Novodvortsev en voz alta, persiguiendo impaciente un pensamiento que se le había escapado. Y entonces algo nuevo e inesperado empezó a tomar forma en su imaginación -una ciudad europea, un pueblo bien alimentado, cubierto de pieles. Un escaparate completamente iluminado. Tras él, un enorme árbol de Navidad de cuyas ramas cuelgan frutas carísimas y en cuya base se amontonan muchos jamones. Símbolo de bienestar. Y delante del escaparate, en la acera helada...

Todo nervioso, pero nervioso con la excitación del triunfo, sintiendo que había encontrado la clave única y necesaria, que iba a componer algo exquisito, que iba a describir como nadie lo había hecho antes la colisión de dos clases, de dos mundos, empezó a escribir. Escribió acerca del árbol opulento en el escaparate descaradamente iluminado y del trabajador hambriento, víctima del paro, mirando aquel árbol con mirada severa y sombría.

"El insolente árbol de Navidad -escribió Novodyortsev- ardía con todos y cada uno de los colores del arco iris."

Reflexión de hoy



Lecturas



Hijos míos, es el momento final.
Habéis oído que iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es el momento final.
Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros.
En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis.
Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.



En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre.
Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
- «Éste es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo’ “»
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.


Palabra del Señor.

San Silvestre I, Papa.

En las montañas del Vierzo se dice: «San Silvestre, el año acabaste.» Pero este Santo, que cierra el año cristiano y litúrgico, abre en la historia del cristianismo una era de paz y libertad. Después de trescientos años de lucha con la Iglesia, el Imperio se declaraba vencido. En 311, el más pérfido de los perseguidores, Galeno, publicaba el primer decreto de tolerancia, y dos años después Constantino el Grande redactaba el edicto de Milán. Cristo había vencido a Zeus. Todavía resonaban en las ciudades los gritos de júbilo de los antiguos perseguidos, cuando Silvestre, un clérigo romano que se había distinguido por su celo durante la última persecución, sube a ocupar la cátedra de San Pedro (314).

Es el momento de recogerse, de meditar en silencio sobre la nueva situación, de reparar y reorganizar. Esta va a ser la tarea del nuevo Papa. Silvestre la realiza silenciosamente, sin agitaciones inútiles, sin estruendo. Grandes cuestiones agitan el mundo, y, cosa extraña, la voz del Pontífice no se oye en el coro de las disputas. Este tiempo de inquietud en la Iglesia y el Imperio, parece de reposo en la cristiandad de Roma. El cisma donatista conmueve el Occidente; los obispos de Italia, España y la Galia se reúnen en Arles; pero echan de menos la presencia de aquel «cuya autoridad más extensa hubiera podido realzar sus decisiones». Antes de separarse, sienten la necesidad de escribirle estas frases: «Pluguiera al Cielo, Padre carísimo, que hubieras estado presente a este gran espectáculo. Toda esta asamblea habríase visto inundada de la mayor alegría; pero puesto que no has podido dejar esa ciudad, domicilio predilecto de los Apóstoles, cuya sangre es en ella claro testimonio de la gloria de Dios, nos ha parecido conveniente daros cuenta de lo que hemos tratado en nuestras deliberaciones.»

No tarda en estallar otra tormenta mucho más peligrosa. Derrotado en el campo de la política, el paganismo tendía a perpetuarse en el de las ideas, y así nace la teología antitrinitaria de Arrio. El fondo de su doctrina estaba en el ambiente; para concretarla y propagarla se necesitaba un hombre astuto, capaz de arrastrar a las multitudes con su elocuencia, de desconcertar a los adversarios con sus sofismas, de procurarse el apoyo de los grandes con sus hábiles manejos, de agrupar en torno suyo, con la seducción de sus modales y la austeridad aparente de su vida, un núcleo de partidarios fanáticos de sus ideas. Y el sofista alejandrino formuló su teoría del Verbo inferior a Dios y primera criatura del mundo, expuesta en términos precisos y lapidarios. Se ha podido decir que la enseñanza de Arrio tendía a la reconciliación racional entre la gnosis oriental, la filosofía platónica y la teología judaica. La protesta fue unánime entre los partidarios de la tradición.

La lucha se hizo general. Discutíase en la corte, en las iglesias, en las calles. Reuníanse Concilios, se lanzaban anatemas, y llega el día incomparable de Nicea, el magnífico espectáculo del primer Concilio ecuménico. Dos grandes atletas se mueven en el campo de la ortodoxia: el gran Osio de Córdoba y San Atanasio de Alejandría. Inútilmente buscamos en la contienda la voz de Silvestre. La de Osio es, ciertamente, un eco suyo: si preside la gran asamblea, y la encauza y la inspira, es en nombre del Papa. Silvestre sigue, sin duda, con ansiedad aquellas deliberaciones solemnes, pero no conocemos ni una intervención suya, ni un gesto, ni una palabra.

Un momento, sin embargo, aparece al lado de Constantino. Un año después de Nicea, el gran emperador hace su segunda y última visita a Roma. Es el año más amargo de su vida, el de aquella oscura tragedia familiar en que perdieron la vida el príncipe Crispo y la emperatriz Fausta; un lujo y una esposa sacrificados a la razón de Estado por leyes sospechosas y terribles arrebatos, y, como consecuencia, el remordimiento, la tristeza, el dolor más profundo. La Roma senatorial no podía amar a este enemigo de la tradición pagana, a este hombre que aparecía en sus calles a la manera asiática, vestido de una túnica cuajada de perlas y llevando en su sien una diadema deslumbrante que le ceñía los cabellos. La actitud hostil de la aristocracia tuvo un lenitivo en la simpatía de la población cristiana.

Silvestre comprendió la amargura secreta de aquel corazón lacerado, y si no bautizó al emperador, como se ha supuesto, puso a su alcance los consuelos de la religión cristiana y la condición de sus inefables perdones. Constantino respondió a aquel amor compasivo con generoso agradecimiento. Nunca se mostró tan magnífico. Las principales basílicas de Roma están, por su origen, unidas a su nombre y al del Pontífice Silvestre. Entre ambos las construyen, las decoran, las dotan con grandes posesiones y las adornan de objetos de oro, plata, jaspe, pórfido, alabastro y toda clase piedras preciosas. El palacio Lateranense, residencia imperial e convierte en morada de aquel sucesor de Pedro, que hasta entonces había encontrado difícilmente un escondrijo bajo la tierra.

viernes, 30 de diciembre de 2011

¿Sabías que... ?



NOCHEBUENA


I

Era el día de Nochebuena; atardecía, y al fin llegó la noche: una noche de esas de invierno, clara, espléndida. Comenzaron a salir las estrellas, y la luna se mostró majestuosa, como si quisiese iluminar aun más que de ordinario a la Tierra, dando así más brillantez a las coliadki (1) que glorifican a Jesucristo. Helaba más intensamente que durante el día, y reinaba tal silencio, que el crujido de la nieve bajo las pisadas podía oírse a distancia. Todavía no se había presentado ningún grupo de muchachos delante de las cabañas, bajo las ventanitas. Sólo la luna miraba a través de éstas como para invitar a las jóvenes, que aun estaban engaianándose, a lanzarse sobre la nieve crujiente.

De pronto, de la chimenea de una de las cabañas salió una humareda, que se extendió a modo de nubarrón en el firmamento, y por ella se vió subir a una bruja cabalgando en su escoba. Si en aquel momento hubiese acertado a pasar, montado en su troik (2), el juez de Sorochin, con su gorro ribeteado de piel de astracán como el de los ulanos, vistiendo el capote azul forrado de piel negra y blandiendo diabólicamente el látigo trenzado con que acostumbraba arrear a su cochero, con seguridad que la hubiese visto, porque ninguna bruja escapaba a la mirada de dicho juez, quien estaba enterado de todo. Sabía el número de lechones que paría la cerda de cada campesina; cuánta tela guardaba ésta en sus cofres, y también lo que el marido dejara empeñado de sus vestidos y hacienda en la taberna los domingos. Pero el juez de Sorochin no pasó, y, por otro lado, ¿qué le podrían a él interesar los asuntos ajenos? Tenía bastante con ocuparse en lo que pasaba en su distrito.

La bruja, mientras tanto, subió a tal altura, que al poco rato sólo parecía allá arriba un puntito negro. Y lo que es más particular: por donde pasaba aquel puntito o manchita se veía desaparecer una estrella, y asi fueron desapareciendo una tras otra. Ella se las iba metiendo en una manga, y cuando la tuvo llena, sólo quedaron tres o cuatro que relucían aún. En esto, de improviso apareció otro punto o manchita por el lado opuesto; fue desplegándose, creciendo, hasta que tomó forma. Un miope que se pusiera unas gafas tan grandes como las ruedas del carruaje del subdelegado no podría aún comprender lo que pudiera ser aquello. De frente parecía enteramente un alemán (3). Husmeaba incesantemente todo lo que encontraba a su paso con un hociquillo que terminaba, como el del cerdo, con su maravedí negro y redondito. Tenía unas piernas tan delgaduchas, que si hubieran sido así las del alcalde de Yarescov, con seguridad se le habrían roto al bailar el primer cosachok (4). Visto de espaldas tenía todo el aspecto de un empleado de provincias en día de gala, pues le colgaba un rabo tan puntiagudo y largo como el faldón del levitín moderno. Sólo por sus barbas de chivo, por los cuernecillos que le apuntaban en la frente y porque todo él era más negro que un tizón, se podía deducir que no era ni alemán ni empleado, sino sencillamente el demonio en persona, a quien le quedaba la última noche para poder errar por el mundo y hacer pecar a los incautos. Al amanecer, cuando sonase el repique llamando a misa, correría a su ratonera sin mirar hacia atrás y escondiendo el rabo entre las piernas. Mientras tanto, él se acercó con mucho sigilo a la luna; y ya alargaba la mano para cogerla, cuando tuvo que retirarla rápidamente como si se hubiese quemado. Chupóse los dedos, sacudió un pie y corrió a intentar cogerla por otro lado; pero otra vez hubo de quemarse. No cejó, sin embargo, a pesar de la mala suerte que tuvo en sus intentonas, y volviendo de nuevo, la cogió de repente con ambas manos, y haciendo mohines y soplando la pasó de una a otra, del mismo modo que hacen los mujiks con la brasa que sacan del fuego para encender la pipa. Por fin, con un gesto rápido se la metió en una bolsa que llevaba, y con toda naturalidad echó a andar.

Nadie supo en Dikanka cómo el diablo robó la luna. Bien es verdad que el escribiente de la comarca, cuando salió de la taberna tambaleándose, dijo, y no sabemos por qué, que la veía bailar en el cielo. El juró y perjuró ante todo el mundo que era esto verdad; pero todos los que le escuchaban meneaban la cabeza con aire burlón.

¿Cuál fue la causa que empujó al diablo a cometer un acto tan inaudito? Ahora se verá.

Sabía que el rico cosaco Chub había sido invitado por el diácono para ir a su casa a comer la cutiá (5) de Nochebuena. Allí irían también el alcalde, un pariente del diácono -que cantaba con voz de bajo profundo en la capilla arzobispal y que usaba levita azul-; el cosaco Sverbigus y otras varias personas. Además del cutiá se bebería aguardiente de azafrán, y también habría varenez (6) y otros muchos manjares.

Entre tanto, la hija de Chub, la joven más bella del pueblo, quedaría sola en casa, y de seguro iría a verla el herrero, un buen mozo, forzudo, a quien el diablo tenía más odio que a los sermones del padre Condrat, pues en sus ratos de ocio el muchacho pintaba y tenía fama de ser el mejor pintor de la comarca. El mismo sotnik (7) L..., que aun vivía, lo llamó expresamente a Poltava para que le pintase la cerca de madera de su casa. Todas las fuentes de que se servían los cosacos de Dikanka para servir el borch (8) las decoró el herrero. Era además un hombre creyente y pintaba con frecuencia imágenes, y aun en nuestros días se puede ver en la iglesia al San Lucas evangelista pintado por él.

Pero su obra maestra fue una tabla que hizo para ser empotrada en el muro de la iglesia, a la derecha del altar mayor, en la cual él representó a San Pedro, en el día del Juicio Final, con las llaves en la mano echando del infierno al espíritu del mal, que corría azorado de un lado a otro, presintiendo su perdición; y los pecadores que antes estaban allí encerrados le perseguían y pegaban con látigos, leños y con todo lo que encontraban a mano. Mientras el pintor trabajó en esta tabla, el diablo hizo cuanto pudo para estorbarle. Empujóle invisiblemente la mano, levantó la ceniza de la fragua en la herrería y la esparció por todo el cuadro. Pero, a pesar suyo, concluyó su obra el herrero y la tabla fue llevada a la iglesia y encajada en la pared.

Desde entonces el diablo juró vengarse. Una sola noche le quedaba para errar por el mundo, y en ella buscaba el modo de ejecutar su venganza. Por eso decidió robar la luna, guardando la esperanza de que el viejo Chub, que era un perezoso, no se atreviese a salir; pues, por añadidura, el diácono vivía un poco lejos de su cabaña, y el camino pasaba por delante de los molinos y del cementerio y luego seguía al borde del barranco. Si hubiera sido una noche clara de luna, el varenez y el aguardiente de azafrán le habrían podido seducir; pero era muy dudoso que con semejante oscuridad le pudieran arrancar del lado de la estufa y hacerle salir de su cabaña. Y el herrero, que desde bastante tiempo no se trataba con él, por nada del mundo osaría, a pesar de su fuerza, visitar a la hija en presencia del padre.

Así, pues, apenas el diablo se metió la luna en el bolsillo, se obscureció todo de tal modo, que no sólo parecía imposible encontrar el camino que llevaba a la casa del diácono, sino que tal vez fuese difícil encontrar el que conducía a la taberna.

La bruja, viéndose de repente a obscuras, dio un grito, y en seguida el demonio corrió a su lado. Como un diablejo galante, la cogió del brazo y empezó a susurrarle al oído lo que acostumbran decir los hombres galantes a las damas.

¡Qué bien arreglado está todo en nuestro mundo! Sus habitantes se esfuerzan en imitarse unos a otros. Antes, en Mirgorod, solamente el juez y el jefe de Policía usaban en invierno los capotes cubiertos de paño, y los demás empleados se contentaban con sencillas pellizas. Pues ahora el concejal y el subdelegado se han hecho unos capotes nuevos de paño forrados con pieles de Rechetilov; el canciller y el escribano del distrito compraron hace tres años el paño azul a sesenta el archin (9); el sacristán se hizo para el verano unos charovari (10) de tela fina y un chaleco de rayadillo de lana. En conclusión: todos quieren ser personajes. ¡Cuándo dejarán de ser vanidosos los hombres!

Cualquiera diría que fuese verosímil ver al diablo abandonado a las galanterías. Lo más gracioso es que seguramente, se cree guapísimo, cuando tiene una cara ridícula y no se comprende cómo no se avergüenza de su hocico, que, como dice Foma Grigorievich, le da un aspecto de monstruo execrable. Y, no obstante, ¡se atreve a hacer la corte!

En el cielo y en la tierra se hizo todo tan oscuro que no pudo verse lo que sucedió entre ellos.

II

-¿Así es, compadre, que no has estado nunca en la cabaña nueva del diácono? -decía el cosaco Chub, saliendo a la puerta de la suya, a un campesino alto y flaco que vestía una pelliza corta y que llevaba tales barbas que al menos haría dos semanas no las tocó el pedazo de guadaña con que generalmente se afeitan los mujiks que carecen de navaja de afeitar-. Allí habrá ahora buena bebida -continuó Chub, haciendo un gesto de satisfacción-; es menester que no lleguemos tarde.

Diciendo esto, Chub se arregló la faja, que le ajustaba la pelliza, se encasquetó el gorro y empuñó el látigo, miedo y terror de los perros importunos; pero levantando la cabeza paróse:

- ¡Qué diablo! ¡Mira, mira, Panás!

-¿Qué? -dijo el compadre levantando a su vez la cabeza.

-¿Cómo qué? ¡Que no hay luna!

-¡Qué diablo! Pues es verdad que no hay luna.

-¡Sí, es de verdad que no la hay! -dijo de nuevo Chub con un cierto enfado que le causaba la inquebrantable indiferencia de su compadre-. No te inquieta esto, según veo.

-¡Y qué le voy a hacer!

-¿Quién diablos se habrá interpuesto? ¡Ojalá no pueda el perro que sea tomar un vaso de aguardiente por la mañana! -continuó Chub secándose con la manga el bigote-. Parece esto enteramente cosa de duendes. Precisamente hace un rato, estando sentado ahí dentro, miraba por la ventana y me dije: ¡Qué maravilla de noche! Estaba todo tan claro, y la luna hacía brillar de un modo tan extraordinario la nieve, que se podían distinguir todos los detalles como si fuese de día. Sólo tuve tiempo de salir de casa, y ¡ya ves, como si me hubiesen sacado los ojos! ¡Así se rompa quien sea los dientes comiendo un grechanik (11) seco!

Chub siguió gruñendo Y profiriendo injurias durante largo rato, y mientras tanto echaba sus cuentas sobre lo que decidiría. Tenía mucho deseo de echar un parrafillo en casa del diácono, donde sin duda ya estarían el alcalde, el bajo, que venía de la ciudad, y el embarnizador Mikita, que cada quince días iba al mercado de Poltava y que contaba tales chistes que le hacían a uno morir de risa. En su imaginación Chub veía ya el varenez servido. Todo esto, es cierto, era sumamente atractivo; pero la oscuridad de la noche le hacía emperezarse; ¡con lo dados que son a la pereza los cosacos! Qué bueno sería estar ahora acostado sobre la chimenea (12), con las piernas encogidas, fumando tranquilamente su pipa y escuchando, medio adormilado, las canciones y las coliadki de las jóvenes bulliciosas y de los muchachos que a bandadas se agolpaban bajo las ventanas. Sin duda, de haber estado solo hubiese optado por esto último; pero siendo dos, no se hacía tan pesado ni daba tanto miedo salir, a pesar de la oscuridad de la noche. Además, no gustaba de aparecer perezoso ni cobarde ante los demás. Cuando hubo agotado los improperios contra el espíritu desconocido, se dirigió de nuevo a su compadre y le dijo:

-¡Así es que no hay Luna, compadre!

-¡No, no la hay!

-¡Es realmente extraordinario! Dame un poco de tabaco para sorber ... Es un buen tabaco éste. ¿Dónde lo compras?

-¡Qué ha de ser bueno! -respondió el compadre cerrando su tabaquera de abedul llena de dibujos-. Con este tabaco no sería capaz de estornudar ni siquiera uua gallina vieja.

-Recuerdo -continuó Chub- qué el difunto tabernero Zuzulia me trajo una vez tabaco de Nejin, ¡Un tabaco buenísimo! Entonces, compadre, ¿qué te parece que hagamos? Está esto como boca de lobo.

-Pues quizá sea mejor que nos quedemos en casa -dijo lentamente el compadre agarrando el tirador de la puerta.

Chub seguramente hubiese decidido lo mismo si el compadre no lo hubiera dicho; pero al oírle sintió como si le empujasen a llevar la contraria.

-No, compadre, echemos a andar, pues es imposible faltar a la invitación.

Y no acababa de decirlo cuando ya estaba arrepentido y molesto consigo mismo. Le fastidiaba muchísimo salir en semejante noche; pero ai mismo tiempo no gustaba de seguir los consejos de nadie y quería salirse siempre con la suya. El compadre, sin dejar traslucir la más mínima contrariedad, como hombre a quien le es completamente indiferente salir o quedarse en casa, miró a su alrededor, rascóse la espalda con el látigo y los dos se pusieron en camino.

III

Veamos ahora lo que hizo la bella hija de Chub al quedarse sola. Oksana no tenía aún diecisiete años, y ya en Dikanka y sus alrededores no se hablaba mas que de su hermosura. Los muchachos decían a coro que jamás hubo ni volvería a haber en el pueblo otra que la igualara en belleza. Oksana estaba persuadida de esto, y como lo oía constantemente era caprichosa, como toda mujer ensalzada y bonita. Si en vez de las galas de campesina hubiera usado la capota de las señoritas, con seguridad que ninguna criada la hubiese podido aguantar. Los jóvenes la cortejaban; pero no resistían largo tiempo sus desdenes, y uno a uno iban desfilando, dirigiéndose, luego a otras muchachas menos mimadas. Sólo el herrero seguía obstinado en su amor, aunque ella le tratase igual que a los demás. Después de marchar su padre aún siguió largo rato adornándose y haciendo mohínes delante de un espejito con marco de estaño que tenia en la mano, y sin cansarse en la contemplación. ¿Por qué dirán por ahí que soy hermosa? -decía, fingiendo distracción.

Y continuaba luego su monólogo: Los hombres mienten. ¡No soy bella!

Pero una carita fresca y animada por unos ojos negros y brillantes, con sonrisa llena de encanto y que iluminaba al alma, apareció en el espejo, contradiciéndole.

¿Es que no existen en todo el mundo unos ojos como los míos? ¿Qué belleza tiene esta nariz respingona? ¿Y las mejillas? ¿Y los labios? ¿Son acaso bonitas mis trenzas? ¡Oh!, al anochecer asustan de tan negras como son. Parecen largas serpientes que se enroscan alrededor de mi cabeza. Ahora me doy cuenta de que no soy del todo guapa.

Y apartando un poco el espejo exclamó: ¡No, ya lo creo que soy hermosa! ¡Y cuánto! ¡Soy una maravilla! ¡Cuán feliz haré al hombre que se case conmigo! ¡Cómo me admirará mi marido! ... ¡Su felicidad le hará olvidarse de todo! ¡Me besará hasta matarme!

¡Qué preciosidad de muchacha! -murmuró el herrero, que había entrado sigilosamente-. ¡Pero no es poco orgullosa! ¡Lo menos lleva una hora delante del espejo admirándose y alabándose; por añadidura, en voz alta!

Verdaderamente, muchachos, que hago pendant con vosotros. ¡Mirad con cuánta elegancia ando! -seguía la linda coqueta-. Mi camisa está adornada con bordados de seda roja, y ¡qué cinta la que llevo en la cabeza! Nunca se vio ni se verá un galón tan rico. Todo esto me lo compró mi padre para que se case conmigo el mejor mozo del mundo.

Y, sonriendo, dio media vuelta y descubrió al herrero. Lanzó un grito, parándose ante él bruscamente.

El herrero dejó caer los brazos con desaliento.

Sería difícil describir lo que expresó el rostro moreno de la encantadora doncella. A un mismo tiempo mostró aspereza y burla ante el tímido muchacho. Un ligero carmín de ira apenas perceptible se esparcía por su rostro, y toda esta confusión la hacía estar tan divina, que nada la hubiese favorecido tanto ni tanto hubiese excitado el deseo de besarla.

-¿Para qué has venido? -al fin rompió a decir Oksana-. ¿Quieres que te eche de casa a escobazos? Todos sabéis encontrar el momento propicio para acercaros a nosotras. Os informáis en cuanto los padres salen...; ¡os conozco perfectamente! Qué, ¿me acabaste ya el cofre?

-Lo acabaré, corazoncito mío; -lo acabaré cuando pasen estos días de fiesta. ¡Si tú supieras con qué afán he trabajado en él! En dos noches no he salido de la herrería, y por eso ni siquiera la hija del pope tendrá otro que le iguale. Le he puesto mejor hierro que el que empleé para arreglar la tartana del sotnik cuando fui a trabajar a Poltava. ¡Y qué pintura le estoy poniendo! ¡Que las niñas de la comarca vengan todas a verlo, que nunca habrán visto nada semejante! ¡Todo él estará cuajado de flores encarnadas y azules! ¡Resplandecerá como la fragua! ¡No estés enfadada conmigo! ¡Permíteme que te hable, o al menos deja que te mire!

-¿Quién te lo prohíbe? Habla y mira.

Y diciendo esto se sentó de nuevo en la banqueta y volvió a mirarse en el espejo para arreglar su tocado. Admiró su cuello, que adornaba la nueva camisa bordada con sedas, y una fina expresión de orgullo se reflejó en sus ojos.

¿Me dejas sentarme al lado tuyo? -dijo el herrero.

-Siéntate -contestó Oksana sin cambiar de expresión ni en la mirada ni en los labios.

-Encantadora y querida Oksana; ¡déjame que te bese! -dijo él, animándose y atrayéndola hacia sí con la intención de robarle un beso.

Pero Oksana volvió el rostro, que ya casi rozaban los labios del herrero, y le dio un empeñón.

-¿Qué más quieres? ¡Vete! ¡Tus manos son más duras que el hierro y apestan a humo! Me parece que me has manchado de hollín.

Y cogió de nuevo el espejo para contemplarse.

¡No me quiere! -pensó para sí el muchacho, bajando la cabeza-. Todos le servimos de juguete, y yo, ¡que me estoy como un tonto admirándola, sin poder apartar mis ojos de toda ella!, y así me estaría la vida entera, ¡Encantadora muchacha, qué no daría yo por saber lo que tiene escondido en su corazón! ¿A quién amará? ¿No le interesa nada ni nadie? ¡Sólo se alaba a sí misma! ¡Se complace en martirizarme, pobre de mi, y tengo tanta pena que me ahogo! ¡Pero la amo como nadie amó ni amará en el mundo!

-¿Es verdad que tu madre es una bruja? -dijo Oksana echándose a reír.

-¿Qué me importa a mi mi madre? Tú eres para mí madre, padre y todo lo más querido que hay en el mundo. Si me llamase el zar para decirme: Herrero Vakula, pídeme lo mejor de mi reino y te lo daré. Te haré una herrería de oro y tendrás martillos de plata ..., no quiero, le respondería, piedras preciosas; ni herrería de oro ni nada. ¡Sólo quiero que me des a mi Oksana!

-¿Veis cómo sois? Tampoco mi padre deja perder la ocasión, y verás si se nos casa con tu madre -contestó ella con una fina sonrisa-. Pero ¿por qué no vendrán las muchachas? ... ¿Qué significa esto? ¡Ya es hora de ir a cantar las coliadki y estoy aburrida!

-¡Déjalas, querida mía!

-¡De ningún modo! Con seguridad las acompañarán los jóvenes, y me figuro lo de historias llenas de gracia que nos contarán.

-¿Te diviertes tanto con ellos?

-¡Claro! ¡Mucho más que contigo! Pero me parece que han llamado; ya deben de estar ahí.

¿Puedo esperar algo todavía?- pensó el herrero-. ¡Si juega conmigo y me quiere tanto como a una herradura mohosa! Pero si es así, no dejaré, por lo menos, que se burle de mí, y apenas advierta quién es el que le gusta, ¡le perderé! ...

Un aldabonazo, acompañado de una voz que resonó bruscamente en el aire frío, y que decía: ¡Abre!, le interrumpió en sus cavilaciones.

-Espera, que abriré yo mismo -dijo el herrero, malhumorado, saliendo al pasillo con la intención de tumbar al primero que se presentase.

IV

El frío aumentó de un modo tan extraordinario en las alturas, que el diablo saltaba levantando alternativamente sus pesuñas y se soplaba ios puños para calentar de algún modo sus heladas manos. No es extraño que note frío quien de sol a sol va de un lado a otro por el infierno, donde, como es sabido, no hace tanto frío como aquí en invierno y donde, tocado con un gorro que le hace asemejarse a un cocinero, fríe ante el hornillo a los pecadores con el mismo gozo con que una mujer fríe chorizo en Navidad.

La bruja misma, aunque llevaba buen abrigo, sintió frío, y por ello, para guardar bien el equilibrio, como hacen los patinadores, levantó los brazos, separó las piernas y, manteniéndose rígida, dejóse resbalar por el aire como si hubiese sido una montaña helada. y fue directa a la chimenea de su cabaña. El diablo la siguió en la misma forma; pero como este bicho es más ágil que cualquier galán de calzón corto, no es extraño que al entrar por la chimenea cayese sobre el cuello de su amada y se encontrasen los dos en el vasto hornillo, entre los pucheros.

La viajera abrió con cuidado la puertecilla para ver si Vakula, su hijo, había reunido a sus amigos en la cabaña; pero al ver que sólo había unos cuantos sacos echados en el centro de ésta, salió del horno, descolgó su pelliza caliente, se arregló y nadie hubiese podido adivinar en ella a la que momentos antes volaba montada en una escoba. La madre del herrero Vakula no tenía más de cuarenta años. No era ni guapa ni fea, pues es difícil conservarse guapa a tal edad, y a pesar de todo sabía encantar a los cosacos más juiciosos -no es preciso hacer notar que ellos no dan gran importancia a la belleza -que la visitaban, entre los que se contaban el alcalde, el sacristán Osip Nikiforovich -como es natural, cuando su mujer estaba ausente -y los cosacos Corniichub y Casian Sverbigus. En honor suyo diremos que sabía tratarlos de un modo tan hábil que a ninguno se le ocurriría pensar que tuviese un rival. Cuando los campesinos piadosos, o los nobles, como suele llamarse a los cosacos que visten pelliza, iban a la iglesia el domingo, o a la taberna, si el tiempo estaba malo, no dejaban de visitar a Soloja para que les sirviera de comer las grasientas vareniki con la agria y charlar un ratillo con la amable y habladora dueña de la confortable cabaña. Y a lo mejor el noble tenía que darse una gran caminata y un buen rodeo para visitarla, aunque él decía que le cogía al paso. En los días festivos, cuando iba a la iglesia Ilevando su saya de colores vivos y una sobre falda azul adornada al dorso con bordados dorados, se dirigía en seguida a la derecha del altar. El sacristán, invariablemente, fingiendo distracción, le hacia guiños al mirarla; el alcalde acariciábase el bigote, se echaba a un lado el mechón y decía a su vecino: ¡Ay qué mujer, qué diablo de mujer!

Soloja saludaba a todos, y cada uno pensaba que era a él solo a quien había saludado. A uno que gustase de meterse en vidas ajenas le hubiese sido fácil comprender a primera vista que ella distinguía al cosaco Chub más que a ninguno, pues Chub era viudo, tenía siempre ocho pilas de centeno ante su cabaña y dos yuntas de robustos bueyes sacaban fuera del cobertizo la cabeza y mugían a la vista de las vacas y de los toros que pasaban. El barbudo macho cabrío, con voz tan penetrante como la del alcalde, escandalizaba mortificando a las pavas que se paseaban en el corral; pero revolvíase cuando veía a sus enemigos los chiquillos, que se reían de sus barbas. Los cofres de Chub estaban repletos de telas, tafetanes y casacas antiguas con galones de oro. A su difunta esposa le gustó mucho lucir. En la huerta había, además de adormideras, coles y girasoles, dos matas de tabaco que se renovaban todos los años. Soloja pensaba que todo esto no vendría mal unirlo a su hacienda, y calculaba de antemano cómo ordenaría las cosas cuando pasasen a su poder, y por ello duplicaba su benevolencia con el viejo Chub. Y para impedir que su hijo Vakula consiguiese por algún medio conquistar a la hija, logrando de este modo apoderarse de casi toda la hacienda y no dejándole a Soloja meter baza, ésta recurrió al vulgar medio de que se valen casi todas las comadres ya jamonas: hacer que riñesen Chub y el herrero. Puede ser que estas astucias y su misma inteligencia fuesen las que hicieran hablar aquí y allá a las viejas comadres, en particular cuando habían bebido un poco más de la cuenta en alguna reunión alegre. Decían que Soloja era una bruja; que el joven Kisiakolupenko le había visto un rabo tan largo como un huso; que el jueves pasado había atravesado la carretera transformada en gato negro; que un día entró en casa del pope en forma de cerda y que cacareó como un gallo, se puso el gorro del padre Condrat y salió huyendo. Sucedió que mientras las viejas estaban tratando este asunto, llegó el pastor Timich Korostiavy, quien les contó a renglón seguido que durante el verano, antes del día de San Pedro, una noche, al acostarse en la pocilga, después de haber puesto un montón de paja para que le sirviera de almohada, vió con sus propios ojos cómo la bruja, con el pelo suelto y vistiendo sólo una larga camisa, comenzó a ordeñar, a las vacas, quedando él inmóvil, ¡tan hechizado estaba!, que cuando hubo terminado le untó los labios con una cosa tan asquerosa que luego se llevó escupiendo todo el día. Todo esto era muy dudoso, pues solamente el juez de Sorcchin conoce a las que son brujas. Por eso todos los cosacos nobles no lo creían y reíanse de tales cosas. Mentiras de mujeres, era su repuesta obligada.

Después de haber salido del horno y de componerse, Soloja, como buena ama de su casa, empezó a poner todo en orden; pero no tocó los sacos, pues dijo: Ya que Vakula fue quien los trajo, que él sea quien se los vuelva a llevar.

El diablo, en el momento de entrar por la chimenea, volvió la cara y vio por casualidad a Chub acompañado del compadre, que ya iban lejos de su cabaña. Volvió atrás y cruzó ante ellos, empezando a revolver la nieve helada que estaba amontonada por todas partes. Entonces se levantó una fuerte borrasca; todo se puso blanco, y la nieve arremolinada parecía una redecilla que amenazaba dejar ciegos y llenar la boca y orejas a los caminantes. El diablo entró otra vez en la chimenea, convencido de que volvería a su cabaña con el compadre el cosaco Chub. Allí encontraría al herrero, y con seguridad le obsequiaría de tal modo que durante mucho tiempo no podría coger los pinceles para pintar caricaturas injuriosas.

V

Realmente, apenas se inició la borrasca y el viento empezó a molestar la vista, Chub comenzó a incomodarse y a arrepentirse. Encasquetándose el gorro regalóse con injurias, de las que participaron también el diablo y el compadre. Sin embargo, su enfado era falso, pues se alegraba de que la borrasca se hubiese presentado tan a punto. Hasta la casa del diácono quedaba una distancia ocho veces mayor que la andada, y decidieron volver atrás. El viento les pegaba entonces de espalda; pero la nieve arremolinada no les dejaba ver por dónde andaban.

-¡Párate, compadre! Parece que no es éste el camino -dijo Chub alejándose un poco-. No veo por aquí ninguna cabaña. ¡Qué borrasca, Dios mío! Por ese lado, compadre, tal vez encuentres la vereda. Yo mientras buscaré por este otro. ¡Quién diablos nos habrá empujado a salir con semejante noche, con esta tempestad! No te olvides de dar una voz si encuentras la vereda. ¡Oh, cuánta nieve me metió el demonio en los ojos!

Sin embargo, no daban con el camino. El compadre, yendo de derecha a izquierda, fue alejándose y al fin se encontró en la puerta de la taberna. Este hallazgo le produjo tal alegría, que olvidó todo y, sacudiéndose la nieve, entró en el portal sin preocuparse ya para nada del compadre, que había quedado en la carretera.

Entre tanto, a Chub le pareció que había dado con el camino. Parándose, empezó a llamar a voz en grito al compadre; pero viendo que no parecía decidió continuar solo. Después de dar unos cuantos pasos, dio con su cabaña. La nieve cubría el tejado y se amontonaba alrededor. Dando unas cuantas palmadas para desentumecer las manos, que tenía casi heladas, Chub empezó a golpear la puerta y a IIamar imperiosamente a su hija para que le abriese.

¿Qué se te ha perdido aquí? -dijo ásperamente el herrero, saliendo a la puerta.

Chub, al reconocer su voz, dio unos cuantos pasos atrás.

¡Ah!, no; ésta no es mi casa -se dijo-; en mi cabaña no estaría el herrero. ¿De quién podrá ser? Pero ¡qué tonto! ¿Cómo no la habré reconocido? ¡Si es la cabaña del cojo Levchenko, que hace poco casó con una joven! El es el único que tiene la cabaña casi igual a la mía. Por eso me pareció al principio un poco extraño haber llegado a casa tan pronto. Sin embargo, con seguridad que Levchenko debe de estar ahora en casa del diácono. Entonces ... ¿por qué el herrero? ... ¡Ah, ah, ah, viene a visitar a la joven esposa! ¡Muy bien! ¡Ahora lo comprendo todo!

-¿Quién eres y por qué llamas -dijo el herrero de un modo aún más áspero y acercándosele.

No, no te diré quién soy; ¡quién sabe si aun me pegaría el maldito bastardo! -pensó para sí Chub.

Y mudando de voz contestó:

-¡Soy yo, buen hombre! Venía para divertirlos cantándoles debajo de la ventana.

-Vete al diablo con tus canciones -gritóle el enfadado Vakula-. ¿Qué esperas? ¿No estás oyendo? ¡Vete en seguida de aquí!

Chub tenía ya esta razonable intención, pero le violentaba verse obligado a obedecer las órdenes del herrero. Parecía como si un espíritu maligno le empujase a seguir adelante y le forzase a llevar siempre la contraria.

-¿Por qué te empeñas en gritar tanto? -siguió con la misma voz-. ¡Se me ha antojado cantar las canciones, y las cantaré!

-Está visto que con razones no te callarás.

Y después de oír esto, Chub sintió un violento puñetazo en el hombro.

-¡Eh! ¡Tú! Según veo, empiezas a pegar -dijo, dando un paso hacia atrás.

-¡Vete! ¡Vete! -gritó el herrero, regalándole con otro golpe.

-Pero ¿qué es lo que te pasa? -dijo Chub con voz que denotaba enfado, dolor y apuro-. Según veo, pegas en serio y me haces daño, ¿sabes?

-¡Fuera! ¡Fuera! -exclamó de nuevo el herrero cerrando de golpe la puerta.

-¡Cómo se ha envalentonado! -decía Chub al quedar solo en medio de la calle-. ¡Prueba a arrimarte! ... ¡Vaya! ¡Valiente personaje! ¿Imaginas que no habrá tribunales para ti? ¡Ya lo creo que sí, amiguito! ¡Y he de dirigirme al mismísimo Subdelegado; te acordarás de mí! ¡No he de mirar que seas herrero ni pintor ... y, sin embargo, si pudiera ahora mirarme la espalda y los hombros, con seguridad que encontraría algunos cardenales pintados! ¡Es lástima que haga ahora tanto frío y que no tenga ganas de quitarme la pelliza, pues si no habría de vérmelos! ¡Vaya si pegó fuerte este maldito hijo del demonio! ¡Pero aguarda, herrero endemoniado: así te destruya a ti y a tu herrería el diablo! ¡He de hacerte bailar, maldito bastardo! ... ¡Calla! Pues no está mal pensado: ya que ahora no está él en su casa, se encontrará sola Soloja ... ¡Hum!, y no está muy lejos de aquí. ¿Voy, o no voy? Es ésta una hora en que nadie nos ha de molestar, y es posible que pueda ... ¡Caramba con lo fuerte que me pegó el maldito herrero!

Y Chub, frotándose el hombro, tomó el camino opuesto. El placer que le esperaba en casa de Soloja disminuía en parte el dolor y le hizo casi insensible al frío penetrante que se dejaba sentir. Las calles crujían heladas, y el silbido del viento no se acallaba. De vez en cuando en el rostro del cosaco, cuyo bigote y barba había enjabonado la nieve más de prisa que lo hace cualquier barbero cuando tiránicamente coge a su víctima por la nariz, se dibujaba un mohín semidulce. Pero, de todos modos, si la nieve no se hubiera interpuesto, se le habría podido ver detenerse de vez en cuando, durante algún rato, para frotarse la espalda mientras decía: ¡Vaya si me pegó fuerte el maldito herrero! -y continuaba su camino.

Al volver a entrar en la chimenea el ágil galán con barbas de chivo y rabo, después de haber salido la primera vez, se Ie enganchó en un saliente la bolsa, que llevaba terciada y sujeta con una correa y que fue donde metió a la luna; ésta, al ver que se abría la bolsa, aprovechó la ocasión y escapóse, chimenea arriba, de la cabaña de Soloja, ocupando su lugar nuevamente en el cielo. Todo se iluminó como si no hubiese habido tal borrasca. La nieve empezó a brillar como un vasto campo de plata y se cubrió de estrellitas cristalinas. El frío pareció que disminuía, y los grupos de muchachos aparecieron con sus sacos al hombro. Resonaron las canciones, y rara fue la cabaña ante la cual no se veía un grupo de cantores.

¡Cuán espléndidamente resplandece la Luna! Es muy difícil dar cuenta exacta de lo agradable que resulta vagar por los campos en noches así, entre grupas de muchachos que cantan y ríen, siempre prontos a los chistes y bromas que inspira la alegre y risueña noche. Bajo la tupida pelliza se siente calor, y con el frío arden aún más las mejillas y hasta el mismo diablo empuja a hacer picardías.

Las muchachas, en tropel, entraron en la cabaña de Chub y cercaron a Oksana. Gritos, carcajadas y charlas ensordecieron al herrero. Todos a un tiempo se apresuraban a contar alguna novedad a la bella joven. Vaciaban los sacos, elogiando los chorizos, salchichones y pasteles, de los que ya habían recibido gran número con su coliadki. Oksana parecía estar muy alegre y habladora. Charlaba con unos y otros y reía sin parar. El herrero miraba con cierto enfado y envidia esta alegría, y por primera vez maldijo las coliadki, que siempre le entusiasmaron.

-¡Anda, Odarka! -dijo la bulliciosa joven, dirigiéndose a una de las muchachas-. ¿Conque lIevas zapatos nuevos? ¡Y qué bonitos, bordados en oro! ¡Qué suerte tienes, Odarka, teniendo un novio que te compra de todo! ¡A mí nadie me puede procurar unos zapatitos tan lindos!

-¡No te apures, Oksana, querida mía -interrumpió el herrero-, que yo te proporcionaré unos que no los podrá tener iguales ni una señorita!

-¡Tú! -le dijo Oksana, lanzándole una mirada rápida y orgullosa-. Me gustaría saber a dónde irás a buscarlos para que sean dignos de mí. ¿Vas quizá a traerme los que usa Ia zarina?

-¡Ya ves cuáles son los que desea! -exclamó el grupo de muchachas riendo.

-Sí -continuó fieramente la bella joven-. Sean todos ustedes testigos. ¡Si el herrero Vakula me trae los zapatitos que lleva la zarina, le doy palabra de que en el mismo instante me caso con él.

Las muchachas se llevaron a la caprichosa niña.

Ríete, ríete -dijo el herrero, saliendo en pos de ella-, que yo mismo me río también de mí y me paro a pensar, sin poder coordinar ideas, a dónde voló mi espíritu. Ella no me quiere; pues ¡que Dios la perdone! ¡Como si el mundo terminase en Oksana! ¡No faltaba más! ¿Y, quién es, después de todo, Oksana? No será nunca una buena mujer de su casa; ¡no sabe mas que acicalarse! No. ¡Basta ya! ¡Ya es hora de dejar de hacer tonterías!

Pero al mismo tiempo que se decidió a ser fuerte, el espíritu del mal le recordó la graciosa imagen de Oksana cuando le decía despreciativamente: Consígueme, herrero, los zapatos de la zarina y me casaré contigo. Y estaba perturbado y no podía apartar su pensamiento de Oksana.

Grupos de cantores, las muchachas de un lado y los jóvenes de otro, iban de calle en calle. Pero el herrero andaba como un autómata, sin ver ni oír nada y sin participar de las diversiones a que tan aficionado era antes.

VI

Mientras tanto, el diablo empezó seriamente a hacer el amor a Soloja. Hacía tales mohínes al besarle la mano, que enteramente parecía un concejal besando la de la hija del pope. Llevándose la mano al corazón, suspiraba, y concluyó por decirle claramente que si ella no consentía en satisfacer su pasión y en corresponderle como era debido, no respondía de sus acciones y estaba dispuesto a ahogarse y mandar inmediatamente su alma al infierno. Soloja no era tan cruel como para rechazarlo; además todos sabemos que ellos se comprendían. Por otro lado, gustaba de verse rodeada de admiradores; raramente estaba sola, y aquella noche, como en la aldea la gente de viso estaba reunida en casa del diácono para comer la cutiá, iba a pasarla muy aburrida.

Pero todo sucedió de modo distinto al pensado; pues apenas concluyó de declarársele el diablo y se disponía a contestarle, se oyó un aldabonazo en la puerta y la robusta voz del alcalde, que llamaba. Soloja corrió a abrir, y el diablo, con su agilidad acostumbrada, se escondió en uno de los sacos que había en el suelo de la cabaña.

El alcalde, una vez que hubo sacudido la nieve de su gorro, y después de beberse la copa de aguardiente que le dio Soloja, le contó que no pudo llegar a casa del diácono a causa de la borrasca, y que al ver luz en su cabaña decidió entrar y tenía el propósito de pasar la velada con ella.

Apenas había terminado de hablar el alcalde cuando sonó otro aldabonazo y se oyó la voz del diácono.

-Escóndeme en alguna parte -dijo en voz baja el alcalde -; no tengo ninguna gana de ver al diácono en este momento.

Soloja se detuvo a pensar en dónde podría meter a tan robusto visitante. Por fin escogió un gran saco que estaba lleno de carbón, lo vació en un tonel y el macizo alcalde entró en el saco con bigote, gorra, y todo.

El diácono entró refunfuñando y frotándose las manos, y le contó que como a causa de la borrasca no había acudido nadie a su invitación, se alegraba de poder venir a pasar el rato con ella, ya que a él no le asustaba el temporal. Luego, acercándose a Soloja, tosió y, sonriendo, le tocó con sus afilados dedos su brazo gordinflón, diciéndole socarronamente:

-¿Qué es esto, espléndida Soloja! -y diciendo así dio un paso atrás.

-¿Que qué es? ¡Pues mi brazo, Osip Nikiforovich! -contestó ella.

-¡Hum! ¡Su brazo! ¡Je, je, je! -dijo el diácono, satisfecho de que empezasen así las cosas; y después de dar otro paseíto por la cabaña, paróse de pronto.

-¿Y esto, queridísima SoIoja? -excIamó con el mismo tono, abordándola otra vez y tocándole ligeramente el cuello y dando otro saltito hacia atrás.

-¿Dónde tenéis los ojos, Osip Nikiforovich- respondió Soloja-, si es mi cuello, con su collar y todo?

-¡Hwn! ¡Un collar sobre su cuello! ¡Je, je, je!- y de nuevo dió unos cuantos pasos por la habitación, frotándose las manos.

-¿Y qué es esto, incomparable Soloja ...?

No sabemos lo que tocó entonces con sus voluptuosos dedos, porque sonó un nuevo golpe en la puerta al mismo tiempo que la voz del cosaco Chub.

-¡Oh, Dios mio! ¿Qué haré? Si me encuentran aquí, ¡faltará tiempo para que lo sepa el padre Condrat ...!

Pero no era éste el principal motivo de su temor: lo que más le atemorizaba era que llegase a oídos de su mujer; pues ésta fue la que con su temible mano había reducido su hermosa trenza de antaño convirtiéndola en la insignificante que le quedaba (13).

-¡Por amor de Dios, virtuosa Soloja! -decía, temblando con todo su cuerpo-. ¡Por su bondad, como dice la epístola de San Lucas, capítulo tre... ¡que están llamando! ¡A fe mía que lIaman! ... ¡Oh, escóndame en cualquier sitio!

Soloja vació un nuevo saco, también de carbón, en el tonel, y el delgaducho diácono se arrebujó allá en el fondo, dejando libre más de la mitad.

-Buenas noches, Soloja -dijo Chub entrando en la cabaña-. Tal vez no me esperabas; ¿verdad que no? Quizá soy inoportuno -seguía Chub con expresión alegre y significativa, que dejaba entrever que en su torpe caletre se fraguaba algún chiste mordaz y divertido-. Tal vez has estado divirtiéndote con alguien; quizá le tienes escondido. ¡Oh!

Y encantado de su gracia, Chub se puso a reír con aire de triunfo, pues creía con toda su alma que Soloja sólo se mostraba benévola con él.

-¡Bueno, Soloja, dame un vaso de aguardiente, pues parece que la garganta se me heló con el maldito frío! ¡Qué Nochebuena nos ha mandado el Señor! Cuando se levantó, ¿oyes, Soloja?; cuando se levantó ..., ¡qué tiesas se me han quedado las manos, no puedo desabrocharme la pelliza! cuando se levantó la borrasca ...

-¡Abre! -se oyó decir de pronto fuera, en la calle. Y al mismo tiempo sonó un aldabonazo.

-Alguien llama -dijo, parándose, Chub.

-¡Abre! -se oyó de nuevo más fuerte.

-Es el herrero -exclamó Chub cogiendo su gorro-. Oye, Soloja, escóndeme donde te parezca. Por nada del mundo quiero que me vea ese maldito bastardo. ¡Ahí le salgan a ese hijo del diablo dos grandes vejigas como pilas debajo de los ojos!

Soloja, muy asustada también, iba de un lado a otro. Trastornada y atolondrada como estaba, sin saber lo que hacía, le dijo por señas que se metiese en el saco donde estaba el diácono escondido. Este pobre no se atrevió a quejarse ni chistó cuando el voluminoso cosaco se le sentó encima de la cabeza y le puso las grandes botas heladas sobre las sienes.

El herrero entró sin decir palabra, sin quitarse el sombrero y casi se tiró sobre un banco. Venía, evidentemente, de mal humor.

Mientras Soloja cerraba la puerta tras del herrero, alguien llamó. Era el cosaco Sverbigus. A éste sí que no se le podía esconder en ningún saco pues no los había para su tamaño. Era aún más macizo que el alcalde y más alto que el compadre de Chub. Por ello Soloja lo llevó al huerto y allí escuchó todo lo que le quiso contar.

El herrero, abstraído, miraba a su alrededor, escuchando de vez en cuando las canciones que resonaban por toda la aldea. Por último se fijó en los sacos.

-¿Por qué están aún aquí estos sacos? Ya es hora de que se quiten de aquí. ¡Este dichoso amor que me tieue embrutecido! Mañana es día de fiesta y la cabaña está llena de trastos. Me los voy a llevar a la herrería.

Se levantó, ató los enormes sacos y se dispuso a echárselos sobre los hombros. Al mismo tiempo se podría comprender que sus pensamientos volaban Dios sabe a dónde. Si no hubiera sido por esto habría oído a Chub, que tuvo que quejarse cuando al atar el saco le cogió el pelo con la cuerda, y también al robusto alcalde, a quien le entró un hipo muy fuerte.

¿Será posible que no pueda borrar de mi pensamiento a Oksana? -se decía.- No quiero pensar en ella; pero ni que lo hiciera a propósito: ¡no pienso en otra cosa! ¿Por qué las ideas vendrán a uno sin querer? ¡Diablos! ¡Estos sacos parece que pesan más que antes! De seguro que han metido alguna cosa más que carbón. Pero ¡qué tonto soy! ¡Ya no me acordaba de que ahora todo me parece más pesado! ¡Antes podía doblar y enderezar de nuevo con la mano una moneda de cobre y hasta una herradura, y ahora apenas puedo con un saco de carbón! ¡Si sigo así, pronto me llevará un soplo de viento! ¡No -exclamó cobrando ánimos-, no quiero ser como una mujer! ¡No permitiré que se rían de mí! ¡Aunque fuesen diez sacos habría de poder con ellos!

Y altivamente se echó sobre los hombros más sacos de los que hubieran podido llevar dos hombres robustos.

Quizá tome éste también -siguió diciendo, levantando el más pequeño, en el que se había escondido el diablo-. Aquí me parece que puse mis herramientas.

Dicho esto, salió silbando la canción.

Yo no tengo que casarme ...

VII

Cada vez resonaban más las canciones, las voces y las risas. Los grupos se iban engrosando con gentes que venían de los pueblecillos vecinos. Los mozos hacían mil disparates y se divertían grandemente. De vez en cuando sonaba una canción improvisada por los cosacos. De pronto, de un grupo salió la voz de un muchacho que se puso a cantar a grandes voces y adrede una canción desentonada. Una carcajada general recompensó su genialidad. Se abrieron aquí y allá las ventanitas, y las enjutas manos de las viejucas que quedaron haciendo compañía a los juiciosos padres asomaron mostrando salchichones y pedazos de torta. Las mozas y los jóvenes se apiñaban disputándose la presa. Más allá, un corro de mozalbetes cercaba un grupo de muchachas y resonaban con gran algarabía los gritos alborozados. Uno tiraba bolas de nieve; otro quería apoderarse del saco en que iban las provisiones. Las muchachas por su parte corrían para atrapar a un mozo, y haciéndole tropezar le hicieron caer de bruces con saco y todo. Todos parecían dispuestos a pasar la noche de diversión en diversión. ¡Y la noche se mostraba tan espléndida y resplandeciente! ¡La luna, al reflejarse en la nieve, parecía aún más blanca!

El herrero se detuvo con sus sacos. Le pareció oír que salía del grupo aquel la voz y la risa de Oksana. La sangre se agolpó en sus venas haciéndole tambalear. Tiró al suelo los sacos con tal fuerza, que el diácono no pudo por menos de lanzar un gemido de dolor, y al alcalde le entro de nuevo el hipo. Con el saco pequeño sobre los hombros echó a andar hacia Ios jóvenes que perseguían al grupo de muchachas, del que le pareció oír salir la voz de Oksana.

¡Sí, era ella! ¡Tiene el mirar de zarina! Sus ojos brillan oyendo los chistes que le cuenta aquel mozo. ¡Y ahora ríe a carcajadas! ¡Siempre ríe!

Sin querer y sin darse cuenta el herrero se abrió paso entre el grupo y se encontró al lado de Oksana.

-Hola, Vakula, ¿qué tai estás? -dijo la hermosa joven; sonriendo con aquella sonrisa que hacía perder el juicio al herrero-. Qué, ¿has recogido mucho en tu saco? ¡Vaya un saco ridículo! ¿Me trajiste ya los zapatitos de la zarina? Pues tráemelos y me casaré contigo ...

Y soltando una carcajada echó a correr con sus compañeras.

El herrero se quedó perplejo.

¡No, ya no puedo más! Esto es superior a mis fuerzas -exclamó después de un rato-. ¡Dios mío, por qué será tan hermosa! ¡Su mirada, su charla y todo, todo, me enloquece y me abrasa! ¡Ya no me es posible resistir más! ¡Hay que acabar de una vez aunque mi alma se condene! ¡Me tiraré al río y que Dios me perdone!

Resueltamente echó a andar y, alcanzando de nuevo al grupo, se acercó a Oksana, diciéndole de un modo firme:

-¡Adiós, Oksana! ¡Búscate otro novio, búrlate de él cuanto quieras, pues a mí ya no me volverás a ver en este mundo!

La linda moza quedó asombrada, Intentando decirle algo; pero el herrero, con gesto desesperado, huyó de allí.

-¿Adónde vas, Vakula? -le gritaron sus amigos viéndole correr con tanta ansia.

-¡Adiós, amigos míos! -les contestó éste-. Dios haga que nos veamos en el otro mundo, pues en éste ya no volveremos a divertirnos juntos. ¡Adiós! ¡Perdonadme! Y decid al padre Condrat que diga las oraciones para la salvación de mi alma. Ya no tengo tiempo de pintar los candelabros de la Santa Virgen ni los de San Nicolás. ¡Que Dios me perdone! Todo lo que se encuentre en mi cofre lo dejo en legado a la iglesia. ¡Adiós!

Diciendo esto, el herrero volvió a echar a correr con el saco a cuestas.

-¡Se ha vuelto loco! -dijeron los mozos.

-Un alma que se pierde -musitó piadosamente una vieja que acertaba a pasar por allí-. Es preciso contar que el herrero se ahorcó.

Entre tanto, Vakula, después de atravesar algunas calles, se paró para tomar aliento.

¿Adónde me dirijo? -pensó-. ¡No parece sino que realmente hubiese perdido toda esperanza! Probaré el último remedio: iré a ver al zaporogo (14) Pazuk el Ventrudo. Dicen que él conoce a todos los espíritus del mal y que le es dado hacer cuanto quiere. ¡Iré! ¡De todos modos se ha de perder mi alma!

Al oír esto el diablo, que llevaba tanto tiempo inmóvil, lleno de júbilo se puso a saltar dentro del saco. Pero el herrero, creyendo que era él quien lo había tocado descuidadamente, produciendo este movimiento, le dió un golpe con su robusto puño y, enderezándoselo sobre el hombro, se dirigió a casa de Pazuk el Ventrudo.

Pazuk fue realmente en su juventud un zaporogo. Nadie supo si lo echaron de Zaporogie o si él huyó de allí. Hacía ya lo menos diez o quince años que vivía en Dikanka. Al principio vivió como un zaporogo auténtico: no trabajaba, dormía tres cuartas partes del día, comía como seis gañanes y se bebía casi un cubo de aguardiente de una sentada. Tenía cabida para todo esto, pues aunque era bajo, las carnes le hacían casi cuadrado. Además llevaba unos charovari tan anchos, que aunque echase un paso largo no se le podían ver los pies, y enteramente parecía al andar un barril rodando por la calle. Tal vez por esto le llamaban el Ventrudo. Llevaba apenas unas semanas en el pueblo cuando corrió la voz de que era un curandero. En cuanto alguien se sentía enfermo llamaba a Pazuk, y éste con sólo murmurar unas cuantas palabras curaba de su mal al enfermo. Una vez, a un noble comiendo pescado se le atravesó una espina. Pazuk supo con tal maestría darle un puñetazo en la espalda, que la espina tomó el camino derecho; sin causar el menor daño en el paciente. Ahora ya no se le veía por ningún sitio, y tal vez era debido a su pereza, o más bien a su gordura, pues cada vez le costaba más trabajo pasar por las puertas, que eran apenas suficientes para su humanidad. Desde entonces los vecinos tuvieron que acudir a su casa cuando le necesitaban para algo.

El herrelo empujó la puerta con cierta timidez, y se encontró a Pazuk sentado en el suelo al modo turco. Delante de él había un barrilito, sobre el cual se veía una fuente llena de galuchki (15). La fuente estaba al nivel de su boca, y sin mover siquiera un dedo, inclinando un poquitín la cabeza, bebía el jugo, cogiendo con los dientes de vez en cuando las galuchki.

Pues, señor -pensó para sus adentros Vakula-, éste es aún más perezoso que Chub; aquél por lo menos usa cuchara para comer, mientras que éste ni siquiera mueve las manos.

Por cierto que Pazuk estaba tan ocupado y tan pendiente de su comida, que no pareció parar mientes cuando entró el herrero, quien al pisar el umbral de la puerta le saludó ceremoniosamente.

-He venido, Pazuk, a ver a vuestra señoría -dijo Vakula haciendo una nueva reverencia.

Entonces el gordo Pazuk levantó la cabeza para mirarle, y en seguida volvió a sus galuchki.

-Pues dicen ..., no te enfades, pues no está en mi ánimo ofenderte; pues dicen -continuó el herrero sacando fuerzas de flaqueza -que tienes algún parentesco con el demonio.

Al concluir de decir esto Vakula estaba asustado, pensando si habría ido demasiado lejos en sus expresiones, y esperaba que Pazuk le tirase a la cabeza a renglón seguido el barril con fuente y todo. Hizo ademán de parar el golpe, tapándose al mismo tiempo la cabeza con el brazo, para evitar que el caldo caliente de las galuchki le salpicase; pero Pazuk, mirándole de nuevo, siguió comiendo.

Entonces nuestro herrero, envalentonado, decidióse a seguir hablando.

-Vine a ti, Pazuk, y que Dios te mande en abundancia todo lo que tú desees; una buena porción de pan, por ejemplo ... -el herrero sabía de vez en cuando usar un lenguaje moderno que aprendió en Poltava cuando fue a pintar la valla deI sotnik-. Vine a ti, digo, porque mi alma ya está en pecado mortal. Nadie en el mundo podrá salvarme; pero ¡sea lo que Dios quiera! Es el caso que tengo que pedir consejo al mismísimo demonio. ¿Qué me aconsejas tú, Pazuk? -le dijo Vakula, impaciente ante su constante silencio-. ¿Qué debo hacer?

-Si necesitas al diablo, vete en busca suya -contestó al fin Pazuk, sin levantar esta vez la vista, y continuó devorando las galuchki.

-Precisamente por eso vine a consultarte -dijo el herrero, haciéndole otra reverencia-; pues creo que nadie mejor que tú puede indicarme dónde puedo encontrarle.

Pero Pazuk guardó silencio y siguió atareado en su afán de comer todo lo que quedaba.

-¡Ten la bondad, hombre! Creo que no te negarás a complacerme, y no seré avaro contigo. Si quieres, te daré salchichón, lomo, harina de trechel, tela, mijo o cualquier otra cosa que necesites ... pues esto es corriente entre personas de todas clases; pero ¡dime al menos dónde podré ir a buscar al diablo!

-¡No tiene necesidad de afanarse en ir muy lejos quien le lleva encima, sobre sus hombros! -dijo con indiferencia Pazuk sin cambiar de postura.

Vakula se le quedó mirando como para descifrar en su frente el significado de aquellas palabras. ¿Qué habrá querido decir?, parecían preguntar sus asombrados ojos; y con la boca semiabierta parecía querer tragar, como si fuese una galachki, las primeras palabras que profiriese Pazuk; pero éste seguía en su obstinado silencio.

Entonces vió Vakula que ya no tenía delante ni el barril ni la fuente de galuchki, y que en su lugar habían puesto dos grandes fuentes de madera: una con vareniki y la otra con nata agria. Involuntariamente siguió mirando a los dos platos mientras se decía:

Vamos a ver cómo come Pazuk los vareniki; de seguro que no intentará hacerlo directamente del plato como hacía con las galuchki, pues además, al tener que remojarlos antes en la nata agria, es imposible.

No acababa de hacerse estas reflexiones cuando vio cómo Pazuk abría la boca más y más, hasta que un vareniki, saltando por arte mágico a la fuente de nata agria y emborrizándose previamente con ella, se coló luego en la boca de el Ventrudo, quien se lo comió, volviendo, a abrir la boca del mismo modo para que se repitiera la suerte. Así es que no tenía más molestia que masticar y tragar.

¡Qué milagro, señor! -pensó el herrero, a quien el asombro hizo abrir la boca; y en el mismo instante notó que tenía dentro de ella un vareniki que le había manchado los labios con nata.

Mientras escupía y se limpiaba la boca, se puso a considerar los milagros que se operaban en el mundo y a qué artes empujaban los espíritus malignos, y se afianzaba más y más en la idea de que sólo Pazuk podría serle útil.

Le volveré a saludar para que me dé más explicaciones ...; pero, ¡qué diablo!, hoy es día de ayuno, y éste está comiendo vareniki como si fuese un día corriente. En realidad estoy hecho un tonto, y no pienso que al estar aquí aumento mis pecados. ¡Atrás, pues!

Y el herrero salió escapado de la barraca como alma en pena, completamente trastornado.

Pero el diablo, que ya se había sentado en el saco y que se felicitaba de antemano al poder conseguir tal presa, no se resignaba a perderla. Cuando Vakula abandonó el saco en el suelo, saltando de él se le montó a caballo sobre los hombros. El herrero, sobrecogido, palideció y un escalofrío le recorrió por todo el cuerpo; pensó en persignarse; pero en aquel momento el diablo se inclinó y, poniéndole su hocico de perro en el oído derecho, le dijo:

-Soy yo, tu amigo; y haré todo lo que pueda en favor tuyo, ¡querido compañero! Te daré todo el dinero que necesites -le susurró en el oído izquierdo-; hoy mismo Oksana será nuestra -le cuchicheó otra vez del otro lado.

El herrero se quedó pensativo.

-Bueno -dijo al fin-, a tal precio soy tuyo.

El diablo batió palmas de gozo y se puso a bailar sobre los hombros de Vakula.

-Ya te tengo atrapado -pensó para sus adentros-; ahora, amigo mío, he de vengarme de todas tus pinturas y de todas las injurias que hiciste a los demonios. ¡Será de ver el asombro de mis compañeros cuando vean que el hombre más piadoso de la aldea cayó en mis garras!

Y así pensando, el diablo se puso a reír, calculando el asombro de toda la caterva infernal y en lo rabioso que se pondría el Diablo Cojuelo, que pasaba por ser el más astuto y el que mejor inventaba díabluras.

-Pero ya sabes, Vakula -le dijo de nuevo al oído y sin bajarse de su cuello, como si temiese que se le escapase-, que yo no hago nada sin contrato.

-Estoy dispuesto -dijo Vakula-. He oído que vosotros los firmáis con sangre. Espera, que aquí llevo en el bolsillo un clavo y lo sacaré.

Y al decir esto, cogió con la mano el rabo del diablo.

-¡Qué gracioso eres! -exclamó éste riendo-. No hagamos ya más tonterías.

-¡Aguarda un momento, amigo! -gritó el herrero-. Y esto, ¿qué es?- Y así diciendo, hizo la señal de la cruz, que obligó al otro a ponerse dócil como un cordero. -Vamos, pues -dijo Vakula cogiéndole por el rabo y lanzándole al suelo-; ¡ahora te haré ver cómo se puede hacer pecar a los cristianos honrados!

Y el herrero se le montó a caballo y levantó la mano para persignarse.

-Perdóname, Vakula -gimió tristemente el diablo-; yo haré todo lo que tú quieras; deja sólo en paz mi alma. ¡No me hagas la espantosa señal de la cruz!

-¡Ah, ahora sí que cantas bien, maldito alemán! ¡Ahora sé lo que tengo que hacer! ¡Llévame inmediatamente así, sobre tus espaldas! ¿Sabes? ¡Vuela como si fueras un pájaro!

-¿Y adónde quieres que te lleve? -contestó, contristado, el diablo.

-A San Petersburgo, y directamente al palacio imperial.

Y Vakula se quedó pasmado al sentirse elevado en el aire.

VIII

Oksana quedó largo rato pensando en las extrañas palabras del herrero. Algo le decía allá en sus adentros que le había tratado con demasiada crueldad. ¿Y si realmente se decidiera a suicidarse? ¡Quién podría saberlo! O tal vez su dolor y despecho le empujasen a fijarse en otra muchacha cualquiera, a quien proclamaría, para hacerle enojo, ¡la más bella de la aldea! Pero no, estaba segura de que sólo la quería a ella. Era tan bonita que de fijo no habría de traicionarle. Tal vez habría fingido enfado y dolor, y pudiera ser que no pasasen diez minutos sin que le viese volver más rendido que nunca. Verdaderamente que le trataba de un modo muy brusco; cuando volviese habría de permitirle, aunque demostrase enfado, que te diese un beso. ¡Qué contento se pondría entonces! Después de hacerse estas reflexiones, se puso a bromear con sus amigas.

-Esperad- dijo una de éstas-; el herrero ha dejado olvidados aquí los sacos. ¡Mira qué grandísimos son! Ha sido más afortunado que nosotras, pues sin duda lo han regalado un cuarto de carnero, y debe de haber en ellos infinidad de salchichones, pasteles y otras mil cosas. ¡Qué riqueza! Con lo que hay ahí podremos comer durante todas las fiestas hasta saciarnos.

-¿Son los sacos del herrero? -dijo Oksana-. Pues vamos a llevárnoslos inmediatamente a mi cabaña y veremos lo que contienen.

Esta proposición fue aprobada por unanimidad y con gran algarabía.

-¡Pero si no es posible moverlos! -dijeron al intentar levantarlos.

-Aguardad -dijo Oksana-; traeremos un trineo, los colocaremos encima y así los Ilevaremos mejor.

Y las muchachas corrieron a buscarlo.

Mientras tanto, los prisioneros se cansaban de estar dentro de los sacos. A pesar de que el diácono había hecho un gran agujero para poder escapar; le detenía la gente; pues ¿cómo intentar salir delante de todo el mundo y que le vieran en trance tan ridículo? Por ello decidió esperar, gimiendo de vez en vez cuando le acariciaban las rudas botas de Chub. Tanto más deseaba éste verse libre, cuanto que debajo sentía algo que le estorbaba grandemente. Pero cuando oyó lo que resolvían su hija y las muchachas no chistó ni se movió, pensando en llegar a su casa con más comodidad, ya que para llegar a su cabaña había que andar lo menos unos cien pasos o quizá el doble. Además, si salía, tendría que componerse, abrocharse la pelliza, atarse la faja- ¡cuánto trabajo!-, y luego ¡la gorra!, que se había dejado olvidada en casa de Soloja ... Era mejor que las muchachas le llevasen en coche.

Pero no sucedió lo que esperaba. Mientras las jóvenes se fueron en busca del trineo, el compadre flaco salió de la taberna muy malhumorado. La tabernera no le quiso dar nada fiado. Pensó quedarse allí un rato para ver si llegaba algún noble caritativo que le convidase; pero como si todos se hubiesen puesto de acuerdo, ninguno llegó, pues como todos eran buenos cristianos se habían quedado en sus casas para comer la cutiá en familia. Echó a andar reflexionando sobre la corrupción de costumbres y el corazón insensible de la judía que vendía el vino, cuando tropezó con los sacos y se paró lleno de asombro.

¡Vaya con los sacos que han dejado en medio de la carretera! -dijo mirando a su alrededor-. De seguro que también guardan pedazos de lomo. ¡Qué suerte la del que recibió tanta cosa! ¡Qué sacos tan enormes! No me vendrían mal si estuviesen llenos de pasteles y grechaniki ... y aunque sólo lo estuviesen de pan. Seguramente que la dichosa judía me habría de dar por cada uno de ellos un octavo de aguardiente. Es menester cogerlos lo más pronto posible, antes de que llegue alguien y pueda verme.

Y se echó sobre los hombros el saco donde iban Chub y el diácono; pero pesaba tanto, que se consideró impotente para llevarlo.

-No. no es fácil que lo pueda llevar solo -se dijo-. ¡Ah! Aquí viene uno muy a propósito para ayudarme: el tejedor Chapuvalenko. ¡Hola, Ostap!

-¡Hola! -dijo, parándose, el tejedor.

-¿Adónde vas?

-No sé; a donde me lleven los pies.

-Ayúdame, hombre, a llevar estos sacos. Alguien los dejó en medio de la carretera al terminar las coliadki. Nos repartiremos su contenido.

-¿Estos sacos? ¿Qué hay en ellos, pan o pasteles?

-¡Pues creo que deben de tener de todo!

Entonces arrancaron unos palos de una valla próxima, pusieron sobre ellos el saco y se lo cargaron sobre los hombros.

-¿Adónde lo llevaremos? -dijo, al echar a andar, el tejedor-. ¿Te parece que a la taberna?

-Eso mismo estaba yo pensando; pero no sé si la maldita judía nos creerá, o si podrá llegar a pensar que lo hemos robado. Además, apenas hace un rato que salí de allí. Mejor será que lo llevemos a mi cabaña. Nadie nos molestará, porque seguramente mi mujer no está en ella.

-¿Estás seguro de ello? -preguntó el prudente tejedor.

-¡Gracias a Dios, hasta la hora presente no he perdido el juicio! -contestó el compadre-. Por nada del mundo quisiera encontrarla. Imagino que estará de chismorreo con las comadres hasta que amanezca ...

-¿Quién va? -preguntó la mujer del compadre, abriendo la puerta interior de la cabaña al oír el ruido producido por los dos amigos al entrar en el pasillo con el saco.

El compadre se quedó de una pieza y exclamó, dejando caer los brazos con desencanto:

-¡Caramba!

Esta mujer era uno de los muchos tesoros que hay en el mundo. Al igual que su marido, casi nunca se encontraba en casa, pues se pasaba el día chismorreando en las de las comadres y viejas que no tenían nada que hacer. Alababa la comida, que engullía con grandes muestras de gula. Por las mañanas, que era cuando veía a su marido, armaba con éste las grandes peIoteras. Su cabaña estaba aún más gastada que los charovari del escribano del distrito. El tejado tenía trozos en que le faltaba totaImente la paja. De la valla del huerto apenas si quedaba un resto, pues casi todos los aldeanos a quienes cogía de camino a la cabaña no tomaban al salir de su casa bastón o estaca con que defenderse de los perros, pues esperaban coger una de la valla del compadre, ya que la cabaña estaba siempre abandonada. El horno se encendía cuando más tres días seguidos.

Todo lo que esta esposa ejemplar adquiría pordioseando lo guardaba bajo siete llaves, y las más de las veces había de quitar a viva fuerza a su marido lo que no tuvo tiempo de empeñar en la taberna. El compadre, a pesar de su calma habitual, no gustaba de ceder, y casi siempre había lucha; pero le tocaba la peor parte y salía con muestras evidentes en forma de cardenales ...; y, sin embargo, ella salía por otro lado a contar a las viejas y comadres la conducta de su marido, de quien había recibido, decía, hasta golpes.

Después de todo esto se comprenderá el espanto del compadre y de su amigo ante la inesperada aparición. Soltando con rapidez el saco en el suelo, pretendieron cubrirlo con los faldones; pero ya era tarde, pues la mujer, a pesar de su deficiente vista, había advertido el saco.

-¡Perfectamente! -dijo con aire que semejaba el gozo del ave de rapiña-. ¡Qué suerte tuvisteis de recoger tanto! Así le pasa siempre a las personas honradas; pues quiero creer que esto no sea producto del robo. ¡Quiero ver lo que hay en él inmediatamente! ¿Estáis oyendo? ¡Hacedme ver al instante lo que contiene el saco!

-Que te lo diga, si quiere, el demonio; pero no seremos nosotros los que te lo enseñemos -dijo el compadre cobrando ánimos.

-¿A ti qué te importa ni qué tienes que ver con esto? Nos lo dieron a nosotros y no a ti -añadió el tejedor.

-¡Ah, pues lo que es tú, maldito borracho, has de dejármelo ver! -exclamó la vieja, dando a su marido un puñetazo en la barbilla y echándose sobre el saco.

Los dos amigos se aprestaron a la lucha y defendieron la presa valerosamente, obligando a la vieja a retirarse; pero apenas tuvieron tiempo de reponerse, cuando se presentó de nuevo en el pasillo blandiendo un hurgón, y con pasmosa agilidad dio a su marido en las manos y al tejedor en la espalda y se encontró junto al saco.

-¿Por qué la habremos dejado? -dijo el tejedor volviendo en sí.

-¡Qué gracia tienes! ¿Que por qué la hemos dejado? ¿Por qué la has dejado tú? -dijo flemáticamente el compadre.

-Según veo, tienes un hurgón de hierro -dijo el tejedor después de unos minutos de silencio y frotándose la espalda-; mi mujer se compró, ya hace mucho, uno en la feria que le costó un kopá; pero aquél no hace daño ...

Mientras tanto, la victoriosa mujer, poniendo el candil en el suelo, desató el saco y miró al fondo. Pero, sin duda, sus ojos gastados, que con tanta facilidad lo habían descubierto, la engañaban esta vez.

-Aquí hay un cerdo entero -exclamó palpando con júbilo.

¡Un cerdo! ¿Oyes? ¡Un cerdo entero! -dijo, dando un empujón al compadre, el tejedor-. ¿Ves? ¡Por culpa tuya! ...

-¿Y qué le vamos a hacer? -contestó éste encogiéndose de hombros.

-¡Cómo! ¡Seremos unos tontos si se lo dejamos! Es preciso quitarle el saco. ¡Vamos!

Y avanzando hacia ella le dijo airadamente:

-Vete, ¡fuera de aquí! ¡Este cerdo nos pertenece!

-¡Anda, bruja, márchate y deja esto, que no es tuyo! -le dijo, acercándose, el compadre.

La mujer tomó de nuevo el hurgón; pero en aquel momento Chub salió del saco, poniéndose en el centro del pasillo y desperezándose como persona que despierta de un largo sueño.

La mujer del compadre dió un grito, recogiéndose con las manos la falda, y todos, sin darse cuenta, abrieron la boca de par en par.

-¿Qué ha dicho esta tonta? ¡Un cerdo! No, no es un cerdo -agregó el compadre, mirando con ojos desencajados.

-¡Vaya con el hombre que había dentro del saco! -dijo el tejedor apartándose, influído aún por el terror-. Di lo que te parezca; habla de una vez, si quieres; pero esto es arte del diablo, pues este hombrón no cabe por la ventana.

-¡Si es el compadre! -dijo el otro mirándole fijamente.

-¿Y qué te creías tú? -dijo Chub con una risita-. ¿Verdad que he sabido engañaros con maestría? Pues ya que quisisteis comerme como si fuera lomo, esperad, que voy a daros un alegrón: en el saco hay algo que si no es un cerdo será un lechoncillo u otro animal cualquiera. Debajo de mí había una cosa que se movía constantemente.

El tejedor y el compadre se precipitaron hacia el saco, y la dueña de la casa le agarró por el lado opuesto. La pelea hubiese comenzado de nuevo si en aquel momento no hubiera salido el diácono, quien se decidió a salir en vista de que ya era imposible zafarse del escándalo.

La comadre, estupefacta, le soltó el pie que le tenia cogido.

-¡Otro aún! -gritó el tejedor asustado-. ¡Cáspita, cómo está el mundo! ... ¡Pierde uno la cabeza ante estas cosas! ... Ya no son pasteles ni salchichones los que echan en los sacos, ¡sino hombres!

-¡El diácono! -pronunció Chub, aun más asombrado que los otros-. ¡Parece mentira! ¡Vaya con Soloja! ¡Tener hombres escondidos en los sacos! ... ¡Por eso vi tantos en la cabaña! Ahora comprendo todo: ¿habrá escondido dos hombres en cada uno? ¡Y yo que creía que era a mí solo a quien ... ! ¡Vaya, vaya!

IX

Las muchachas se quedaron un poco perplejas al echar de menos uno de los sacos.

-No importa; tenemos bastante con éste -opinó Oksana.

Y entre todas lo cargaron en el trineo.

El alcalde decidió aguantarse, calculando que si daba un grito para que abriesen el saco y le pusieran en libertad, las asustadizas muchachas huirían y quedaría abandonado en medio de la calle quizá hasta el día siguiente.

Entre tanto, las chicas, cogidas de las manos, echaron a correr como en torbellino, tirando del trineo, que resbalaba por la nieve crujiente. Muchas se sentaron sobre él, y alguna hasta llegó a echarse sobre el alcalde, quien decidió soportar todo.

Al fin llegaron a la cabaña y, abriendo la puerta de par en par, arrastraron el saco al interior sin dejar de reír.

-Veamos lo que hay en él -gritaron a coro, apresurándose a desatarlo.

Entonces se acentuó el hipo, que tanto molestó al alcalde en su alojamiento, y se hizo tan fuerte, que hasta le produjo tos, una tos tan fuerte como el hipo.

-¡Ay, aquí hay alguien! -exclamaron todas asustadas, precipitándose hacia la puerta.

-¡Qué diablos! ¿Adónde corréis como locas?- dijo Chub entrando en la cabaña.

-¡Ay, padre -exclamó Oksana-; dentro del saco ese hay alguien metido!

-¿En qué saco? ¿Dónde lo habéis encontrado?

-¡El herrero lo dejó abandonado en la carretera! -dijeron todas a una.

-Bueno, ¡y qué! -dljo Chub y luego, para sus adentros-: ¿No lo decía yo? ...

Y volviendo al tono natural dijo de nuevo a las muchachas:

-¿Y por qué os habéis asustado? Vamos a ver, ¡hombre!, y perdona si no te llamo por tu nombre: ¡sal del saco, anda!

Y vieron salir al alcalde.

-¡Oh! -exclamaron las mozas.

-¿Pero también al alcalde? -se dijo Chub, quedando perplejo y mirándole de pies a cabeza- ¡Vaya! ¡Ea! -dijo en voz alta, y le fue imposible decir más.

El alcalde por su parte estaba no menos turbado y sin saber qué decir. Por fin dijo, dirigiéndose a Chub:

-¿Verdad que hace frío?

-Sí lo hace -contestó éste, diciendo a renglón seguido-: Y dime, hazme el favor: ¿con qué te untas las botas, con alquitrán o con manteca de cerdo?

Sin duda quería haber dicho otra cosa, o preguntarle más bien: ¿Cómo, alcalde, estabas escondido en este saco?; pero sin saber por qué le salió cosa bien distinta.

-Lo más práctico es el alquitrán -contestó el alcalde-. Bueno -dijo luego-, ¡conque adiós, Chub!

Y salió de la cabaña después de encasquetarse el gorro.

-¡Qué tonto fui! ¡Mira que haberle preguntado con qué se limpia las botas! -exclamó Chub, mirando hacia la puerta por donde se había marchado-. ¡Vaya con la señora Soloja! ¡Cuidado con la ocurrencia que tuvo de esconder a semejante hombre dentro de un saco! ¡Qué bruja está hecha! ¡Tonto de mí! ¿En dónde está el maldito saco ese?

-Lo he tirado a aquel rincón, puesto que está vacío -le dijo Oksana.

-¿Dices que está vacío? ¡Conozco estas artimañas! Tráemelo en seguida, no sea que haya quedado algo dentro. Sacúdelo bien. ¿Qué, no hay nada? ¡Vaya con la bruja! Y al mirarla parece una santita incapaz de probar la carne.

Pero dejemos ahora a Chub que desahogue su cólera a sus anchas, y volvamos al herrero, pues se va haciendo tarde.

X

Al principio Vakula se asustó de verse elevar tan alto y de ir perdiendo de vista a la Tierra, hasta el extremo de no poder distinguir casi nada de ella. Voló con rapidez de mosca, llegando hasta la Luna, que hubiese rozado con su gorro de no haberse inclinado ligeramente. Poco a poco fue desimpresionándose y cobrando ánimos, y termino por estar de humor hasta para darle bromas al demonio. Se divertía extraordinariamente viéndole estornudar cada vez que se quitaba la crucecita de ciprés y se la acercaba al hocico para hacérsela oler. Otras veces levantaba, alardeando en la acción, la mano para rascarse la cabeza, y el diablo, creyendo que intentaba hacer la señal de la cruz, volaba can más rapidez aún. Todo era lúcido en las alturas: la atmósfera, parecida a una fina niebla plateada, era sumamente transparente. Veíase todo tan claro, que pudieron distinguir a un mago que sentado sobre un puchero pasó vertiginosamente por su lado. Las estrellas, cogidas de la mano unas con otras, jugaban a la gallina ciega. Más allá veíase un enjambre de espíritus que se extendía a modo de nube. Un diablejo que bailaba cerca de la Luna se quitó el gorro al ver pasar al herrero montado a caballo sobre el demonio. Una escoba tornaba a su destino al quedar abandonada por su dueña, la bruja que la dejó después de servirse de ella para su viaje. Mucha chusma encontraron aún. Al ver pasar al herrero todos se paraban unos segundos para mirarle; luego seguían adelante, yendo cada cual a lo suyo.

El herrero siguió volando hasta que de repente se encontró sobre San Petersburgo, que resplandecía, pues había iluminaciones no sabemos por qué. El diablo, una vez que traspuso las puertas de la ciudad, se transformó en caballo, y Vakula se vio caballero en un brioso corcel en medio de una calle de ia gran urbe. ¡Qué ruido, qué tráfico y qué esplendor! A uno y otro lado se sucedían las casas de cuatro pisos; el ruido producido por las ruedas de los coches y los cascos de los caballos resonaba tronando por todas partes. Las casas parecían nacer, irguiéndose a cada momento; los puentes trepidaban, y parecían tener alas los carruajes, cuyos cocheros y postillones gritaban sin cesar. A toda esta barahúnda se unía el ruido de la nieve, que silbaba bajo miles y miles de trineos que se precipitaban por todas partes. Los peatones apretujábanse en las aceras, y sus sombras, que subían hasta los tejados y a veces hasta las chimeneas, se proyectaban enormes y alargadas sobre los muros de los edificios iluminados con lamparillas. Nuestro herrero miraba lleno de asombro a su alrededor. Sentía la sensación de que todas las casas clavaban en él sus soberbios ojazos de fuego. Vio tal cantidad de señores, todos envueltos en sus capotes de paño forrado, que no sabía a quién debía saludar, creyéndolos personajes.

¡Dios mío, cuánto señorío! -pensaba-. Me parece que todos los que van pasando con sus capotes son jueces, y los que van metidos en estos espléndidos coches cerrados, si no son alcaldes, deben de ser comisarios, o tal vez ocupen cargos más importantes.

Estas ideas fueron interrumpidas por el diablo, que le preguntó:

-¿Quieres que vayamos directamente al palacio de la zarina?

El herrero, atemorizado, pensó que no; y se dijo:

-No sé donde deben de parar aquí los zaporogos que allá por el otoño atravesaron la aldea. Procedían de Zaporogie y llevaban documentos para la zarina. Mejor sería que ellos me aconsejaran ... Diablo: métete en mi bolsillo y condúceme adonde estén los zaporogos.

Al instante el diablo se redujo de tal modo que pudo sin dificultad ninguna metérsele en el bolsillo.

No tuvo Vakula tiempo siquiera para volver la cabeza, cuando se vió ante una gran casa. Subió la escalera como un autómata, abrió una puerta y retrocedió al ver lo esplendoroso de la habitación; pero cobró ánimos al reconocer a los mismos zaporogos que pasaron por Dikanka en el otoño y que se hallaban sentados sobre ricos sofás de brocado, encogiendo sus pies, calzados con grandes botas untadas de alquitrán, y fumando un tabaco fortísimo llamado vulgarmente de raíces.

-¡Buenas tardes, señores, y que Dios os proteja! ¿Quién hubiese dicho que nos volveríamos a ver aquí? -dijo el herrero, aproximándose a ellos y saludándolos con respeto.

-¿Quién es ese hombre? -preguntó el zaporogo que estaba más cerca del herrero al que tenía a su lado.

-¿No me reconocéis? -siguió el herrero-. Soy Vakula, el herrero de Dikanka. Cuando en el otoño pasasteis por allí os detuvisteis cerca de dos días en mi casa. Que Dios os mande salud y os conceda una larga vida. ¿No recordáis que os puse entonces un aro nuevo a una de las ruedas de vuestra berlina?

-¡Ah!- dijo el zaporogo-, es el herrero que también era pintor. ¿No es eso? ¿Y qué tal, paisano? ¿Para qué viniste?

-¡Phs! ¡Quise darme una vueltecita por aquí!. Dicen ...

-Y qué -dijo con aire suficiente el zaporogo, queriendo hacer resaltar su instrucción,- ¿no es cierto que es ésta una gran ciudad?

El herrero, aunque mostrando ignorancia, no quiso ser menos, y como tenía algunas nociones de habla distinguida -ya tuvimos ocasión de verlo cuando Pazuk-, se lanzó de esta manera y como queriendo quitar importancia a lo que decía:

-Es una provincia notable, es preciso reconocerlo; por todas partes se pueden admirar obras de arte, y las casas son muy hermosas; varias de ellas ostentan letras pintadas tan relumbrantes que dan sensación de un gran oropel. Las proporciones son magníficas evidentemente.

Los zaporogos, al oír que el herrero se expresaba con tanta fluidez, formaron de él opinión bien distinta y favorable.

-Más tarde tendremos sumo gusto en conversar contigo, paisano. Ahora tenemos que ir a palacio.

-¿Al de la zarina? Pues tened la bondad de llevarme con vosotros.

-¿A ti? -dijo el zaporogo con aire de protección, como lo hiciera un ayo para contestar a un niño de cuatro años que pidiera le montase en un caballo grande-. ¿Qué se te ha perdido a ti allí? ¡No, no es posible!

Y tomando luego un aire grave dijo:

-Nosotros tenemos que hablar de nuestros asuntos con la zarina ...

-¡Llevadme! -insistió el herrero-. ¡Pídeselo a ellos! -dijo luego al diablo, palpándose el bolsillo.

Y apenas había terminado, cuando uno de los zaporogos intervino en su favor diciendo:

-¿No os párece que le podríamos llevar como si fuera uno de nosotros?

-¡Pues bien, sea! ¡Vamos allá! -exclamaron los restantes-. Pero es preciso que te pongas un traje como el nuestro.

El herrero no tuvo apenas el tiempo justo de ponerse un caftán verde que le proporcionaron, cuando se abrió la puerta y un criado con infinidad de galones dijo que ya era la hora marcada para la audiencia imperial.

Al herrero le pareció de nuevo estar soñando cuando se vio dentro de un enorme carruaje que, meciéndole, le llevaba a través de la gran ciudad. Otra vez pasaron entre las esbeltas casas, y el empedrado de las calles sonaba bajo los cascos de los briosos caballos.

¡Dios mío, cuánta luz! -iba pensando mientras tanto el herrero-. ¡En nuestro país no se goza de tanta ni en pleno día!

Los carruajes se detuvieron al fin delante de palacio; los zaporogos descendieron, entrando en un espacioso y magnífico portal, y después subieron por una escalera profusamente iluminada.

¡Vaya una escalera! -se decía el herrero- Da lástima subir por ella. ¡Cuántos adornos! ¡Y luego dicen que en los cuentos se miente! ¡Qué se ha de mentir! ¡Qué hermoso pasamano! ¡El hierro solo ha debido costar unos cincuenta rublos!

Cuando terminaron de subir, atravesaron la primera sala. Vakula seguía a los zaporogos con gran timidez, temiendo a cada momento resbalar por el bruñido entarimado. Traspusieron tres salas sin que decreciera el asombro de nuestro herrero, quien al entrar en la cuarta y fijarse en uno de los muchos cuadros que encerraba, se acercó sin darse cuenta a él. Representaba la imagen de la Virgen con el Niño Jesús en brazos.

¡Valiente cuadro! ¡Qué pintura tan espléndida! ¡Enteramente parece que van a romper a hablar; qué vida tienen! Y el Niñito aprieta las manecitas y sonríe, ¡pobrecito! ¿Y los colores? ¡Dios de mi alma, qué colorido! Seguramente no han empleado en ellos ni un centimillo de ocre; todo está pintado con carmín y oro, y ¡qué brillo el de ese azul! El fondo está, ciertamente, hecho con el más exquisito azul claro. Pero si esta pintura es cosa magistral, ¿qué será esta manecilla de cobre? -dijo, acercándose para tocar la cerradura de una puerta -. ¡Este trabajo es todavía más asombroso! Creo que deben de haberlo hecho herreros alemanes y que habrán cobrado por ella un dineral.

Quizá hubiese seguido admirando por mucho tiempo todo y haciendo conjeturas sobre su valor si el criado de los galones dorados no le hubiera empujado, recordándole al mismo tiempo que no debía separarse del grupo.

Los zaporogos atravesaron aún otras dos salas, y al fin hicieron alto en una tercera, donde les dijeron que esperasen. En aquella sala había un grupo de generales con sus uniformes recargados de oro. Los zaporogos saludaron a derecha e izquierda y luego formaron también grupos.

-Minutos después entró, acompañado de numeroso séquito, un hombre de majestuosa estatura, bastante robusto y vistiendo uniformé de atamán y zapatos amarillos. Sus cabellos estaban en desorden, era tuerto y tenía un aire altivo. Todos sus movimientos delataban el hábito de mandar.

-Los generales, que minutos antes se paseaban con aire orgulloso y cargados de oro, se doblaron servilmente ante él con ceremoniosos saludos. Cada palabra que pronunciaba el atamán la recogían como si quisieran poner inmediatamente en práctica sus ideas; pero el otro no parecía parar mientes, y apenas si se dignó hacer un ligero movimiento de cabeza, yendo directamente al grupo de los zaporogos.

Estos le hicieron una reverencia, que les hizo casi dar con Ia cabeza en el suelo.

-¿No falta ninguno de vosotros? -preguntó con habla un poco gangosa.

-No, batko (16); estamos todos -contestaron con otra reverencia.

-¡Que no os olvidéis de decir lo que os enseñé!

-No, batko; no lo olvidaremos.

-¿Es éste el zar? -preguntó el herrero a uno de los zaporogos.

Y éste le respondió:

-¡Qué ha de ser el zar! ¡Es el mismísimo Potemkin! (17).

De la sala inmediata salía gran murmullo de voces, y al mirar el herrero no supo dónde posar la vista: tal era la multitud de damas ataviadas con trajes de raso de largas colas y de cortesanos con peluca y casaca bordada en oro. No podía sino sentirse deslumbrado, ¡y nada más!

De repente los zaporogos se postraron exclamando a una:

-¡Gracia, madre; gracia!

El herrero, sin darse cuenta, también se tiró al suelo con el mayor fervor.

-¡Levantaos! -ordenó una voz imperiosa pero al mismo tiempo agradable.

Varios cortesanos, adelantándose, empujaron a los zaporogos para que se levantaran; pero éstos exclamaron:

-¡No nos levantaremos, madre! ¡Aunque muramos no nos levantaremos!

Potemkin se mordía los labios, y al fin, acercándose a uno de ellos, le habló en voz baja e inmediatamente se levantaron todos.

Entonces el herrero se atrevió a levantar la vista y voy ante sí a una mujer de estatura mediana, más bien gruesa, con el pelo empolvado y de ojos azules. Tenía una cara afable pero imperiosa, y toda ella conquistaba con esa fascinación que poseen las mujeres que son reinas.

-Su Alteza me prometió que hoy conocería a mi pueblo. Hasta ahora no le vi jamás -dijo la dama de ojos azules, examinando con curiosidad a los zaporogos-. ¿Os encontráis a gusto aquí?- continuó, dando un paso hacia ellos.

-¡Estamos muy bien, madre! Los comestibles son buenos, aunque los carneros no sean tan sabrosos como los de Zaporogie; pero ¿cómo no vivir venturosamente?

Potemkin se impacientaba al ver que los zaporogos no decían lo que les había enseñado, y entonces, comprendiéndolo uno de ellos, se adelantó con un gesto digno.

-¡Venimos a pedirte gracia, madre! ¿En qué te ofendió tu fiel pueblo? ¿Estuvimos acaso alguna vez de acuerdo con los impuros tártaros? ¿Obramos en consonancia con el pueblo turco? ¿Te hemos traicionado acaso con la acción o con el pensamiento? ¿Por qué caímos, pues, en desgracia? Primero nos dijeron que mandabas construir fortalezas contra nosotros; ahora nos han dicho que nos amenazan otras desventuras. ¿Cuál fue la culpa del ejército zaporogo? ¿Fue quizá la de ganar a tu armada cuando pasó el Perekop, o tal vez es la de haber ayudado a tus generales cuando la matanza de tártaros en Crimea?

Potemkin guardaba silencio, y distraídamente se limpiaba con un cepillito las sortijas de diamantes que adornaban sus manos.

-¿Qué es lo que pretendéis? -preguntó con inquietud Catalina.

Los zaporogos miráronse significativamente.

Ahora es el momento, puesto que la zarina nos pregunta qué es lo que dcseamos -dijo para sus adentros el herrero.

Y echándose al suelo:

-¡Majestad imperial: perdonadme, no me mandéis al suplicio! ¡No quiero ofenderos, Majestad! ¿De qué están hechos los zapatitos que calzáis? Imagino que no habrá en ningún Estado del mundo un zapatero capaz de hacer otros semejantes. ¡Dios mío! ¿Qué pasaría si yo consiguiese unos como esos para mi mujercita?

La emperatriz soltó una carcajada; los cortesanos siguieron su ejemplo. Potemkin frunció el entrecejo, pero sin poder contener la risa, y los zaporogos daban codazos al herrero para volverle a la realidad, creyendo que había perdido el juicio.

-Levántate -dijo cariñosamente la emperatriz-. Si tanto deseas poseer unos zapatitos como éstos, es fácil conseguírtelo. ¡Que le traigan lnmediatamente los mejores zapatos, los que tienen bordados de oro! Me encanta, en verdad, esta senciIlez. Ahí tenéis -continuó la zarina, fijando su mirada en una persona que se hallaba algo apartada de los demás, que tenía una faz redonda y pálida y cuya casaca modesta con botones de nácar denotaba que no era cortesana -¡un sujeto digno de vuestra ingeniosa pluma!

-¡Su Majestad Imperial me confunde! Sería necesario que viniese por lo menos un Lafontaine- contestó el hombre de los botones de nácar, haciendo una reverencia.

-He de deciros con franqueza que ahora estoy bajo el encanto de vuestro Brigadir, y además, ¡leéis tan acabadamente! ... Sin embargo -continuó, dirigiéndose otra vez a los zaporogos-, he oído decir que a los zaporogos no os es permitido casaros.

-Pero ¡madre! Tú sabes bien que el hombre no puede Vivir sin una mujercita -dijo entonces el zaporogo que estuvo de conversación con el herrero.

Este se asombraba de oírle apear el tratamiento a la zarina, cuando era hombre que tenía alguna ilustración y que sabía tratar a los superiores. Parecía como si a propio intento se dirigiera a la zarina en el dialecto que, se usa entre los mujiks. El herrero pensó para sus adentros que de seguro tenía sus razones para hablar así, y que eran los zaporogos gente muy astuta.

-No somos monjes -seguía el zaporogo-; somos pecadores; nos atrae, como a todos, lo prohibido. Hay un cierto número de entre los nuestros que tienen sus mujeres, sólo que no viven con ellas en Zaporogie. Unos las tienen en Polonia, otros en Ukrania y algunos hasta en Turquía.

Entre tanto, le trajeron al herrero los zapatitos.

-¡Jesús mío, qué riqueza de adornos! -exclamó lleno de gozo, cogiéndolos-. Pues si Su Majestad Imperial usa tales zapatitos, con los que seguramente patinará sobre el hielo, ¿cómo serán los piececitos? ¡Se me figura deben de ser como terrones de azúcar!

La emperatriz, que realmente tenía unos pies muy lindos, no pudo dejar de sonreír ante la cortesía del ingenuo herrero, el cual, con su traje de zaporogo tenía, por otra parte, una apuesta figura, a pesar de su rostro tostado.

El herrero, animado ante tanta benevolencia, intentó hacer a la zarina varias preguntas: si era verdad que los zares no comían mas que miel y tocino, y otras por el estilo; pero al ver que los zaporogos le llamaban la atención dándole golpecitos en la espalda, decidió callarse; y cuando la zarina se dirigió a los más ancianos para interrogarles sobre su modo de vivir y sus costumbres, el herrero, apartándose del grupo, inclinóse hacia el bolsillo donde tenía al diablo, y le dijo en voz baja:

-¡Llévame inmediatamente lejós de aquí!

Y de repente se encontró fuera de la ciudad.

XI

-¡Se ahogó! ¡Os aseguro que se ahogó! Que me quede inmóvil si no digo verdad -decía la gruesa esposa del tejedor a un grupo de mujeres de Dikanka que formaba corro en el centro de la calle.

-¿Soy acaso una embustera? ¿Robé a alguien una vaca? ¿Di mala sombra a alguno para que no se tenga fe en mis palabras? -gritaba una mujer que llevaba una pelliza de cosaco y que tenía la nariz amoratada-. ¡Que no me sea posible tragar siquiera un sorbo de agua si la vieja Pereperchija no vio con sus propios ojos ahorcarse al herrero!

-¿Que se ha ahorcado el herrero? ¡Valiente cosa! -dijo el alcalde, que en aquel momento salía de casa de Chub y que se abrió paso entre el grupo de las charlatanas.

-Di más bien que te es imposible tomar un sorbo más de aguardiente, ¡vieja borracha! -contestó la mujer del tejedor-. ¡Se necesita estar loco para ahorcarse! ¡Se ha tirado al río, se ahogó en la brecha! (18). ¡Estoy tan segura de esto como cierto es que tú sales en este mismo instante de la taberna!

-¿No te da vergüenza de echarme en cara esto! -repuso, llena de ira, la mujer de la nariz amoratada.

-¡lmbécil, más valdría que te callases! ¿Crees que ignoro que el diácono te visita todas las noches?

La mujer del tejedor se puso muy coIorada.

-¿El diácono? ¿A quién visita el diácono? ¿A qué viene ahora inventar mentiras?

-¿El diácono? -dijo la mujer de éste, que vestía una pelliza de paño azul forrada de piel de conejo, acercándose a las que reñían.

-¿Cuándo aprenderéis a no nombrarlo? ¿Quién es la que tiene que decir algo en contra suya?

-Es ésta quien recibe su visita -dijo la de la nariz amoratada, señalando a la mujer del tejedor.

-¿Conque es a ti, perra? -dijo la mujer del diácono abordándola-. ¿Conque eres tú, bruja, la que le hechizas dándole a beber drogas para que vaya a verte?

-¡Déjame en paz, demonio!- gritó la tejedora, echándose hacia atrás.

-¡Fuera, bruja maldita, y que no logres nunca verte con hijos! ¡Libertina! ¡Uf!

Y la mujer del diácono la escupló en el rostro.

Esta quiso hacerle otro tanto; pero como el alcalde se había ido acercando para seguir más al pie de la letra la disputa, recibió en sus barbas lo que iba destinado a la cara de la otra.

-¡Ah, puerca! -gritó, secándose la cara con el faldón de la pelliza, y al mismo tiempo levantó el látigo.

Este gesto hizo que las demás huyeran, profiriendo injurias, cada una por su lado.

-¡Valiente porquería! -continuó el alcalde frotándose-. ¿Será verdad que el herrero se haya ahogado? ¡Qué lástima, Dios mío! Era un pintor notable, y ¡qué cuchillos y qué arados tan resistentes sabía hacer! ¡Valiente hombre forzudo! En realidad -dijo, siguiendo en sus reflexiones- no hay muchos como él en la aldea. Por eso aun dentro del maldito saco pude advertir que el pobrecito estaba de un humor de perros. ¡Infeliz! ¡Hace un momento que vivía entre nosotros y ya no existe! ¡Y yo que necesitaba que herrase a la yegua!

Y embargado por estos pensamientos cristianos se encaminó lentamente hacia su casa.

Oksana perdió la serenidad al saber la noticia. No tenía gran fe en lo que los ojos de la vieja Pereperchija hubiesen podido ver, ni tampoco se fiaba de lo que pudieran charlar entre si las comadres; creía más en la fe cristiana del herrero, que, como sabemos, era un hombre muy piadoso para creerle capaz de cometer una acción semejante que comprometía Ia salvación de su alma. Pero ¿y si se había marchado con el propósito firme de no volver jamás a poner los pies en la aldea? ¡Sería tan difícil que ella pudiera encontrar, por otra parte, un mozo como él y que la quisiese tanto! El había soportado sus caprichos con más paciencia que ninguno. La linda muchacha estuvo revolviéndose durante toda la noche bajo la ropa de la cama, inquieta y sin poder conciliar el sueño; destapábase y quedaba en una encantadora desnudez que la oscuridad de la noche velaba aun a sus propios ojos. Se acusaba casi en voz alta, y luego, conteniéndose, decidía no volver a pensar más en lo pasado; pero aunque se proponía olvidar, seguía pensando y su cuerpo ardía. Al amanecer se confesó que estaba locamente enamorada del herrero.

Chub no demostró ni alegría ni pesar al conocer la suerte de Vakula. Sus pensamientos estaban ocupados en otra cosa: no podía en manera alguna olvidar la traición de Soloja, y hasta soñando le reprochaba su conducta.

Amaneció al fin, y la iglesia estaba desde las primeras horas de la madrugada llena de fieles. Las viejas llevaban sobre la cabeza sendos pañuelos blancos y vestían capotes del mismo color. Al entrar persignábanse con unción. Las nobles llevaban chaquetas amarillas, verdes, y alguna que otra hasta la llevaba azul bordada en oro. Estas se colocaban en primer término. Las cabezas de las mozas ostentaban tal profusión de cintas, que enteramente parecían escaparates, y también se habían adornado el cuello con gran cantidad de collares y cruces y monedas. Ellas procuraban aproximarse todo lo posible al altar. Pero los que iban siempre delante eran los nobles y mujiks de robustos cuellos, mechones, largos bigotes y barbas recién afeitadas.

En su mayoría llevaban pellizas, bajo las cuales dejaban entrever los capotes blancos y azules. En todos los rostros se reflejaba la alegría de los días de fiesta. El alcalde se relamía de gusto pensando en el rico salchichón que le servirían para el desayuno. Las mozas pensaban en lo que se divertirían con los muchachos cuando corriesen sobre el río helado. Las ancianas, con más ahínco que nunca, musitaban sus oraciones. En todo el templo se oía el chocar de la cabeza del cosaco Sverbigus contra el pavimento: ¡tan profundas eran las reverencias que hacía! Sólo, en Oksana se había operado un cambio radical. Oraba como un autómata por que su corazón estaba oprimido por mil pensamientos, cada cual más triste y angustioso. En su lindo rostro se reflejaba toda esta agitación, que luego dejaban ver bien a las claras las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Sus amigas eran incapaces de comprender ante su actitud qué podría sucederle, y ni por asomo sospechaban que el herrero fuese el causante de tanto trastorno.

Pero no sólo ella le echaba de menos, pues todos notaron su falta en la fiesta, que decaía un poco, ya que el diácono, después de la estancia en el saco, estaba ronco y le temblaba la voz, que apenas podía sacar del cuerpo; bien es verdad que su pariente, el que provenía del coro arzobispal, lanzaba de vez en cuando profundas y potentes notas; pero hubiese sido mucho más agradable, como en años anteriores, oír la voz del herrero, que siempre al iniciarse el Paternóster subía al coro y empezaba a cantar con cadencias que aprendió en Poltava. Además a él le había sido encomendado el cargo de mayordomo de la iglesia. En esto acabó la misa del alba y luego la mayor.

¡Qué extraño! ¿Dónde se habría metido el herrero?

XII

El diablo aceleró aún más el vuelo en las últimas horas de la madrugada, cuando volvía con Vakula a cuestas a la aldea. Así es que éste en un abrir y cerrar de ojos se encontró junto a su cabaña. En aquel momento se oyó el canto del gallo.

-¿Adónde vas ? -exclamó el herrero cogiendo al demonio por el rabo, al ver que quería huir-. ¡Aguarda, amiguito; aun no acabó esto, que no te di las gracias! ...

Y cogiendo una rama seca, le dio con ella tres fuertes azotes que le hicieron correr como si fuera un mujik que huyese del castigo de un policía. Así es que, en vez de lograr la perversión y de engañar al herrero, fue éste quien engañó al enemigo de la especie humana.

Después de despedir al diablo, entró Vakula en el establo, cubrióse con heno y se quedó dormido. No despertó hasta que era mediodía, y al ver que el sol estaba ya tan alto, se inquietó pensando que había dejado pasar la hora de la misa.

Le entró gran desaliento entonces, pues imaginó que Dios le quiso castigar por la intención que tuvo de pecar perdiendo así su alma, y que tal vez por lo mismo le había hecho caer en aquel letargo que le hizo perder la solemne fiesta religiosa.

Pero al poco rato se fue tranquilizando e hizo propósito de confesarlo todo la semana siguiente al padre Condrat, y mientras tanto aquel mismo día empezaría la penitencia de hacer cincuenta reverencias diarias, y así durante un año. Miró dentro de la cabaña y vio que estaba desierta. Seguramente su madre no había vuelto aún.

Sacó cuidadosamente los zapatitos, que traía escondidos dentro del pecho, y otra vez admiró el magnífico trabajo bordado. Recordó entonces con asombro el incidente de la noche anterior. Lavóse la cara, se vistió con las mejores prendas que tenía, poniéndose el traje que recibió de los zaporogos. Sacó después del área un gorro de pieles de Rechetilov, que tenía la Copa azul y que jamás se puso desde que lo compró en Poltava; luego sacó una faja de colores abigarrados, y todo lo colocó en un pañuelo junto con el látigo; y hecho esto encaminóse hacia la cabaña de Chub.

Este abrió desmesuradamente los ojos al verle aparecer, y no sabía qué era lo que le causaba más extrañeza: si la resurrección del herrero o el que se atreviese a trasponer el umbral de la puerta. También le llenaba de asombro el verle con aquellas ricas galas de zaporogo. Pero su asombro llegó al colmo cuando vio que Vakula, desatando el pañuelo que traía, puso ante sus ojos el flamante gorro, la faja sin igual, y que luego, echándose al suelo, exclamaba con voz suplicante:

-¡Perdóname, padre; no te enfurezcas! Ahí tienes el látigo para que me pegues cuanto tu corazón te dicte. Ya ves que soy yo mismo el que me entrego al estar arrepentido de todo lo que te pude ofender. Perdóname, puesto que fraternizaste tanto con mi difunto padre y ambos comisteis antaño pan y sal reunidos y luego brindasteis por esa hermandad.

Chub contemplaba con oculta satisfacción al herrero, a aquel hombre que nunca se doblegó ante nadie en la aldea y que era capaz de torcer con sus dedos las monedas de cobre y las herraduras como si fuesen de masa de pan; al mismísimo herrero, que era a quien veía tendido a sus plantas. Para no perder autoridad Chub tomó el látigo y le pegó por tres veces en la espalda.

-¡Toma, pues! ¡Con esto te basta; levántate ya! Así aprenderás a ser siempre respetuoso con los ancianos. Quede olvidado cuanto pasó entre nosotros. Y ahora dime: ¿qué es lo que deseas de mí?

-¡Dame, padre, por esposa a tu Oksana!

Chub se quedó un poco pensativo; luego miró al gorro y la faja. Si el primero era una maravilla, la segunda no le iba en zaga. Recordó la traición de Soloja, y entonces resueltamente dijo:

-¡Bueno, mándame a los testigos!

-¡Oh!-exclamó Oksana apareciendo en el umbral de la puerta.

Advirtiendo al herrero; clavó en él sus ojos, asombrados y llenos de júbilo.

-Mira Ios zapatitos que te traje -Ie dijo él-; son los mismos que usaba la zarina.

-No, ya no necesito zapatitos -dijo ella haciendo ademán de protesta y sin apartar de él sus ojos-. Sin necesidad de zapatitos, yo ... ya ...

Y llena de rubor quedó en suspenso.

Entonces el herrero se le acercó, la cogió suavemente de un brazo y ella bajó los ojos. Nunca la había visto tan hermosa como entonces, y el subyugado joven la besó dulcemente. Ruborizóse ella todavía más, aumentando así aún en belleza ...

XIII

Una vez que el arzobispo atravesó Dikanka alabó la situación geográfica de la aldea, y al pasar por una de las callejas hizo parar su carruaje ante una cabaña acabada de construir.

-¿A quién pertenece esta bella cabaña pintada? -preguntó su eminencia a una hermosa mujer que se encontraba junto a la puerta y que tenía a un niñito en brazos.

-Es del herrero Vakula -dijo Oksaná, pues no era otra sino ella la mujer que tenía en brazos al niño, haciéndole una reverencia.

-¡Precioso trabajo el suyo! -dijo el arzobispo, examinando puertas y ventanas. Estas realzaban su marco con un color rojo muy vivo, y en las puertas habíase entretenido su dueño en pintar varios cosacos a caballo y fumando en sus pipas.

Pero aun hubo de elogiar más el arzobispo a Vakula cuando supo que no sólo cumplió la penitencia que le impuso su confesor, y que consistía en pintar de balde toda la nave izquierda del templo -la pintó de verde con flores rojas-, sino que en el muro lateral izquierdo según se entra pintó además al diablo en el infierno, dándole un aire tan feo y desagradable, que todos al pasar ante la pintura aquella sentían repugnancia; y las mujeres de la aldea, cuando uno de sus hijos hacía algo malo o lloraba, lo llevaban ante el cuadro diciéndole:

-¡Mira, mira qué ogro!

Y el niño cesaba de llorar, miraba con susto al cuadro y se apretujaba contra su madre.

Notas

(1) Golizdki, son las canciones que cantan los campesinos jóvenes rusos la víspera de Navidad, bajo las ventanas de las casas. Los dueños de éstas están obligados a regalarlos con salchichón, pan, dinero o lo que sea. Ellos van recogiendo todo en unos sacos que llevan. Dícese que en la antigüedad adoraban a un ídolo de madera llamado Goliado, y que éste es el origen de las coliadki.
(2) Troika: trineo tirado por tres caballos con cascabeles.
(3) Los campesinos rusos llaman alemanes a todos los extranjeros.
(4) Baile cosaco.
(5) Cutiá: plato de arroz cocido, con uvas, pasas y miel, que se come en Nochebuena.
(6) Varenez: flan hecho de queso fresco y nata agria cocido en el horno.
(7) Jefe de una sotnia, compañía de cien cosacos.
(8) Sopa di remolacha, con tocino, carne y nata agria.
(9) Medida métrica empleada en Rusia, equivalente a 71 centímetros.
(10) Pantalones muy anchos que caen sobre las botas, formando pliegues.
(11) Especie de buñuelos con forma de discos planos, hechos con harina de trigo moreno.
(12) Hay que advertir que en Rusia las chimeneas de las cabañas tienen una forma especial que permite acostarse sobre ellas.
(13) En la Iglesia Ortodoxa, los sacerdotes llevan el pelo largo.
(14) Un cosaco de la región del otro lado de las cataratas del Dnieper.
(15) Galuchki: pedacitos de masa de harina cocida.
(16) Batka, padre.
(17) Potemkin fue uno de los favoritos de la emperatriz Catalina la Grande.
(18) Brecha, agujero grande que hacen en el río helado para poder sacar agua durante el invierno.