domingo, 6 de julio de 2014

Homilía


El pueblo de Israel tuvo una amarga experiencia de la mayoría de sus reyes, descendientes de David, porque no fueron fieles a la Alianza, cayeron en la idolatría y se dieron a la molicie, mientras sus súbditos vivían en la miseria.

Los profetas denunciaron estas injusticias en nombre de Dios, especialmente Amós, Isaías y Jeremías.

La corrupción de la Corte y el descontento de la gente originaron divisiones y enfrentamientos, que permitieron a los reyes de Asiria y Babilonia invadir, primero el territorio del norte (Reino de Israel), y años después el del sur (Reino de Judá).

Los asirios y babilonios fueron crueles y despiadados con los jóvenes deportados como esclavos a Nínive y Babilonia.

Varios salmos describen su penosa situación, y también la fe que supieron mantener durante la persecución.

Es normal que el “Pueblo elegido” sintiera un profundo rechazo a las monarquías como impulsoras de la opresión y la pobreza.

Por eso resulta sorprendente que Zacarías -primera lectura de hoy- diga: “Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey, que viene a ti justo y victorioso” (Zacarías 9, 1).

Pero el rey que viene es distinto de los otros, pues no necesita ejército, ni máquinas de guerra, ni caballos con arreos para el combate. Llega con modestia, montado en un pollino, medio habitual de locomoción de los pobres.

Esto nos hace pensar que los planes de Dios siguen parámetros distintos a los de los hombres, que nos movemos entre luchas de poder, envidias y sectarismos de todo tipo.

Jesús describe la situación política de su tiempo con palabras que nos resultan vivas y actuales: “Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. No ha de ser así entre vosotros. Al contrario, el más de grande entre vosotros iguálese al más joven, y el que dirige, al que sirve” (Lucas 22, 26-27).

Los avatares de nuestro tiempo nos envuelven de tal manera que se adueñan de nuestros pensamientos, sentimientos y acciones.

El juego de la vida política, los señuelos de la moda y el arte, el deporte, la música y las evasiones en general pueden adocenarnos y sumirnos en una vida relativamente cómoda, donde falta un espacio para Dios e incluso para la propia familia. Lo que realizamos no es malo; el mal está en el olvido o en no saber discernir cuáles son nuestras prioridades.

Muchos de nosotros nos hallamos probablemente de vacaciones. ¿Hemos pensado cómo dignificarlas a los ojos de Dios?

San Pablo nos recuerda que el creyente debe llevar una vida nueva, lejos de las ataduras de la carne y sujeta al Espíritu, que nos libera y marca en nosotros su identidad.

Esto sucede cuando nos dejamos habitar por este Espíritu, que resucitó a Jesús de entre los muertos y vivificará nuestros cuerpos mortales (Romanos 8, 11).

Es saludable que demos descanso a nuestro cuerpo de las múltiples fatigas cotidianas, pero nos equivocamos si abandonamos durante las vacaciones la comunicación con Dios mediante la oración y la asistencia dominical a la Eucaristía.

Todos hemos vivido, en algún momento de nuestra vida, experiencias maravillosas, que nos han despertado el apetito por las cosas de Dios y por servir a nuestros hermanos, sea a través de ejercicios espirituales, convivencias, encuentros de profundización en la fe, escuelas de evangelización... y toda una gama de servicios, que nos hacen sentir más humanos y, por tanto, más felices.

Los Movimientos Eclesiales, que mantienen pujante la labor evangelizadora en medio del neopaganismo que invade varios sectores del mundo, especialmente Europa, vienen a llenar los vacíos del corazón humano, que necesita ser reconocido, valorado y amado. Dios es la fuente que alimenta nuestras inquietudes.

Nos sentimos agraciados por su revelación y en deuda con Él y el prójimo, que nos arropan para vivir en comunión fraterna.

“Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mateo 11, 28-29).

Jesús- evangelio de hoy- da gracias al Padre por los suyos. Son gente humilde, confiada, generosa que, a pesar de sus defectos, acepta el evangelio y sigue sus pasos.

Los poderosos, sin embargo, rechazan el mensaje, porque tienen miedo a perder sus privilegios. Las riquezas fomentan el egoísmo, así como la insensibilidad y dureza de corazón.

Por otro lado, el orgullo, la seducción del poder y el afán de dominar convierte a muchos seres humanos en tiranos y explotadores de sus propios hermanos.

El verdadero creyente, el que se abandona en las manos de Dios, no necesita tanto los bienes materiales cuanto percibir que el yugo del Señor es suave y su carga ligera.

Que nos sirva este relato como sencilla meditación sobre los valores que animan la vida cristiana:

“En cierta ocasión, el padre de una familia muy rica llevó a su hijo al campo para que viera lo mal que vivía allí la gente.
El niño estuvo un día entero y una noche en casa de una familia campesina.
Después de la experiencia vivida, el padre preguntó al hijo: ¿Viste lo pobre que puede llegar a ser la gente? El hijo se quedó pensando unos segundos y respondió con firmeza: “Aprendí que nosotros tenemos un perro en casa y ellos tienen cuatro; que nosotros tenemos una piscina en medio del jardín y ellos un río; que nosotros tenemos en el patio unas lámparas compradas y ellos tienen las estrellas; que nosotros tenemos un terreno vallado y ellos todo el campo.
Gracias, papá, agregó finalmente, por enseñarme lo pobres que somos”.

Ninguna persona es más rica que la que se siente amada por Dios y pone sus bienes materiales y espirituales a disposición de los demás.

Quien tiene a Dios posee el mundo entero.

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