Mientras ella nacía en Madrid, su padre, aristócrata opulento y valiente militar, combatía contra los coraceros de Napoleón, a las órdenes de Castaños. El primer apellido Desmaisières, le venía de una antigua familia flamenca que medio siglo antes se había establecido en España; el segundo, López de Dicastillo, pertenecía a la más rancia nobleza española. La costumbre de la introspección, que tuvo Micaela en un grado eminente, se revela ya en estas palabras que nos describen su infancia: «Dios me dio desde niña un genio dulce, amable, amigo de la paz con todos. Era también holgazana, golosa, zalamera, muy compasiva y amiga de reconciliar los hermanos y criados.»
La educación materna logró ahogar o disminuir fácilmente, aquellos defectos que empezaban a manifestarse en la niña. Fue una educación austera, a la manera de las grandes familias de antaño. Micaela tuvo que aprender a guisar y a planchar, «por lo que pudiera suceder»; a pintar, a bordar, a tocar diversos instrumentos, a compadecerse de los pobres, a despreciar el lujo y a pasar dos o tres horas en la iglesia, «embebecida en tiernos afectos». Se le tenía prohibido leer novelas, aunque es verdad que ella no tenía mucho gusto por esa lectura. «Si alguna, por ser buena, me la daban, jamás la concluía de leer, porque me decía: Si esto es mentira, no ha sucedido.» Se entretenía de mejor gana visitando a los coléricos, haciendo camisas para los pobres y reuniendo en su casa de Guadalajara a las niñas para enseñarlas la doctrina cristiana.
A los treinta años, Micaela perdió a su madre, dejándola heredera de uno de los títulos vinculados en la familia, el de vizcondesa de Jorbalán. Desde entonces viaja durante ocho años a través de varios países, practicando siempre sus obras de caridad y haciendo progresos continuos en la vida interior. La vemos en Francia y en Bélgica al lado de sus hermanos, los condes de la Vega del Pozo, embajadores del Gobierno español en Bruselas y en París; llega hasta Londres, penetra en Alemania y permanece durante algún tiempo en Boulogne y en Burdeos. Por dondequiera que pasa, va dejando recuerdos de bondad y abnegación. No se olvida tampoco de las obras piadosas que ha empezado a organizar en Madrid. Hay una, sobre todo, que la preocupa y la persigue día y noche. Recorriendo los hospitales madrileños, ha encontrado infelices muchachas que cayeron en un momento de flaqueza o de obcecación. Entonces tuvo la primera inspiración de instituir una casa de refugio para redimir a aquellas mujeres del baldón y la miseria. Inaugurado el proyecto antes de salir de Madrid, la vizcondesa no vuelve a perderle de vista. Le vigila desde la embajada de París, le favorece con su dinero y sus consejos, y empieza a pensar que Dios la llama para aquella obra.
Su vida por esta época es bastante original, según su propia expresión: «La mañana, en obras de caridad; el resto del día, en convites, paseo a caballo o en coche, y por la noche, al teatro, tertulias y baile. Añádase a esto el excesivo lujo y regalo en la mesa.» Seguía siendo tan aficionada a los dulces, que no podía pasar frente a una confitería sin entrar. Su hermano, el embajador, apreciaba tanto sus exquisitas cualidades de gentileza en el trato, su discreción en el hablar y su oportunidad en todo, que no podía separarse de su compañía. Por complacerle, aceptaba la vizcondesa aquella vida de sociedad, tratando de armonizarla con una intensa vida interior. Ella misma nos lo dice: «Como todo lo que pedía al Señor me lo concedía, le supliqué no ver nada cuando fuera a bailes o tertulias, para no ofenderle ni venialmente, y lo conseguí, de modo que salía del teatro y los salones sin haber perdido un solo momento la presencia de Dios.» Por lo demás, ella hacía por secundar la acción de la gracia, llevando bajo la seda ásperos cilicios o mirando hacia la escena con anteojos sin cristales. Al mismo tiempo, se esforzaba por vencer sus gustos y dominar su carácter impetuoso. Ella nos habla de su orgullo y de su genio enérgico y demasiado activo, y dirigiéndose a una amiga, escribía: «Llevo en París una vida tan tranquila, y tengo una conciencia tan sana, que esto sólo debía hacerme feliz si fuese mejor mi condición; pero este geniazo no se doma sin pena.» Ella sabía luchar hasta el heroísmo. Tenía un caballo que le era muy querido por su fidelidad y elegancia. Advirtió que no le faltaban movimientos de vanidad cuando montaba en él, y como nadie quiso comprárselo por no disgustarla, le rifó. Con lágrimas en los ojos viole salir de casa; pero el nuevo dueño, noticioso del sentimiento qué había hecho la vizcondesa, se lo regaló. «Avergoncéme —cuenta ella—de querer tanto a mi caballo, y para quitar este apego a una cosa terrena, le mandé vender en el mercado.»
A fines de 1848, la vizcondesa entró de nuevo en su patria, dispuesta a seguir cualquier camino que le trazase la voluntad de Dios. Ya entonces había hecho un voto de compartir sus bienes con los pobres y de hacer todo aquello que conociera ser la voluntad de Dios. Vestía todavía con lujo, pero esto precisamente dio lugar a un caso que rodó por todo Madrid y fue diversamente interpretado. Cuando ella se acercó al confesionario, advirtió el confesor crujir de sedas, y no pudo menos de decirla: «Viene usted demasiado hueca a pedir perdón a Dios.» «Son las sayas», dijo ella. «Pues quíteselas usted», replicó el sacerdote. Y obedeció. «Al día siguiente—cuenta la vizcondesa—me presenté hecha una facha; tanto, que las gentes me miraban con estupefacción. Pasé gran vergüenza, pero la obediencia fue siempre muy natural para mí. «¿Cómo viene usted tan ridícula?—me dijo el Padre—. ¿No ve que se ríen de su figura? Quítese la seda y vístase como todas esas señoras virtuosas que ve usted en la iglesia.» Aquel mismo día Micaela Desmaisiéres se mandó hacer un vestido de lana negro y sencillo.
Entre tanto, la obra de las desamparadas iba progresando; se ampliaba el local, crecía el número de las muchachas recogidas, y la vizcondesa ve con claridad su vocación. En 1850 se traslada a vivir en su colegio y se consagra por entero a aquella cruzada de redención. Su talento organizador, su penetración psicológica, sus dotes de mando y su arte para dominar los espíritus más rebeldes se revelan súbitamente, con estupefacción de todos los que siguen el desarrollo de su obra. Al principio está casi sola: enseña, cocina, cose, barre, y mantiene la disciplina en medio de aquellas bravas mujeres, en quienes de cuando en cuando se desatan todos los malos instintos de la vida del pecado. Es madre y superiora a la vez, tierna y fuerte, humilde y autoritaria. Para cada caso sabe encontrar el remedio apropiado, el gesto eficaz, la palabra oportuna. Un día ve que una joven quiere salirse de casa, y pregunta: «¿Adonde va usted?» «¿Yo?—dice la joven—. A una casa mala.» La Madre Sacramento, sin contestar, la dio un bofetón que tuvo un efecto fulminante. «Sólo mi madre me ha castigado así—dijo la fugitiva, echándose a sus pies—; yo la obedeceré a usted como a ella. Si no se hubiera muerto, no me hubiera perdido.» Otras veces la fundadora consigue los mismos resultados con más suaves procedimientos. Una colegiala se planta en la clase. La Madre Sacramento se dirige hacia ella con el crucifijo en la mano y dice: «Ya me lo decía yo. ¿Usted obedecer? No es posible. ¡Dos virtudes tan grandes como la obediencia y la humildad! ¿No es verdad, hija mía, que usted no conoce estas virtudes?» «No, señora.» «Pues bien, ya se lo enseñaremos; entre tanto, yo besaré el suelo por usted.» La fundadora cayó en tierra, y las treinta colegialas la imitaron. Ante este espectáculo, la rebelde, sobrecogida, se echó a llorar, diciendo: «Yo no sé lo que he hecho; si todas lo besan, yo también lo besaré.» Y, llena de vergüenza, obedeció.
Por lo demás, Micaela no estaba sola: Dios la ayudaba y la confortaba de una manera sensible. Él le había dicho: «Si tú no me faltas, Yo no te faltaré.» Una luz superior la decía en todo momento lo que debía hacer, la avisaba en medio de los peligros y la iluminaba en las dificultades. «Es para mí difícil de explicar—declaraba ella—; lo diré como sepa; cuando el Señor quiere algo de mí, apremia de un modo muy cierto e interior de que quiere algo.» A veces ella misma no acertaba a explicar por qué obraba de esta o de otra manera; pero los hechos venían luego a aclararlo todo. Un día, viendo una muchacha, la dio unos golpecitos en el hombro y la llevó a su cuarto. Cuando la tuvo sentada a su lado, díjole: «¿Qué trae usted en los bolsillos?» «Nada», dijo ella. «¿Cómo que nada? Usted tiene veneno.» Y diciendo esto, examinó el delantal de la colegiala, y en él encontró una cosa negra, a modo de raíz, que era opio en cantidad bastante para matar a cien personas, y unos polvos de arsénico. La muchacha confesó que aquel veneno lo tenía para echárselo a la superiora en el café que tomaba a mediodía.
Este era uno de los muchos medios con que el enemigo trataba de impedir la fundación emprendida por la santa vizcondesa, aunque tenía otros más extraños y no menos brutales. Se le aparecía en diversas formas, la atormentaba con estruendos y empellones, y más de una vez la arrojó por las escaleras de la casa. «Le sentía—dice la santa—en la luz, en la capilla, a mi hombro, y le decía: ¡Hola! ¿Ya estás tú aquí? Pues no te temo. Con frecuencia sentía golpecitos en el hombro derecho, y creía ver un diablillo muy mono encima del hombro, y le decía yo: Vamos juntos a trabajar en la obra del Señor, y no harás más que lo que te permita para gloria de Dios. Con una cadena te he de sujetar detrás de esa puerta, y tú mismo vigilarás para que no se vayan las colegialas.» Más terribles aún eran las contradicciones de los hombres. Aquel cambio de vida había dado lugar a las más infames calumnias. Unos la llamaban loca, otros hipócrita, otros malvada. Decíase que trancaba con el cuerpo de sus recogidas, que su misma conducta era licenciosa y desenfrenada y que sus proyectos entraban en el reino de la quimera y de las cosas irrealizables. Los más benévolos se reían de ella y la despreciaban; la aristocracia la había hecho el vacío, y su mismo hermano, que había cesado de tratarla, cayó desmayado al ver la pobreza del cuarto en que vivía. Un marqués, que la encontró cierto día en la antesala de un Ministerio juntamente con los lacayos, avanzó hacia ella, diciendo: «Pero, ¿es posible que haya perdido usted la cabeza hasta ese punto? Déjese de tonterías, vuélvase a los suyos, que están desconsolados con sus locuras, y no busque cinco pies al gato.» Sus antiguas amigas la habían abandonado, y en la corte de Isabel II, un primo suyo, que era mayordomo de palacio, dijo un día esta frase, que fue creída al pie de la letra: «Mi parienta la vizcondesa de Jorbalán está loca.» «¡Qué lástima!—murmuró la reina—. ¡Tan elegante como vino de París, y ya no bailaba!» Pasaron años, hasta que en cierta ocasión, hablando Isabel II con su camarera la duquesa de Gor, tuvieron este diálogo:
—¿No es amiga tuya la de Jorbalán?
—Sí, señora.
—¿Y cómo se volvió loca?
—Señora, no está loca.
—Pues lo dicen todos.
—Es que se ha dedicado a salvar jóvenes de mala vida, y por eso la llaman loca; pero está muy cuerda y es una santa.
—Dila que venga, que la quiero ver.
Este fue el principio de la íntima amistad que unió a la santa y a la reina. Desde aquel día Isabel II no podía vivir sin hablar constantemente con la vizcondesa, consultando con ella los negocios del reino, poniéndose bajo su dirección espiritual y pidiéndola consejo para mejor cumplir sus obligaciones de cristiana, de madre y de esposa. La Madre Sacramento acudía con repugnancia, y siempre con su pobre vestido de estameña: «Cuento—dice ella—como uno de los mayores sacrificios que hago a Dios el ir a palacio con la labor y las cajas de trabajo, como un comerciante. En un año no me pude vencer sin ponerme mala y meterme en la cama. Tuve una gran repugnancia a las alpargatas, y me las puse para ir a ver a la reina y las uso viejas y rotas, llevando así ya tres años, y aún me cuesta más por lo sucias que por lo malas.»
Poco a poco la obra se imponía a los ojos de las gentes con todo el prestigio de una gran fuerza moralizadora y social. Las primeras jóvenes salían del colegio instruidas, regeneradas y preparadas para luchar con la vida. La fundadora, sola al principio, se encuentra insensiblemente rodeada de un gran grupo de mujeres generosas, que no se asustan de tomar sobre sus hombros una parte de aquellas santas tareas, y así, junto al colegio de las recogidas, nació la comunidad de las monjas, el instituto de las Señoras Adoratrices, Esclavas del Santísimo y de la Caridad, cuya ocupación debía ser la adoración continua de Cristo en la Eucaristía, la instrucción religiosa de las colegialas y la educación correspondiente a su sexo. En 1858, la Congregación quedaba oficialmente establecida. A pesar de todas las dificultades, Micaela había triunfado. Desde este momento ya no es la loca ni la ilusa; es la santa, la fundadora, la mujer genial, que triunfa de todos los obstáculos, y, empujada por el fuego de la caridad, pasea victoriosamente a través de toda España su bello programa de regeneración. A los diez años de lucha suceden los cinco de actividad constructora y organizadora. Con rapidez prodigiosa, la Madre Sacramento pasa de un extremo a otro de la Península salvando almas, formando comunidades y tendiendo sus redes de oro en todos los puntos estratégicos. Negocia, escribe, desbarata obstáculos y triunfa de todas las oposiciones. Cada fundación es una gesta a lo divino y la revelación de un carácter.
De esta época es el retrato que de ella sacó Madrazo, trasunto de vivacidad y energía, de dulzura y mansedumbre. Y así nos la representan también sus biógrafos: severa y maternal, ni muy afectuosa, ni demasiado esquiva, dispuesta a reír cuando se contaba algo gracioso; graciosa ella misma y llena de agradables ocurrencias; enemiga de las lágrimas, aun en el momento de los mayores trances; tranquila en las dificultades y contenta de ver contentas a las demás. Físicamente no era una hermosura, pero se imponía por su gracejo y simpatía y por su atractivo sin igual: ni blanca ni morena, ni gruesa ni delgada; rostro ovalado; cubierto de un color encendido, que no pudieron destruir ni la vejez ni las penitencias; labios rojos y delgados, ojos castaños, manos pequeñas y de una belleza perfecta; aspecto majestuoso y lleno de una distinción aristocrática. En muchos rasgos de su cuerpo, así como en su psicología, la fundadora de las Adoratrices recordaba a la fundadora de las Salesas.
Una muerte heroica fue el digno remate de aquella vida extraordinaria. Parecía madura para la gloria. «Nos admirábamos—dice una de sus hijas—de la dulzura creciente de su carácter, naturalmente severo.» Hasta dónde podía llegar aquel amor de madre, se vio cuando, en el verano de 1865, llegó a Madrid la noticia de que varias monjas de la casa de Valencia habían sido atacadas del cólera. El día siguiente escribía: «Yo salgo para Valencia, porque no son valientes aquellas hijas y temo que se acobarden al ver tanta mortandad.» Esta resolución provocó en torno suyo una tempestad de llanto. Trataron de disuadirla; representáronla con toda crudeza los peligros de la epidemia y el porvenir de la Congregación. A todos los razonamientos contestaba ella: «Es inútil; los que hacemos las cosas de Dios, no tenemos miedo a la muerte.» A los dos días de llegar a Valencia notó los primeros síntomas de la peste. Sin quejarse apenas, se retiró a su habitación. Estaba tranquila y se esforzaba por tranquilizar a las monjas. Sin embargo, se daba cuenta de que había llegado al fin de su vida: «Voy a padecer un poco—dijo—, pero a las doce todo habrá pasado.» Y, efectivamente, al filo de la medianoche del día de San Bartolomé entregó su alma a Dios. Había recibido el viático con una alegría frenética, y había sufrido los más agudos dolores sin exhalar un suspiro. Su muerte era el holocausto de la caridad.
La educación materna logró ahogar o disminuir fácilmente, aquellos defectos que empezaban a manifestarse en la niña. Fue una educación austera, a la manera de las grandes familias de antaño. Micaela tuvo que aprender a guisar y a planchar, «por lo que pudiera suceder»; a pintar, a bordar, a tocar diversos instrumentos, a compadecerse de los pobres, a despreciar el lujo y a pasar dos o tres horas en la iglesia, «embebecida en tiernos afectos». Se le tenía prohibido leer novelas, aunque es verdad que ella no tenía mucho gusto por esa lectura. «Si alguna, por ser buena, me la daban, jamás la concluía de leer, porque me decía: Si esto es mentira, no ha sucedido.» Se entretenía de mejor gana visitando a los coléricos, haciendo camisas para los pobres y reuniendo en su casa de Guadalajara a las niñas para enseñarlas la doctrina cristiana.
A los treinta años, Micaela perdió a su madre, dejándola heredera de uno de los títulos vinculados en la familia, el de vizcondesa de Jorbalán. Desde entonces viaja durante ocho años a través de varios países, practicando siempre sus obras de caridad y haciendo progresos continuos en la vida interior. La vemos en Francia y en Bélgica al lado de sus hermanos, los condes de la Vega del Pozo, embajadores del Gobierno español en Bruselas y en París; llega hasta Londres, penetra en Alemania y permanece durante algún tiempo en Boulogne y en Burdeos. Por dondequiera que pasa, va dejando recuerdos de bondad y abnegación. No se olvida tampoco de las obras piadosas que ha empezado a organizar en Madrid. Hay una, sobre todo, que la preocupa y la persigue día y noche. Recorriendo los hospitales madrileños, ha encontrado infelices muchachas que cayeron en un momento de flaqueza o de obcecación. Entonces tuvo la primera inspiración de instituir una casa de refugio para redimir a aquellas mujeres del baldón y la miseria. Inaugurado el proyecto antes de salir de Madrid, la vizcondesa no vuelve a perderle de vista. Le vigila desde la embajada de París, le favorece con su dinero y sus consejos, y empieza a pensar que Dios la llama para aquella obra.
Su vida por esta época es bastante original, según su propia expresión: «La mañana, en obras de caridad; el resto del día, en convites, paseo a caballo o en coche, y por la noche, al teatro, tertulias y baile. Añádase a esto el excesivo lujo y regalo en la mesa.» Seguía siendo tan aficionada a los dulces, que no podía pasar frente a una confitería sin entrar. Su hermano, el embajador, apreciaba tanto sus exquisitas cualidades de gentileza en el trato, su discreción en el hablar y su oportunidad en todo, que no podía separarse de su compañía. Por complacerle, aceptaba la vizcondesa aquella vida de sociedad, tratando de armonizarla con una intensa vida interior. Ella misma nos lo dice: «Como todo lo que pedía al Señor me lo concedía, le supliqué no ver nada cuando fuera a bailes o tertulias, para no ofenderle ni venialmente, y lo conseguí, de modo que salía del teatro y los salones sin haber perdido un solo momento la presencia de Dios.» Por lo demás, ella hacía por secundar la acción de la gracia, llevando bajo la seda ásperos cilicios o mirando hacia la escena con anteojos sin cristales. Al mismo tiempo, se esforzaba por vencer sus gustos y dominar su carácter impetuoso. Ella nos habla de su orgullo y de su genio enérgico y demasiado activo, y dirigiéndose a una amiga, escribía: «Llevo en París una vida tan tranquila, y tengo una conciencia tan sana, que esto sólo debía hacerme feliz si fuese mejor mi condición; pero este geniazo no se doma sin pena.» Ella sabía luchar hasta el heroísmo. Tenía un caballo que le era muy querido por su fidelidad y elegancia. Advirtió que no le faltaban movimientos de vanidad cuando montaba en él, y como nadie quiso comprárselo por no disgustarla, le rifó. Con lágrimas en los ojos viole salir de casa; pero el nuevo dueño, noticioso del sentimiento qué había hecho la vizcondesa, se lo regaló. «Avergoncéme —cuenta ella—de querer tanto a mi caballo, y para quitar este apego a una cosa terrena, le mandé vender en el mercado.»
A fines de 1848, la vizcondesa entró de nuevo en su patria, dispuesta a seguir cualquier camino que le trazase la voluntad de Dios. Ya entonces había hecho un voto de compartir sus bienes con los pobres y de hacer todo aquello que conociera ser la voluntad de Dios. Vestía todavía con lujo, pero esto precisamente dio lugar a un caso que rodó por todo Madrid y fue diversamente interpretado. Cuando ella se acercó al confesionario, advirtió el confesor crujir de sedas, y no pudo menos de decirla: «Viene usted demasiado hueca a pedir perdón a Dios.» «Son las sayas», dijo ella. «Pues quíteselas usted», replicó el sacerdote. Y obedeció. «Al día siguiente—cuenta la vizcondesa—me presenté hecha una facha; tanto, que las gentes me miraban con estupefacción. Pasé gran vergüenza, pero la obediencia fue siempre muy natural para mí. «¿Cómo viene usted tan ridícula?—me dijo el Padre—. ¿No ve que se ríen de su figura? Quítese la seda y vístase como todas esas señoras virtuosas que ve usted en la iglesia.» Aquel mismo día Micaela Desmaisiéres se mandó hacer un vestido de lana negro y sencillo.
Entre tanto, la obra de las desamparadas iba progresando; se ampliaba el local, crecía el número de las muchachas recogidas, y la vizcondesa ve con claridad su vocación. En 1850 se traslada a vivir en su colegio y se consagra por entero a aquella cruzada de redención. Su talento organizador, su penetración psicológica, sus dotes de mando y su arte para dominar los espíritus más rebeldes se revelan súbitamente, con estupefacción de todos los que siguen el desarrollo de su obra. Al principio está casi sola: enseña, cocina, cose, barre, y mantiene la disciplina en medio de aquellas bravas mujeres, en quienes de cuando en cuando se desatan todos los malos instintos de la vida del pecado. Es madre y superiora a la vez, tierna y fuerte, humilde y autoritaria. Para cada caso sabe encontrar el remedio apropiado, el gesto eficaz, la palabra oportuna. Un día ve que una joven quiere salirse de casa, y pregunta: «¿Adonde va usted?» «¿Yo?—dice la joven—. A una casa mala.» La Madre Sacramento, sin contestar, la dio un bofetón que tuvo un efecto fulminante. «Sólo mi madre me ha castigado así—dijo la fugitiva, echándose a sus pies—; yo la obedeceré a usted como a ella. Si no se hubiera muerto, no me hubiera perdido.» Otras veces la fundadora consigue los mismos resultados con más suaves procedimientos. Una colegiala se planta en la clase. La Madre Sacramento se dirige hacia ella con el crucifijo en la mano y dice: «Ya me lo decía yo. ¿Usted obedecer? No es posible. ¡Dos virtudes tan grandes como la obediencia y la humildad! ¿No es verdad, hija mía, que usted no conoce estas virtudes?» «No, señora.» «Pues bien, ya se lo enseñaremos; entre tanto, yo besaré el suelo por usted.» La fundadora cayó en tierra, y las treinta colegialas la imitaron. Ante este espectáculo, la rebelde, sobrecogida, se echó a llorar, diciendo: «Yo no sé lo que he hecho; si todas lo besan, yo también lo besaré.» Y, llena de vergüenza, obedeció.
Por lo demás, Micaela no estaba sola: Dios la ayudaba y la confortaba de una manera sensible. Él le había dicho: «Si tú no me faltas, Yo no te faltaré.» Una luz superior la decía en todo momento lo que debía hacer, la avisaba en medio de los peligros y la iluminaba en las dificultades. «Es para mí difícil de explicar—declaraba ella—; lo diré como sepa; cuando el Señor quiere algo de mí, apremia de un modo muy cierto e interior de que quiere algo.» A veces ella misma no acertaba a explicar por qué obraba de esta o de otra manera; pero los hechos venían luego a aclararlo todo. Un día, viendo una muchacha, la dio unos golpecitos en el hombro y la llevó a su cuarto. Cuando la tuvo sentada a su lado, díjole: «¿Qué trae usted en los bolsillos?» «Nada», dijo ella. «¿Cómo que nada? Usted tiene veneno.» Y diciendo esto, examinó el delantal de la colegiala, y en él encontró una cosa negra, a modo de raíz, que era opio en cantidad bastante para matar a cien personas, y unos polvos de arsénico. La muchacha confesó que aquel veneno lo tenía para echárselo a la superiora en el café que tomaba a mediodía.
Este era uno de los muchos medios con que el enemigo trataba de impedir la fundación emprendida por la santa vizcondesa, aunque tenía otros más extraños y no menos brutales. Se le aparecía en diversas formas, la atormentaba con estruendos y empellones, y más de una vez la arrojó por las escaleras de la casa. «Le sentía—dice la santa—en la luz, en la capilla, a mi hombro, y le decía: ¡Hola! ¿Ya estás tú aquí? Pues no te temo. Con frecuencia sentía golpecitos en el hombro derecho, y creía ver un diablillo muy mono encima del hombro, y le decía yo: Vamos juntos a trabajar en la obra del Señor, y no harás más que lo que te permita para gloria de Dios. Con una cadena te he de sujetar detrás de esa puerta, y tú mismo vigilarás para que no se vayan las colegialas.» Más terribles aún eran las contradicciones de los hombres. Aquel cambio de vida había dado lugar a las más infames calumnias. Unos la llamaban loca, otros hipócrita, otros malvada. Decíase que trancaba con el cuerpo de sus recogidas, que su misma conducta era licenciosa y desenfrenada y que sus proyectos entraban en el reino de la quimera y de las cosas irrealizables. Los más benévolos se reían de ella y la despreciaban; la aristocracia la había hecho el vacío, y su mismo hermano, que había cesado de tratarla, cayó desmayado al ver la pobreza del cuarto en que vivía. Un marqués, que la encontró cierto día en la antesala de un Ministerio juntamente con los lacayos, avanzó hacia ella, diciendo: «Pero, ¿es posible que haya perdido usted la cabeza hasta ese punto? Déjese de tonterías, vuélvase a los suyos, que están desconsolados con sus locuras, y no busque cinco pies al gato.» Sus antiguas amigas la habían abandonado, y en la corte de Isabel II, un primo suyo, que era mayordomo de palacio, dijo un día esta frase, que fue creída al pie de la letra: «Mi parienta la vizcondesa de Jorbalán está loca.» «¡Qué lástima!—murmuró la reina—. ¡Tan elegante como vino de París, y ya no bailaba!» Pasaron años, hasta que en cierta ocasión, hablando Isabel II con su camarera la duquesa de Gor, tuvieron este diálogo:
—¿No es amiga tuya la de Jorbalán?
—Sí, señora.
—¿Y cómo se volvió loca?
—Señora, no está loca.
—Pues lo dicen todos.
—Es que se ha dedicado a salvar jóvenes de mala vida, y por eso la llaman loca; pero está muy cuerda y es una santa.
—Dila que venga, que la quiero ver.
Este fue el principio de la íntima amistad que unió a la santa y a la reina. Desde aquel día Isabel II no podía vivir sin hablar constantemente con la vizcondesa, consultando con ella los negocios del reino, poniéndose bajo su dirección espiritual y pidiéndola consejo para mejor cumplir sus obligaciones de cristiana, de madre y de esposa. La Madre Sacramento acudía con repugnancia, y siempre con su pobre vestido de estameña: «Cuento—dice ella—como uno de los mayores sacrificios que hago a Dios el ir a palacio con la labor y las cajas de trabajo, como un comerciante. En un año no me pude vencer sin ponerme mala y meterme en la cama. Tuve una gran repugnancia a las alpargatas, y me las puse para ir a ver a la reina y las uso viejas y rotas, llevando así ya tres años, y aún me cuesta más por lo sucias que por lo malas.»
Poco a poco la obra se imponía a los ojos de las gentes con todo el prestigio de una gran fuerza moralizadora y social. Las primeras jóvenes salían del colegio instruidas, regeneradas y preparadas para luchar con la vida. La fundadora, sola al principio, se encuentra insensiblemente rodeada de un gran grupo de mujeres generosas, que no se asustan de tomar sobre sus hombros una parte de aquellas santas tareas, y así, junto al colegio de las recogidas, nació la comunidad de las monjas, el instituto de las Señoras Adoratrices, Esclavas del Santísimo y de la Caridad, cuya ocupación debía ser la adoración continua de Cristo en la Eucaristía, la instrucción religiosa de las colegialas y la educación correspondiente a su sexo. En 1858, la Congregación quedaba oficialmente establecida. A pesar de todas las dificultades, Micaela había triunfado. Desde este momento ya no es la loca ni la ilusa; es la santa, la fundadora, la mujer genial, que triunfa de todos los obstáculos, y, empujada por el fuego de la caridad, pasea victoriosamente a través de toda España su bello programa de regeneración. A los diez años de lucha suceden los cinco de actividad constructora y organizadora. Con rapidez prodigiosa, la Madre Sacramento pasa de un extremo a otro de la Península salvando almas, formando comunidades y tendiendo sus redes de oro en todos los puntos estratégicos. Negocia, escribe, desbarata obstáculos y triunfa de todas las oposiciones. Cada fundación es una gesta a lo divino y la revelación de un carácter.
De esta época es el retrato que de ella sacó Madrazo, trasunto de vivacidad y energía, de dulzura y mansedumbre. Y así nos la representan también sus biógrafos: severa y maternal, ni muy afectuosa, ni demasiado esquiva, dispuesta a reír cuando se contaba algo gracioso; graciosa ella misma y llena de agradables ocurrencias; enemiga de las lágrimas, aun en el momento de los mayores trances; tranquila en las dificultades y contenta de ver contentas a las demás. Físicamente no era una hermosura, pero se imponía por su gracejo y simpatía y por su atractivo sin igual: ni blanca ni morena, ni gruesa ni delgada; rostro ovalado; cubierto de un color encendido, que no pudieron destruir ni la vejez ni las penitencias; labios rojos y delgados, ojos castaños, manos pequeñas y de una belleza perfecta; aspecto majestuoso y lleno de una distinción aristocrática. En muchos rasgos de su cuerpo, así como en su psicología, la fundadora de las Adoratrices recordaba a la fundadora de las Salesas.
Una muerte heroica fue el digno remate de aquella vida extraordinaria. Parecía madura para la gloria. «Nos admirábamos—dice una de sus hijas—de la dulzura creciente de su carácter, naturalmente severo.» Hasta dónde podía llegar aquel amor de madre, se vio cuando, en el verano de 1865, llegó a Madrid la noticia de que varias monjas de la casa de Valencia habían sido atacadas del cólera. El día siguiente escribía: «Yo salgo para Valencia, porque no son valientes aquellas hijas y temo que se acobarden al ver tanta mortandad.» Esta resolución provocó en torno suyo una tempestad de llanto. Trataron de disuadirla; representáronla con toda crudeza los peligros de la epidemia y el porvenir de la Congregación. A todos los razonamientos contestaba ella: «Es inútil; los que hacemos las cosas de Dios, no tenemos miedo a la muerte.» A los dos días de llegar a Valencia notó los primeros síntomas de la peste. Sin quejarse apenas, se retiró a su habitación. Estaba tranquila y se esforzaba por tranquilizar a las monjas. Sin embargo, se daba cuenta de que había llegado al fin de su vida: «Voy a padecer un poco—dijo—, pero a las doce todo habrá pasado.» Y, efectivamente, al filo de la medianoche del día de San Bartolomé entregó su alma a Dios. Había recibido el viático con una alegría frenética, y había sufrido los más agudos dolores sin exhalar un suspiro. Su muerte era el holocausto de la caridad.
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