Una juventud oscura: revolver los libros de los Padrea, de Atanasio sobre todo; estudiar la elocuencia en los autores de la antigüedad clásica; recorrer los eremitorios de Scete y la Tebaida, recogiendo la experiencia espiritual de los grandes eremitas; recibir a las gentes en el patriarcado; aconsejar, contener y sufrir los arrebatos del patriarca. El patriarca era su tío Teófilo, enemigo perpetuo de la paz, juguete de la ambición, perseguidor de los santos, personaje violento, cuyas manos se manchan hoy con el oro, mañana con la sangre. En 412, el sobrino le sucede en la más alta dignidad de la Iglesia en Oriente. El odio que el tío había acumulado se derrama ahora sobre él en infames calumnias: un día, Hipatia, la ilustre discípula de Platón, ornamento de Alejandría por su ciencia y su hermosura, aparece muerta cerca del Museo. ¿Por qué no va a ser Cirilo el que ha puesto el puñal en la mano del asesino? Es sólo una insinuación venenosa de la perfidia.
Hombre de lucha, Cirilo tuvo siempre enemigos; pero podía mirarlos con la cara serena, como quien no tenía sombras en su conducta. Vida irreprochable, temperamento inclinado al rigor, temple de hierro, espíritu autoritario, esclavo de la ley de la tradición: he aquí los grandes rasgos de aquel gran carácter. Sabe reconocer la inocencia y la justicia: un día había asistido a aquel bochornoso conciliábulo de la encina, donde su tío depuso a San Juan Crisóstomo; no obstante, ahora reconoce su falta, e incluye el nombre del Crisóstomo en los dípticos de la iglesia alejandrina. Es tal vez vehemente y apasionado con exceso; puede habérsele pegado algo de los métodos expeditivos de Teófilo, y así, el principio de su gobierno es inquieto y accidentado: persecuciones de herejes, confiscaciones, expulsión de judíos, desavenencias con los lugartenientes del emperador. Cada año, como antes había hecho San Atanasio, Cirilo envía a los pueblos de Egipto una homilía pascual, donde se ven cada vez más vigorosos los rasgos de su fisonomía literaria: rigidez de espíritu, tradicionalismo doctrinal, pureza de enseñanza, erudición patrística, fuerza de estilo y agudeza dialéctica.
Es el hombre llamado a convertirse en campeón del dogma, y aquí se encuentra su gloria sólida y pura, a falta de una simpatía que no podía despertar la gravedad imperiosa de su espíritu. La Providencia ha ido formando su instrumento y preparándole para la gran obra de la Iglesia. Cirilo va a intervenir de una manera decisiva en la marcha de los anales eclesiásticos y del dogma cristiano, dando pruebas extraordinarias del poder victorioso de su razón y de la firmeza invencible de su alma.
En 429 estalla estrepitosamente el problema nestoriano. Tal vez no ha habido ningún otro, en el campo de la Teología, que tan profundamente haya sacudido las masas populares. En la corte, en los círculos aristocráticos, en los pórticos de las plazas, en los claustros de los monasterios, todos tenían los ojos fijos en los luchadores; a pesar de las sutilezas teológicas que la disputa envolvía, el pueblo, guiado por el certero instinto de la fe, seguía emocionado los varios incidentes de la contienda. Como en tiempo de las polémicas arrianas, una simple palabra era la voz de combate: Theotókos, que, traducida a nuestra lengua, significa «Madre de Dios». Un sacerdote de Constantínopla defendió un día desde el púlpito que esa expresión envolvía un absurdo teológico. El pueblo protestó indignado y sofocó la voz del orador; pero éste fue defendido por Nestorio, patriarca de la ciudad imperial. Lejos de apaciguar los espíritus, la intervención del patriarca no hizo más que extender el incendio. En los desiertos egipcios, las colmenas monásticas hervían con una inquietud amenazadora. El gran mundo y la corte, con el emperador a la cabeza, se declararon a favor de su patriarca; pero el pueblo estaba contra él. Augurábase una tempestad religiosa como la que había alborotado el Imperio durante todo el siglo IV. El primer grito de alarma salió de Alejandría, y fue San Cirilo quien lo lanzó. Imposible comprender lo que se ha llamado la tragedia del heresiarca constantinopolitano, sin tener en cuenta lo que representaban Cirilo y Nestorio, Alejandría y Antioquía, Egipto y Constantinopla. Egipto estaba irritado contra la capital del Imperio, porque acababa de arrebatar a su patriarca la primacía de honor en el Oriente; Constantinopla tenía que vengar los atropellos inferidos unos lustros antes a su patriarca San Juan Crisóstomo por Teófilo de Alejandría. Por cada lado había resquemores de injurias, y a estos motivos de división vino a unirse la rivalidad entre las escuelas de Antioquía y Alejandría.
Las divergencias en la exégesis escriturística, que caracterizaban ya en tiempo de Orígenes a los maestros de estas escuelas, habían engendrado tendencias opuestas en materia cristológica. Los alejandrinos, influidos por Platón, consideraban, ante todo, la divinidad del Verbo encarnado y la unidad íntima de su Persona; los antioqueños, más aristotélicos, analizaban muy particularmente la distinción de las dos naturalezas en el Hombre-Dios, deteniéndose con fruición en el estudio de sus experiencias humanas. Cada una de estas tendencias encerraba un peligro. A fines del siglo IV, Apolinar se había extraviado por exagerar la unidad alejandrina, y la escuela de Antioquía caía en los errores contrarios por exagerar la dualidad. Uno de sus maestros, Diodoro de Tarso, combatiendo el apolinarismo, llegó a distinguir de tal manera al Hijo de Dios del Hijo de David, que, según él, el Verbo no era Hijo de María. Tras él, Teodoro de Mopsuesfa no se cansaba de repetir que es una locura pretender que Dios ha nacido de una Virgen. De Teodoro, maestro de Nestorio, puede decirse que es el primer nestoriano. El discípulo no hizo más que llevar al pulpito lo que el maestro había enseñado en las aulas, con un poco más de precisión y un poco menos de violencia. Nestorio conserva ciertas expresiones tradicionales, y hasta parece ser que reconoció sinceramente la unidad personal de Jesucristo, pero sin penetrar su verdadero alcance, y rehusando admitir las consecuencias de esa unidad en la doctrina de la Encarnación.
Representante genuino de la escuela gloriosa de Alejandría, continuador de Orígenes, en cuyas obras había visto honrada a la Virgen María con el título de Madre de Dios, discípulo de San Atanasio, por quien sabía «que Jesucristo no es un hombre sobre quien descendiera el Verbo, sino el Verbo mismo nacido con una carne, que era suya»; San Cirilo, teólogo sutilísimo, parecía el hombre destinado a precisar la doctrina de la Encarnación frente a los extravíes del patriarca de Constantinopla. Su primera intervención tuvo por objeto tranquilizar a los monjes egipcios, que empezaban a moverse en sus lauras y eremitorios. Lo hizo en una carta serena y puramente doctrinal. El nombre del heresiarca no aparecía en ella, pero Nestorio se creyó en la necesidad de refutarla públicamente. El choque era inevitable. Cirilo se dirigió directamente a Nestorio; Nestorio le contestó irónicamente que gobernase en paz su rebaño. Parecíale que su posición era inatacable. Tenía fama de austero, era un orador elocuente, un buen exegeta, y tan exaltado en la ortodoxia, que desde su elevación a la sede patriarcal no había cesado de perseguir a todas las sectas heréticas, en especial la de los apolinaristas, a quienes odiaba de corazón, como buen discípulo de Teodoro. Su misma presencia exterior hacía impresión en las gentes. Si vamos a creer a sus contemporáneos, era un hombre cumplido en perfecciones físicas: ojos grandes, majestuoso continente, tinte sonrosado, voz fuerte y sonora. Tan seguro se creía, que le pareció fácil aplastar a su rival en un concilio. No obstante, creyó prudente empezar organizando una banda de hombres pagados, que derramaron toda suerte de calumnias contra Cirilo, cumpliendo su misión con tal habilidad, que el eco de aquella campaña puede verse aún en las historias de aquel tiempo. Herido y amargado, escribía Cirilo: « No espere ese miserable que me he de dejar juzgar por él en un concilio, por muchos que sean los acusadores que compre contra mí. Si me mandaren comparecer a su presencia recusaré su tribunal, y con el favor de Dios dilucidaré las cosas de tal manera, que va a ser él quien me dará cuenta de sus blasfemias.»
Al escribir estas palabras, Cirilo pensaba en Roma. Estaba descartado el apoyo del emperador, que le había escrito una carta amenazadora, tratándole de perturbador de la paz pública. Pero, ¿acaso no había luchado Atanasio, su antecesor, contra todas las fuerzas del Imperio, sostenido por los obispos de Roma? Nestorio se le había anticipado, contando a su modo las cosas al Papa Celestino I. Decía, en resumen, que había creído prudente censurar el término Theotócos, por el abuso que de él hacían los apolinaristas; salida hipócrita que no logró despistar la buena fe de los teólogos romanos. Sin embargo, dudaban aún los espíritus, cuando llegó el informe del patriarca alejandrino, acompañado de una copiosa colección de discursos y epístolas de Nestorio. Poco tiempo después, los legados pontificios caminaban hacia el Oriente portadores de la solución: Nestorio debía retractarse públicamente, siendo Cirilo el encargado de proceder a la ejecución de la sentencia.
Se ha dicho que San Cirilo no era hombre para usar con moderación de la victoria, y que sus excesivas exigencias sólo sirvieron para envenenar la cuestión y prolongar el conflicto. Esta censura va enderezada contra el documento famoso que se conoce en la Historia con el nombre de «Anatematismos de San Cirilo». Al ver la tempestad que rugía sobre su cabeza, Nestorio publicó una declaración conciliadora, pero en último término evasiva, aceptando la expresión Theotócos, pero sólo provisionalmente, hasta que un concilio general decidiera sobre ella. No le quedaba más remedio: el pueblo le maldecía, la corte le retiraba su apoyo, sus amigos le abandonaban, y el que más podía favorecerle, Juan, obispo de Antioquía, su antiguo condiscípulo, le aconsejaba la sumisión. Se acercaba, al parecer, el desenlace del drama, cuando aparecieron los «Anatematismos», doce artículos que el patriarca de Alejandría presentaba a la aprobación de Constantinopla, bajo pena de excomunión. El asunto se complicó, y la causa de Nestorio empezó a reanimarse. Guiábale a Cirilo la mejor intención. Conociendo lo escurridizo y sutil de la mentalidad de su adversario, había querido cerrarle todas las salidas. Como Arrio, en otro tiempo, Nestorio echaba mano de todos los procedimientos para evitar el anatema. Aceptaba el término Theotócos, pero cambiando el acento, lo cual hacía que, en vez de «Madre de Dios», significase «Hijo de Dios». Otras veces, alterando sólo una letra, leía Theodocos, que significa receptáculo de Dios. Reproducíase la contienda del omousios y omoiusios, y San Cirilo hacía bien al salir al paso a todas estas sutilezas y puerilidades. Sin embargo, se extralimitó al tratar de imponer a los antioqueños la terminología de su escuela. Hoy la expresión «unión hipostática», imaginada por San Cirilo, nos parece un gran acierto teológico; pero la palabra hipóstasis significaba para los maestros de Antioquía más bien la naturaleza que la persona, y por eso no podían admitir el segundo anatematisino, según el cual la divinidad y la humanidad se habían juntado en Cristo «hipostáticamente». Del mismo modo, cuando San Cirilo hablaba de «unión física», asentaba únicamente que la unión era real y verdadera, en contraposición a moral; pero sus adversarios, inevitablemente, habían de ver allí la afirmación de una sola naturaleza. Era el error apolinarista, que habían intentado combatir. Los ánimos se agriaron, un gran número de obispos abandonó al de Alejandría, y los secuaces de Nestorio volvieron a agruparse en torno suyo.
Como único recurso quedaba el concilio general. Le había pedido Nestorio, y Cirilo le aceptó de buena gana. El Papa nombró sus legados y el emperador le convocó para el mes de junio del año 431, en la ciudad de Éfeso. Los dos protagonistas fueron los primeros en acudir, llevando cada uno más de un centenar de obispos. Faltaba el patriarca de Antioquía, con los sirios, sus diocesanos. El 6 de junio recibió Cirilo una carta en la que Juan le pedía algunos días de espera, excusando su tardanza en lo largo del viaje y en la muerte de algunos caballos. Cirilo esperó dos semanas, enviando entre tanto a Nestorio algunos obispos para reducirle nuevamente a la verdad. El heresiarca, más obstinado que nunca, contestaba amenazador, profiriendo los despropósitos más contradictorios. Es difícil explicarse la psicología de Nestorio en estos momentos para él decisivos, y lo más sencillo es representárnosle, con Héfele, como una especie de charlatán, que casi sin darse cuenta pasa de un extremo al contrario, de la ortodoxia a la herejía. «Después de todo—declaraba—, estoy conforme en confesar que María es Madre de Dios, siempre que no se dé a estas palabras un sentido apolinarista.» Pero, obligado a declararse más a fondo, añadía: «Nunca reconoceré como Dios a un niño, que ahora tiene dos meses y luego tres.»
Viendo que sus esfuerzos eran inútiles, Cirilo se decidió a obrar severamente. Juan no acababa de llegar, pero había llegado una carta suya en la cual exhortaba a obrar en justicia, sin preocuparse de él. Sin duda, pensó Cirilo, no quiere asistir a la humillación de su amigo; pero los planes del sirio eran menos inocentes. El 22 de junio, los obispos se reunieron en la basílica de Santa María. Nestorio, invitado reiteradamente a tomar parte en las deliberaciones, respondió la primera vez que lo pensaría; la segunda, que iría cuando se reuniesen todos los obispos, y la tercera vez, la delegación del concilio fue brutalmente arrojada de su casa por la guardia imperial, que le escoltaba. Contaba el patriarca con la intervención del emperador para impedir la celebración de la asamblea; y efectivamente, al comenzar la primera sesión, presentóse el jefe de la guardia intimando a los obispos la orden de dispersarse. Los partidarios de Nestorio obedecieron; pero la inmensa mayoría continuó impertérrita en sus puestos. Discutióse escrupulosamente el problema durante un largo día de junio, y ya anochecía cuando se dio la sentencia, condenando, deponiendo y excomulgando a Nestorio. AI conocer la noticia el pueblo de Éfeso, que había aguardado desde la mañana en torno de la basílica, prorrumpió en gritos de alegría. Los obispos fueron aclamados y escoltados hasta sus moradas con turíbulos y hachas encendidas, y toda la ciudad se vistió de fiesta. Los gritos y las luminarias, los inciensos y los regocijos duraron toda la noche. El sentido del pueblo cristiano comprendía que aquello significaba el triunfo de María sobre la serpiente.
Sin embargo, la lucha no estaba terminada. Meditando venganza, Nestorio intrigaba con sus amigos de la corte. Estaba ciego de cólera. El concilio le había calificado de impío, y al comunicarle la sentencia se le había comparado con Judas. Confiaba en el patriarca de Antioquía, y vióse que no había echado mal sus cálculos, cuando, tres días más tarde, llegó Juan con sus sufragáneos. El juego estaba premeditado. Sin sacudirse el polvo del camino, Juan reunió a los suyos y a los de Nestorio, y, sin citación ni discusión, depuso a Cirilo. Afortunadamente, el día 29 llegaron los legados del Papa, que suscribieron cuanto se había hecho contra Nestorio y el nestorianismo. El emperador Teodosio II, convencido al fin de la sinrazón de su patriarca, confirmó la deposición y le relegó a los últimos confines del Imperio. Juan de Antioquía cedió también después de larga resistencia, pero no sin exigir condiciones. Cirilo renunció a su terminología y él aceptó el fondo de la doctrina, suscribiendo la condenación de Nestorio. Con su mirada de águila, el patriarca de Alejandría se dio cuenta del cisma inminente, y con su moderación y prudencia conjuró el peligro. No quiso retractar los anatematismos, pero se guardó bien de imponer sus fórmulas a los disidentes.
Así terminó aquel pleito famoso, de trascendencia fundamental en la historia del cristianismo y en el proceso del dogma. El problema era tan sutil, que muchos, no acertando a comprenderlo, se pusieron de parte del heresiarca. A veces se nos ocurre pensar si el mismo Nestorio advertía las consecuencias de su tesis. No han faltado en nuestros días quienes han intentado su rehabilitación, afirmando que expresó torpemente un sentir ortodoxo. Es una falta de buena fe o un desconocimiento del problema. Entre Juan y Cirilo, todo se reducía a una cuestión de palabras; pero en las afirmaciones de Nestorio era el dogma el que estaba interesado. Bastardeada la idea de la Encarnación, quedaba destruida la economía de la Redención. Aquí radicaba el argumento inconmovible de Cirilo; aunque el pueblo cristiano vio más bien la injuria que se hacía a su devoción mariana. ¿Dónde apoyaría su confianza en la Virgen, si se negaba la maternidad divina, fundamento de todos los privilegios y excelencias de María?
Después del triunfo, San Cirilo se consagró a exponer y completar su doctrina, a contener, con menoscabo de su popularidad, los fermentos monofisitas de su partido, y a explicar las Sagradas Escrituras al pueblo alejandrino. Su interpretación es siempre mística y espiritual, como podía esperarse de un discípulo de Orígenes. La ley mosaica ha sido abrogada en cuanto a la letra, pero no en cuanto al espíritu. Al mismo tiempo se esforzaba por desarraigar los últimos retoños del paganismo, refutando los libros de Juliano el Apóstata, que aun hallaban ambiente entre los discípulos de Porfirio y de Celso. Defensor acérrimo de la ortodoxia, es también uno de sus más ilustres expositores. Teólogo profundo, exegeta ingenioso, vigoroso polemista. Es el más dogmático y el más escolástico de todos los Padres, y también el más tradicional. Él pone fin a las controversias trinitarias; aunque su actividad se desenvuelve, sobre todo, en el campo de la cristología. No obstante, ha hablado también magníficamente sobre la Redención, la acción del Espíritu Santo en las almas, el Bautismo y la Eucaristía. Defensor del dogma en la Encarnación y de la maternidad divina de María, puede llamársele también el doctor de la gracia santificante.
Hombre de lucha, Cirilo tuvo siempre enemigos; pero podía mirarlos con la cara serena, como quien no tenía sombras en su conducta. Vida irreprochable, temperamento inclinado al rigor, temple de hierro, espíritu autoritario, esclavo de la ley de la tradición: he aquí los grandes rasgos de aquel gran carácter. Sabe reconocer la inocencia y la justicia: un día había asistido a aquel bochornoso conciliábulo de la encina, donde su tío depuso a San Juan Crisóstomo; no obstante, ahora reconoce su falta, e incluye el nombre del Crisóstomo en los dípticos de la iglesia alejandrina. Es tal vez vehemente y apasionado con exceso; puede habérsele pegado algo de los métodos expeditivos de Teófilo, y así, el principio de su gobierno es inquieto y accidentado: persecuciones de herejes, confiscaciones, expulsión de judíos, desavenencias con los lugartenientes del emperador. Cada año, como antes había hecho San Atanasio, Cirilo envía a los pueblos de Egipto una homilía pascual, donde se ven cada vez más vigorosos los rasgos de su fisonomía literaria: rigidez de espíritu, tradicionalismo doctrinal, pureza de enseñanza, erudición patrística, fuerza de estilo y agudeza dialéctica.
Es el hombre llamado a convertirse en campeón del dogma, y aquí se encuentra su gloria sólida y pura, a falta de una simpatía que no podía despertar la gravedad imperiosa de su espíritu. La Providencia ha ido formando su instrumento y preparándole para la gran obra de la Iglesia. Cirilo va a intervenir de una manera decisiva en la marcha de los anales eclesiásticos y del dogma cristiano, dando pruebas extraordinarias del poder victorioso de su razón y de la firmeza invencible de su alma.
En 429 estalla estrepitosamente el problema nestoriano. Tal vez no ha habido ningún otro, en el campo de la Teología, que tan profundamente haya sacudido las masas populares. En la corte, en los círculos aristocráticos, en los pórticos de las plazas, en los claustros de los monasterios, todos tenían los ojos fijos en los luchadores; a pesar de las sutilezas teológicas que la disputa envolvía, el pueblo, guiado por el certero instinto de la fe, seguía emocionado los varios incidentes de la contienda. Como en tiempo de las polémicas arrianas, una simple palabra era la voz de combate: Theotókos, que, traducida a nuestra lengua, significa «Madre de Dios». Un sacerdote de Constantínopla defendió un día desde el púlpito que esa expresión envolvía un absurdo teológico. El pueblo protestó indignado y sofocó la voz del orador; pero éste fue defendido por Nestorio, patriarca de la ciudad imperial. Lejos de apaciguar los espíritus, la intervención del patriarca no hizo más que extender el incendio. En los desiertos egipcios, las colmenas monásticas hervían con una inquietud amenazadora. El gran mundo y la corte, con el emperador a la cabeza, se declararon a favor de su patriarca; pero el pueblo estaba contra él. Augurábase una tempestad religiosa como la que había alborotado el Imperio durante todo el siglo IV. El primer grito de alarma salió de Alejandría, y fue San Cirilo quien lo lanzó. Imposible comprender lo que se ha llamado la tragedia del heresiarca constantinopolitano, sin tener en cuenta lo que representaban Cirilo y Nestorio, Alejandría y Antioquía, Egipto y Constantinopla. Egipto estaba irritado contra la capital del Imperio, porque acababa de arrebatar a su patriarca la primacía de honor en el Oriente; Constantinopla tenía que vengar los atropellos inferidos unos lustros antes a su patriarca San Juan Crisóstomo por Teófilo de Alejandría. Por cada lado había resquemores de injurias, y a estos motivos de división vino a unirse la rivalidad entre las escuelas de Antioquía y Alejandría.
Las divergencias en la exégesis escriturística, que caracterizaban ya en tiempo de Orígenes a los maestros de estas escuelas, habían engendrado tendencias opuestas en materia cristológica. Los alejandrinos, influidos por Platón, consideraban, ante todo, la divinidad del Verbo encarnado y la unidad íntima de su Persona; los antioqueños, más aristotélicos, analizaban muy particularmente la distinción de las dos naturalezas en el Hombre-Dios, deteniéndose con fruición en el estudio de sus experiencias humanas. Cada una de estas tendencias encerraba un peligro. A fines del siglo IV, Apolinar se había extraviado por exagerar la unidad alejandrina, y la escuela de Antioquía caía en los errores contrarios por exagerar la dualidad. Uno de sus maestros, Diodoro de Tarso, combatiendo el apolinarismo, llegó a distinguir de tal manera al Hijo de Dios del Hijo de David, que, según él, el Verbo no era Hijo de María. Tras él, Teodoro de Mopsuesfa no se cansaba de repetir que es una locura pretender que Dios ha nacido de una Virgen. De Teodoro, maestro de Nestorio, puede decirse que es el primer nestoriano. El discípulo no hizo más que llevar al pulpito lo que el maestro había enseñado en las aulas, con un poco más de precisión y un poco menos de violencia. Nestorio conserva ciertas expresiones tradicionales, y hasta parece ser que reconoció sinceramente la unidad personal de Jesucristo, pero sin penetrar su verdadero alcance, y rehusando admitir las consecuencias de esa unidad en la doctrina de la Encarnación.
Representante genuino de la escuela gloriosa de Alejandría, continuador de Orígenes, en cuyas obras había visto honrada a la Virgen María con el título de Madre de Dios, discípulo de San Atanasio, por quien sabía «que Jesucristo no es un hombre sobre quien descendiera el Verbo, sino el Verbo mismo nacido con una carne, que era suya»; San Cirilo, teólogo sutilísimo, parecía el hombre destinado a precisar la doctrina de la Encarnación frente a los extravíes del patriarca de Constantinopla. Su primera intervención tuvo por objeto tranquilizar a los monjes egipcios, que empezaban a moverse en sus lauras y eremitorios. Lo hizo en una carta serena y puramente doctrinal. El nombre del heresiarca no aparecía en ella, pero Nestorio se creyó en la necesidad de refutarla públicamente. El choque era inevitable. Cirilo se dirigió directamente a Nestorio; Nestorio le contestó irónicamente que gobernase en paz su rebaño. Parecíale que su posición era inatacable. Tenía fama de austero, era un orador elocuente, un buen exegeta, y tan exaltado en la ortodoxia, que desde su elevación a la sede patriarcal no había cesado de perseguir a todas las sectas heréticas, en especial la de los apolinaristas, a quienes odiaba de corazón, como buen discípulo de Teodoro. Su misma presencia exterior hacía impresión en las gentes. Si vamos a creer a sus contemporáneos, era un hombre cumplido en perfecciones físicas: ojos grandes, majestuoso continente, tinte sonrosado, voz fuerte y sonora. Tan seguro se creía, que le pareció fácil aplastar a su rival en un concilio. No obstante, creyó prudente empezar organizando una banda de hombres pagados, que derramaron toda suerte de calumnias contra Cirilo, cumpliendo su misión con tal habilidad, que el eco de aquella campaña puede verse aún en las historias de aquel tiempo. Herido y amargado, escribía Cirilo: « No espere ese miserable que me he de dejar juzgar por él en un concilio, por muchos que sean los acusadores que compre contra mí. Si me mandaren comparecer a su presencia recusaré su tribunal, y con el favor de Dios dilucidaré las cosas de tal manera, que va a ser él quien me dará cuenta de sus blasfemias.»
Al escribir estas palabras, Cirilo pensaba en Roma. Estaba descartado el apoyo del emperador, que le había escrito una carta amenazadora, tratándole de perturbador de la paz pública. Pero, ¿acaso no había luchado Atanasio, su antecesor, contra todas las fuerzas del Imperio, sostenido por los obispos de Roma? Nestorio se le había anticipado, contando a su modo las cosas al Papa Celestino I. Decía, en resumen, que había creído prudente censurar el término Theotócos, por el abuso que de él hacían los apolinaristas; salida hipócrita que no logró despistar la buena fe de los teólogos romanos. Sin embargo, dudaban aún los espíritus, cuando llegó el informe del patriarca alejandrino, acompañado de una copiosa colección de discursos y epístolas de Nestorio. Poco tiempo después, los legados pontificios caminaban hacia el Oriente portadores de la solución: Nestorio debía retractarse públicamente, siendo Cirilo el encargado de proceder a la ejecución de la sentencia.
Se ha dicho que San Cirilo no era hombre para usar con moderación de la victoria, y que sus excesivas exigencias sólo sirvieron para envenenar la cuestión y prolongar el conflicto. Esta censura va enderezada contra el documento famoso que se conoce en la Historia con el nombre de «Anatematismos de San Cirilo». Al ver la tempestad que rugía sobre su cabeza, Nestorio publicó una declaración conciliadora, pero en último término evasiva, aceptando la expresión Theotócos, pero sólo provisionalmente, hasta que un concilio general decidiera sobre ella. No le quedaba más remedio: el pueblo le maldecía, la corte le retiraba su apoyo, sus amigos le abandonaban, y el que más podía favorecerle, Juan, obispo de Antioquía, su antiguo condiscípulo, le aconsejaba la sumisión. Se acercaba, al parecer, el desenlace del drama, cuando aparecieron los «Anatematismos», doce artículos que el patriarca de Alejandría presentaba a la aprobación de Constantinopla, bajo pena de excomunión. El asunto se complicó, y la causa de Nestorio empezó a reanimarse. Guiábale a Cirilo la mejor intención. Conociendo lo escurridizo y sutil de la mentalidad de su adversario, había querido cerrarle todas las salidas. Como Arrio, en otro tiempo, Nestorio echaba mano de todos los procedimientos para evitar el anatema. Aceptaba el término Theotócos, pero cambiando el acento, lo cual hacía que, en vez de «Madre de Dios», significase «Hijo de Dios». Otras veces, alterando sólo una letra, leía Theodocos, que significa receptáculo de Dios. Reproducíase la contienda del omousios y omoiusios, y San Cirilo hacía bien al salir al paso a todas estas sutilezas y puerilidades. Sin embargo, se extralimitó al tratar de imponer a los antioqueños la terminología de su escuela. Hoy la expresión «unión hipostática», imaginada por San Cirilo, nos parece un gran acierto teológico; pero la palabra hipóstasis significaba para los maestros de Antioquía más bien la naturaleza que la persona, y por eso no podían admitir el segundo anatematisino, según el cual la divinidad y la humanidad se habían juntado en Cristo «hipostáticamente». Del mismo modo, cuando San Cirilo hablaba de «unión física», asentaba únicamente que la unión era real y verdadera, en contraposición a moral; pero sus adversarios, inevitablemente, habían de ver allí la afirmación de una sola naturaleza. Era el error apolinarista, que habían intentado combatir. Los ánimos se agriaron, un gran número de obispos abandonó al de Alejandría, y los secuaces de Nestorio volvieron a agruparse en torno suyo.
Como único recurso quedaba el concilio general. Le había pedido Nestorio, y Cirilo le aceptó de buena gana. El Papa nombró sus legados y el emperador le convocó para el mes de junio del año 431, en la ciudad de Éfeso. Los dos protagonistas fueron los primeros en acudir, llevando cada uno más de un centenar de obispos. Faltaba el patriarca de Antioquía, con los sirios, sus diocesanos. El 6 de junio recibió Cirilo una carta en la que Juan le pedía algunos días de espera, excusando su tardanza en lo largo del viaje y en la muerte de algunos caballos. Cirilo esperó dos semanas, enviando entre tanto a Nestorio algunos obispos para reducirle nuevamente a la verdad. El heresiarca, más obstinado que nunca, contestaba amenazador, profiriendo los despropósitos más contradictorios. Es difícil explicarse la psicología de Nestorio en estos momentos para él decisivos, y lo más sencillo es representárnosle, con Héfele, como una especie de charlatán, que casi sin darse cuenta pasa de un extremo al contrario, de la ortodoxia a la herejía. «Después de todo—declaraba—, estoy conforme en confesar que María es Madre de Dios, siempre que no se dé a estas palabras un sentido apolinarista.» Pero, obligado a declararse más a fondo, añadía: «Nunca reconoceré como Dios a un niño, que ahora tiene dos meses y luego tres.»
Viendo que sus esfuerzos eran inútiles, Cirilo se decidió a obrar severamente. Juan no acababa de llegar, pero había llegado una carta suya en la cual exhortaba a obrar en justicia, sin preocuparse de él. Sin duda, pensó Cirilo, no quiere asistir a la humillación de su amigo; pero los planes del sirio eran menos inocentes. El 22 de junio, los obispos se reunieron en la basílica de Santa María. Nestorio, invitado reiteradamente a tomar parte en las deliberaciones, respondió la primera vez que lo pensaría; la segunda, que iría cuando se reuniesen todos los obispos, y la tercera vez, la delegación del concilio fue brutalmente arrojada de su casa por la guardia imperial, que le escoltaba. Contaba el patriarca con la intervención del emperador para impedir la celebración de la asamblea; y efectivamente, al comenzar la primera sesión, presentóse el jefe de la guardia intimando a los obispos la orden de dispersarse. Los partidarios de Nestorio obedecieron; pero la inmensa mayoría continuó impertérrita en sus puestos. Discutióse escrupulosamente el problema durante un largo día de junio, y ya anochecía cuando se dio la sentencia, condenando, deponiendo y excomulgando a Nestorio. AI conocer la noticia el pueblo de Éfeso, que había aguardado desde la mañana en torno de la basílica, prorrumpió en gritos de alegría. Los obispos fueron aclamados y escoltados hasta sus moradas con turíbulos y hachas encendidas, y toda la ciudad se vistió de fiesta. Los gritos y las luminarias, los inciensos y los regocijos duraron toda la noche. El sentido del pueblo cristiano comprendía que aquello significaba el triunfo de María sobre la serpiente.
Sin embargo, la lucha no estaba terminada. Meditando venganza, Nestorio intrigaba con sus amigos de la corte. Estaba ciego de cólera. El concilio le había calificado de impío, y al comunicarle la sentencia se le había comparado con Judas. Confiaba en el patriarca de Antioquía, y vióse que no había echado mal sus cálculos, cuando, tres días más tarde, llegó Juan con sus sufragáneos. El juego estaba premeditado. Sin sacudirse el polvo del camino, Juan reunió a los suyos y a los de Nestorio, y, sin citación ni discusión, depuso a Cirilo. Afortunadamente, el día 29 llegaron los legados del Papa, que suscribieron cuanto se había hecho contra Nestorio y el nestorianismo. El emperador Teodosio II, convencido al fin de la sinrazón de su patriarca, confirmó la deposición y le relegó a los últimos confines del Imperio. Juan de Antioquía cedió también después de larga resistencia, pero no sin exigir condiciones. Cirilo renunció a su terminología y él aceptó el fondo de la doctrina, suscribiendo la condenación de Nestorio. Con su mirada de águila, el patriarca de Alejandría se dio cuenta del cisma inminente, y con su moderación y prudencia conjuró el peligro. No quiso retractar los anatematismos, pero se guardó bien de imponer sus fórmulas a los disidentes.
Así terminó aquel pleito famoso, de trascendencia fundamental en la historia del cristianismo y en el proceso del dogma. El problema era tan sutil, que muchos, no acertando a comprenderlo, se pusieron de parte del heresiarca. A veces se nos ocurre pensar si el mismo Nestorio advertía las consecuencias de su tesis. No han faltado en nuestros días quienes han intentado su rehabilitación, afirmando que expresó torpemente un sentir ortodoxo. Es una falta de buena fe o un desconocimiento del problema. Entre Juan y Cirilo, todo se reducía a una cuestión de palabras; pero en las afirmaciones de Nestorio era el dogma el que estaba interesado. Bastardeada la idea de la Encarnación, quedaba destruida la economía de la Redención. Aquí radicaba el argumento inconmovible de Cirilo; aunque el pueblo cristiano vio más bien la injuria que se hacía a su devoción mariana. ¿Dónde apoyaría su confianza en la Virgen, si se negaba la maternidad divina, fundamento de todos los privilegios y excelencias de María?
Después del triunfo, San Cirilo se consagró a exponer y completar su doctrina, a contener, con menoscabo de su popularidad, los fermentos monofisitas de su partido, y a explicar las Sagradas Escrituras al pueblo alejandrino. Su interpretación es siempre mística y espiritual, como podía esperarse de un discípulo de Orígenes. La ley mosaica ha sido abrogada en cuanto a la letra, pero no en cuanto al espíritu. Al mismo tiempo se esforzaba por desarraigar los últimos retoños del paganismo, refutando los libros de Juliano el Apóstata, que aun hallaban ambiente entre los discípulos de Porfirio y de Celso. Defensor acérrimo de la ortodoxia, es también uno de sus más ilustres expositores. Teólogo profundo, exegeta ingenioso, vigoroso polemista. Es el más dogmático y el más escolástico de todos los Padres, y también el más tradicional. Él pone fin a las controversias trinitarias; aunque su actividad se desenvuelve, sobre todo, en el campo de la cristología. No obstante, ha hablado también magníficamente sobre la Redención, la acción del Espíritu Santo en las almas, el Bautismo y la Eucaristía. Defensor del dogma en la Encarnación y de la maternidad divina de María, puede llamársele también el doctor de la gracia santificante.
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