En Isabel de Schonangia hay mucho del espíritu de Hildegardis de Bingen, y el alma de Matilde parece un reflejo del alma de Gertrudis, con quien vivió en los deliciosos claustros de Helfta. Gertrudis y Matilde fueron mensajeras de amor, heraldos del Corazón deífico; Hildegardis e Isabel hablan de reforma y de justicia; su voz tiene acentos de severidad que nos recuerdan a los profetas del Antiguo Testamento; habían sido enviadas para revelar y para curar las lacras del pueblo cristiano. Unidas por el lazo de una misma misión, uniólas también el lazo de la amistad de los santos. En sus dudas e inquietudes, la monja de Schonangia escribía a la de Bingen pidiéndola seguridad y consuelo.
Entre Isabel y Matilde sólo cabe un paralelo: el paralelo del contraste. Son la manifestación de Cristo en dos de sus atributos, que a veces se nos hace difícil conciliar: la justicia y la misericordia. Las vías de la justicia son ásperas, e Isabel, predicadora de la justicia, debía de sentir en su alma esa aspereza como un escozor de ortigas.
Tenía veintitrés años cuando Dios empezó a manifestarse a ella. Su vida de extática comienza con la lucha, continúa con la duda y la inquietud, y sólo al tiempo de morir encuentra la serenidad. La invadió una ola de tristeza; a la tristeza siguió un tedio y amargura de la vida que le hacía fastidioso el mismo trato con Dios; luego, todas sus potencias se rebelaron contra la doctrina revelada, y en medio de la más densa oscuridad oía una voz que le insinuaba el suicidio. Con esfuerzo heroico, logró salir victoriosa de todos estos combates.
El enemigo continuaba molestándola y tomando toda clase de formas para aterrarla e incitarla al mal. Mucho tuvo que sufrir, hasta que un día se le apareció la Santísima Virgen estando en el capítulo anegada en llanto por creerse abandonada de Dios. A aquélla siguieron otras apariciones, acompañadas de revelaciones. En las palabras que oye durante los éxtasis domina el espíritu de terror. Ve densas tinieblas, agrias montañas, escenas horribles, al Juez Supremo juzgando con gran rigor y a los hombres cayendo a montones al infierno. «¡Ay!—exclama—, ¡cuántos clérigos vi en aquel abismo; cuántas personas de nuestra Orden, hombres y mujeres, llenas de confusión!»
Vuelta de sus éxtasis, revela a los hombres las palabras de Dios. Son palabras de anatema y de indignación contra los gobernantes, contra los obispos, contra los clérigos, contra los monjes, contra los pecadores todos. Escuchad su lenguaje: «¡Ay de vosotros, hipócritas, que escondéis el oro y la plata, esto es, la palabra de Dios, más preciosa que todas las riquezas del mundo, a fin de aparecer religiosos e inocentes delante de los hombres, y estáis en vuestro interior llenos de engaño e inmundicia, y osáis entrar en el Santo de los santos para comunicar con Dios en sus altares!»
Ella era la primera que temblaba ante los rigores de la justicia divina. Su vida era un continuo temor de su flaqueza. En una visión se le representó una balanza, en la que el ángel bueno ponía el libro de las buenas obras, y el malo el libro de las culpas. Horrorizóse la santa al ver que pesaba más el segundo; pero el ángel bueno tomó una hostia y la puso en el platillo de sus buenas obras, el cual, al punto, arrastró a su opuesto con toda la violencia del huracán. Esto la consoló.
Santa Isabel recogió, por orden del Cielo, todas estas Revelaciones en cuatro libros, que completó su hermano Egberto contando los sucesos de sus últimos días y su muerte.
En cambio, Santa Matilde no quiso escribir sus revelaciones. Las conocemos por el relato de dos monjas de Helfta, que se las habían oído contar a la santa. Así se Compuso un libro de oro: el Libro de la gracia especial, que Santa Matilde aprobó en vida y fue recomendado por el mismo Cristo.
En él todo es amor, suavidad y misericordia. A través de sus páginas derramó Matilde toda la serenidad y alegría de que estaba lleno su corazón. Y no es que ella desconociera el dolor. Tenía que luchar con una naturaleza frágil; aquejábanla frecuentes dolores de cabeza; sentía en sus entrañas un hervor que la molestaba gravemente, y a todo se añadía la mordedura terrible del mal de piedra.
Pero ni en su vida ni en sus palabras encontramos la menor sombra de estos sufrimientos. Siempre se la veía risueña y como embriagada con el tesoro de su amor. Era música y cantora, y cuando cantaba ponía en su voz trinos de placer infinito. Cristo había derramado la dulzura divina de su Corazón en cuanto hablaba o escribía.
Su trato con el Esposo estaba animado con el espíritu, iluminado de tierna y dulce familiaridad. Era una comunicación incesante de corazón a corazón. Veía el Corazón divino como una rosa de purísimos colores y de perfumes suavísimos, como un nido caliente, refugio contra los fríos del pecado; como una fuente viva que sacia toda sed en el hombre; como una casa de mármoles y oro donde las almas buenas hallan la comodidad y el deleite; como un sepulcro donde encuentran la vida los que se esconden en él; como un jardín de delicias que ofrece sus exquisitos frutos al peregrino de la vida.
Matilde entraba en el Corazón de Jesús como una paloma en su nido, como una abeja en su colmenar; y cuando salía, venía siempre cargada de bendiciones para sus semejantes; unas veces, el ramo verde de la paz para los corazones atormentados del odio; otras veces, la miel de los gustos espirituales para el alma, o la suspensión de castigos, o la liberación de alguien que penaba en el purgatorio, o la conversión de un pecador... En sus obras y en sus palabras, en sus éxtasis y en sus simbólicas visiones, todo nos anima, nos consuela y nos ensancha el alma, excitándola a confiar en Dios.
La muerte de la santa fue una escena emocionante. Muchos años antes. Cristo le había entregado su Corazón, en forma de una copa maravillosamente labrada, para que diese a gustar a los hombres las mieles que había en su interior. En la última hora el Esposo se presentó a ella, y rodeándola de claridad, la dijo: «¿Dónde está mi regalo?» Entonces ella abrió su corazón con las dos manos y lo acercó al Corazón abierto de su Amado, el cual le absorbió por la virtud de su divinidad, asociándola a su gloria eterna.
Grande enseñanza la que nos da el Señor haciendo aparecer en un mismo país y en un mismo siglo dos extáticas como la de Schonangia y la de Helfta; enseñanza de justicia y de amor, de rigor y de misericordia, para infundirnos la más amplia confianza y librarnos del escollo de la presunción; para hacernos tomar horror al crimen e impedir que caigamos en la desesperación que podría engendrar la malicia del pecado. El terror que nos causan las visiones de Santa Isabel se templa y suaviza con la dulzura del Libro de la gracia especial, produciéndose así entre el amor y el temor un saludable equilibrio, que debe ser la disposición de nuestra alma mientras caminamos por esta vida.
Entre Isabel y Matilde sólo cabe un paralelo: el paralelo del contraste. Son la manifestación de Cristo en dos de sus atributos, que a veces se nos hace difícil conciliar: la justicia y la misericordia. Las vías de la justicia son ásperas, e Isabel, predicadora de la justicia, debía de sentir en su alma esa aspereza como un escozor de ortigas.
Tenía veintitrés años cuando Dios empezó a manifestarse a ella. Su vida de extática comienza con la lucha, continúa con la duda y la inquietud, y sólo al tiempo de morir encuentra la serenidad. La invadió una ola de tristeza; a la tristeza siguió un tedio y amargura de la vida que le hacía fastidioso el mismo trato con Dios; luego, todas sus potencias se rebelaron contra la doctrina revelada, y en medio de la más densa oscuridad oía una voz que le insinuaba el suicidio. Con esfuerzo heroico, logró salir victoriosa de todos estos combates.
El enemigo continuaba molestándola y tomando toda clase de formas para aterrarla e incitarla al mal. Mucho tuvo que sufrir, hasta que un día se le apareció la Santísima Virgen estando en el capítulo anegada en llanto por creerse abandonada de Dios. A aquélla siguieron otras apariciones, acompañadas de revelaciones. En las palabras que oye durante los éxtasis domina el espíritu de terror. Ve densas tinieblas, agrias montañas, escenas horribles, al Juez Supremo juzgando con gran rigor y a los hombres cayendo a montones al infierno. «¡Ay!—exclama—, ¡cuántos clérigos vi en aquel abismo; cuántas personas de nuestra Orden, hombres y mujeres, llenas de confusión!»
Vuelta de sus éxtasis, revela a los hombres las palabras de Dios. Son palabras de anatema y de indignación contra los gobernantes, contra los obispos, contra los clérigos, contra los monjes, contra los pecadores todos. Escuchad su lenguaje: «¡Ay de vosotros, hipócritas, que escondéis el oro y la plata, esto es, la palabra de Dios, más preciosa que todas las riquezas del mundo, a fin de aparecer religiosos e inocentes delante de los hombres, y estáis en vuestro interior llenos de engaño e inmundicia, y osáis entrar en el Santo de los santos para comunicar con Dios en sus altares!»
Ella era la primera que temblaba ante los rigores de la justicia divina. Su vida era un continuo temor de su flaqueza. En una visión se le representó una balanza, en la que el ángel bueno ponía el libro de las buenas obras, y el malo el libro de las culpas. Horrorizóse la santa al ver que pesaba más el segundo; pero el ángel bueno tomó una hostia y la puso en el platillo de sus buenas obras, el cual, al punto, arrastró a su opuesto con toda la violencia del huracán. Esto la consoló.
Santa Isabel recogió, por orden del Cielo, todas estas Revelaciones en cuatro libros, que completó su hermano Egberto contando los sucesos de sus últimos días y su muerte.
En cambio, Santa Matilde no quiso escribir sus revelaciones. Las conocemos por el relato de dos monjas de Helfta, que se las habían oído contar a la santa. Así se Compuso un libro de oro: el Libro de la gracia especial, que Santa Matilde aprobó en vida y fue recomendado por el mismo Cristo.
En él todo es amor, suavidad y misericordia. A través de sus páginas derramó Matilde toda la serenidad y alegría de que estaba lleno su corazón. Y no es que ella desconociera el dolor. Tenía que luchar con una naturaleza frágil; aquejábanla frecuentes dolores de cabeza; sentía en sus entrañas un hervor que la molestaba gravemente, y a todo se añadía la mordedura terrible del mal de piedra.
Pero ni en su vida ni en sus palabras encontramos la menor sombra de estos sufrimientos. Siempre se la veía risueña y como embriagada con el tesoro de su amor. Era música y cantora, y cuando cantaba ponía en su voz trinos de placer infinito. Cristo había derramado la dulzura divina de su Corazón en cuanto hablaba o escribía.
Su trato con el Esposo estaba animado con el espíritu, iluminado de tierna y dulce familiaridad. Era una comunicación incesante de corazón a corazón. Veía el Corazón divino como una rosa de purísimos colores y de perfumes suavísimos, como un nido caliente, refugio contra los fríos del pecado; como una fuente viva que sacia toda sed en el hombre; como una casa de mármoles y oro donde las almas buenas hallan la comodidad y el deleite; como un sepulcro donde encuentran la vida los que se esconden en él; como un jardín de delicias que ofrece sus exquisitos frutos al peregrino de la vida.
Matilde entraba en el Corazón de Jesús como una paloma en su nido, como una abeja en su colmenar; y cuando salía, venía siempre cargada de bendiciones para sus semejantes; unas veces, el ramo verde de la paz para los corazones atormentados del odio; otras veces, la miel de los gustos espirituales para el alma, o la suspensión de castigos, o la liberación de alguien que penaba en el purgatorio, o la conversión de un pecador... En sus obras y en sus palabras, en sus éxtasis y en sus simbólicas visiones, todo nos anima, nos consuela y nos ensancha el alma, excitándola a confiar en Dios.
La muerte de la santa fue una escena emocionante. Muchos años antes. Cristo le había entregado su Corazón, en forma de una copa maravillosamente labrada, para que diese a gustar a los hombres las mieles que había en su interior. En la última hora el Esposo se presentó a ella, y rodeándola de claridad, la dijo: «¿Dónde está mi regalo?» Entonces ella abrió su corazón con las dos manos y lo acercó al Corazón abierto de su Amado, el cual le absorbió por la virtud de su divinidad, asociándola a su gloria eterna.
Grande enseñanza la que nos da el Señor haciendo aparecer en un mismo país y en un mismo siglo dos extáticas como la de Schonangia y la de Helfta; enseñanza de justicia y de amor, de rigor y de misericordia, para infundirnos la más amplia confianza y librarnos del escollo de la presunción; para hacernos tomar horror al crimen e impedir que caigamos en la desesperación que podría engendrar la malicia del pecado. El terror que nos causan las visiones de Santa Isabel se templa y suaviza con la dulzura del Libro de la gracia especial, produciéndose así entre el amor y el temor un saludable equilibrio, que debe ser la disposición de nuestra alma mientras caminamos por esta vida.
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