viernes, 17 de junio de 2016

San Herveo

Los bardos celtas no fueron nunca muy amigos de los monjes, que se reían de sus héroes y les quitaban el prestigio entre los pueblos. Uno de estos defensores del druidismo cantaba lleno de cólera, en presencia de los misioneros de la nueva religión: «Día vendrá en que los hombres de Cristo sean perseguidos y acorralados como bestias salvajes. Entonces la rueda del molino correrá ligera y la sangre de los monjes le servirá de agua.» Pero los monjes, esos hombres que no conocían más amor que el amor celeste, ni más batallas que las que se riñen en el fondo del corazón, traían también su poesía. Muchas veces se les vio reunir a la gente en torno suyo con el sonido de su arpa, antes de hablarles de Jesús, del precepto de la caridad y del perdón de las injurias. El abad Cadoc atravesaba las calles dirigiendo el coro de sus cuarenta discípulos, y tan bien cantaba, que el hijo del príncipe Powis se marchaba tras ellos.

Un bardo fue también San Hervé, cuyo nombre merece figurar entre los más amables recuerdos de la poesía cristiana. Hyvernión, su padre, era un músico ambulante, que, nacido en Gran Bretaña, había cruzado el mar y llegado a la corte del rey de los francos. Childeberto le amaba, porque nadie sabía tantos cantares como él, ni los cantaba con tanta gracia, ni tenía el arte de organizar una fiesta con tanto ingenio y habilidad. El palacio y el castillo resonaban con los aplausos cuando, al terminar los banquetes, Hyvernión celebraba a los héroes de su tierra, acompañado de la rota céltica; las damas le sonreían, los caballeros le alababan y el rey le daba sus joyas y collares. Pero el bullicio de la corte ensombrecía su alma delicada, y las ruidosas fiestas que él alegraba con su gracejo inagotable le llenaban de tristeza. Y un día se despidió del rey y empezó a peregrinar de nuevo, con su arpa al hombro. Y he aquí que un ángel rozó con sus alas blancas su frente y le dijo: «Tu amor está a la orilla del mar. Es una virgen huérfana; la encontrarás en tu camino, al lado de una fuente.»

A los pocos días, caminando a través de la Armórica, encontró Hyvernión una muchacha que descansaba junto a una fuente con el arpa sobre sus rodillas.

—¿Cómo te llamas?—la preguntó.
—Aunque no soy—respondió ella—más que una pequeña flor que crece al borde del agua, me llaman Rivannon, la Pequeña Reina de la Fuente.
—¿Huérfana?
—Huérfana, sí; pero hija de Dios.
—¿Cantas?
—Canto la gloria de los santos de Dios y la felicidad del paraíso.

Hyvernión comprendió que era aquélla la mujer que Dios le destinaba, y desde entonces juntaron sus dos arpas y sus dos corazones. Al poco tiempo les nació un hijo, a quien llamaron Hervé, que quiere decir amor. Aunque ciego, Hervé empezó a cantar desde la cuna. Apenas andaba, cuando se le murió su padre; pero su madre siguió enseñándole las bellas canciones que sabía: gestas guerreras de Bretaña, salmos bíblicos, himnos de la Iglesia. A los siete años iba de pueblo en pueblo con el arpa que Hyvernión había hecho resonar en el palacio del rey de los francos. Cuando pasaba por los caminos, azotado por el viento y herido por el granizo, los chicos se reían de él, diciendo: «¡Qué viene el lobo, cieguecito, que viene el lobo!» El pobre niño sonreía, porque nunca aprendió a maldecir. Un ermitaño tuvo compasión de él, le recibió en su ermita, le enseñó la gramática e hizo de él un maestro en el canto de la Iglesia. Y Hervé fue ermitaño también, y muchos hombres de buena voluntad vinieron a escuchar sus cantos y sus enseñanzas, y su ermita se convirtió en un gran monasterio. Era un maestro de escuela de una bondad inagotable, y en su enseñanza ponía la experiencia de sus viajes. «Quien desobedece al gobernalle—decía—, obedecerá al escollo.» Y con frecuencia repetía este aforismo: «Mejor es que deis al niño educación que riquezas.»

Enseñaba la gramática, el salterio, el canto y la doctrina cristiana; y todo lo enseñaba en verso. En las cocinas de Bretaña dicen todavía las viejas esta canción que él decía a sus discípulos: «Venid a mí, rapazuelos; venid a escuchar una canción nueva, que he compuesto para vosotros: Cuando os levantéis de vuestro pequeño lecho, ofreced vuestro corazón al buen Dios, haced la señal de la cruz y decid con fe, con esperanza y con amor: Dios mío, yo os entrego mi cuerpo y mi alma; haced que sea un hombre honrado o que muera antes de tiempo. Cuando veáis volar un cuervo, pensad que el demonio es negro como él; cuando veáis volar una paloma blanca, pensad que su pureza y su blancura es como la de vuestro ángel.»

Los obispos bretones quisieron sacarle de su retiro para conferirle el sacerdocio, pero él no quiso dejar su morada oculta entre el misterio de los bosques. Nunca tuvo más dignidad que la de exorcista. Aunque ciego, había sido el arquitecto de su pequeña iglesia: y como quería que todo allí estuviese limpio, encomendó el cuidado de ella a una sobrina suya que se llamaba Cristina, «cristiana de corazón; lo mismo que de nombre». La leyenda bretona dice que Cristina era entre los discípulos del santo como una paloma entre una bandada de cuervos. Tres días antes de su muerte, arrebatado en éxtasis, sintió el anciano que se abrían sus ojos, y entonces cantó unas estrofas, que aún se saben las gentes de su tierra: «Yo veo el Cielo abierto, el Cielo, mi patria... Yo quiero volar. Veo a mi padre y a mi madre en la gloria y la belleza; veo a mis hermanos, los hombres de mi país, amadores de Cristo. Coros de ángeles, que se sostienen sobre alas de oro, vuelan sobre sus cabezas como abejas en campo de flores.» Después de esta visión, Hervé dijo a Cristina que le hiciese una cama de piedras y ceniza:

«Cuando venga, a buscarme el ángel de la muerte, quiero que me encuentre en un lecho de penitencia.» La muchacha obedeció y luego dijo al moribundo: «¡Oh padre, si de veras me quieres, pide a Dios que te siga como la barca sigue a la corriente!» Y cuando el anciano expiró, Cristina se arrojó a sus pies y quedó inmóvil para siempre. En un valle de Bretaña se enseña todavía la encina bajo cuyas ramas Rivannón mecía a su pobre ciego con sus cantos.

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