domingo, 4 de diciembre de 2016

Homilía


El profeta Isaías nos presenta la imagen de un renuevo del tronco de un árbol, que ha sido previamente talado.

Es una clara alusión al Imperio Babilonio, cuyas tropas arrasaron el Reino de Israel y lo dejaron convertido en ruinas.

De este panorama desolador nace un renuevo, brota una esperanza.

Dios quiere volver a los comienzos para transformar la humanidad de forma definitiva a través de un vástago de Jesé sobre el que reposará del Espíritu el Señor.

Habrá entonces justicia y paz.

La liturgia alienta estas expectativas mesiánicas centrándonos en la figura de Juan el Bautista y en su mensaje.

Juan predica en el desierto, lugar bíblico del encuentro del hombre con Dios.

No hay caminos, porque la arena impulsada por el viento los tapa.

Tampoco vegetación, pero sí un cielo abierto y un dilatado horizonte.

Sobran aquí los bagajes humanos y estorba todo lo superfluo para afrontar la gran verdad: el hombre frente a Dios, la creatura frente a su Creador.

En este escenario natural irrumpe Juan el Bautista haciendo una llamada a la conversión y a la penitencia ante el acontecimiento que la hace posible: La cercanía del Reino de los cielos.

Para ello es preciso que el pueblo tenga la certeza de que todo va a cambiar para bien, que Dios quiere reinar, enderezar los senderos y erradicar los males humanos.

El Bautista no exige ser justo de antemano, sino abandonar la hipocresía.

Tampoco se centra en sí mismo, porque se siente pobre y limitado.

Sólo aspira a ser la voz que despierte los corazones y la voluntad de abrir caminos donde la climatología es adversa.

El reto de Juan el Bautista no es nuevo.

Abrir caminos es una tarea arriesgada.

Preferimos la seguridad de caminos hechos y fácilmente transitables, porque nos gusta, además, mantener todo bajo control a fin de no encontrarnos con imprevistos que rompan nuestra estabilidad material y espiritual.

Hemos dividido desde hace muchas décadas la sociedad entre progresistas y conservadores, derechas e izquierdas, sin saber dónde está el centro ni explicar qué significa ser “progresista” o “conservador”.

Interesa más la demagogia, teñida de dialéctica política, y cuando ésta falla, entran en juego los populistas para demonizar a todos, ofrecer lo que no pueden dar y presentarse como paladines de la democracia y las libertades, para abolirlas en cuanto llegan al poder.

Vivimos anclados en el miedo, no sólo por el futuro político, sino también por el giro que pueden dar los planteamientos religiosos avanzados que nos sacan de nuestra comodidad y ponen en tela de juicio la autenticidad de nuestra fe.

El problema no está tanto en las reformas, sino en atrincherarnos en nuestro pequeño mundo para torpedearlas como contrarias al evangelio.

Una Iglesia que se encierra en sí misma traiciona sus principios y “es una Iglesia muerta”, en palabras del papa Francisco.

¿Qué hay en el transfondo de nuestras actitudes?

¿Qué pretendemos esconder?

Examinémonos a la luz del mensaje de Juan el Bautista para ver si damos los frutos que pide la conversión.

A lo mejor hemos entrado en caminos deshumanizadores, donde prevalece lo práctico por encima de lo moralmente correcto y la exaltación del “ego” por encima de la solidaridad.

No nos extrañemos así de que asistamos al florecimiento de nacionalismos excluyentes y de actitudes políticas, como la del “brexit”, cuyo denominador común es el egoísmo.

No se quiere compartir la riqueza creada con los extranjeros, que con su trabajo contribuyen al crecimiento económico del país, o se cierran fronteras para protegerse de “inmigrantes, indeseados”.

Es una dinámica peligrosa para la comunión de los pueblos y el respeto a los derechos humanos.


Uno de los mayores males de nuestra sociedad actual es la instalación en la indiferencia.

Crece el número de ateos o agnósticos, pero es todavía más preocupante el crecimiento de los que, confesándose cristianos, viven o vivimos como si Dios no existiese.

Llenamos nuestra existencia de cosas, aún a sabiendas que nada puede llenar el vacío de Dios.

Terminamos quedando a merced de los oportunistas de turno, que ofrecen “paraísos” a corto plazo.

Frente a las confusiones interiores que azotan a la humanidad de todos los tiempos, Juan el Bautista cuestiona las actitudes negativas del pueblo, denuncia las injusticias y propone nuevos caminos.

No son los caminos que conducen a Roma, a Jerusalén o a Compostela; son los que llevan al Mesías que está llegando.

Pero sigue pensando en el Dios airado, tenebroso y justiciero del Antiguo Testamento, cuya presencia infunde miedo y terror.

Ha sido educado en la escuela de Qumran, cuna de ascetas y cumplidores estrictos de la Ley.

No concibe otra manera de actuar de Dios que ésta.

Sabe, sin embargo, que el Mesías anunciado es más fuerte que él.

Se siente indigno, porque “bautizará con Espíritu Santo” (Mateo 3, 11), pero desconoce su doctrina.

La aparición de Jesús representa algo nuevo y sorprendente, ya que su predicación no se centra en el juicio divino, sino en la figura de un Dios bondadoso, Padre de todos y fuente de misericordia y perdón gratuitos, que inspira confianza y amor.

Está igualmente cerca de los marginados, los débiles, los condenados por la Ley, los enfermos, los leprosos, publicanos y pecadores.

Nos quedamos con el mensaje de Jesús.

No debemos atarnos a esquema evangelizadores del pasado, que no sirven ahora.

Por fortuna o desgracia la sociedad ha cambiado adoptando nuevas formas de comunicación: radio, televisión, móvil, Internet…


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