jueves, 8 de diciembre de 2016

Homilía


En esta fiesta de la Inmaculada sentimos el deseo de acercarnos a María, para que nos introduzca en el misterio de su virginidad, en el silencio gozoso de su inocencia absoluta.

María queda revestida de blanco en la sangre del Cordero antes de su nacimiento.

Hoy la contemplamos y admiramos en todo su esplendor y belleza, porque es la llena de gracia divina, la concebida, por decisión gratuita de Dios, sin pecado, inmaculada, “en previsión de la muerte de su Hijo” (Oración colecta).

María nos fascina por su humildad y transparencia, que la hacen mirar fuera de sí misma y ser toda donación.

Ella es la “nueva Eva”, que entra en el paraíso de la humanidad primitiva para aplastar la cabeza de la serpiente, símbolo del mal y el pecado, como restauradora de la nueva humanidad salvada por Jesús.

Todo esto es puro don.

Ningún mérito o esfuerzo humano puede reparar el mal que corrompe a la humanidad desde sus raíces.

Ha sido “bendecida en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Efesios.1,3), porque “Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo” (Prefacio).

María se convierte en madre por obra del Espíritu Santo y acoge en su seno al Salvador, como primera creyente: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lucas 1,38).

Así, en el silencio de una humilde casa de Nazaret, trascurre el mayor acontecimiento de la historia humana: la Encarnación del Verbo.

En la gruta, la de Lourdes, María revela a Bernardette su nombre:
  “Soy la Inmaculada Concepción”.


El “sí” de María a Dios tiene su paralelismo en los “anawin” (pobres de Yahvé), que ponen su esperanza en Dios y están dispuestos a cumplir sus designios.

María “se turbó”, dice el evangelio (Lucas 1, 29).

No es el temor que tuvo Adán en el paraíso después del pecado, o el sentimiento de culpabilidad por haber desobedecido a su Creador.

Es el temor sagrado, que invade a toda criatura ante la grandeza de Dios y la conciencia de la propia debilidad y desvalimiento.

María, al ponerse en las manos de Dios -“He aquí la esclava del Señor”- inicia el auténtico itinerario del verdadero discípulo, que medita y guarda la Palabra en su corazón, (Lucas 2,52) siguiendo las huellas de su Hijo hasta el Calvario, y después de su Resurrección, persevera en la oración con los Apóstoles a la espera del Espíritu prometido por Jesús.

En Pentecostés, María, que estuvo presente en el nacimiento de la Iglesia y es Madre de todos los creyentes, lo estará también hasta el fin de los tiempos.

Esta es la intuición del venerable P. Juan Claudio Colin, fundador de la Sociedad de María.


Fue en Efeso (siglo.V), donde el pueblo cristiano organizó una procesión de antorchas en la noche, aclamando a los Padres que habían definido que María es la Madre de Dios (“Theotokos)”.

Esta experiencia permanece viva durante toda la historia del cristianismo y se hace patente hoy en otras muchas procesiones por poblaciones y santuarios del mundo.

Lourdes, Fátima, Medjugorje, el Pilar, Guadalupe… son muestras cotidianas de la piedad popular, pero la lista de lugares consagrados a venerar la figura de la Virgen es interminable.

En España tomó pronto cuerpo una expresión que se ha mantenido a lo largo de los siglos como saludo:

¡AVE MARÍA PURÍSIMA!

La conciencia de tener siempre presente a María entre nosotros es las que ha motivado la construcción de basílicas, catedrales, templos, ermitas y oratorios en su nombre.

Ayer se celebraron vigilias, mayormente organizadas por jóvenes, con el fin de repasar escenas evangélicas, en las que Ella aparece para reavivar, mediante la oración, la necesidad de la fe en estos tiempos de incertidumbre, en los que la Humanidad necesita un apoyo seguro frente a las corrientes laicistas beligerantes, que pretenden silenciar la voz de la Iglesia.

Las apariciones de la Virgen en Lourdes y Fátima o más recientemente en Medjugorje, sucedieron en momentos cruciales de la historia humana, en los que corría peligro de abandonar a Dios y perder el rumbo.

También ahora sorteamos parecidos o peores peligros.

Azotan a parte del mundo, sobre todo en Europa, corrientes laicistas y la llamada “ideología de género”, cuya finalidad es romper la familia tradicional, defender la contracepción, el aborto libre, la eutanasia y el matrimonio gay.

Los ataques a la Iglesia, y a los cristianos en general responden a una campaña orquestada por los grandes “lobbys” para desacreditar su autoridad como enemiga del “progreso”, ridiculizar la práctica religiosa y poner trabas a las manifestaciones públicas de fe.

Evocamos a nuestras madres terrenas, que nos inculcaron la devoción a María con el ejemplo y la palabra.

De ellas hemos recibido la fe, la más impagable de las herencias.

Invocamos a la madre Inmaculada, que nos ha engendrado en el Hijo unigénito de Dios y nos ha hecho hijos suyos de adopción, para que nos enseñe el camino de una vida fecunda, a fin de que lleguemos a la presencia del Altísimo “santos e irreprochables por el amor”.


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