domingo, 11 de diciembre de 2016

Homilía


El pasado domingo escuchamos a Juan el Bautista predicando la ira inminente de Dios sobre aquellos que no se conviertan.

Juan era un profeta a la antigua usanza: asceta, sobrio, recto cumplidor de la Ley, serio y autoritario.

Su misma vida en el desierto era expresión de su mensaje de penitencia y ayuno ante la llegada del juicio de Dios.

La predicación de Juan el Bautista cala hondo en muchos corazones.

Por eso tiene seguidores y discípulos que continúan anunciando su mensaje en el Asia Anterior años después de su muerte.

Encarcelado en la fortaleza de Maqueronte por el rey Herodes, es consciente del fin que le aguarda. En la noche oscura de su alma pasan muchos interrogantes sobre el verdadero alcance mesiánico del mensaje de Jesús y envía mensajeros para aclarar sus dudas y morir en paz.

Su concepto del Mesías tiene poco que ver con la misericordia y el perdón, de los que hace gala Jesús en sus correrías evangélicas.

Por eso no le responde directamente a Juan.

Se limita a realizar múltiples signos durante la jornada para que los emisarios le transmitan lo que han observado.

Con ello le da a entender que el Mesías esperado viene a curar las heridas, acercar a Dios los corazones, a proclamar la ternura y el “año de gracia del Señor”, a desterrar el temor y abrirse a los tiempos nuevos.

Su código de conducta no se ciñe a la moral negativa de la mayoría de los Diez Mandamientos, sino a las Bienaventuranzas, que son la parte central del Sermón de la Montaña.

Jesús no es un aguafiestas que viene a amargar a los hombres con pesadas cargas morales.

Quiere mujeres y hombres libres inspirados en la confianza y el amor.

Es duro aceptar el fracaso de una misión cuando te das cuenta que los caminos que transitas van con rumbo equivocado y es preciso rectificar la trayectoria.

Juan experimenta sin duda una dolorosa transformación interior, porque es un hombre humilde, honrado y generoso, que se considera a sí mismo como una voz que debe apagarse con la venida de aquel a quien anuncia.

Nos podemos imaginar la conclusión del episodio por las palabras de Jesús ensalzando la figura de Juan después de su degollamiento como “el más grande de los profetas” (Mateo 11, 11).

Hoy celebramos el Domingo Gaudete, llamado así porque aparece la alegría como el signo clave del tiempo mesiánico, de los tiempos nuevos.

La predicación del evangelio es como un estallido de alegría, que disipa el aburrido cumplimiento de leyes sin alma.

Jesús no es asceta como Juan, no vive en el desierto, come y bebe con la gente, no condena a nadie, disculpa las debilidades humanas, se une a pecadores, se conmueve ante la enfermedad y el dolor, tiende puentes en vez de barreras, recibe a los marginados por la Ley y siembra la alegría y la paz a su paso.

Su persona es el Signo de la presencia del Reino de Dios entre los hombres y de una esperanza duradera.

No olvidemos que los cimientos de nuestra vida se asientan en la esperanza, sin la cual -dice Peguy- las iglesias, hospitales y asilos serían un cementerio.

Una esperanza gozosa, que pone de relieve la liturgia de hoy:

“El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará el páramo y la estepa... en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría” (Isaías 35, 1).

Nos cuesta sonreír a los hombres y mujeres de hoy, quizás porque vivimos estresados, envueltos en múltiples problemas y acelerados.

Tenemos más cosas que antes, pero no sabemos valorarlas.

Contamos con más medios para la comunicación, pero nos encerramos cada vez más en nosotros mismos o en un número limitado de amigos.

Lo peor es que transmitimos esa tensión a nuestra familia y fomentamos, sin pretenderlo, la agresividad en nuestros niños y mayores.

El mejor baremo para medir nuestro aburrimiento y aislamiento lo encontramos viajando en el metro o en el tren.

Es cierto que nos inquietan los sucesos imprevistos, las catástrofes, los problemas económicos, la violencia, los atropellos, la vida disoluta de muchos de nuestros jóvenes, y la apatía de una sociedad adormecida por falta de valores éticos que la muevan.

Pero también es cierto que la felicidad depende en gran medida de nuestras actitudes.

“Nadie necesita tanto una sonrisa como quienes no tienen ninguna que ofrecer” (Anónimo) y “Aunque hay cientos de idiomas en el mundo, una sonrisa les habla todos” (Anónimo).

La sonrisa tiene efectos terapéuticos, se contagia y nos ayuda a crecer en el amor.

Si sonreímos es fácil que otros nos sonrían; si, por el contrario, andamos con el ceño fruncido, no será fácil encontrar amigos.

Desde esta actitud de esperanza activa podemos vivir el “Gaudete”, y construir:

- Una comunidad sanada y sanadora, que escucha y trata de llenar las necesidades de los más pobres.

- Una comunidad acogedora, capaz de mirar al hermano que viene desde el mismo y valorando su dignidad.

- Una comunidad viva, en la que todos participan del proyecto común y cada uno aporta lo mejor que tiene.

- Una comunidad de fe, que comparte sus ideales y los comunica con entusiasmo.

- Una comunidad orante que, reconociendo las propias limitaciones, se fía de Dios y acude a Él con frecuencia antes de actuar acepta la soberanía de Jesús, reconoce sus limitaciones para sentirse avalada y reconocida.

La fe cristiana no nos va a librar de las pruebas, ni de las durezas que acompañan a la condición humana, pero sí darlas sentido y llenarlas con la presencia de Jesús, que quiere nuestra felicidad.


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