domingo, 3 de abril de 2011

Homilía


JESÚS, LUZ DEL MUNDO

Dos pasajes nos llaman la atención en la liturgia de hoy. En el primero, del Libro de Samuel, se nos transmite que la mirada de Dios es distinta de la mirada de los hombres; los hombres miramos las apariencias; Dios nos mira desde el corazón.

Jesús, en su encuentro con el ciego de nacimiento, desmonta el concepto que tenían los judíos sobre la ceguera física; ellos la asociaban a un castigo de Dios por pecados del ciego o de sus padres. “Ni pecó él- dice Jesús- ni sus padres, sino para que se demuestre lo que Dios puede hacer”

El maravilloso relato de San Juan nos va adentrando poco a poco en el misterio de la fe, del hombre que se abre a la luz desde la experiencia del encuentro personal con Jesús, a quien va descubriendo como hombre de Dios, posteriormente como profeta y finalmente como el Mesías, el Hijo de Dios.

San Juan juega con el binomio LUZ- TINIEBLAS, para desenmascarar a los fariseos, que condenan al ciego por haber sido curado en Sábado (algo prohibido por la Ley), y no saben reconocer el don de Dios. Por ello se empecinan en su ceguera, pues “no hay peor ciego que el que no quiere ver”.

La persona que antepone las normas legales por encima de la misericordia, la justicia y la buena fe, es que no ama de verdad. El que ama está en la luz y no teme la luz; el que no ama vive en las tinieblas, porque insensibiliza su corazón y tapona los conductos de la gracia que Dios siembra en cada uno de nosotros.

Si miramos con gafas oscuras, lo veremos todo oscuro; si miramos con gafas claras, veremos también todo claro. “Mirar” en positivo es fundamental para ver la vida y los acontecimientos con los “ojos” de Dios. Epulón no veía a Lázaro, porque no tenía corazón; sólo veía lo que le convenía.

No conocemos a las personas, a quienes frecuentemente juzgamos por apariencias, porque sus valores, sus pequeños detalles, sus testimonios se nos escapan. Estos son el verdadero tejido de la vida, que es un sacramento, aunque nos quedamos en los accidentes. De esta manera, vemos un objeto, un regalo, sin captar la presencia del amigo; un fracaso, un sufrimiento, sin apreciar el signo liberador de la cruz; una sonrisa, una alegría, pero sin vislumbrar el dinamismo de la gracia.

Somos ciegos incluso para nosotros mismos. Nos da miedo mirarnos ante el espejo de nuestra verdad, y no sólo cultivamos las apariencias, sino que vivimos en ellas. Vemos de nosotros la imagen que nos van formando, no la realidad; la máscara y el personaje, no la persona. Por eso nos molesta que alguien nos haga ver lo que somos.

Somos ciegos, porque no vemos a Dios. Buscamos constantemente nuevas pruebas y exigimos más y más signos. ¡Si hubiera otra aparición, otra palabra, otro milagro...!

Y, sin embargo, Dios está ahí, en las estrellas y en el agua que acaricia; en el beso de la madre y en la sonrisa del niño; en el servicio generoso y en el pobre indefenso; en la salud gratificante y en la enfermedad que crucifica; en toda alegría y en todo dolor; en todo abrazo y en todo amor. Dios está acariciándome y penetrándome, pero estoy ciego.

A los creyentes se nos pide, como al ciego de nacimiento, no sólo ver a Jesús, sino ver como Jesús, para que todo sea distinto, para sentirnos curados de verdad y emprender la ruta de la luz.

¿Es esto mucho pedir?

Aunque seamos pequeñas lucecitas, estamos llamados a curar a los ciegos, a iluminar las tinieblas, a ser luz en nuestros hogares, en nuestros pueblos y ciudades, en nuestro mundo.

En la soledad, en la confusión, en la prueba, en la tribulación... échame Señor una mano, moja mis párpados y responde a ese grito que resuena en mi interior:

¡SEÑOR, QUE VEA!

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