Santa Cecilia es una de las santas a la que más relieve ha dado la liturgia, el arte y la piedad popular. Pertenecía a la ilustre familia de los Cecilios Metelos. Parece que es ya cristiana desde muy niña, y que, desde muy niña también, consagró a Cristo su virginidad.
Un obispo medieval, Adhelmo, en su libro De Virginitate, llega a decir que Santa Cecilia es la segunda después de la Madre de Dios, entre las vírgenes, pues guardó la virginidad aun siendo desposada.
Este alto aprecio lo confirma la liturgia, pues pone a Cecilia, con solas otras seis vírgenes, en el canon romano de la Misa. Y es la que más basílicas tuvieron en Roma y quizá más templos en la cristiandad. La más ensalzada por pintores, como Rafael, Dolci, Cimabue, Van Eyck, Poussin, Pinturicchio, Domenichino. Y la más celebrada por los músicos, que la aclaman por su celestial patrona. Haendel y Haydn le dedicaron obras musicales.
Santa Cecilia llegó a ser fiesta de precepto en la Edad Media. Los antiguos formularios de la liturgia de este día recogían, apoyándose en las Actas de su martirio, detalles primorosos de la hermosa vida de Cecilia, vida que es un idilio de armonías, perfumes, belleza y poesía.
Sus padres habían dispuesto la boda de Cecilia con Valeriano, de la noble familia de los Valerios, Cecilia tenía consagrada a Dios su virginidad, pero consiente en los desposorios, con la esperanza de convertir a Valeriano, y así ser más libre para consagrarse y servir al Señor.
«Mientras tocaba el órgano y armonizaba el festín nupcial, la virgen Cecilia cantaba al Señor dentro de su corazón: Haz, Señor, mi corazón y mi cuerpo inmaculados, para que nunca sea confundida».
Cuando quedan solos los esposos, la esposa advierte a Valeriano que no la puede tocar, que hay un ángel vigilante entre sus cuerpos «un ángel que acerca sus almas y separa sus brazos». Valeriano muestra interés por verlo. Cecilia le dice que lo verá cuando sea puro. Inmediatamente va a la Vía Appia, a oír las enseñanzas del obispo Urbano, ayudante del papa Eleuterio, según las indicaciones que le ha hecho Cecilia.
Valeriano acude ante Urbano, recibe el bautismo y ve al ángel, como le había prometido Cecilia. Convierte a su hermano Tiburcio. Los tres son condenados a morir el año 178, en la persecución de Marco Aurelio. Los hermanos son degollados. A Cecilia, por su categoría, le conceden sufrir el martirio en su casa, en la sala de baño. Como el vapor asfixiante la respeta, ha de intervenir el verdugo con la espada, para que la blanca paloma pueda volar hacia su esposo celestial. «Esta virgen gloriosa, se nos dice, llevaba siempre el Evangelio sobre su pecho, y ni de día ni de noche interrumpía los divinos coloquios». Ahora los continuará en el paraíso.
El cuerpo virginal fue depositado en las catacumbas de San Calixto. En el siglo IX fue trasladado por Pascual I a la basílica romana de Santa Cecilia in Trastévere, y en 1599 fue visto incorrupto por Baronio.
Aparecía la virgen recostada sobre el lado derecho, los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, unidas sus rodillas con modestia y el rostro inclinado. Una mano muestra el índice, la unidad de Dios, y la otra tres dedos, la Trinidad. Así la plasmó Maderna con blanco mármol de Carrara en la estatua yacente que hay en las catacumbas. Allí quiso recostarse Teresa de Lisieux con Celina, como cuenta en Historia de un alma.
Un obispo medieval, Adhelmo, en su libro De Virginitate, llega a decir que Santa Cecilia es la segunda después de la Madre de Dios, entre las vírgenes, pues guardó la virginidad aun siendo desposada.
Este alto aprecio lo confirma la liturgia, pues pone a Cecilia, con solas otras seis vírgenes, en el canon romano de la Misa. Y es la que más basílicas tuvieron en Roma y quizá más templos en la cristiandad. La más ensalzada por pintores, como Rafael, Dolci, Cimabue, Van Eyck, Poussin, Pinturicchio, Domenichino. Y la más celebrada por los músicos, que la aclaman por su celestial patrona. Haendel y Haydn le dedicaron obras musicales.
Santa Cecilia llegó a ser fiesta de precepto en la Edad Media. Los antiguos formularios de la liturgia de este día recogían, apoyándose en las Actas de su martirio, detalles primorosos de la hermosa vida de Cecilia, vida que es un idilio de armonías, perfumes, belleza y poesía.
Sus padres habían dispuesto la boda de Cecilia con Valeriano, de la noble familia de los Valerios, Cecilia tenía consagrada a Dios su virginidad, pero consiente en los desposorios, con la esperanza de convertir a Valeriano, y así ser más libre para consagrarse y servir al Señor.
«Mientras tocaba el órgano y armonizaba el festín nupcial, la virgen Cecilia cantaba al Señor dentro de su corazón: Haz, Señor, mi corazón y mi cuerpo inmaculados, para que nunca sea confundida».
Cuando quedan solos los esposos, la esposa advierte a Valeriano que no la puede tocar, que hay un ángel vigilante entre sus cuerpos «un ángel que acerca sus almas y separa sus brazos». Valeriano muestra interés por verlo. Cecilia le dice que lo verá cuando sea puro. Inmediatamente va a la Vía Appia, a oír las enseñanzas del obispo Urbano, ayudante del papa Eleuterio, según las indicaciones que le ha hecho Cecilia.
Valeriano acude ante Urbano, recibe el bautismo y ve al ángel, como le había prometido Cecilia. Convierte a su hermano Tiburcio. Los tres son condenados a morir el año 178, en la persecución de Marco Aurelio. Los hermanos son degollados. A Cecilia, por su categoría, le conceden sufrir el martirio en su casa, en la sala de baño. Como el vapor asfixiante la respeta, ha de intervenir el verdugo con la espada, para que la blanca paloma pueda volar hacia su esposo celestial. «Esta virgen gloriosa, se nos dice, llevaba siempre el Evangelio sobre su pecho, y ni de día ni de noche interrumpía los divinos coloquios». Ahora los continuará en el paraíso.
El cuerpo virginal fue depositado en las catacumbas de San Calixto. En el siglo IX fue trasladado por Pascual I a la basílica romana de Santa Cecilia in Trastévere, y en 1599 fue visto incorrupto por Baronio.
Aparecía la virgen recostada sobre el lado derecho, los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, unidas sus rodillas con modestia y el rostro inclinado. Una mano muestra el índice, la unidad de Dios, y la otra tres dedos, la Trinidad. Así la plasmó Maderna con blanco mármol de Carrara en la estatua yacente que hay en las catacumbas. Allí quiso recostarse Teresa de Lisieux con Celina, como cuenta en Historia de un alma.
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