San Josafat nació en Vladimir, Ucrania, el 1580, con el nombre de Juan Koncewicz. Era hijo de un cónsul y fue educado en el cisma de Focio y Cerulario. El año 1595, a sus 15 años, empieza a trabajar en un comercio de Vilna, Lituania. En los ratos libres se dedica a la lectura, sobre todo de santos, y también al penoso tema de la unión de las Iglesias.
Ese mismo año de 1595 se promulga en Brest-Litowosk, con la autoridad del metropolitano de Kiev, el decreto de unión de los Eslavos Orientales con Roma. Clemente VIII publica la constitución Magnus Dominus para celebrarlo.
Pío XI, el año 1923 -tercer centenario de la muerte de San Josáfat - publica la encíclica Ecclesiam Dei. En ella alaba el interés de Josafat por buscar en la Liturgia Eslava las razones de la unión entre las Iglesias. Josafat se decidió a la unión con la Iglesia católica, sin renunciar a las peculiaridades de Oriente. Al contrario, defendió la conservación del Rito Oriental Eslavo y la Orden monástica de San Basilio, en la Iglesia Universal. El mismo se hizo monje basiliano en Viena, y cambió su nombre Juan por Josafat. Allí se entregó a la piedad y a las más duras penitencias. El metropolita de Kiev afirma que «en breve tiempo llegó a ser maestro de todos, en la ciencia, en la disciplina religiosa y en todas las virtudes».
El año 1614, ya ordenado sacerdote, es nombrado archimandrita. El monasterio floreció en afanes de santidad y en anhelos de unión con Roma. Josafat entusiasmaba y arrebataba a todos con su dialéctica irrebatible. Muchas fueron sus conquistas, como los gobernadores de Polonia, de Novgorod y de Smolensko. Hasta los enemigos le llamaban «el ladrón de almas».
En 1618 es nombrado obispo de Pólotzk, con lo que su influencia se extiende mucho más. El ejemplo de su vida casta, pobre y de gran generosidad para todos, era la mejor fuerza de su apostolado. Por socorrer a los pobres se desprendía de todo, hasta de las cosas más necesarias.
Escribe varios folletos sobre el bautismo de San Vladimiro, sobre el primado de Pedro y en defensa de la fe católica. La Rutenia Blanca le oye con admiración. Crece su fama. También el odio de los cismáticos, que le llamaban «el apóstata papista». Es perseguido. Sufre atentados. El sigue en la brecha y se ofrece como víctima. Lo que importa es la unión.
La intrepidez de su celo, la contundencia de sus argumentos en las controversias, las múltiples y resonantes conversiones, fueron encrespando cada vez más a sus enemigos que se sentían totalmente impotentes ante él. Lo único que ya les quedaba era eliminarlo por la violencia.
El día 12 de noviembre de 1623 culminó su heroica carrera en Vitebsk. Fue rodeado de sus más encarnizados enemigos, le hirieron de bala y fue rematado con un golpe de hoz. El Santo había previsto que no podría acabar de otra manera, al predicar con tanta valentía la verdad ante tantos enemigos. Pero él sabía que también había acabado así su divino Maestro. El discípulo no podía ser menos, quería seguir sus huellas fielmente.
A los veinte años de su heroico martirio Urbano VIII lo beatificó con el honroso título de «apóstol de la unidad católica». Más tarde fue canonizado por el Papa Pío IX.
Ese mismo año de 1595 se promulga en Brest-Litowosk, con la autoridad del metropolitano de Kiev, el decreto de unión de los Eslavos Orientales con Roma. Clemente VIII publica la constitución Magnus Dominus para celebrarlo.
Pío XI, el año 1923 -tercer centenario de la muerte de San Josáfat - publica la encíclica Ecclesiam Dei. En ella alaba el interés de Josafat por buscar en la Liturgia Eslava las razones de la unión entre las Iglesias. Josafat se decidió a la unión con la Iglesia católica, sin renunciar a las peculiaridades de Oriente. Al contrario, defendió la conservación del Rito Oriental Eslavo y la Orden monástica de San Basilio, en la Iglesia Universal. El mismo se hizo monje basiliano en Viena, y cambió su nombre Juan por Josafat. Allí se entregó a la piedad y a las más duras penitencias. El metropolita de Kiev afirma que «en breve tiempo llegó a ser maestro de todos, en la ciencia, en la disciplina religiosa y en todas las virtudes».
El año 1614, ya ordenado sacerdote, es nombrado archimandrita. El monasterio floreció en afanes de santidad y en anhelos de unión con Roma. Josafat entusiasmaba y arrebataba a todos con su dialéctica irrebatible. Muchas fueron sus conquistas, como los gobernadores de Polonia, de Novgorod y de Smolensko. Hasta los enemigos le llamaban «el ladrón de almas».
En 1618 es nombrado obispo de Pólotzk, con lo que su influencia se extiende mucho más. El ejemplo de su vida casta, pobre y de gran generosidad para todos, era la mejor fuerza de su apostolado. Por socorrer a los pobres se desprendía de todo, hasta de las cosas más necesarias.
Escribe varios folletos sobre el bautismo de San Vladimiro, sobre el primado de Pedro y en defensa de la fe católica. La Rutenia Blanca le oye con admiración. Crece su fama. También el odio de los cismáticos, que le llamaban «el apóstata papista». Es perseguido. Sufre atentados. El sigue en la brecha y se ofrece como víctima. Lo que importa es la unión.
La intrepidez de su celo, la contundencia de sus argumentos en las controversias, las múltiples y resonantes conversiones, fueron encrespando cada vez más a sus enemigos que se sentían totalmente impotentes ante él. Lo único que ya les quedaba era eliminarlo por la violencia.
El día 12 de noviembre de 1623 culminó su heroica carrera en Vitebsk. Fue rodeado de sus más encarnizados enemigos, le hirieron de bala y fue rematado con un golpe de hoz. El Santo había previsto que no podría acabar de otra manera, al predicar con tanta valentía la verdad ante tantos enemigos. Pero él sabía que también había acabado así su divino Maestro. El discípulo no podía ser menos, quería seguir sus huellas fielmente.
A los veinte años de su heroico martirio Urbano VIII lo beatificó con el honroso título de «apóstol de la unidad católica». Más tarde fue canonizado por el Papa Pío IX.
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