San Carlos Borromeo nació el 1538 en Arona, Lombardía. Pertenecía a la ilustre familia de los Médicis, y había recibido una educación universitaria en Pavía. Era un joven austero, trabajador y responsable.
Cuando en 1559 fue coronado Papa, con el nombre de Pío IV, su tío el cardenal Médicis, muchos sobrinos acudieron esperando prebendas. Era la lacra tan nociva del nepotismo. Carlos no acudió. Siguió en su trabajo.
Fue su tío Pío IV el que le llamó. Pronto le llenaría de honores, que Carlos aceptó como responsabilidades. A los dos meses lo hizo cardenal, arzobispo de Milán y secretario de Estado. Las sagradas órdenes las recibió después. Iba a cumplir 22 años. Fue un caso de nepotismo acertado.
Se entregó a sus obligaciones con toda la energía de su temperamento. Apenas le quedaba tiempo para comer y dormir. Despachaba diariamente con el Papa. Atendía a todos los asuntos internos y externos de la Iglesia.
Sus tareas aumentaron al reanudarse, por iniciativa suya, el Concilio de Trento en su última etapa (1561-1563). Sin salir de Roma, era el alma de la asamblea conciliar. Interviene en las cuestiones más delicadas, en la revisión de la Vulgata, del Misal y del Breviario. Se preocupó también de la composición del Catecismo Romano, obra muy importante.
Aliviaba su tensión con el amor al arte y a la música -era un virtuoso del violoncelo- y alguna distracción con el ajedrez, la pelota y la caza.
Todo esto, que se consideraba normal, lo dejaría pronto, para entregarse a una vida más austera y ejemplar. La muerte de su único hermano le impactó fuertemente. Aumentó el tiempo de oración -«las almas se ganan con las rodillas», repetía- y de los rigores ascéticos. «Aprovechaba con su ejemplo más que todos los decretos de Trento», dice un contemporáneo.
A Pío IV le sucedió San Pío V. Carlos deja Roma para dedicarse más plenamente a su diócesis de Milán. Ahora puede ya consagrarse a encarnar el ideal de obispo. Emprende una gran acción reformadora. Es el Hildebrando del siglo XVI. Sabe rodearse de buenos colaboradores.
Trabaja a ritmo acelerado. Reúne seis concilios y once sínodos para aplicar los decretos de Trento. Funda cinco seminarios para preparar dignos sacerdotes. Recorre su extensa diócesis. Multiplica las obras de caridad. Resuelve los conflictos con Requeséns, virrey de Milán.
Realiza la reforma del pueblo, del clero, de los monjes y de las monjas, que se resistían a aceptar algunas normas de Trento. Incluso le hiere un miembro de la Orden de los Humillados. Pero él no se arredra ante las dificultades. «Basta obrar rectamente en todo, dice, y luego que cada cual diga lo que quiera». Promueve los Ejercicios de San Ignacio.
Su actividad se acrecienta al extenderse la peste de 1576. Forma juntas de salud, crea hospitales y lazaretos, busca médicos y víveres para los apestados, y él mismo anda entre ellos, confesando, consolando y repartiendo limosnas. Entrega su cama a los enfermos y él dormía en tablas.
Vivía con gran austeridad, era muy parco en la comida y en el sueño. Se desprendió de todo para aliviar a los pobres y dignificar el culto.
La intensa actividad le había dejado exhausto. Como presintiendo su muerte, quiere prepararse para ella practicando los Ejercicios de San Ignacio, que tanto apreciaba y tanto le habían ayudado siempre. A los pocos días, el 3 de noviembre de 1584 se durmió en el Señor. Sólo tenía 46 años. Este «obsequio del cielo» (Pío X) fue canonizado por Pablo V el 1610.
Cuando en 1559 fue coronado Papa, con el nombre de Pío IV, su tío el cardenal Médicis, muchos sobrinos acudieron esperando prebendas. Era la lacra tan nociva del nepotismo. Carlos no acudió. Siguió en su trabajo.
Fue su tío Pío IV el que le llamó. Pronto le llenaría de honores, que Carlos aceptó como responsabilidades. A los dos meses lo hizo cardenal, arzobispo de Milán y secretario de Estado. Las sagradas órdenes las recibió después. Iba a cumplir 22 años. Fue un caso de nepotismo acertado.
Se entregó a sus obligaciones con toda la energía de su temperamento. Apenas le quedaba tiempo para comer y dormir. Despachaba diariamente con el Papa. Atendía a todos los asuntos internos y externos de la Iglesia.
Sus tareas aumentaron al reanudarse, por iniciativa suya, el Concilio de Trento en su última etapa (1561-1563). Sin salir de Roma, era el alma de la asamblea conciliar. Interviene en las cuestiones más delicadas, en la revisión de la Vulgata, del Misal y del Breviario. Se preocupó también de la composición del Catecismo Romano, obra muy importante.
Aliviaba su tensión con el amor al arte y a la música -era un virtuoso del violoncelo- y alguna distracción con el ajedrez, la pelota y la caza.
Todo esto, que se consideraba normal, lo dejaría pronto, para entregarse a una vida más austera y ejemplar. La muerte de su único hermano le impactó fuertemente. Aumentó el tiempo de oración -«las almas se ganan con las rodillas», repetía- y de los rigores ascéticos. «Aprovechaba con su ejemplo más que todos los decretos de Trento», dice un contemporáneo.
A Pío IV le sucedió San Pío V. Carlos deja Roma para dedicarse más plenamente a su diócesis de Milán. Ahora puede ya consagrarse a encarnar el ideal de obispo. Emprende una gran acción reformadora. Es el Hildebrando del siglo XVI. Sabe rodearse de buenos colaboradores.
Trabaja a ritmo acelerado. Reúne seis concilios y once sínodos para aplicar los decretos de Trento. Funda cinco seminarios para preparar dignos sacerdotes. Recorre su extensa diócesis. Multiplica las obras de caridad. Resuelve los conflictos con Requeséns, virrey de Milán.
Realiza la reforma del pueblo, del clero, de los monjes y de las monjas, que se resistían a aceptar algunas normas de Trento. Incluso le hiere un miembro de la Orden de los Humillados. Pero él no se arredra ante las dificultades. «Basta obrar rectamente en todo, dice, y luego que cada cual diga lo que quiera». Promueve los Ejercicios de San Ignacio.
Su actividad se acrecienta al extenderse la peste de 1576. Forma juntas de salud, crea hospitales y lazaretos, busca médicos y víveres para los apestados, y él mismo anda entre ellos, confesando, consolando y repartiendo limosnas. Entrega su cama a los enfermos y él dormía en tablas.
Vivía con gran austeridad, era muy parco en la comida y en el sueño. Se desprendió de todo para aliviar a los pobres y dignificar el culto.
La intensa actividad le había dejado exhausto. Como presintiendo su muerte, quiere prepararse para ella practicando los Ejercicios de San Ignacio, que tanto apreciaba y tanto le habían ayudado siempre. A los pocos días, el 3 de noviembre de 1584 se durmió en el Señor. Sólo tenía 46 años. Este «obsequio del cielo» (Pío X) fue canonizado por Pablo V el 1610.
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