Ayer recordábamos la fiesta de todos los Santos, los que ya gozan del Señor. Hoy recordamos a los que se purifican en el purgatorio, antes de su entrada en la gloria. Bienaventurados los que mueren en el Señor, nos recuerda el Apocalipsis. Y añade: Nada manchado puede entrar en el cielo.
El purgatorio es la mansión temporal de los que murieron en gracia, hasta purificarse totalmente. Es el noviciado de la visión de Dios, dice el P. Fáber. Es el lugar donde se pulen las piedras de la Jerusalén celestial. Es el lazareto en que el pasajero contaminado se detiene ante el puerto, para poder curarse y entrar en la patria.
Pero en el purgatorio hay alegría. Y hay alegría, porque hay esperanza. Del lado que caiga el árbol, así quedará para siempre, dice un sabio refrán. Y en el purgatorio sólo están los salvados. En la puerta del infierno escribió Dante: «Dejad toda esperanza los que entráis». En la del purgatorio vio Santa Francisca Romana: «Esta es la mansión de la esperanza».
Es una esperanza con dolor: el fuego purificador. Pero es un dolor aminorado por la esperanza. El lingote de oro es arrojado al fuego para que se desprendan las escorias. Así hay que arrancar las escorias del alma, para que, como un vaso perfecto, pueda presentarse en la mesa del rey.
La ausencia del amado es un cruel martirio, pues el anhelo de todo amante es la visión, la presencia y la posesión. Si las almas santas ya sufrieron esta ausencia en la tierra -«que muero porque no muero», clama Santa Teresa-, mucho mayor será el hambre y sed y fiebre de Dios que sientan las almas ya liberadas de las ataduras corporales.
Las almas del purgatorio ya no pueden merecer. Pero Dios nos ha concedido a nosotros el poder maravilloso de aliviar sus penas, de acelerar su entrada en el paraíso. Así se realiza por el dogma consolador de la comunión de los santos, por la relación e interdependencia de todos los fieles de Cristo, los que están en la tierra, en el cielo o en el purgatorio. Con nuestras buenas obras y oraciones -nuestros pequeños méritos podemos aplicar a los difuntos los méritos infinitos de Cristo.
Ya en el Antiguo Testamento, en el segundo libro de los Macabeos, vemos a Judas enviando una colecta a Jerusalén para ofrecerla como expiación por los muertos en la batalla. Pues, dice el autor sagrado, es una idea piadosa y santa rezar por los muertos para que sean liberados del pecado.
Los paganos deshojaban rosas y tejían guirnaldas en honor de los difuntos. Nosotros debemos hacer más. «Un cristiano, dice San Ambrosio, tiene mejores presentes. Cubrid de rosas, si queréis, los mausoleos, pero envolvedlos, sobre todo, en aromas de oraciones».
De este modo, la muerte cristiana, unida a la de Cristo, tiene un aspecto pascual: es el tránsito de la vida terrena a la vida eterna. Por eso, a lo que los paganos llamaban necrópolis -ciudad de los muertos- los cristianos llamamos cementerio -dormitorio o lugar de reposo transitorio-. Así se entiende que San Francisco de Asís pudiese saludar alegremente a la descarnada visitante: «Bienvenida sea mi hermana la muerte». Y con más pasión aún Santa Teresa: « ¡Ah, Jesús mío! Ya es hora de que nos veamos».
Este es el sentido de la Conmemoración de los fieles difuntos. Como Conmemoración litúrgica solemne, la estableció San Odilón, abad de Cluny, para toda la Orden benedictina. Las gentes recibieron con gusto la iniciativa. Roma la adoptó y se extendió por toda la cristiandad.
El purgatorio es la mansión temporal de los que murieron en gracia, hasta purificarse totalmente. Es el noviciado de la visión de Dios, dice el P. Fáber. Es el lugar donde se pulen las piedras de la Jerusalén celestial. Es el lazareto en que el pasajero contaminado se detiene ante el puerto, para poder curarse y entrar en la patria.
Pero en el purgatorio hay alegría. Y hay alegría, porque hay esperanza. Del lado que caiga el árbol, así quedará para siempre, dice un sabio refrán. Y en el purgatorio sólo están los salvados. En la puerta del infierno escribió Dante: «Dejad toda esperanza los que entráis». En la del purgatorio vio Santa Francisca Romana: «Esta es la mansión de la esperanza».
Es una esperanza con dolor: el fuego purificador. Pero es un dolor aminorado por la esperanza. El lingote de oro es arrojado al fuego para que se desprendan las escorias. Así hay que arrancar las escorias del alma, para que, como un vaso perfecto, pueda presentarse en la mesa del rey.
La ausencia del amado es un cruel martirio, pues el anhelo de todo amante es la visión, la presencia y la posesión. Si las almas santas ya sufrieron esta ausencia en la tierra -«que muero porque no muero», clama Santa Teresa-, mucho mayor será el hambre y sed y fiebre de Dios que sientan las almas ya liberadas de las ataduras corporales.
Las almas del purgatorio ya no pueden merecer. Pero Dios nos ha concedido a nosotros el poder maravilloso de aliviar sus penas, de acelerar su entrada en el paraíso. Así se realiza por el dogma consolador de la comunión de los santos, por la relación e interdependencia de todos los fieles de Cristo, los que están en la tierra, en el cielo o en el purgatorio. Con nuestras buenas obras y oraciones -nuestros pequeños méritos podemos aplicar a los difuntos los méritos infinitos de Cristo.
Ya en el Antiguo Testamento, en el segundo libro de los Macabeos, vemos a Judas enviando una colecta a Jerusalén para ofrecerla como expiación por los muertos en la batalla. Pues, dice el autor sagrado, es una idea piadosa y santa rezar por los muertos para que sean liberados del pecado.
Los paganos deshojaban rosas y tejían guirnaldas en honor de los difuntos. Nosotros debemos hacer más. «Un cristiano, dice San Ambrosio, tiene mejores presentes. Cubrid de rosas, si queréis, los mausoleos, pero envolvedlos, sobre todo, en aromas de oraciones».
De este modo, la muerte cristiana, unida a la de Cristo, tiene un aspecto pascual: es el tránsito de la vida terrena a la vida eterna. Por eso, a lo que los paganos llamaban necrópolis -ciudad de los muertos- los cristianos llamamos cementerio -dormitorio o lugar de reposo transitorio-. Así se entiende que San Francisco de Asís pudiese saludar alegremente a la descarnada visitante: «Bienvenida sea mi hermana la muerte». Y con más pasión aún Santa Teresa: « ¡Ah, Jesús mío! Ya es hora de que nos veamos».
Este es el sentido de la Conmemoración de los fieles difuntos. Como Conmemoración litúrgica solemne, la estableció San Odilón, abad de Cluny, para toda la Orden benedictina. Las gentes recibieron con gusto la iniciativa. Roma la adoptó y se extendió por toda la cristiandad.
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