jueves, 30 de abril de 2020

Reflexión de hoy

Lecturas


En aquellos días, el ángel del Señor le hablo a Felipe y le dijo:
«Levántate y marcha hacia el Sur, por el camino de Jerusalén a Gaza, que está desierto».
Se levantó, se puso en camino y, de pronto, vio venir a un etíope; era un eunuco, ministro de Candaces, reina de Etiopía e intendente del tesoro, que había ido a Jerusalén para adorar. Iba de vuelta, sentado en su carroza, leyendo el profeta Isaías.
El Espíritu dijo a Felipe: «Acércate y pégate a la carroza».
Felipe se acercó corriendo, le oyó leer el profeta Isaías, y le preguntó: «¿Entiendes lo que estás leyendo?».
Contestó: «Y cómo voy a entenderlo, si nadie me guía?».
E invitó a Felipe a subir y a sentarse con él. El pasaje de la Escritura que estaba leyendo era éste: «Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, así no abre su boca. En su humillación no se le hizo justicia. ¿Quién podrá contar su descendencia? Pues su vida ha sido arrancada de la tierra ».
El eunuco preguntó a Felipe: «Por favor, ¿de quién dice esto el profeta?; ¿de él mismo o de otro?».
Felipe se puso a hablarle y, tomando pie de este pasaje, le anunció la Buena Nueva de Jesús. Continuando el camino, llegaron a un sitio donde había agua, y dijo el eunuco: «Mira, agua. ¿Qué dificultad hay en que me bautice?».
Mandó parar la carroza, bajaron los dos al agua, Felipe y el eunuco y lo bautizó. Cuando salieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe. El eunuco no volvió a verlo, y siguió su camino lleno de alegría.
Felipe se encontró en Azoto y fue anunciando la Buena Nueva en todos los poblados hasta que llegó a Cesarea.

En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende viene a mí.
No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».

Palabra del Señor.

San Mercurial de Forlí

En Forlí, en la Emilia, san Mercurial, obispo, a quien la tradición considera como el instaurador de esta sede episcopal.

Fue el primer obispo de Forlí; combatió el paganismo y el arrianismo. Sobre su vida nacieron muchas leyendas.

Los testimonios más antiguos sobre san Mercurial se refieren a su culto, y a las iglesias que se le dedicaron, como la actual basílica de Forli que está bajo su patrocinio. Entre el 1050 y el 1084, un escritor anónimo (que fue identificado como san Pedro Damián) escribió la primera “Vita”, basándose en las pinturas que habían en la antigua basílica. En esta biografía se sitúan dos elementos característicos: en Rímini un juez pagano llamado Tauro, isultó a los cristianos y en particular se rió de la Eucaristía, que para él no era más que una comida para digerirse como otros alimentos. Los santos obispos de la región, Mercurial de Forlì, Rufilo de Forlmpopoli, León de Montefeltro, Gaudencio de Rimini y Geminiano de Módena, para que no se resintiera la fe de sus fieles, aceptaron el desafío de Tauro, todos juntos consagraron las sagradas especies y le dijeron: ahora las comes, pero después morirás en una muerte ignominiosa. Hay que decir que las afirmaciones de Tauro coinciden con las enseñanzas de Berengario de Tours, que en tiempos que se escribió esta biografía, causaba mucho daño entre los fieles.

El segundo episodio se refiere a un dragón que en aquel tiempo aterrorizaba la zona entre Forlì y Forlimpopoli. De común acuerdo los obispos Mercurial y Rufilo, se enfrentaron al dragón, le colocaron sus estolas en el cuello y de esta forma lo inmovilizaron y lo encerraron en un profundo pozo, donde, según la tradición, en el día de la fiesta de san Mercurial, se agita y tiembla. 

Mercurial murió un 30 de abril, después de exhortar a sus fieles a permanecer fieles en la fe; fue sepultado en un mausoleo y en su honor fue edificada la iglesia. El hagiógrafo Lanzoni demostró que el autor de la “Vita” interpretó de forma errónea las pinturas que existían en la primitiva iglesia ya que había cuatro escenas que debían reagruparse en dos ciclos que representaban el triunfo del Cristianismo sobre la idolatría y el triunfo de la ortodoxia sobre el arrianismo. Hay que hacer notar, que a mitad del s. XI, se pensaba que Mercurial había sido contemporáneo de los obispos santos de la región. 

En 1232, se formó una segunda leyenda basadas de nuevo en las pinturas, en este caso de la segunda basílica, también desaparecida, en la que se decía que Mercurial peregrinó a Jerusalén y regresó con muchas reliquias y liberó al pueblo de Forlì de la esclavitud del rey visigodo de España, Alarico, al que había curado de una enfermedad y como recompensa obtuvo la libertad de dos mil esclavos forlineses. En esta ciudad hay un barrio existe un barrio, que data del siglo XI, con el nombre de “Schiavonia” que recuerda a los esclavos liberados. 

Más tarde. en el s. XVII, los escritores forlineses se encontraron ante una dificultad, pues según las tradiciones locales con aquellas de Rímini, se pensaba que todo el grupo de santos obispos antes citado, estuvieron presentes en el Concilio de Rímini en el 359. Algunos modificaron nombres de personas y de lugares, cambiaron Alarico por Atanarico, redujeron el pontificado de Mercurial a los años 359-406; otros pensaron que hubo en Forlì dos o tres obispos de nombre Mercurial, y que estuvieron al mando de la diócesis en los siguientes periodos: 130-156, 359-406 y 442-449.

Lanzoni ha demostrado lo absurdo de estas leyendas y él afirma que el Mercurial del s. IV, fue el primer obispo de Forlì y que el día 30 de abril es la celebración del traslado de su cuerpo del cementerio a la primitiva basílica. Patrón de Forlí.

miércoles, 29 de abril de 2020

Reflexión de hoy

Lecturas


Queridos hermanos:
Este es el mensaje que hemos oído a Jesucristo y que os anunciamos: Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero, si caminamos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado.
Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.

En aquel tiempo, tomó la palabra Jesús y dijo:
«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien.
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».

Palabra del Señor.

San Hugo de Cluny

En el monasterio de Cluny, en Borgoña, san Hugo, abad, que gobernó santamente su cenobio durante sesenta y un años. Se mostró entregado a las limosnas y a la oración, mantuvo y promovió la disciplina monástica, estuvo atento a las necesidades de la Iglesia y fue un eximio propagador de la misma.

Nació en Semur en Brionnais, y descendía de la casa ducal de Borgoña. Su padre, Dalmacio, señor feudal, sin ley y sin conciencia, intentó formar a su hijo en sus mismos principios, pero Hugo, formado por su santa madre, logra primero irse al lado de su tío, el Obispo de Châlons. Después de servir brevemente en la guerra, entró al servicio del Papa. Frecuentó la escuela catedralicia de Auxerre o de Châlons-sur-Saône (1030-1035). Ingresó en la abadía de Cluny en 1039. El señor de Semur, que había visto en su hijo un joven despierto, de buena presencia y dotes envidiables, montó en cólera ante aquella decisión. No obstante, y contra la voluntad paterna, Hugo quedóse en Cluny. Aquel espíritu bravío y despótico llegó, sin embargo, a sentirse luego orgulloso de su hijo, pues pasando una vez cerca de la Abadía, quiso por curiosidad verlo con el áspero sayo monacal. Y su amor paternal, renacido, vio tantas gracias en el joven Hugo, que confesó no haberlo visto nunca tan digno de aprecio. Desde entonces no volvió a molestarle con reflexiones ni reprimendas.

A los 20 años fue ordenado sacerdote y a los 25 elegido Abad General para toda la Orden por los monjes (y no designado por su predecesor). A partir de aquel momento y durante una muy larga existencia, se consagró por entero a las dos obras fundamentales de su vida: la defensa y pureza de la fe y la organización definitiva cluniacense.

Durante su mandato mandó construir la iglesia abacial y organizó la peregrinación a Santiago de Compostela. Ejerció este cargo entre 1049 al 1109, durante este tiempo fue consejero de Papas; fue consultado y respetado por todos los soberanos de Europa y gobernó más de mil monasterios y casas sufragáneas con gran severidad y justicia, a pesar de que en aquel tiempo había una gran depravación de costumbres entre el clero. Le encontramos en los Concilios, en las elecciones pontificias, animando la cruzada, poniendo paz entre los emperadores y los pueblos que se agitan en la frontera oriental del imperio; al lado de los reyes y príncipes, confundiendo a los herejes, recorriendo en su mulilla abacial todos los países, para implantar los principios renovadores, emanados de Roma, deponiendo, si era preciso, a los abades y obispos indignos. Cluny se convirtió en un centro de reforma de toda la Iglesia.

La iglesia abacial de Cluny, la iglesia más grande de su época, fue bendecida por el papa san Urbano II (también monje de esta abadía). Hugo y el papa san Gregorio VII, (también monje cluniacense) contribuyeron a promover el profundo renacimiento de la vida religiosa que caracterizó el siglo XI en toda Europa occidental; estuvo con el papa en Canossa, cuando el emperador de Alemania, Enrique IV, se humilló ante el Pontífice, gracias a la mediación de Hugo que tenía grandes y estrechas relaciones con el Imperio. El emperador Enrique III le miraba con veneración profunda: “Recibir tus cartas -le escribía- es uno de mis mayores contentos y satisfacciones. Sé muy bien el ardor con que te entregas a las cosas divinas; nada tengo que decir a tu negativa de venir a la Corte, alegando las distancias; te disculpo, con la condición de que vengas a Colonia para sacar de pila y dar tu bendición paternal al hijo que me acaba de nacer”. Accedió Hugo: santificó al niño en las fuentes bautismales y éste, más tarde Enrique IV, lo llamará, por ello, su padre. Tales eran las relaciones del Abad de Cluny con el perseguidor de san Gregorio VII; mas tal amistad no le hizo jamás vacilar en su deber, hasta el punto de poder asegurarse que, aparte de san Pedro Damián, su gran amigo, no tuvo el Papado más poderoso auxiliar y generoso defensor. Gregorio VII lo invitaba por ello para consultarle en sus grandes apuros y recibir el consuelo en sus tribulaciones.

Fundó el hospital de Marcigny, donde amaba curar él mismo a los leprosos y en el mismo lugar el monasterio para religiosas “para que las mujeres pecadoras que quisieran escapar de los lazos del mundo y arrepentirse de sus faltas, tuvieran también abierta la entrada en el cielo”. Hacia 1105, hizo construir y decorar con pinturas la capilla del priorato cluniacense de Berzé la Ville en Mâconnais. 

Sus mejores sentimientos de gratitud fueron, en todo momento, para Alfonso VI de Castilla, que se había mostrado espléndido con la gran Abadía borgoñona. Había anexado a ella las principales abadías de su reino, como Nájera, Dueñas y Carrión, y había colocado monjes cluniacenses en casi todas las sillas episcopales de León y Castilla. Durante su reinado, los cluniacenses del abad Hugo eran dueños de los monasterios, obispados y casi hasta de la Corte del monarca. Todo ello era posible porque nuestro Santo, de un espíritu muy superior a su época, sabía dominar a los más fuertes caracteres; vigilar la vida de miles de monjes; y hacerse cada día más merecedor del apelativo de “Grande”. Fue canonizado por Calixto II en 1120.

martes, 28 de abril de 2020

Reflexión de hoy

Lecturas


En aquellos días, dijo Esteban al pueblo y a los ancianos y escribas: «¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! vosotros siempre resistís al Espíritu Santo, lo mismo que vuestros padres. ¿Hubo un profeta que vuestros padres no persiguieran? Ellos mataron a los que anunciaban la venida del Justo, y ahora vosotros lo habéis traicionado y asesinado; recibisteis la Ley por mediación de ángeles, y no la habéis observado».
Oyendo sus palabras se recomían en sus corazones y rechinaban los dientes de rabia. Esteban, lleno de
Espíritu Santo, fijando la mirada en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios, y dijo: «Veo los cielo abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios».
Dando un grito estentóreo, se taparon los oídos; y, como un solo hombre, se abalanzaron sobre él, lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearlo. Los testigos, dejaron sus capas a los pies de un joven llamado Saulo y se pusieron a apedrear a Esteban, que repetía esta invocación: «Señor Jesús, recibe mi espíritu».
Luego, cayendo de rodillas, lanzó un grito: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado».
Y, con estas palabras, murió.
Saulo aprobaba su ejecución.

En aquel tiempo, en gentío dijo a Jesús: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”».
Jesús les replicó: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo».
Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan».
Jesús les contestó: «Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed».

Palabra del Señor.

San Luis María Grignion de Montfort

San Luis María Grignon de Montfort, presbítero, que evangelizó las regiones occidentales de Francia anunciando el misterio de la Sabiduría Eterna y fundó dos congregaciones. Predicó y escribió acerca de la Cruz de Cristo y de la verdadera devoción hacia la Santísima Virgen, y después de convertir a muchos, descansó de su peregrinación terrena en la aldea francesa de Saint-Laurent-sur-Sèvre.

Natural de Montfort-la-Cane (actual Montfort-sur-Meu en Bretaña). Hijo de un abogado de fuerte temperamento que heredó nuestro santo y que fue una de sus cruces personales. Fueron 18 hermanos. Se formó con los jesuitas de Rennes en el colegio de Santo Tomás Becket donde pasó ocho años entregado a los estudios de humanidades, de aquí le vino su vocación. Aquí trabó amistad con los padres carmelitas de la reforma Turonense y de los que aprendió la doctrina que luego se haría famosa en toda la Iglesia: En Maria, Con María, Por María y Para María...

En el colegio de Rennes se inscribió en la Congregación Mariana e hizo rápidos progresos en el camino de perfección y en el amor a María. Con el jesuita Claude-Fraçois Poullart des Places (posteriormente fundador de la Congregación del Espíritu Santo) fundó una asociación secreta cuyos miembros se comprometían a una vida cristiana coherente al servicio de los pobres y un ferviente amor a María. 

Hizo estudios superiores en el seminario de San Sulpicio de París, estudiando en la Sorbona, pero se murió su bienhechor que le costeaba los estudios y pasó entonces al seminario de los pobres, donde fue ordenado sacerdote a los 27 años en 1700. Durante su estancia en San Sulpicio, se empapó de todos los estudios teológicos sobre María. Hizo grandes penitencias personales y terminó tan enfermo que tuvo que ser ingresado en el hospital. 

Su intención era pasar al Canadá como misionero, pero su director espiritual le mandó hacer su apostolado en Francia y obedeció. Su director lo mandó vivir en la comunidad sacerdotal de San Clemente de Nantes. Su estancia allí le resultó un calvario porque aquella comunidad era jansenista. 

Se despidió y fue capellán de un hospital de Poitiers del que se le despidió tres veces porque su santidad se la veía como orgullo y ceguera, a causa de las reformas que intentaba aplicar para mejorar la situación de los pobres; vivió como un mendigo en París cuando se le cerraron todas las puertas y en el 1706 se consagró a sus misiones populares por la Vendée, la Bretaña y el Poitou, en medio de la guerra declarada a los jansenistas (entre los que no faltaron obispos) que obstaculizaron por todos los medios su labor, ya que le retiraron en muchos casos las licencias para predicar (alguna vez le obligaron a suspender unas misiones que estaba dando). Algunos amigos le tuvieron por loco, y el rey le creyó un conspirador. Fue llamado el apóstol de la esclavitud mariana y del rosario, aunque él quería ir de misionero a tierras de infieles, se tuvo que contentar con la evangelización de Francia, dominada por la herejía jansenista. De ortodoxia férrea, devotísimo de la Virgen, hombre de sacramentos, de rosario, de predicación efusiva e irresistible, pero, por encima de todo, muy paciente en las adversidades, activo y enamorado de las vías misteriosas de la Providencia: "Bendito sea Dios pase lo que pase, bendito sea Dios si me da o si me niega, bendito sea Dios si me lo quita todo."

Decidió ir a Roma y consultar su ministerio con el papa Clemente XI, que le nombro misionero apostólico en las diócesis de Francia donde lo recibieran los obispos: para ello le indulgenció el crucifijo y le dio la facultar de bendecir cruces indulgenciadas. 

Fue un gran orador, poeta y músico popular; remataba sus sermones con una canción que dejaba al público atónito. Entre sus fundaciones de vida de perfección se cuentan los Hermanos de san Gabriel, los padres de la Compañía de María (para dar misiones populares) y las Hijas de la Sabiduría (para cuidar a los enfermos) junto con la beata María Luisa de Jesús Trichet, a la que conoció en Poitiers, vivida en consagración personal a la Virgen. Escribió "Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen", "Consagración Filial" o "Santa Esclavitud". Murió en Saint Laurent-sur-Sêvre a causa de una pulmonía. Fue canonizado por el papa  Pío XII el 20 de julio de 1947.

lunes, 27 de abril de 2020

Reflexión de hoy

Lecturas


En aquellos días, Esteban, lleno de gracia y poder, realizaba grandes prodigios y signos en medio del pueblo. Unos cuantos de la sinagoga llamada de los libertos, oriundos de Cirene, Alejandría, Cilicia y Asia, se pusieron a discutir con Esteban; pero no lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba.
Entonces indujeron a unos que asegurasen: «Le hemos oído palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios».
Alborotaron al pueblo, a los ancianos y a los escribas, y viniendo de improviso, lo agarraron y lo condujeron al Sanedrin, presentando testigos falsos que decían: «Este individuo no para de hablar contra el Lugar Santo y la Ley, pues le hemos oído decir que ese Jesús el Nazareno destruirá este lugar y cambiará las tradiciones que nos dio Moisés».
Todos los que estaban sentados en el Sanedrin fijaron su mirada en él y su rostro les pareció el de un ángel.

Después de que Jesús hubo saciado a cinco mil hombres, sus discípulos lo vieron caminando sobre el mar. 
Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar notó que allí no había habido más que una barca y que Jesús no había embarcado con sus discípulos, sino que sus discípulos se habían marchado solos.
Entretanto, unas barcas de Tiberíades llegaron cerca del sitio donde habían comido el pan después que el Señor había dado gracias. Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús.
Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?»
Jesús les contestó: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios».
Ellos le preguntaron: «Y, ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?».
Respondió Jesús: «La obra de Dios es Esta: que creáis en el que él ha enviado».

Palabra del Señor.

San Teodoro de Tabennesi

En Tabennisi, en la región de Tebaida, en Egipto, san Teodoro, abad, discípulo de san Pacomio y padre de una comunidad monástica.

Los griegos le llaman "Teodoro el Santo". Parece que nació en la alta Tebaida (Egipto) en el seno de una familia acaudalada y, cuando contaba entre once y doce años de edad, durante  la fiesta de la Epifanía, se entregó a Dios con un fervor precoz, resuelto a no anteponer nunca nada al amor divino y su servicio. Con el correr del tiempo, la gran reputación de san Pacomio le atrajo hacia Tabennisi, donde no tardó en descollar entre los seguidores del santo. Éste le tomó como compañero permanente cuando hacía el recorrido de sus monasterios. Pacomio ordenó como sacerdote a Teodoro y, antes de retirarse al pequeño monasterio de Pabau, le encargó el gobierno de Tabennisi.

San Pacomio murió en el año de 346, y Petronio, a quien había nombrado su sucesor, murió también trece días después. Entonces se eligió como abad a san Orsisio, pero como éste encontró la carga demasiado pesada y el grupo de monasterios amenazaba con dividirse en partidos, dimitió para dejar a Teodoro en su lugar. Lo primero que éste hizo fue reunir a todos los monjes para exhortarlos a la concordia. Investigó las causas de las divisiones y les puso el remedio efectivo. Gracias a sus plegarias y a sus incansables esfuerzos, la unidad y la caridad quedaron restablecidas. 

San Teodoro visitó los monasterios, uno tras otro, y a cada monje en particular le dio instrucciones, consejos, consuelos y aliento; de esa manera, corrigió los errores con gran delicadeza y un tacto. Tuvo dones taumatúrgicos y proféticos y en su biografía se relatan muchos ejemplos, de estos dones que rayan la fantasía. Un día uno de los monjes agonizaba y Teodoro fue a atenderle en sus últimos momentos. Fue entonces cuando vaticinó a todos los que estaban presentes: "Muy pronto, a esta muerte seguirá otra que no se espera". Aquel mismo día, pronunció su acostumbrado discurso a los monjes, reunidos en el monasterio de Pabau para la celebración de la Pascua, pero apenas los había despachado a sus respectivos monasterios, cuando se sintió muy enfermo. Al otro día, 27 de abril, murió tranquilamente. 

Su cuerpo fue llevado en procesión hasta la cima del monte donde los monjes tenían su cementerio, pero no pasó mucho tiempo sin que el cadáver fuese exhumado para sepultarlo junto al de san Pacomio. San Atanasio escribió una carta a los monjes de Tabennisi para consolarlos, con sentidas palabras, por la pérdida de su abad y para recomendarles que tuviesen siempre presente la gloria que ya poseía el siervo de Dios.

Toda la información de que se podía echar mano en el siglo XVII, en relación con la historia de san Teodoro, se encuentra reunida en el relato sobre san Pacomio, publicado en el “Acta Sanctorum”, mayo, vol. III. Desde entonces, han aparecido diversos textos, la mayoría de ellos en copto o traducidos del copto. En relación con la vida de san Teodoro, tiene especial importancia la “Epístola Ammonis”, impresa en el “Acta Sanctorum”, mayo, vol. III, pp. 63-71. Los griegos conmemoran a este santo el 16 de mayo, y el Martirologio Romano lo conmemoraba el 27 de abril, fecha de su muerte.