San Martín de Porres nació en Lima el año 1579. Era hijo de un hidalgo español, D. Juan de Porres, y de una muchacha mulata, Ana Velázquez. Martín fue bautizado en la iglesia de San Sebastián, en la misma pila bautismal en que siete años más tarde lo sería Santa Rosa de Lima.
Desde niño fue Martín muy generoso con los pobres, a los que daba parte del dinero cuando iba de compras. Su madre lo llevaba con frecuencia al templo. Su padre, gobernador de Panamá, le procuró una buena educación.
Martín aprendió el oficio de barbero, que incluía el de cirujano y la medicina general. Cumplía bien su oficio, sobre todo en favor de los pobres, y aprovechaba la ocasión para hablarles de Dios, y era tal su bondad que conmovía a todos. Por el día trabajaba. Por la noche se dedicaba a la oración.
A los quince años entró como terciario dominico en el convento del Rosario de Lima. Allí fue feliz, sirviendo con humildad y caridad a los de dentro y a los de fuera. Convirtió el convento en un hospital. Recogía enfermos y heridos por las calles, los cargaba sobre sus hombros y los acostaba en su propia cama. Los cuidaba y mimaba como una madre. Algunos religiosos protestaron, pues infringía la clausura y la paz. La caridad está por encima de la clausura, contestaba Martín. Sus rudimentarias medicinas, y más aún sus manos, obraban curaciones y milagros. Su caridad se extendía a los pobres animalitos que encontraba hambrientos y heridos.
Había muchos vagabundos por Lima. Buscó dinero y fundó el Asilo de Santa Cruz para niños y niñas. Allí les cuidaba y enseñaba una profesión.
Sus devociones preferidas eran: Cristo Crucificado, y en recuerdo de los sufrimientos de Cristo en la Cruz se daba tres disciplinas diarias. Jesús Sacramentado, y pasaba horas ante el Santísimo con frecuentes éxtasis. La Virgen María -sobre todo bajo la advocación del Rosario- con la que conversaba amorosamente. Y el ángel de la guarda, al que acudía con mucha frecuencia. Luchaba tenazmente contra el sueño en la oración.
Cuando la viruela empezó a causar estragos en Lima, la actividad y los cuidados de Martín se multiplicaron. A todas partes llevaba consuelo y remedio. Se cuenta que gozó del privilegio de la multilocación, pues le veían curando y consolando simultáneamente en varios sitios. Todos acudían a él. Todos le tenían por santo. Era el ángel de Lima.
Aquel esfuerzo sobrehumano llegó a debilitarle peligrosamente. Cayó enfermo. Él sabía que no saldría de aquella enfermedad. Sufrió entonces muchos ataques del demonio, pero sintió el consuelo y compañía de la Virgen.
Cuando vio que se acercaba el momento feliz de ir de gozar de Dios, pidió a los religiosos que le rodeaban que entonasen el Credo. Mientras lo cantaban, entregó su alma a Dios. Era el 3 de noviembre de 1639.
Su muerte causó profunda conmoción en la ciudad. Había sido el hermano y enfermero de todos, singularmente de los más pobres. Todos se disputaban por conseguir alguna reliquia. Toda la ciudad le dio el último adiós.
Su culto se ha extendido prodigiosamente. Gregorio XVI lo declaró Beato el 1837. Fue canonizado por Juan XXIII en 1962. Recordaba el Papa, en la homilía de la canonización, las devociones en que se había distinguido el nuevo Santo: su profunda humildad que le hacía considerar a todos superiores a él, su celo apostólico, y sus continuos desvelos por atender a enfermos y necesitados, lo que le valió, por parte de todo el pueblo, el hermoso apelativo de «Martín de la caridad».
Desde niño fue Martín muy generoso con los pobres, a los que daba parte del dinero cuando iba de compras. Su madre lo llevaba con frecuencia al templo. Su padre, gobernador de Panamá, le procuró una buena educación.
Martín aprendió el oficio de barbero, que incluía el de cirujano y la medicina general. Cumplía bien su oficio, sobre todo en favor de los pobres, y aprovechaba la ocasión para hablarles de Dios, y era tal su bondad que conmovía a todos. Por el día trabajaba. Por la noche se dedicaba a la oración.
A los quince años entró como terciario dominico en el convento del Rosario de Lima. Allí fue feliz, sirviendo con humildad y caridad a los de dentro y a los de fuera. Convirtió el convento en un hospital. Recogía enfermos y heridos por las calles, los cargaba sobre sus hombros y los acostaba en su propia cama. Los cuidaba y mimaba como una madre. Algunos religiosos protestaron, pues infringía la clausura y la paz. La caridad está por encima de la clausura, contestaba Martín. Sus rudimentarias medicinas, y más aún sus manos, obraban curaciones y milagros. Su caridad se extendía a los pobres animalitos que encontraba hambrientos y heridos.
Había muchos vagabundos por Lima. Buscó dinero y fundó el Asilo de Santa Cruz para niños y niñas. Allí les cuidaba y enseñaba una profesión.
Sus devociones preferidas eran: Cristo Crucificado, y en recuerdo de los sufrimientos de Cristo en la Cruz se daba tres disciplinas diarias. Jesús Sacramentado, y pasaba horas ante el Santísimo con frecuentes éxtasis. La Virgen María -sobre todo bajo la advocación del Rosario- con la que conversaba amorosamente. Y el ángel de la guarda, al que acudía con mucha frecuencia. Luchaba tenazmente contra el sueño en la oración.
Cuando la viruela empezó a causar estragos en Lima, la actividad y los cuidados de Martín se multiplicaron. A todas partes llevaba consuelo y remedio. Se cuenta que gozó del privilegio de la multilocación, pues le veían curando y consolando simultáneamente en varios sitios. Todos acudían a él. Todos le tenían por santo. Era el ángel de Lima.
Aquel esfuerzo sobrehumano llegó a debilitarle peligrosamente. Cayó enfermo. Él sabía que no saldría de aquella enfermedad. Sufrió entonces muchos ataques del demonio, pero sintió el consuelo y compañía de la Virgen.
Cuando vio que se acercaba el momento feliz de ir de gozar de Dios, pidió a los religiosos que le rodeaban que entonasen el Credo. Mientras lo cantaban, entregó su alma a Dios. Era el 3 de noviembre de 1639.
Su muerte causó profunda conmoción en la ciudad. Había sido el hermano y enfermero de todos, singularmente de los más pobres. Todos se disputaban por conseguir alguna reliquia. Toda la ciudad le dio el último adiós.
Su culto se ha extendido prodigiosamente. Gregorio XVI lo declaró Beato el 1837. Fue canonizado por Juan XXIII en 1962. Recordaba el Papa, en la homilía de la canonización, las devociones en que se había distinguido el nuevo Santo: su profunda humildad que le hacía considerar a todos superiores a él, su celo apostólico, y sus continuos desvelos por atender a enfermos y necesitados, lo que le valió, por parte de todo el pueblo, el hermoso apelativo de «Martín de la caridad».
No hay comentarios:
Publicar un comentario