Al hombro el arco y en el cinto la aljaba, el bravo cazador volvía satisfecho hacia el castillo. La nieve había cubierto el sendero, pero el castillo de Toggenburg se veía majestuoso y dominador en lo más alto de la próxima montaña. Parecía el águila acechando su presa.
—Buena tarde, a fe mía—murmuraba el cazador, mientras un sol invernal esparcía sus últimos rayos de oro sobre la blancura del suelo. Por la mañana le había dicho el conde:
—Ciñe tus armas y penetra en la espesura de la selva; necesito una cabeza de jabalí, porque vamos a celebrar el aniversario de mi mayor alegría.
Él jabalí había caído en la selva: una pieza magnífica, de un hocico alargado y un colmillo feroz. Pero el cazador había tenido, además, un hallazgo inesperado. En el pico de una roca había visto un nido de cuervos, y dentro del nido un anillo de oro, primorosamente labrado. En él aparecían dos corazones enlazados por una guirnalda de flores. El buen cazador saltaba de gozo. Miró y remiró cien veces la joya y acabó por ponérsela en el dedo. Después ya sabía lo que tenía que hacer: en el castillo había una doncella que no le miraba con desagrado. ¡Oh, cómo le había de agradecer aquel regalo, prenda de una eterna unión! Pensó una vez si estaría obligado a buscar al dueño del anillo. Pero eso no es posible, se dijo a sí mismo; ¡vuelan tan lejos esos pajarracos! ¿Quién va a adivinar dónde lo han robado?... Ni siquiera le vino al pensamiento que los malditos cuervos se lo pudieron llevar de su ama, la condesa, del cestillo de labores.
Al día siguiente, gran fiesta en el castillo. Un año hacía que el señor de Toggenburg se había casado con Ida, hija del conde de Kirchberg, uno de los grandes magnates de Suiza. El de Toggemburg creía haber encontrado la felicidad, porque su mujer era buena y amante, rica y hermosa. Por su presencia había en el castillo un delicioso perfume de dulzura y de virtud.
El conde quería celebrar solemnemente aquel gran acontecimiento de su vida. Alegráronse todos los habitantes del castillo, que amaban mucho las fiestas, y mucho más a su señora. Hubo misa, torneos, bailes, carreras, tiro al blanco, y, para terminar, el gran banquete en el más amplio salón adornado de tapices, iluminado de viejos candelabros y alegrado por las rimas de los minnesínger. El afortunado cazador del jabalí lucía el anillo que encontrara en el nido de la roca. A su lado se sentaba otro escudero del conde, su arquero favorito, conocedor por su destreza en atravesar con el dardo una paloma volando. Pero aquella tarde había sido vencido por el cazador v estaba despechado.
—¡Qué hermoso anillo!—dijo el hábil arquero, viendo la joya brillante en el dedo de su comensal, y sonrió maliciosamente con una sonrisa que su compañero no supo descifrar, pero que estaba llena de sombras.
Aquella misma tarde, unas palabras negras vinieron a amargar horrorosamente la alegría del conde:
—¡Señor, tened cuidado con vuestra mujer!
El castillo se había cambiado en un infierno. El conde estaba rabioso, la condesa triste, los vasallos y escuderos amedrentados... Pocos días después dijo el conde a su arquero:
—Voy a hacerte sacar las entrañas, porque con tu vil calumnia me has robado la felicidad.
Y el arquero replicó:
—Señor, mil muertes podéis darme si no os traigo al instante la prueba de mis palabras.
Una hora más tarde, el cazador, con su anillo en la mano, llegaba a presencia del conde:
—¿Reconocéis este anillo?—preguntó el arquero a su amo.
El conde no quiso oír más. De una estocada dejó muerto a su cazador.
Aquel anillo era el símbolo de su amor y de su dicha. Un año hacía que le pusiera en el dedo de su amada el día de su casamiento. Ida estaba orando en su capilla, cuando de improviso dos hombres la arrastraron hasta lo alto de la torre y la arrojaron al foso. Era un precipicio de más de cien pies.
Así se hacía justicia en aquellos castillos feudales.
En un valle de Suiza se levantaba la antigua abadía de Fischingen. En ella, frente a la mesa del altar, había una celdilla de pequeñas dimensiones, con una ventana estrecha, como saetera de alcázar, que era la única comunicación con el exterior. Dentro de la celda vivía una mujer, gastada por los años y las penitencias. Era Ida; Ida, señora antaño y condesa de Toggenburg. Salvada milagrosamente al caer en el abismo, encontró primero una cueva, donde vivió con los ermitaños primitivos, purificando su alma y destruyendo la hermosura de su cuerpo. Allí, yendo un día de caza, encontróla su marido.
—Volvámonos al castillo—la dijo—; he llorado mucho por ti; ya sé que eres inocente y que Dios te salvó con un milagro.
La penitente se negó a este deseo, y como el conde la vio tan cambiada, no quiso insistir demasiado. Ida, entonces, se emparedó en Fischingen; y allí continuaba rezando, cuando unos hombres llevaron el cadáver de su esposo y le enterraron frente al lugar donde ella se había enterrado viva. Desde su ventanillo podía ver el sarcófago de mármol del conde de Toggenburg.
En su decisión, Ida oraba, tejía, fabricaba las hostias del altar y leía. La mayor parte de la noche se la pasaba rezando el salterio. Pero, a veces, el enemigo, molestado por el fervor de su oración, venía y le apagaba la candela. Entonces sucedía una cosa extraña: el sepulcro de enfrente se abría, oíase crujir de huesos, y un esqueleto muy galante salía con la espada al cinto de plata, cogía la luz que alumbraba el tabernáculo, y se llegaba al ventanillo de Ida. La reclusa sacaba su candileja, y la volvía a meter encendida. Y, hecho esto, el esqueleto, haciendo una profunda reverencia, dejaba la luz en el altar y se encerraba nuevamente en su frío lecho. De esta suerte, el conde de Toggenburg interrumpía el sueño de la muerte para servir obsequioso a la mujer amable a quien en vida no supo comprender. Y la condesa bendecía su reclusión pensando en los engaños de la vida, en las mentiras del amor y en la inconsistencia de aquella felicidad que un tiempo había embriagado su alma. Delante de aquel esqueleto galante y obsequioso, bajaba los ojos, pensando: Todo es mentira, menos servir y amar a Dios.
—Buena tarde, a fe mía—murmuraba el cazador, mientras un sol invernal esparcía sus últimos rayos de oro sobre la blancura del suelo. Por la mañana le había dicho el conde:
—Ciñe tus armas y penetra en la espesura de la selva; necesito una cabeza de jabalí, porque vamos a celebrar el aniversario de mi mayor alegría.
Él jabalí había caído en la selva: una pieza magnífica, de un hocico alargado y un colmillo feroz. Pero el cazador había tenido, además, un hallazgo inesperado. En el pico de una roca había visto un nido de cuervos, y dentro del nido un anillo de oro, primorosamente labrado. En él aparecían dos corazones enlazados por una guirnalda de flores. El buen cazador saltaba de gozo. Miró y remiró cien veces la joya y acabó por ponérsela en el dedo. Después ya sabía lo que tenía que hacer: en el castillo había una doncella que no le miraba con desagrado. ¡Oh, cómo le había de agradecer aquel regalo, prenda de una eterna unión! Pensó una vez si estaría obligado a buscar al dueño del anillo. Pero eso no es posible, se dijo a sí mismo; ¡vuelan tan lejos esos pajarracos! ¿Quién va a adivinar dónde lo han robado?... Ni siquiera le vino al pensamiento que los malditos cuervos se lo pudieron llevar de su ama, la condesa, del cestillo de labores.
Al día siguiente, gran fiesta en el castillo. Un año hacía que el señor de Toggenburg se había casado con Ida, hija del conde de Kirchberg, uno de los grandes magnates de Suiza. El de Toggemburg creía haber encontrado la felicidad, porque su mujer era buena y amante, rica y hermosa. Por su presencia había en el castillo un delicioso perfume de dulzura y de virtud.
El conde quería celebrar solemnemente aquel gran acontecimiento de su vida. Alegráronse todos los habitantes del castillo, que amaban mucho las fiestas, y mucho más a su señora. Hubo misa, torneos, bailes, carreras, tiro al blanco, y, para terminar, el gran banquete en el más amplio salón adornado de tapices, iluminado de viejos candelabros y alegrado por las rimas de los minnesínger. El afortunado cazador del jabalí lucía el anillo que encontrara en el nido de la roca. A su lado se sentaba otro escudero del conde, su arquero favorito, conocedor por su destreza en atravesar con el dardo una paloma volando. Pero aquella tarde había sido vencido por el cazador v estaba despechado.
—¡Qué hermoso anillo!—dijo el hábil arquero, viendo la joya brillante en el dedo de su comensal, y sonrió maliciosamente con una sonrisa que su compañero no supo descifrar, pero que estaba llena de sombras.
Aquella misma tarde, unas palabras negras vinieron a amargar horrorosamente la alegría del conde:
—¡Señor, tened cuidado con vuestra mujer!
El castillo se había cambiado en un infierno. El conde estaba rabioso, la condesa triste, los vasallos y escuderos amedrentados... Pocos días después dijo el conde a su arquero:
—Voy a hacerte sacar las entrañas, porque con tu vil calumnia me has robado la felicidad.
Y el arquero replicó:
—Señor, mil muertes podéis darme si no os traigo al instante la prueba de mis palabras.
Una hora más tarde, el cazador, con su anillo en la mano, llegaba a presencia del conde:
—¿Reconocéis este anillo?—preguntó el arquero a su amo.
El conde no quiso oír más. De una estocada dejó muerto a su cazador.
Aquel anillo era el símbolo de su amor y de su dicha. Un año hacía que le pusiera en el dedo de su amada el día de su casamiento. Ida estaba orando en su capilla, cuando de improviso dos hombres la arrastraron hasta lo alto de la torre y la arrojaron al foso. Era un precipicio de más de cien pies.
Así se hacía justicia en aquellos castillos feudales.
En un valle de Suiza se levantaba la antigua abadía de Fischingen. En ella, frente a la mesa del altar, había una celdilla de pequeñas dimensiones, con una ventana estrecha, como saetera de alcázar, que era la única comunicación con el exterior. Dentro de la celda vivía una mujer, gastada por los años y las penitencias. Era Ida; Ida, señora antaño y condesa de Toggenburg. Salvada milagrosamente al caer en el abismo, encontró primero una cueva, donde vivió con los ermitaños primitivos, purificando su alma y destruyendo la hermosura de su cuerpo. Allí, yendo un día de caza, encontróla su marido.
—Volvámonos al castillo—la dijo—; he llorado mucho por ti; ya sé que eres inocente y que Dios te salvó con un milagro.
La penitente se negó a este deseo, y como el conde la vio tan cambiada, no quiso insistir demasiado. Ida, entonces, se emparedó en Fischingen; y allí continuaba rezando, cuando unos hombres llevaron el cadáver de su esposo y le enterraron frente al lugar donde ella se había enterrado viva. Desde su ventanillo podía ver el sarcófago de mármol del conde de Toggenburg.
En su decisión, Ida oraba, tejía, fabricaba las hostias del altar y leía. La mayor parte de la noche se la pasaba rezando el salterio. Pero, a veces, el enemigo, molestado por el fervor de su oración, venía y le apagaba la candela. Entonces sucedía una cosa extraña: el sepulcro de enfrente se abría, oíase crujir de huesos, y un esqueleto muy galante salía con la espada al cinto de plata, cogía la luz que alumbraba el tabernáculo, y se llegaba al ventanillo de Ida. La reclusa sacaba su candileja, y la volvía a meter encendida. Y, hecho esto, el esqueleto, haciendo una profunda reverencia, dejaba la luz en el altar y se encerraba nuevamente en su frío lecho. De esta suerte, el conde de Toggenburg interrumpía el sueño de la muerte para servir obsequioso a la mujer amable a quien en vida no supo comprender. Y la condesa bendecía su reclusión pensando en los engaños de la vida, en las mentiras del amor y en la inconsistencia de aquella felicidad que un tiempo había embriagado su alma. Delante de aquel esqueleto galante y obsequioso, bajaba los ojos, pensando: Todo es mentira, menos servir y amar a Dios.
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