viernes, 30 de noviembre de 2012
Lecturas
Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás.
Por la fe del corazón llegamos a la justificación,- y por la profesión de los labios, a la salvación.
Dice la Escritura:
«Nadie que cree en él quedará defraudado.»
Porque no hay distinción entre judío y griego; ya que uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan.
Pues «todo el que invoca el nombre del Señor se salvará.»
Ahora bien, ¿cómo van a invocarlo, si no creen en él?; ¿cómo van a creer, si no oyen hablar de él?; y ¿cómo van a oír sin alguien que proclame?; y ¿cómo van a proclamar si no los envían? Lo dice la Escritura: « ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio! » Pero no todos han prestado oído al Evangelio; como dice Isaías:
«Señor, ¿quién ha dado fe a nuestro mensaje?» Así, pues, la fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo.
Pero yo pregunto: «¿Es que no lo han oído?» Todo lo contrario:
«A toda la tierra alcanza su pregón, y hasta los limites del orbe su lenguaje. »
En aquel tiempo, pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores.
Les dijo:
-«Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres.»
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también.
Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Palabra del Señor.
SAN ANDRÉS, Apóstol
Sentada sobre el lago de Genesareth estaba Cafarnaúm, y junto a Cafarnaúm, Corozaím y Bethsaida. Bethsaida y Corozaím, pequeñas aldeas de pescadores y campesinos, miraban con envidia a Cafarnaúm, que poco a poco se había ido convirtiendo en una ciudad populosa y comercial. Situada en el camino de las caravanas que desde Damasco se dirigían al mar, había llegado a ser un punto de cita para artesanos, traficantes, mercaderes, comisionistas, soldados, recaudadores y funcionarios. De los pueblos limítrofes le llegaban sin cesar gentes deseosas de ganarse la vida o de ocupar un puesto en las covachuelas del fisco. Así habían llegado dos pescadores de Bethsaida: Simón, hijo de Jonás, y su hermano Andrés. Pero Simón venía empujado por el amor, pues al llegar a Cafarnaúm se había establecido con su mujer en casa de su suegra.
En la ciudad, lo mismo que en la aldea, los dos hermanos viven de la pesca; pero tanto como las carpas y los boquerones, les interesan las cuestiones religiosas. En las noches serenas, mientras aguardan a que los peces vengan a meterse en la red, hablan en voz baja del último capítulo de los Profetas, leído por el rabino en la sinagoga, y se preguntan si el Mesías no estará a punto de aparecer. Cuando Juan Bautista empieza a bautizar en el Jordán, los dos hermanos se entusiasman con aquel movimiento teocrático, y Andrés, que está más libre, se marcha de casa en busca del Profeta. Es una naturaleza ardiente, un corazón sencillo, un hombre que busca lealmente el reino de Dios. Juan le admite entre sus discípulos. Una tarde estaba Andrés con su maestro cerca del agua, cuando oyeron ruido de pasos. Delante de ellos caminaba un hombre cuya frente aparecía aureolada por una serenidad divina. El Bautista levantó la cabeza, clavó en el transeúnte una mirada de admiración y respeto, y dijo a su discípulo: «He aquí al Cordero de Dios.»
Estas palabras impresionaron tan vivamente al joven pescador, que, dejando a Juan, echó a correr detrás del desconocido.
—¿Qué quieres?—preguntó éste, volviendo la cabeza; y había tal dulzura en su voz, que Andrés se atrevió a decirle, como pidiéndole una entrevista;
—Rabbí, ¿dónde moras? Y el Rabbí le contestó:
—Ven conmigo y lo verás.
Este fue el primer encuentro de Andrés de Bethsaida y Jesús de Nazareth.
Sin duda, el Señor habitaba entonces algunas de las casitas que se alzaban en las riberas del Jordán, tal vez una choza formada de ramas de terebinto y de palmera, sobre la cual el viajero arrojaba su manto de piel de cabra. Eran las cuatro de la tarde cuando Andrés entró en la morada de Jesús, y se quedó con Él todo el día. «¡Oh día dichoso!
—exclamaba San Agustín—. ¡Quién pudiera decirnos lo que en aquellas horas aprendió el afortunado discípulo.»
Loco de alegría con su descubrimiento, Andrés fue a anunciárselo a su hermano.
—He hallado al Mesías—le dijo.
Y, cogiéndole del brazo, le llevó a donde estaba Jesús. El Señor miró al hombre rudo, tostado por los aires y los soles del lago, y viendo en él la roca inmutable sobre la cual construiría su Iglesia, le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; pero en adelante te llamarás Pedro.»
Después Jesús se volvió a Galilea, y los dos discípulos siguieron echando sus redes en el agua. Pero al poco tiempo el Profeta de Nazareth estaba de vuelta en Cafarnaúm, «su ciudad», como dice San Mateo. Por las tardes solía vérsele a la orilla del lago, viendo llegar las barcas con la vela hinchada por la brisa y saludando a los hombres, que descendían con los pies descalzos, llevando las viejas redes goteando o las cestas donde brillaba la plata de los peces agonizantes. Pero a veces las cestas estaban vacías, y entonces las palabras del Nazareno curaban el mal humor de los corazones, amargados por la brega infructuosa. Y sucedió que un atardecer volvió a ver Jesús a los dos hermanos, que desde su barca arrojaban las redes en el mar; y hablándoles desde la orilla, les dijo: «Venid en pos de Mí, que Yo os haré pescadores de hombres.» Era la vocación definitiva. En el mismo instante, Simón y Andrés dejaron la barca y las redes y siguieron a Jesús.
Durante tres años, Andrés recogió los secretos del corazón del Maestro, asistió a sus milagros, escuchó con avidez su doctrina, y fue testigo de su Pasión y muerte. De todos los Doce fue el primero en seguir a Jesús; y aquel primer entusiasmo no desmaya nunca, ni en los caminos de Galilea, ni en los silencios del desierto, ni ante los muros enemigos de Jerusalén. Oye con los demás Apóstoles el mandato divino: «Id y predicad a todas las gentes»; y cuando llega la hora de lanzarse a través del mundo a predicar la buena nueva, deja para siempre su tierra y el lago inolvidable donde había brillado para él la luz de la verdad, y camina a través del mundo romano, enarbolando intrépidamente la antorcha divina: del Asia Menor al Peloponeso, del Peloponeso a Tracia, de Tracia a las regiones del Ponto Euxino. No le detiene el Cáucaso, ni las fronteras del Imperio. Donde ha renunciado a pasar el soldado de Roma, allá llega él armado de la cruz. La región misteriosa de la Escitia, cuna de hordas salvajes y de conquistadores bárbaros, le mira como su primer Apóstol. Los helenos, acostumbrados a la música poética de Sófocles, escuchan ahora con respeto esta voz que tiene rudezas semitas, pero que trae la luz a los espíritus y el calor a los corazones. En Patras, ciudad de Acaia, la multitud rodea al sabio que predica la filosofía de la cruz.
Andrés es un apasionado de la cruz. La cruz es su bandera, su espada y su armadura. Llevado a presencia del prefecto, le dice: «Oh Egeas; si tú quisieses conocer este misterio de la cruz, y cómo el Creador del mundo quiso morir en el madero para salvar al hombre, seguramente creerías en él y le adorarías.»
Tal vez Egeas era uno de aquellos hombres escépticos que pululaban en el Imperio romano durante el gobierno de los primeros cesares, y que veían en la religión oficial una tradición de belleza, íntimamente unida con la grandeza de Roma. Recibió despectivo la invitación del Apóstol y le ordenó que sacrificase a los dioses. Es bellísima la respuesta de Andrés: «Cada día ofrezco a Dios todopoderoso un sacrificio vivo, no el humo del incienso, ni la sangre de los cabritos, ni la sangre de los toros; mi ofrenda es el Cordero sin mancha, cuya carne es verdadera comida, y cuya sangre es verdadera bebida con que se alimenta el pueblo creyente; y, a pesar de esto, después de la inmolación persevera vivo y entero, como antes de ser sacrificado.»
Estas misteriosas palabras provocaron, como era natural, la cólera del magistrado. Condenado a muerte, Andrés vio levantarse ante sí una cruz en forma de aspa. Era el instrumento del suplicio. Lleno de júbilo, cayó delante de ella, prorrumpiendo en aquellas palabras que la Iglesia ha recogido en su liturgia: « ¡Oh cruz amable, oh cruz ardientemente deseada y al fin tan dichosamente hallada! ¡Oh cruz que serviste de lecho a mi Señor y Maestro, recíbeme en tus brazos y llévame de en medio de los hombres para que por ti me reciba quien me redimió por ti y su amor me posea eternamente!» Así Andrés, «el primogénito de los Apóstoles», como le llama Bossuet, fue elegido para dar al mundo un ejemplo heroico de amor al signo adorable de la cruz.
En la ciudad, lo mismo que en la aldea, los dos hermanos viven de la pesca; pero tanto como las carpas y los boquerones, les interesan las cuestiones religiosas. En las noches serenas, mientras aguardan a que los peces vengan a meterse en la red, hablan en voz baja del último capítulo de los Profetas, leído por el rabino en la sinagoga, y se preguntan si el Mesías no estará a punto de aparecer. Cuando Juan Bautista empieza a bautizar en el Jordán, los dos hermanos se entusiasman con aquel movimiento teocrático, y Andrés, que está más libre, se marcha de casa en busca del Profeta. Es una naturaleza ardiente, un corazón sencillo, un hombre que busca lealmente el reino de Dios. Juan le admite entre sus discípulos. Una tarde estaba Andrés con su maestro cerca del agua, cuando oyeron ruido de pasos. Delante de ellos caminaba un hombre cuya frente aparecía aureolada por una serenidad divina. El Bautista levantó la cabeza, clavó en el transeúnte una mirada de admiración y respeto, y dijo a su discípulo: «He aquí al Cordero de Dios.»
Estas palabras impresionaron tan vivamente al joven pescador, que, dejando a Juan, echó a correr detrás del desconocido.
—¿Qué quieres?—preguntó éste, volviendo la cabeza; y había tal dulzura en su voz, que Andrés se atrevió a decirle, como pidiéndole una entrevista;
—Rabbí, ¿dónde moras? Y el Rabbí le contestó:
—Ven conmigo y lo verás.
Este fue el primer encuentro de Andrés de Bethsaida y Jesús de Nazareth.
Sin duda, el Señor habitaba entonces algunas de las casitas que se alzaban en las riberas del Jordán, tal vez una choza formada de ramas de terebinto y de palmera, sobre la cual el viajero arrojaba su manto de piel de cabra. Eran las cuatro de la tarde cuando Andrés entró en la morada de Jesús, y se quedó con Él todo el día. «¡Oh día dichoso!
—exclamaba San Agustín—. ¡Quién pudiera decirnos lo que en aquellas horas aprendió el afortunado discípulo.»
Loco de alegría con su descubrimiento, Andrés fue a anunciárselo a su hermano.
—He hallado al Mesías—le dijo.
Y, cogiéndole del brazo, le llevó a donde estaba Jesús. El Señor miró al hombre rudo, tostado por los aires y los soles del lago, y viendo en él la roca inmutable sobre la cual construiría su Iglesia, le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; pero en adelante te llamarás Pedro.»
Después Jesús se volvió a Galilea, y los dos discípulos siguieron echando sus redes en el agua. Pero al poco tiempo el Profeta de Nazareth estaba de vuelta en Cafarnaúm, «su ciudad», como dice San Mateo. Por las tardes solía vérsele a la orilla del lago, viendo llegar las barcas con la vela hinchada por la brisa y saludando a los hombres, que descendían con los pies descalzos, llevando las viejas redes goteando o las cestas donde brillaba la plata de los peces agonizantes. Pero a veces las cestas estaban vacías, y entonces las palabras del Nazareno curaban el mal humor de los corazones, amargados por la brega infructuosa. Y sucedió que un atardecer volvió a ver Jesús a los dos hermanos, que desde su barca arrojaban las redes en el mar; y hablándoles desde la orilla, les dijo: «Venid en pos de Mí, que Yo os haré pescadores de hombres.» Era la vocación definitiva. En el mismo instante, Simón y Andrés dejaron la barca y las redes y siguieron a Jesús.
Durante tres años, Andrés recogió los secretos del corazón del Maestro, asistió a sus milagros, escuchó con avidez su doctrina, y fue testigo de su Pasión y muerte. De todos los Doce fue el primero en seguir a Jesús; y aquel primer entusiasmo no desmaya nunca, ni en los caminos de Galilea, ni en los silencios del desierto, ni ante los muros enemigos de Jerusalén. Oye con los demás Apóstoles el mandato divino: «Id y predicad a todas las gentes»; y cuando llega la hora de lanzarse a través del mundo a predicar la buena nueva, deja para siempre su tierra y el lago inolvidable donde había brillado para él la luz de la verdad, y camina a través del mundo romano, enarbolando intrépidamente la antorcha divina: del Asia Menor al Peloponeso, del Peloponeso a Tracia, de Tracia a las regiones del Ponto Euxino. No le detiene el Cáucaso, ni las fronteras del Imperio. Donde ha renunciado a pasar el soldado de Roma, allá llega él armado de la cruz. La región misteriosa de la Escitia, cuna de hordas salvajes y de conquistadores bárbaros, le mira como su primer Apóstol. Los helenos, acostumbrados a la música poética de Sófocles, escuchan ahora con respeto esta voz que tiene rudezas semitas, pero que trae la luz a los espíritus y el calor a los corazones. En Patras, ciudad de Acaia, la multitud rodea al sabio que predica la filosofía de la cruz.
Andrés es un apasionado de la cruz. La cruz es su bandera, su espada y su armadura. Llevado a presencia del prefecto, le dice: «Oh Egeas; si tú quisieses conocer este misterio de la cruz, y cómo el Creador del mundo quiso morir en el madero para salvar al hombre, seguramente creerías en él y le adorarías.»
Tal vez Egeas era uno de aquellos hombres escépticos que pululaban en el Imperio romano durante el gobierno de los primeros cesares, y que veían en la religión oficial una tradición de belleza, íntimamente unida con la grandeza de Roma. Recibió despectivo la invitación del Apóstol y le ordenó que sacrificase a los dioses. Es bellísima la respuesta de Andrés: «Cada día ofrezco a Dios todopoderoso un sacrificio vivo, no el humo del incienso, ni la sangre de los cabritos, ni la sangre de los toros; mi ofrenda es el Cordero sin mancha, cuya carne es verdadera comida, y cuya sangre es verdadera bebida con que se alimenta el pueblo creyente; y, a pesar de esto, después de la inmolación persevera vivo y entero, como antes de ser sacrificado.»
Estas misteriosas palabras provocaron, como era natural, la cólera del magistrado. Condenado a muerte, Andrés vio levantarse ante sí una cruz en forma de aspa. Era el instrumento del suplicio. Lleno de júbilo, cayó delante de ella, prorrumpiendo en aquellas palabras que la Iglesia ha recogido en su liturgia: « ¡Oh cruz amable, oh cruz ardientemente deseada y al fin tan dichosamente hallada! ¡Oh cruz que serviste de lecho a mi Señor y Maestro, recíbeme en tus brazos y llévame de en medio de los hombres para que por ti me reciba quien me redimió por ti y su amor me posea eternamente!» Así Andrés, «el primogénito de los Apóstoles», como le llama Bossuet, fue elegido para dar al mundo un ejemplo heroico de amor al signo adorable de la cruz.
jueves, 29 de noviembre de 2012
Lectura
Yo, Juan, vi un ángel que bajaba del cielo; venia con gran autoridad y su resplandor iluminó la tierra. Gritó a pleno pulmón:
-« ¡Cayó, cayó la gran Babilonia! Se ha convertido en morada de demonios, en guarida de todo espíritu impuro, en guarida de todo pájaro inmundo y repugnante.»
Un ángel vigoroso levantó una piedra grande como una rueda de molino y la tiró al mar, diciendo:
-«Así, de golpe, precipitarán a Babilonia, la gran metrópoli, y desaparecerá. El son de arpistas y músicos, de flautas y trompetas, no se oirá más en ti. Artífices de ningún arte habrá más en ti, ni murmullo de molino se oirá más en ti; ni luz de lámpara brillará más en ti, ni voz de novio y novia se oirá más en ti, porque tus mercaderes eran los magnates de la tierra, y con tus brujerías embaucaste a todas las naciones. »
Después en el cielo algo que recordaba el vocerío de una gran muchedumbre; cantaban:
-«Aleluya. La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos. Él ha condenado a la gran prostituta que corrompía a la tierra con sus fornicaciones, y le ha pedido cuenta de la sangre de sus siervos.»
Y repitieron:
-«Aleluya. El humo de su incendio sube por los siglos de los siglos.»
Luego me dice:
-«Escribe: “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero. “ »
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Cuando veáis a Jerusalén sitiada por ejércitos, sabed que está cerca su destrucción.
Entonces, los que estén en Judea, que huyan a la sierra; los que estén en la ciudad, que se alejen; los que estén en el campo, que no entren en la ciudad; porque serán días de venganza en que se cumplirá todo lo que está escrito.
¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días!
Porque habrá angustia tremenda en esta tierra y un castigo para este pueblo.
Caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue su hora.
Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán.
Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad.
Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.»
SAN SATURNINO DE TOLOSA
En el camino de Santiago no brillaba sólo un lucero, el — sol del Apóstol, allá en el extremo de la tierra; ni era solamente una constelación, sino un conglomerado de estrellas, una Vía Láctea de santuarios, mártires, reliquias, recuerdos históricos y leyendas. Por todo el camino los devotos iban buscando historias maravillosas y monumentos insignes, que deleitaban sus ojos y alimentaban su fe. En la ruta del Languedoc, al acercarse a Toulouse, de sus labios brotaba el nombre de San Saturnino, de San Sernín, como el pueblo decía, y sus corazones se estremecían de gozo. Toulouse había conservado un vivo recuerdo de su primer apóstol y levantado a su memoria una de las iglesias más bellas y más grandes del arte románico. Desde el pórtico. los peregrinos saludaban al héroe en una estatua bellísima que le presentaba de pie, apoyando su planta en el lomo de un toro; después, las piedras les contaban todos los detalles de una leyenda oriental, en la que figuraban bellas princesas, tiranos de entrañas de acero, imperios lejanos y torres fuertes como las rocas y altas como las nubes. Para aquellos hombres del siglo XII, Saturnino tenía todos los encantos que puede apetecer el más exaltado fervor religioso: linaje real, belleza irresistible, valor intrépido, palabra ardiente y, sobre todo, una generosidad profunda, una lealtad natural, que le hace el caballero andante de la verdad. y le impulsa a dejar las púrpuras y los cetros y a caminar en busca de los Profetas, siguiendo primero a San Juan en el desierto, después a Cristo junto al lago, y finalmente a San Pedro, que le trae a Occidente y le encarga la evangelización de las regiones del Pirineo.
La leyenda es bella, pero no deja de serlo también la historia. Si no fue uno de los setenta y dos obreros evangélicos, fue el creador de una Iglesia ilustre, donde echó la semilla de la santa palabra, semilla que regó con su sudor y fecundó con su sangre. Vive en una época de paz, en aquella primera mitad del siglo III, que es una de las épocas más activas de la propaganda cristiana. Por vez primera, un emperador toleraba la existencia de la Iglesia. Christianos esse passus est, se dice de Alejandro Severo. Es imposible ser cesar y ser cristiano, acababa de decir Tertuliano en Cartago; y al poco tiempo las legiones proclaman augusto a un discípulo de Cristo, Felipe el Árabe (243-250). En su vida privada, en el interior de su palacio, Felipe adora a Cristo, pero oficialmente es preciso disimular todavía, aunque la farsa llene de tristeza al hijo del emperador. Cuentan los historiadores que el joven príncipe no reía nunca.
Sin embargo, la persecución había cesado; y Saturnino podía reunir tranquilamente sus neófitos en la populosa ciudad tolosana, enfrente del oráculo más venerado del paganismo. Su grey, pequeña al principio, aumentaba por la virtud de su palabra y por el prestigio de su virtud. La antigua Iglesia española decía de él en la misa del día: «Era probo en su oficio, ímprobo para el triunfo; predicó la fe con su boca, selló la predicación con su sangre; doctor en el altar, vencedor para el reino, levantó a la gloria a los que dirigió por el camino de la salud.»
Aquellos éxitos eran la exasperación de los sacerdotes paganos. Los ídolos no se atrevían ya a dar sus oráculos: Venus se ruborizaba ante la barba pontifical de Saturnino; el músico Apolo se olvidaba de su lira, y la corona de laurel bailaba sobre su cabeza; Pallas Athenea callaba y Hermes había perdido su celébrala elocuencia. Los adoradores disminuían, y las ofrendas—consecuencia inevitable y funesta—se hacían cada vez más escasas. El oficio de los flámines apenas daba ya para comer. Pero he aquí que se anuncia una buena noticia: un nuevo emperador acaba de ser aclamado por las legiones del Danubio. Es un príncipe excelente, comparable a los más ilustres de los antiguos, hombre íntegro, suave de carácter, de costumbres intachables, un verdadero héroe de Plutarco en medio de una sociedad que había perdido el entusiasmo por los gestos heroicos. Así pintan a Decio los historiadores paganos. Pero este héroe, un poco anacrónico, era, como Trajano, un convencido de la unidad romana. Espíritu recto, se preocupaba poco de los dioses del Olimpo, pero la antigua religión de Roma se confundía a sus ojos con la divinidad del Estado, y separarse de la una era rebelarse contra el otro. Consecuencia natural fue la declaración de una guerra feroz contra los cristianos, una guerra en que ponía la furia de un devoto y el frío fanatismo de un teorizante.
Tal es la noticia que se comentaba con fruición en los centros paganos de Toulouse. Al fin podían deshacerse de aquel hombre, cuya osadía llegaba hasta reunir a sus discípulos enfrente del capitolio municipal. Espiaron sus pasos, fanatizaron a las turbas, y un día, cuando Saturnino salía de confortar y preparar a los suyos a recibir la tempestad que se echaba encima, un tropel de paganos se arrojó sobre él, y, sin saber cómo, se encontró delante de la estatua de Júpiter. Invitado a quemar incienso, rehusó con indignación, dispuesto a sufrir cualquier suplicio. Los paganos imaginaron uno, con que sin duda había de divertirse el populacho: le ataron a la cola de un toro que tenían preparado para el sacrificio, y, acosado por los gritos y los golpes, el pobre animal echó a correr, enrojeciendo la escalinata del templo con la sangre del obispo. Así murió el fundador de la Iglesia de Toulouse.
La leyenda es bella, pero no deja de serlo también la historia. Si no fue uno de los setenta y dos obreros evangélicos, fue el creador de una Iglesia ilustre, donde echó la semilla de la santa palabra, semilla que regó con su sudor y fecundó con su sangre. Vive en una época de paz, en aquella primera mitad del siglo III, que es una de las épocas más activas de la propaganda cristiana. Por vez primera, un emperador toleraba la existencia de la Iglesia. Christianos esse passus est, se dice de Alejandro Severo. Es imposible ser cesar y ser cristiano, acababa de decir Tertuliano en Cartago; y al poco tiempo las legiones proclaman augusto a un discípulo de Cristo, Felipe el Árabe (243-250). En su vida privada, en el interior de su palacio, Felipe adora a Cristo, pero oficialmente es preciso disimular todavía, aunque la farsa llene de tristeza al hijo del emperador. Cuentan los historiadores que el joven príncipe no reía nunca.
Sin embargo, la persecución había cesado; y Saturnino podía reunir tranquilamente sus neófitos en la populosa ciudad tolosana, enfrente del oráculo más venerado del paganismo. Su grey, pequeña al principio, aumentaba por la virtud de su palabra y por el prestigio de su virtud. La antigua Iglesia española decía de él en la misa del día: «Era probo en su oficio, ímprobo para el triunfo; predicó la fe con su boca, selló la predicación con su sangre; doctor en el altar, vencedor para el reino, levantó a la gloria a los que dirigió por el camino de la salud.»
Aquellos éxitos eran la exasperación de los sacerdotes paganos. Los ídolos no se atrevían ya a dar sus oráculos: Venus se ruborizaba ante la barba pontifical de Saturnino; el músico Apolo se olvidaba de su lira, y la corona de laurel bailaba sobre su cabeza; Pallas Athenea callaba y Hermes había perdido su celébrala elocuencia. Los adoradores disminuían, y las ofrendas—consecuencia inevitable y funesta—se hacían cada vez más escasas. El oficio de los flámines apenas daba ya para comer. Pero he aquí que se anuncia una buena noticia: un nuevo emperador acaba de ser aclamado por las legiones del Danubio. Es un príncipe excelente, comparable a los más ilustres de los antiguos, hombre íntegro, suave de carácter, de costumbres intachables, un verdadero héroe de Plutarco en medio de una sociedad que había perdido el entusiasmo por los gestos heroicos. Así pintan a Decio los historiadores paganos. Pero este héroe, un poco anacrónico, era, como Trajano, un convencido de la unidad romana. Espíritu recto, se preocupaba poco de los dioses del Olimpo, pero la antigua religión de Roma se confundía a sus ojos con la divinidad del Estado, y separarse de la una era rebelarse contra el otro. Consecuencia natural fue la declaración de una guerra feroz contra los cristianos, una guerra en que ponía la furia de un devoto y el frío fanatismo de un teorizante.
Tal es la noticia que se comentaba con fruición en los centros paganos de Toulouse. Al fin podían deshacerse de aquel hombre, cuya osadía llegaba hasta reunir a sus discípulos enfrente del capitolio municipal. Espiaron sus pasos, fanatizaron a las turbas, y un día, cuando Saturnino salía de confortar y preparar a los suyos a recibir la tempestad que se echaba encima, un tropel de paganos se arrojó sobre él, y, sin saber cómo, se encontró delante de la estatua de Júpiter. Invitado a quemar incienso, rehusó con indignación, dispuesto a sufrir cualquier suplicio. Los paganos imaginaron uno, con que sin duda había de divertirse el populacho: le ataron a la cola de un toro que tenían preparado para el sacrificio, y, acosado por los gritos y los golpes, el pobre animal echó a correr, enrojeciendo la escalinata del templo con la sangre del obispo. Así murió el fundador de la Iglesia de Toulouse.
miércoles, 28 de noviembre de 2012
Lecturas
Yo, Juan, vi en el cielo otra señal, magnífica y sorprendente: siete ángeles que llevaban siete plagas, las últimas, pues con ellas se puso fin al furor de Dios.
Vi una especie de mar de vidrio veteado de fuego; en la orilla estaban de pie los que habían vencido a la fiera, a su imagen y al número que es cifra de su nombre; tenían en la mano las arpas que Dios les había dado. Cantaban el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo:
«Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh
Rey de los siglos!
¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento, porque tus juicios se hicieron manifiestos.»
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio.
Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía.
Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.»
Palabra del Señor.
Santa Catalina Labouré
Esta fue la santa que tuvo el honor de que la Sma. Virgen se le apareciera para recomendarle que hiciera la Medalla Milagrosa.
Santa Catalina Labouré, llamada Zoe en familia, nació en Bretaña, Francia, el 1806. Sus padres eran agricultores. Al quedar huérfana de madre a los 8 años le encomendó a la Santísima Virgen que le sirviera de madre, y la Madre de Dios le aceptó su petición.
Como su hermana mayor se fue de monja vicentina, Catalina tuvo que quedarse al frente de los trabajos de la cocina y del lavadero en la casa de su padre, y por esto no pudo aprender a leer ni a escribir.
A los 14 años pidió a su papá que le permitiera irse de religiosa a un convento pero él, que la necesitaba para atender los muchos oficios de la casa, no se lo permitió. Ella le pedía a Nuestro Señor que le concediera lo que tanto deseaba: ser religiosa. Y una noche vio en sueños a un anciano sacerdote que le decía: "Un día me ayudarás a cuidar a los enfermos". La imagen de ese sacerdote se le quedó grabada para siempre en la memoria.
Al fin, a los 24 años, logró que su padre la dejara ir a visitar a la hermana religiosa, y al llegar a la sala del convento vio allí el retrato de San Vicente de Paúl y se dió cuenta de que ese era el sacerdote que había visto en sueños y que la había invitado a ayudarle a cuidar enfermos. Desde ese día se propuso ser hermana vicentina, y tanto insistió que al fin fue aceptada en la comunidad.
Siendo Catalina una joven monjita, tuvo unas apariciones que la han hecho célebre en toda la Iglesia. En la primera, una noche estando en el dormitorio sintió que un hermoso niño la invitaba a ir a la capilla. Lo siguió hasta allá y él la llevó ante la imagen de la Virgen Santísima. Nuestra Señora le comunicó esa noche varias cosas futuras que iban a suceder en la Iglesia Católica y le recomendó que el mes de Mayo fuera celebrado con mayor fervor en honor de la Madre de Dios. Catalina creyó siempre que el niño que la había guiado era su ángel de la guarda.
Pero la aparición más famosa fue la del 27 de noviembre de 1830. Estando por la noche en la capilla, de pronto vio que la Sma. Virgen se le aparecía totalmente resplandeciente, derramando de sus manos hermosos rayos de luz hacia la tierra. Y le encomendó que hiciera una imagen de Nuestra Señora así como se le había aparecido y que mandara hacer una medalla que tuviera por un lado las iniciales de la Virgen MA, y una cruz, con esta frase "Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti". Y le prometió ayudas muy especiales para quienes lleven esta medalla y recen esa oración.
Catalina le contó a su confesor esta aparición, pero él no le creyó. Sin embargo el sacerdote empezó a darse cuenta de que esta monjita era sumamente santa, y se fue donde el Sr. Arzobispo a consultarle el caso. El Sr. Arzobispo le dio permiso para que hicieran las medallas, y entonces empezaron los milagros.
Las gentes empezaron a darse cuenta de que los que llevaban la medalla con devoción y rezaban la oración "Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti", conseguían favores formidables, y todo el mundo comenzó a pedir la medalla y a llevarla. Hasta el emperador de Francia la llevaba y sus altos empleados también.
En París había un masón muy alejado de la religión. La hija de este hombre obtuvo que él aceptara colocarse al cuello la Medalla de la Virgen Milagrosa, y al poco tiempo el masón pidió que lo visitara un sacerdote, renunció a sus errores masónicos y terminó sus días como creyente católico.
Catalina le preguntó a la Sma. Virgen por qué de los rayos luminosos que salen de sus manos, algunos quedan como cortados y no caen en la tierra. Ella le respondió: "Esos rayos que no caen a la tierra representan los muchos favores y gracias que yo quisiera conceder a las personas, pero se quedan sin ser concedidos porque las gentes no los piden". Y añadió: "Muchas gracias y ayudas celestiales no se obtienen porque no se piden".
Después de las apariciones de la Sma. Virgen, la joven Catalina vivió el resto de sus años como una cenicienta escondida y desconocida de todos. Muchísimas personas fueron informadas de las apariciones y mensajes que la Virgen Milagrosa hizo en 1830. Ya en 1836 se habían repartido más de 130.000 medallas. El Padre Aladel, confesor de la santa, publicó un librito narrando lo que la Virgen Santísima había venido a decir y prometer, pero sin revelar el nombre de la monjita que había recibido estos mensajes, porque ella le había hecho prometer que no diría a quién se le había aparecido. Y así mientras esta devoción se propagaba por todas partes, Catalina seguía en el convento barriendo, lavando, cuidando las gallinas y haciendo de enfermera, como la más humilde e ignorada de todas las hermanitas, y recibiendo frecuentemente maltratos y humillaciones.
En 1842 sucedió un caso que hizo mucho más popular la Medalla Milagrosa y sucedió de la siguiente manera: el rico judío Ratisbona, fue hospedado muy amablemente por una familia católica en Roma, la cual como único pago de sus muchas atenciones, le pidió que llevara por un tiempo al cuello la medalla de la Virgen Milagrosa. Él aceptó esto como un detalle de cariño hacia sus amigos, y se fue a visitar como turista el templo, y allí de pronto frente a un altar de Nuestra Señora vio que se le aparecía la Virgen Santísima y le sonreía. Con esto le bastó para convertirse al catolicismo y dedicar todo el resto de su vida a propagar la religión católica y la devoción a la Madre de Dios. Esta admirable conversión fue conocida y admirada en todo el mundo y contribuyó a que miles y miles de personas empezaran a llevar también la Medalla de Nuestra Señora (lo que consigue favores de Dios no es la medalla, que es un metal muerto, sino nuestra fe y la demostración de cariño que le hacemos a la Virgen Santa, llevando su sagrada imagen).
Desde 1830, fecha de las apariciones, hasta 1876, fecha de su muerte, Catalina estuvo en el convento sin que nadie se le ocurriera que ella era a la que se le había aparecido la Virgen María para recomendarle la Medalla Milagrosa. En los últimos años obtuvo que se pusiera una imagen de la Virgen Milagrosa en el sitio donde se le había aparecido (y al verla, aunque es una imagen hermosa, ella exclamó: "Oh, la Virgencita es muchísimo más hermosa que esta imagen").
Al fin, ocho meses antes de su muerte, fallecido ya su antiguo confesor, Catalina le contó a su nueva superiora todas las apariciones con todo detalle y se supo quién era la afortunada que había visto y oído a la Virgen. Por eso cuando ella murió, todo el pueblo se volcó a sus funerales (quien se humilla será enaltecido).
Poco tiempo después de la muerte de Catalina, fue llevado un niño de 11 años, inválido de nacimiento, y al acercarlo al sepulcro de la santa, quedó instantáneamente curado.
En 1947 el santo Padre Pío XII declaró santa a Catalina Labouré, y con esa declaración quedó también confirmado que lo que ella contó acerca de las apariciones de la Virgen sí era Verdad.
Santa Catalina Labouré, llamada Zoe en familia, nació en Bretaña, Francia, el 1806. Sus padres eran agricultores. Al quedar huérfana de madre a los 8 años le encomendó a la Santísima Virgen que le sirviera de madre, y la Madre de Dios le aceptó su petición.
Como su hermana mayor se fue de monja vicentina, Catalina tuvo que quedarse al frente de los trabajos de la cocina y del lavadero en la casa de su padre, y por esto no pudo aprender a leer ni a escribir.
A los 14 años pidió a su papá que le permitiera irse de religiosa a un convento pero él, que la necesitaba para atender los muchos oficios de la casa, no se lo permitió. Ella le pedía a Nuestro Señor que le concediera lo que tanto deseaba: ser religiosa. Y una noche vio en sueños a un anciano sacerdote que le decía: "Un día me ayudarás a cuidar a los enfermos". La imagen de ese sacerdote se le quedó grabada para siempre en la memoria.
Al fin, a los 24 años, logró que su padre la dejara ir a visitar a la hermana religiosa, y al llegar a la sala del convento vio allí el retrato de San Vicente de Paúl y se dió cuenta de que ese era el sacerdote que había visto en sueños y que la había invitado a ayudarle a cuidar enfermos. Desde ese día se propuso ser hermana vicentina, y tanto insistió que al fin fue aceptada en la comunidad.
Siendo Catalina una joven monjita, tuvo unas apariciones que la han hecho célebre en toda la Iglesia. En la primera, una noche estando en el dormitorio sintió que un hermoso niño la invitaba a ir a la capilla. Lo siguió hasta allá y él la llevó ante la imagen de la Virgen Santísima. Nuestra Señora le comunicó esa noche varias cosas futuras que iban a suceder en la Iglesia Católica y le recomendó que el mes de Mayo fuera celebrado con mayor fervor en honor de la Madre de Dios. Catalina creyó siempre que el niño que la había guiado era su ángel de la guarda.
Pero la aparición más famosa fue la del 27 de noviembre de 1830. Estando por la noche en la capilla, de pronto vio que la Sma. Virgen se le aparecía totalmente resplandeciente, derramando de sus manos hermosos rayos de luz hacia la tierra. Y le encomendó que hiciera una imagen de Nuestra Señora así como se le había aparecido y que mandara hacer una medalla que tuviera por un lado las iniciales de la Virgen MA, y una cruz, con esta frase "Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti". Y le prometió ayudas muy especiales para quienes lleven esta medalla y recen esa oración.
Catalina le contó a su confesor esta aparición, pero él no le creyó. Sin embargo el sacerdote empezó a darse cuenta de que esta monjita era sumamente santa, y se fue donde el Sr. Arzobispo a consultarle el caso. El Sr. Arzobispo le dio permiso para que hicieran las medallas, y entonces empezaron los milagros.
Las gentes empezaron a darse cuenta de que los que llevaban la medalla con devoción y rezaban la oración "Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti", conseguían favores formidables, y todo el mundo comenzó a pedir la medalla y a llevarla. Hasta el emperador de Francia la llevaba y sus altos empleados también.
En París había un masón muy alejado de la religión. La hija de este hombre obtuvo que él aceptara colocarse al cuello la Medalla de la Virgen Milagrosa, y al poco tiempo el masón pidió que lo visitara un sacerdote, renunció a sus errores masónicos y terminó sus días como creyente católico.
Catalina le preguntó a la Sma. Virgen por qué de los rayos luminosos que salen de sus manos, algunos quedan como cortados y no caen en la tierra. Ella le respondió: "Esos rayos que no caen a la tierra representan los muchos favores y gracias que yo quisiera conceder a las personas, pero se quedan sin ser concedidos porque las gentes no los piden". Y añadió: "Muchas gracias y ayudas celestiales no se obtienen porque no se piden".
Después de las apariciones de la Sma. Virgen, la joven Catalina vivió el resto de sus años como una cenicienta escondida y desconocida de todos. Muchísimas personas fueron informadas de las apariciones y mensajes que la Virgen Milagrosa hizo en 1830. Ya en 1836 se habían repartido más de 130.000 medallas. El Padre Aladel, confesor de la santa, publicó un librito narrando lo que la Virgen Santísima había venido a decir y prometer, pero sin revelar el nombre de la monjita que había recibido estos mensajes, porque ella le había hecho prometer que no diría a quién se le había aparecido. Y así mientras esta devoción se propagaba por todas partes, Catalina seguía en el convento barriendo, lavando, cuidando las gallinas y haciendo de enfermera, como la más humilde e ignorada de todas las hermanitas, y recibiendo frecuentemente maltratos y humillaciones.
En 1842 sucedió un caso que hizo mucho más popular la Medalla Milagrosa y sucedió de la siguiente manera: el rico judío Ratisbona, fue hospedado muy amablemente por una familia católica en Roma, la cual como único pago de sus muchas atenciones, le pidió que llevara por un tiempo al cuello la medalla de la Virgen Milagrosa. Él aceptó esto como un detalle de cariño hacia sus amigos, y se fue a visitar como turista el templo, y allí de pronto frente a un altar de Nuestra Señora vio que se le aparecía la Virgen Santísima y le sonreía. Con esto le bastó para convertirse al catolicismo y dedicar todo el resto de su vida a propagar la religión católica y la devoción a la Madre de Dios. Esta admirable conversión fue conocida y admirada en todo el mundo y contribuyó a que miles y miles de personas empezaran a llevar también la Medalla de Nuestra Señora (lo que consigue favores de Dios no es la medalla, que es un metal muerto, sino nuestra fe y la demostración de cariño que le hacemos a la Virgen Santa, llevando su sagrada imagen).
Desde 1830, fecha de las apariciones, hasta 1876, fecha de su muerte, Catalina estuvo en el convento sin que nadie se le ocurriera que ella era a la que se le había aparecido la Virgen María para recomendarle la Medalla Milagrosa. En los últimos años obtuvo que se pusiera una imagen de la Virgen Milagrosa en el sitio donde se le había aparecido (y al verla, aunque es una imagen hermosa, ella exclamó: "Oh, la Virgencita es muchísimo más hermosa que esta imagen").
Al fin, ocho meses antes de su muerte, fallecido ya su antiguo confesor, Catalina le contó a su nueva superiora todas las apariciones con todo detalle y se supo quién era la afortunada que había visto y oído a la Virgen. Por eso cuando ella murió, todo el pueblo se volcó a sus funerales (quien se humilla será enaltecido).
Poco tiempo después de la muerte de Catalina, fue llevado un niño de 11 años, inválido de nacimiento, y al acercarlo al sepulcro de la santa, quedó instantáneamente curado.
En 1947 el santo Padre Pío XII declaró santa a Catalina Labouré, y con esa declaración quedó también confirmado que lo que ella contó acerca de las apariciones de la Virgen sí era Verdad.
martes, 27 de noviembre de 2012
Lecturas
Yo, Juan, miré y en la visión apareció una nube blanca; estaba sentado encima uno con aspecto de hombre, llevando en la cabeza una corona de oro y en la mano una hoz afilada. Del santuario salió otro ángel y gritó fuerte al que estaba sentado en la nube:
-«Arrima tu hoz y siega; ha llegado la hora de la siega, pues la mies de la tierra está más que madura. »
Y el que estaba sentado encima de la nube acercó su hoz a la tierra y la segó.
Otro ángel salió del santuario celeste llevando él también una hoz afilada. Del altar salió otro, el ángel que tiene poder sobre el fuego, y le gritó fuerte al de la hoz afilada:
-«Arrima tu hoz afilada y vendimia los racimos de la viña de la tierra, porque las uvas están en sazón.»
El ángel acercó su hoz a la tierra y vendimió la viña de la tierra y echó las uvas en el gran lagar del furor de Dios. Pisotearon el lagar fuera de la ciudad, y del lagar corrió tanta sangre, que subió hasta los bocados de los caballos en un radio de sesenta leguas.
En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo:
-«Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido.»
Ellos le preguntaron:
-«Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?»
Él contestó:
-«Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: “Yo soy”, o bien “El momento está cerca”; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque eso tiene que ocurrir primero, pero al final no vendrá en seguida.»
Luego les dijo:
-«Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre.
Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. »
Palabra del Señor.
La devoción a la Medalla Milagrosa
Las apariciones
El 1830 es un año clave: tiene lugar en París la primera aparición moderna de la Virgen Santísima. Comienza lo que Pío XII llamó la "era de María", una etapa de repetidas visitaciones celestiales. Entre otras: La Salette, Lourdes, Fátima ... Y como en su visita a Santa Isabel, siempre viene para traernos gracia, para acercarnos a Jesús, el fruto bendito de su vientre. También para recordarnos el camino de salvación y advertirnos las consecuencias de optar por otros caminos.
Santa Catalina Labouré
Catalina nació el 2 de mayo de 1806, en Fain-les-Moutiers, Borgoña ( Francia ). Entró a la vida religiosa con la Hijas de la Caridad el 22 de enero de 1830 y después de tres meses de postulantado, 21 de abril, fue trasladada al noviciado de París, en la Rue du Bac, 140.
El Corazón de San Vicente
La novicia estaba presente cuando trasladaron los restos de su fundador, San Vicente de Paul, a la nueva iglesia de los Padres Paules a solo unas cuadras de su noviciado. El brazo derecho del santo fue a la capilla del noviciado. En esta capilla, durante la novena, Catalina vio el corazón de San Vicente en varios colores. De color blanco, significando la unión que debía existir entres las congregaciones fundadas por San Vicente. De color rojo, significando el fervor y la propagación que habían de tener dichas congregaciones. De color rojo oscuro, significando la tristeza por el sufrimiento que ella padecería. Oyó interiormente una voz: " el corazón de San Vicente está profundamente afligido por los males que van a venir sobre Francia ". La misma voz añadió un poco mas tarde: " El corazón de San Vicente está mas consolado por haber obtenido de Dios, a través de la intercesión de la Santísima Virgen María, el que ninguna de las dos congregaciones perezca en medio de estas desgracias, sino que Dios hará uso de ellas para reanimar la fe ".
Visiones del Señor en la Eucaristía
Durante los 9 meses de su noviciado en la Rue du Bac, sor Catalina tuvo también la gracia especial de ver todos los días al Señor en el Santísimo Sacramento.
El domingo de la Santísima Trinidad, 6 de junio de 1830, el Señor se mostró durante el evangelio de la misa como un Rey, con una cruz en el pecho. De pronto, los ornamentos reales de Jesús cayeron por tierra, lo mismo que la cruz, como unos despojos desperdiciables. "Inmediatamente - escribió sor Catalina - tuve las ideas mas negras y terribles: que el Rey de la tierra estaba perdido y sería despojado de sus vestiduras reales. Sí, se acercaban cosa malas ".
Virgen Milagrosa Catalina sueña con ver a la Virgen
El domingo 18 de Julio 1830, víspera de la fiesta de San Vicente de Paúl, La maestra de novicias les había hablado sobre la devoción a los santos, y en particular a la Reina de todos ellos, María Santísima. Sus palabras, impregnadas de fe y de una ardiente piedad, avivaron en el corazón de Sor Laboure el deseo de ver y de contemplar el rostro de la Santísima Virgen. Como era víspera de San Vicente, les habían distribuido a cada una un pedacito de lienzo de un roquete del santo. Catalina se lo tragó y se durmió pensando que S. Vicente, junto con su ángel de la guarda, le obtendrían esa misma noche la gracia de ver a la Virgen como era su deseo. Precisamente, los anteriores favores recibidos en las diversas apariciones de San Vicente a Sor Catalina alimentaban en su corazón una confianza sin limites hacia su bienaventurado padre, y su candor y viva esperanza no la engañaron. "La confianza consigue todo cuanto espera" (San Juan de la Cruz).
El Angel la despierta
Todo era silencio en la sala donde dormía Sor Catalina y cerca de las 11:30 PM oyó que por tres veces la llamaban por su nombre. Se despertó y apartando un poco las cortinas de su cama miro del lado que venia la voz y vio entonces un niño vestido de blanco, que parecía tener como cuatro o cinco años, y el cual le dijo: "Levántate pronto y ven a la capilla; la Santísima Virgen te espera".
Sor Catalina vacila; teme ser notada de las otras novicias; pero el niño responde a su preocupación interior y le dice: "No temas; son las 11;30 p.m.; todas duermen muy bien. Ven yo te aguardo".
Ella no se detiene ya ni un momento; se viste con presteza y se pone a disposición de su misterioso guía, "que permanecía en pie sin separarse de la columna de su lecho."
Vestida Sor Catalina, el niño comienza a andar, y ella lo sigue marchando a "su lado izquierdo". Por donde quiera que pasaban las luces se encendían. El cuerpo del niño irradiaba vivos resplandores y a su paso todo quedaba iluminado.
Al llegar a la puerta de la capilla la encuentra cerrada; pero el niño toca la puerta con su dedito y aquella se abrió al instante.
Dice Catalina: "Mi sorpresa fue mas completa cuando, al entrar a la capilla, vi encendidas todas las velas y los cirios, lo que me recordaba la Misa de media noche". (todavía ella no ve a la Virgen)
El niño la llevó al presbiterio, junto al sillón destinado al P. Director, donde solía predicar a las Hijas de la Caridad, y allí se puso de rodillas, y el niño permaneció de pie todo el tiempo al lado derecho.
La espera le pareció muy larga, ya que con ansia deseaba ver a la Virgen. Miraba ella con cierta inquietud hacia la tribuna derecha, por si las hermanas de vela, que solían detenerse para hacer un acto e adoración, la veían.
Por fin llego la hora deseada, y el niño le dijo: "Ved aquí a la Virgen, vedla aquí"
Sor Catalina oyó como un rumor, como el roce de un traje de seda, que partía del lado de la tribuna, junto al cuadro de San José. Vio que una señora de extremada belleza, atravesaba majestuosamente el presbiterio, "fue a sentarse en un sillón sobre las gradas del altar mayor, al lado del Evangelio".
Aparición de la VirgenSor Catalina en el fondo de su corazón dudaba si verdaderamente estaba o no en presencia de la Reina de los Cielos, pero el niño le dijo: "Mira a la Virgen".
Le era casi imposible describir lo que experimentaba en aquel instante, lo que paso dentro de ella, y le parecía que no veía a la Santísima Virgen.
Entonces el niño le habló, no como niño, sino como el hombre mas enérgico y palabras muy fuertes: -"¿Por ventura no puede la Reina de los Cielos aparecerse a una pobre criatura mortal en la forma que mas le agrade?" "
Entonces, mirando a la Virgen, me puse en un instante a su lado, me arrodille en el presbiterio, con las manos apoyadas en las rodillas de la Santísima Virgen. "Allí pasé los momentos más dulces de mi vida; me sería imposible decir lo que sentí".
Ella me dijo cómo debía portarme con mi director, la manera de comportarme en las penas y acudir (mostrándome con la mano izquierda) a arrojarme al pie del altar y desahogar allí mi corazón, pues allí recibiría todos los consuelos de que tuviera necesidad. Entonces le pregunté que significaban las cosa que yo había visto, y ella me lo explicó todo ".
Instrucciones de la Santísima Virgen
Fueron muchas las confidencias que Sor Catalina recibió de los labios de María Santísima, pero jamas podremos conocerlas todas, porque respecto a algunas de ellas, le fue impuesto el mas absoluto secreto.
La Virgen le dio algunos consejos para su particular provecho espiritual: (La Virgen es Madre y Maestra)
1- Como debía comportarse con su director (humildad profunda y obediencia). Esto a pesar de que su confesor, el padre Juan María Aladel, no creyó sus visiones y le dijo que las olvidara.
2- La manera de comportarse en las penas, (paciencia, mansedumbre, gozo)
3- Acudir siempre (mostrándole con la mano izquierda) a arrojarse al pie del altar y desahogar su corazón, pues allí recibiría todos los consuelos de que tuviese necesidad. (corazón indiviso, no consuelos humanos)
La Virgen también le explicó el significado de todas las apariciones y revelaciones que había tenido de San. Vicente y del Señor.
Luego continuó diciéndole:
Dios quiere confiarte una misión; te costara trabajo, pero lo vencerás pensando que lo haces para la gloria de Dios. Tu conocerás cuan bueno es Dios. Tendrás que sufrir hasta que los digas a tu director. No te faltaran contradicciones; mas te asistirá la gracia; no temas. Háblale a tu director con confianza y sencillez; ten confianza no temas. Veras ciertas cosas; díselas. Recibirás inspiraciones en la oración.
Los tiempos son muy calamitosos. Han de llover desgracias sobre Francia. El trono será derribado. El mundo entero se verá afligido por calamidades de todas clases (al decir esto la Virgen estaba muy triste). Venid a los pies de este altar, donde se prodigaran gracias a todos los que las pidan con fervor; a todos, grandes y pequeños, ricos y pobres.
Deseo derramar gracias sobre tu comunidad; lo deseo ardientemente. Me causa dolor el que haya grandes abusos en la observancia, el que no se cumplan las reglas, el que haya tanta relajación en ambas comunidades a pesar de que hay almas grandes en ellas. Díselo al que esta encargado de ti, aunque no sea el superior. Pronto será puesto al frente de la comunidad. El deberá hacer cuanto pueda para restablecer el vigor de la regla. Cuando esto suceda otra comunidad se unirá a las de ustedes.
Vendrá un momento en que el peligro será grande; se creerá todo perdido; entonces yo estaré contigo, ten confianza. Reconocerás mi visita y la protección de Dios y de San Vicente sobre las dos comunidades..
Mas no será lo mismo en otras comunidades, en ellas habrá víctimas..(lagrimas en los ojos). El clero de París tendrá muchas víctimas..Morirá el señor Arzobispo.
Hija mía, será despreciada la cruz, y el Corazón de mi Hijo será otra vez traspasado; correrá la sangra por las calles ( la Virgen no podía hablar del dolor, las palabras se anudaban en su garganta; semblante pálido). El mundo entero se entristecerá . Ella piensa: ¿cuando ocurrirá esto? y una voz interior asegura: cuarenta años y diez y después la paz.
La Virgen, después de estar con ella unas dos horas, desaparece de la vista de Sor Catalina como una sombra que se desvanece.
En esta aparición la Virgen:
# Le comunica una misión que Dios le quiere confiar.
# La prepara con sabios consejos para que hable con sumisión y confianza a su director.
# Le anuncia futuros eventos para afianzar la fe de aquellos que pudieran dudar de la aparición.
# Le Regala una relación familiar de madre-hija: la ve, se acerca a ella, hablan con familiaridad y sencillez, la toca y la Virgen no solo consiente, sino que se sienta para que Catalina pueda aproximarse hasta el extremo de apoyar sus brazos y manos en las rodillas de la Reina del Cielo.
Todas las profecías se cumplieron:
1-la misión de Dios pronto le fue indicada con la revelación de la medalla milagrosa.
2-una semana después de esta aparición estallaba la revolución. Los revoltosos ocupaban las calles de París, saqueos, asesinatos, y finalmente era destronado Carlos X, sustituido por el "rey ciudadano" Luis Felipe I, gran maestro de la masonería.
3-El P. Aladel (director) es nombrado en 1846 Director de las Hijas de la Caridad, establece la observancia de la regla y hacia la década del 60 otra comunidad femenina se une a las Hijas de la Caridad.
4-En 1870 (a los 40 años) llegó el momento del gran peligro, con los horrores de la Comuna y el fusilamiento del Arzobispo Mons. Darboy y otros muchos sacerdotes.
5- solo queda por cumplir la ultima parte.
Aparición del 27 de noviembre del 1830
La tarde el 27 de Nov. de 1830, sábado víspera del primer domingo de Adviento, en la capilla, estaba Sor Catalina haciendo su meditación, cuando le pareció oír el roce de un traje de seda que le hace recordar la aparición anterior.
Aparece la Virgen Santísima, vestida de blanco con mangas largas y túnica cerrada hasta el cuello. Cubría su cabeza un velo blanco que sin ocultar su figura caía por ambos lados hasta los pies. Cuando quiso describir su rostro solo acertó a decir que era la Virgen María en su mayor belleza.
Sus pies posaban sobre un globo blanco, del que únicamente se veía la parte superior, y aplastaban una serpiente verde con pintas amarillas. Sus manos elevadas a la altura del corazón sostenían otro globo pequeño de oro, coronado por una crucecita.
La Stma. Virgen mantenía una actitud suplicante, como ofreciendo el globo. A veces miraba al cielo y a veces a la tierra. De pronto sus dedos se llenaron de anillos adornados con piedras preciosas que brillaban y derramaban su luz en todas direcciones, circundándola en este momento de tal claridad, que no era posible verla.
Tenia tres anillos en cada dedo; el mas grueso junto a la mano; uno de tamaño mediano en el medio, y no mas pequeño, en la extremidad. De las piedras preciosas de los anillos salían los rayos, que se alargaban hacia abajo; llenaban toda la parte baja.
Mientras Sor Catalina contemplaba a la Virgen, ella la miró y dijo a su corazón:
Este globo que ves (a los pies de la Virgen) representa al mundo entero, especialmente Francia y a cada alma en particular. Estos rayos simbolizan las gracias que yo derramo sobre los que las piden. Las perlas que no emiten rayos son las gracias de las almas que no piden.
Con estas palabras La Virgen se da a conocer como la mediadora de las gracias que nos vienen de Jesucristo.
El globo de oro (la riqueza de gracias) se desvaneció de entre las manos de la Virgen. Sus brazos se extendieron abiertos, mientras los rayos de luz seguían cayendo sobre el globo blanco de sus pies.
En este momento se apareció una forma ovalada en torno a la Virgen y en el borde interior apareció escrita la siguiente invocación: "María sin pecado concebida, ruega por nosotros, que acudimos a ti"
Estas palabras formaban un semicírculo que comenzaba a la altura de la mano derecha, pasaba por encima de la cabeza de la Santísima Virgen, terminando a la altura de la mano izquierda .
Oyó de nuevo la voz en su interior: "Haz que se acuñe una medalla según este modelo. Todos cuantos la lleven puesta recibirán grandes gracias. Las gracias serán mas abundantes para los que la lleven con confianza".
La aparición, entonces, dio media vuelta y quedo formado en el mismo lugar el reverso de la medalla.
En el aparecía una M, sobre la cual había una cruz descansando sobre una barra, la cual atravesaba la letra hasta un tercio de su altura, y debajo los corazones de Jesús y de María, de los cuales el primero estaba circundado de una corona de espinas, y el segundo traspasado por una espada. En torno había doce estrellas.
La misma aparición se repitió, con las mismas circunstancias, hacia el fin de diciembre de 1830 y a principios de enero de 1831. La Virgen dijo a Catalina: "En adelante, ya no veras , hija mía; pero oirás mi voz en la oración".
Un día que Sor Catalina estaba inquieta por no saber que inscripción poner en el reverso de la medalla, durante la oración, la Virgen le dijo: "La M y los dos corazones son bastante elocuentes".
Símbolos de la Medalla y mensaje espiritual:
En el Anverso:
-María aplastando la cabeza de la serpiente que esta sobre el mundo. Ella, la Inmaculada, tiene todo poder en virtud de su gracia para triunfar sobre Satanás.
-El color de su vestuario y las doce estrellas sobre su cabeza: la mujer del Apocalipsis, vestida del sol.
-Sus manos extendidas, transmitiendo rayos de gracia, señal de su misión de madre y mediadora de las gracias que derrama sobre el mundo y a quienes pidan.
-Jaculatoria: dogma de la Inmaculada Concepción (antes de la definición dogmática de 1854). Misión de intercesión, confiar y recurrir a la Madre.
-El globo bajo sus pies: Reina del cielos y tierra.
-El globo en sus manos: el mundo ofrecido a Jesús por sus manos.
En el reverso:
-La cruz: el misterio de redención- precio que pagó Cristo. obediencia, sacrificio, entrega
-La M: símbolo de María y de su maternidad espiritual.
-La barra: es una letra del alfabeto griego, "yota" o I, que es monograma del nombre, Jesús.
Agrupados ellos: La Madre de Jesucristo Crucificado, el Salvador.
-Las doce estrellas: signo de la Iglesia que Cristo funda sobre los apóstoles y que nace en el Calvario de su corazón traspasado.
-Los dos corazones: la corredención. Unidad indisoluble. Futura devoción a los dos y su reinado.
Nombre:
La Medalla se llamaba originalmente: "de la Inmaculada Concepción", pero al expandirse la devoción y haber tantos milagros concedidos a través de ella, se le llamó popularmente "La Medalla Milagrosa".
El 1830 es un año clave: tiene lugar en París la primera aparición moderna de la Virgen Santísima. Comienza lo que Pío XII llamó la "era de María", una etapa de repetidas visitaciones celestiales. Entre otras: La Salette, Lourdes, Fátima ... Y como en su visita a Santa Isabel, siempre viene para traernos gracia, para acercarnos a Jesús, el fruto bendito de su vientre. También para recordarnos el camino de salvación y advertirnos las consecuencias de optar por otros caminos.
Santa Catalina Labouré
Catalina nació el 2 de mayo de 1806, en Fain-les-Moutiers, Borgoña ( Francia ). Entró a la vida religiosa con la Hijas de la Caridad el 22 de enero de 1830 y después de tres meses de postulantado, 21 de abril, fue trasladada al noviciado de París, en la Rue du Bac, 140.
El Corazón de San Vicente
La novicia estaba presente cuando trasladaron los restos de su fundador, San Vicente de Paul, a la nueva iglesia de los Padres Paules a solo unas cuadras de su noviciado. El brazo derecho del santo fue a la capilla del noviciado. En esta capilla, durante la novena, Catalina vio el corazón de San Vicente en varios colores. De color blanco, significando la unión que debía existir entres las congregaciones fundadas por San Vicente. De color rojo, significando el fervor y la propagación que habían de tener dichas congregaciones. De color rojo oscuro, significando la tristeza por el sufrimiento que ella padecería. Oyó interiormente una voz: " el corazón de San Vicente está profundamente afligido por los males que van a venir sobre Francia ". La misma voz añadió un poco mas tarde: " El corazón de San Vicente está mas consolado por haber obtenido de Dios, a través de la intercesión de la Santísima Virgen María, el que ninguna de las dos congregaciones perezca en medio de estas desgracias, sino que Dios hará uso de ellas para reanimar la fe ".
Visiones del Señor en la Eucaristía
Durante los 9 meses de su noviciado en la Rue du Bac, sor Catalina tuvo también la gracia especial de ver todos los días al Señor en el Santísimo Sacramento.
El domingo de la Santísima Trinidad, 6 de junio de 1830, el Señor se mostró durante el evangelio de la misa como un Rey, con una cruz en el pecho. De pronto, los ornamentos reales de Jesús cayeron por tierra, lo mismo que la cruz, como unos despojos desperdiciables. "Inmediatamente - escribió sor Catalina - tuve las ideas mas negras y terribles: que el Rey de la tierra estaba perdido y sería despojado de sus vestiduras reales. Sí, se acercaban cosa malas ".
Virgen Milagrosa Catalina sueña con ver a la Virgen
El domingo 18 de Julio 1830, víspera de la fiesta de San Vicente de Paúl, La maestra de novicias les había hablado sobre la devoción a los santos, y en particular a la Reina de todos ellos, María Santísima. Sus palabras, impregnadas de fe y de una ardiente piedad, avivaron en el corazón de Sor Laboure el deseo de ver y de contemplar el rostro de la Santísima Virgen. Como era víspera de San Vicente, les habían distribuido a cada una un pedacito de lienzo de un roquete del santo. Catalina se lo tragó y se durmió pensando que S. Vicente, junto con su ángel de la guarda, le obtendrían esa misma noche la gracia de ver a la Virgen como era su deseo. Precisamente, los anteriores favores recibidos en las diversas apariciones de San Vicente a Sor Catalina alimentaban en su corazón una confianza sin limites hacia su bienaventurado padre, y su candor y viva esperanza no la engañaron. "La confianza consigue todo cuanto espera" (San Juan de la Cruz).
El Angel la despierta
Todo era silencio en la sala donde dormía Sor Catalina y cerca de las 11:30 PM oyó que por tres veces la llamaban por su nombre. Se despertó y apartando un poco las cortinas de su cama miro del lado que venia la voz y vio entonces un niño vestido de blanco, que parecía tener como cuatro o cinco años, y el cual le dijo: "Levántate pronto y ven a la capilla; la Santísima Virgen te espera".
Sor Catalina vacila; teme ser notada de las otras novicias; pero el niño responde a su preocupación interior y le dice: "No temas; son las 11;30 p.m.; todas duermen muy bien. Ven yo te aguardo".
Ella no se detiene ya ni un momento; se viste con presteza y se pone a disposición de su misterioso guía, "que permanecía en pie sin separarse de la columna de su lecho."
Vestida Sor Catalina, el niño comienza a andar, y ella lo sigue marchando a "su lado izquierdo". Por donde quiera que pasaban las luces se encendían. El cuerpo del niño irradiaba vivos resplandores y a su paso todo quedaba iluminado.
Al llegar a la puerta de la capilla la encuentra cerrada; pero el niño toca la puerta con su dedito y aquella se abrió al instante.
Dice Catalina: "Mi sorpresa fue mas completa cuando, al entrar a la capilla, vi encendidas todas las velas y los cirios, lo que me recordaba la Misa de media noche". (todavía ella no ve a la Virgen)
El niño la llevó al presbiterio, junto al sillón destinado al P. Director, donde solía predicar a las Hijas de la Caridad, y allí se puso de rodillas, y el niño permaneció de pie todo el tiempo al lado derecho.
La espera le pareció muy larga, ya que con ansia deseaba ver a la Virgen. Miraba ella con cierta inquietud hacia la tribuna derecha, por si las hermanas de vela, que solían detenerse para hacer un acto e adoración, la veían.
Por fin llego la hora deseada, y el niño le dijo: "Ved aquí a la Virgen, vedla aquí"
Sor Catalina oyó como un rumor, como el roce de un traje de seda, que partía del lado de la tribuna, junto al cuadro de San José. Vio que una señora de extremada belleza, atravesaba majestuosamente el presbiterio, "fue a sentarse en un sillón sobre las gradas del altar mayor, al lado del Evangelio".
Aparición de la VirgenSor Catalina en el fondo de su corazón dudaba si verdaderamente estaba o no en presencia de la Reina de los Cielos, pero el niño le dijo: "Mira a la Virgen".
Le era casi imposible describir lo que experimentaba en aquel instante, lo que paso dentro de ella, y le parecía que no veía a la Santísima Virgen.
Entonces el niño le habló, no como niño, sino como el hombre mas enérgico y palabras muy fuertes: -"¿Por ventura no puede la Reina de los Cielos aparecerse a una pobre criatura mortal en la forma que mas le agrade?" "
Entonces, mirando a la Virgen, me puse en un instante a su lado, me arrodille en el presbiterio, con las manos apoyadas en las rodillas de la Santísima Virgen. "Allí pasé los momentos más dulces de mi vida; me sería imposible decir lo que sentí".
Ella me dijo cómo debía portarme con mi director, la manera de comportarme en las penas y acudir (mostrándome con la mano izquierda) a arrojarme al pie del altar y desahogar allí mi corazón, pues allí recibiría todos los consuelos de que tuviera necesidad. Entonces le pregunté que significaban las cosa que yo había visto, y ella me lo explicó todo ".
Instrucciones de la Santísima Virgen
Fueron muchas las confidencias que Sor Catalina recibió de los labios de María Santísima, pero jamas podremos conocerlas todas, porque respecto a algunas de ellas, le fue impuesto el mas absoluto secreto.
La Virgen le dio algunos consejos para su particular provecho espiritual: (La Virgen es Madre y Maestra)
1- Como debía comportarse con su director (humildad profunda y obediencia). Esto a pesar de que su confesor, el padre Juan María Aladel, no creyó sus visiones y le dijo que las olvidara.
2- La manera de comportarse en las penas, (paciencia, mansedumbre, gozo)
3- Acudir siempre (mostrándole con la mano izquierda) a arrojarse al pie del altar y desahogar su corazón, pues allí recibiría todos los consuelos de que tuviese necesidad. (corazón indiviso, no consuelos humanos)
La Virgen también le explicó el significado de todas las apariciones y revelaciones que había tenido de San. Vicente y del Señor.
Luego continuó diciéndole:
Dios quiere confiarte una misión; te costara trabajo, pero lo vencerás pensando que lo haces para la gloria de Dios. Tu conocerás cuan bueno es Dios. Tendrás que sufrir hasta que los digas a tu director. No te faltaran contradicciones; mas te asistirá la gracia; no temas. Háblale a tu director con confianza y sencillez; ten confianza no temas. Veras ciertas cosas; díselas. Recibirás inspiraciones en la oración.
Los tiempos son muy calamitosos. Han de llover desgracias sobre Francia. El trono será derribado. El mundo entero se verá afligido por calamidades de todas clases (al decir esto la Virgen estaba muy triste). Venid a los pies de este altar, donde se prodigaran gracias a todos los que las pidan con fervor; a todos, grandes y pequeños, ricos y pobres.
Deseo derramar gracias sobre tu comunidad; lo deseo ardientemente. Me causa dolor el que haya grandes abusos en la observancia, el que no se cumplan las reglas, el que haya tanta relajación en ambas comunidades a pesar de que hay almas grandes en ellas. Díselo al que esta encargado de ti, aunque no sea el superior. Pronto será puesto al frente de la comunidad. El deberá hacer cuanto pueda para restablecer el vigor de la regla. Cuando esto suceda otra comunidad se unirá a las de ustedes.
Vendrá un momento en que el peligro será grande; se creerá todo perdido; entonces yo estaré contigo, ten confianza. Reconocerás mi visita y la protección de Dios y de San Vicente sobre las dos comunidades..
Mas no será lo mismo en otras comunidades, en ellas habrá víctimas..(lagrimas en los ojos). El clero de París tendrá muchas víctimas..Morirá el señor Arzobispo.
Hija mía, será despreciada la cruz, y el Corazón de mi Hijo será otra vez traspasado; correrá la sangra por las calles ( la Virgen no podía hablar del dolor, las palabras se anudaban en su garganta; semblante pálido). El mundo entero se entristecerá . Ella piensa: ¿cuando ocurrirá esto? y una voz interior asegura: cuarenta años y diez y después la paz.
La Virgen, después de estar con ella unas dos horas, desaparece de la vista de Sor Catalina como una sombra que se desvanece.
En esta aparición la Virgen:
# Le comunica una misión que Dios le quiere confiar.
# La prepara con sabios consejos para que hable con sumisión y confianza a su director.
# Le anuncia futuros eventos para afianzar la fe de aquellos que pudieran dudar de la aparición.
# Le Regala una relación familiar de madre-hija: la ve, se acerca a ella, hablan con familiaridad y sencillez, la toca y la Virgen no solo consiente, sino que se sienta para que Catalina pueda aproximarse hasta el extremo de apoyar sus brazos y manos en las rodillas de la Reina del Cielo.
Todas las profecías se cumplieron:
1-la misión de Dios pronto le fue indicada con la revelación de la medalla milagrosa.
2-una semana después de esta aparición estallaba la revolución. Los revoltosos ocupaban las calles de París, saqueos, asesinatos, y finalmente era destronado Carlos X, sustituido por el "rey ciudadano" Luis Felipe I, gran maestro de la masonería.
3-El P. Aladel (director) es nombrado en 1846 Director de las Hijas de la Caridad, establece la observancia de la regla y hacia la década del 60 otra comunidad femenina se une a las Hijas de la Caridad.
4-En 1870 (a los 40 años) llegó el momento del gran peligro, con los horrores de la Comuna y el fusilamiento del Arzobispo Mons. Darboy y otros muchos sacerdotes.
5- solo queda por cumplir la ultima parte.
Aparición del 27 de noviembre del 1830
La tarde el 27 de Nov. de 1830, sábado víspera del primer domingo de Adviento, en la capilla, estaba Sor Catalina haciendo su meditación, cuando le pareció oír el roce de un traje de seda que le hace recordar la aparición anterior.
Aparece la Virgen Santísima, vestida de blanco con mangas largas y túnica cerrada hasta el cuello. Cubría su cabeza un velo blanco que sin ocultar su figura caía por ambos lados hasta los pies. Cuando quiso describir su rostro solo acertó a decir que era la Virgen María en su mayor belleza.
Sus pies posaban sobre un globo blanco, del que únicamente se veía la parte superior, y aplastaban una serpiente verde con pintas amarillas. Sus manos elevadas a la altura del corazón sostenían otro globo pequeño de oro, coronado por una crucecita.
La Stma. Virgen mantenía una actitud suplicante, como ofreciendo el globo. A veces miraba al cielo y a veces a la tierra. De pronto sus dedos se llenaron de anillos adornados con piedras preciosas que brillaban y derramaban su luz en todas direcciones, circundándola en este momento de tal claridad, que no era posible verla.
Tenia tres anillos en cada dedo; el mas grueso junto a la mano; uno de tamaño mediano en el medio, y no mas pequeño, en la extremidad. De las piedras preciosas de los anillos salían los rayos, que se alargaban hacia abajo; llenaban toda la parte baja.
Mientras Sor Catalina contemplaba a la Virgen, ella la miró y dijo a su corazón:
Este globo que ves (a los pies de la Virgen) representa al mundo entero, especialmente Francia y a cada alma en particular. Estos rayos simbolizan las gracias que yo derramo sobre los que las piden. Las perlas que no emiten rayos son las gracias de las almas que no piden.
Con estas palabras La Virgen se da a conocer como la mediadora de las gracias que nos vienen de Jesucristo.
El globo de oro (la riqueza de gracias) se desvaneció de entre las manos de la Virgen. Sus brazos se extendieron abiertos, mientras los rayos de luz seguían cayendo sobre el globo blanco de sus pies.
En este momento se apareció una forma ovalada en torno a la Virgen y en el borde interior apareció escrita la siguiente invocación: "María sin pecado concebida, ruega por nosotros, que acudimos a ti"
Estas palabras formaban un semicírculo que comenzaba a la altura de la mano derecha, pasaba por encima de la cabeza de la Santísima Virgen, terminando a la altura de la mano izquierda .
Oyó de nuevo la voz en su interior: "Haz que se acuñe una medalla según este modelo. Todos cuantos la lleven puesta recibirán grandes gracias. Las gracias serán mas abundantes para los que la lleven con confianza".
La aparición, entonces, dio media vuelta y quedo formado en el mismo lugar el reverso de la medalla.
En el aparecía una M, sobre la cual había una cruz descansando sobre una barra, la cual atravesaba la letra hasta un tercio de su altura, y debajo los corazones de Jesús y de María, de los cuales el primero estaba circundado de una corona de espinas, y el segundo traspasado por una espada. En torno había doce estrellas.
La misma aparición se repitió, con las mismas circunstancias, hacia el fin de diciembre de 1830 y a principios de enero de 1831. La Virgen dijo a Catalina: "En adelante, ya no veras , hija mía; pero oirás mi voz en la oración".
Un día que Sor Catalina estaba inquieta por no saber que inscripción poner en el reverso de la medalla, durante la oración, la Virgen le dijo: "La M y los dos corazones son bastante elocuentes".
Símbolos de la Medalla y mensaje espiritual:
En el Anverso:
-María aplastando la cabeza de la serpiente que esta sobre el mundo. Ella, la Inmaculada, tiene todo poder en virtud de su gracia para triunfar sobre Satanás.
-El color de su vestuario y las doce estrellas sobre su cabeza: la mujer del Apocalipsis, vestida del sol.
-Sus manos extendidas, transmitiendo rayos de gracia, señal de su misión de madre y mediadora de las gracias que derrama sobre el mundo y a quienes pidan.
-Jaculatoria: dogma de la Inmaculada Concepción (antes de la definición dogmática de 1854). Misión de intercesión, confiar y recurrir a la Madre.
-El globo bajo sus pies: Reina del cielos y tierra.
-El globo en sus manos: el mundo ofrecido a Jesús por sus manos.
En el reverso:
-La cruz: el misterio de redención- precio que pagó Cristo. obediencia, sacrificio, entrega
-La M: símbolo de María y de su maternidad espiritual.
-La barra: es una letra del alfabeto griego, "yota" o I, que es monograma del nombre, Jesús.
Agrupados ellos: La Madre de Jesucristo Crucificado, el Salvador.
-Las doce estrellas: signo de la Iglesia que Cristo funda sobre los apóstoles y que nace en el Calvario de su corazón traspasado.
-Los dos corazones: la corredención. Unidad indisoluble. Futura devoción a los dos y su reinado.
Nombre:
La Medalla se llamaba originalmente: "de la Inmaculada Concepción", pero al expandirse la devoción y haber tantos milagros concedidos a través de ella, se le llamó popularmente "La Medalla Milagrosa".
lunes, 26 de noviembre de 2012
Lecturas
Yo, Juan, miré y en la visión apareció el Cordero de pie sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil que llevaban grabado en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre. Oí también un sonido que bajaba del cielo, parecido al estruendo del océano, y como el estampido de un trueno poderoso; era el son de arpistas que tañían sus arpas delante del trono, delante de los cuatro seres vivientes y los ancianos, cantando un cántico nuevo. Nadie podía aprender el cántico fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil, los adquiridos en la tierra. Éstos son los que siguen al Cordero adondequiera que vaya; los adquirieron como primicias de la humanidad para Dios y el Cordero. En sus labios no hubo mentira, no tienen falta.
En aquel tiempo, alzando Jesús los ojos, vio unos ricos que echaban donativos en el arca de las ofrendas; vio también una viuda pobre que echaba dos reales, y dijo:
-«Sabed que esa pobre viuda ha echado más que nadie, porque todos los demás han echado de lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.»
Palabra del Señor.
SAN SILVESTRE GOZZOLINI
Un santo es siempre un gran carácter. Para realizar su ideal de santidad, necesita una valentía a toda prueba, un espíritu de desprendimiento y de vencimiento propio que rara vez, alcanzan los héroes de los combates, o los de la ciencia.
Carácter indomable fue el de San Silvestre, gloria de Osimo. Su padre, Gislerio, hombre noble y de mucho prestigio en toda la comarca de Ancona, le envió primero a Padua y después a Bolonia para estudiar la jurisprudencia, que entonces y siempre ha sido utilísimo instrumento para labrarse una posición hermosa en el mundo. Pero no era eso precisamente lo que Silvestre deseaba. Más que hacia el mundo, su espíritu se encaminaba hacia Dios; y por eso, en vez de la ciencia del mundo, dedicóse a estudiar la teología, que es la ciencia de Dios. Cuando volvió a su casa díjole su padre:
—¿Quién eres?
—Tu hijo Silvestre Gozzolini—respondió él.
—No—respondió el ambicioso Gislerio—, tú no eres mi hijo; un teólogo no puede ser mi hijo Cuando venga mi hijo el jurisconsulto entonces le admitiré en mi casa...—y cerró la puerta.
Silvestre se marchó sin saber dónde iría. Dios lo guiaba. En el camino iba pensando como el pobrecillo de Asís: «Desde ahora podré decir más libre y confiadamente: Padre nuestro, que estás en los Cielos.»
En vez de embrollar pleitos, quiso salvar almas. Se hizo sacerdote, y después le dieron una canonjía en Osimo, y predicaba y buscaba las ovejas extraviadas de Cristo; y hablaba con amor a los pobres y a los humildes, y con fortaleza a los soberbios y a los poderosos. El obispo de la ciudad era un obispo como había muchos en aquel tiempo, en que los emperadores repartían las mitras y los báculos:
Gratiam Dei transferentes in luxuriam. También a él le predicó Silvestre el non licet de San Juan Bautista.
Era aquél un siglo de rebeldías y ambiciones. Había crímenes inauditos, luchas fratricidas de güelfos y gibelinos, de capuletos y monteseos, verdaderas aberraciones heréticas y lacras de vicios repugnantes. Las pasiones hervían; pero en el fondo de los corazones palpitaba aún la llama santa de la fe. La conciencia no se había adulterado todavía. El mal se llamaba mal, y el bien era respetado. San Francisco oyó una voz que le decía: «Afianza mi casa, porque se cae.» Esta voz sonó también en el corazón de Silvestre, y Silvestre fue uno de los grandes constructores de 1300.
Dios habla de muchas maneras a los hombres; y es un gran arte saber descifrar el lenguaje divino. Fue un día Silvestre al entierro de un pariente suyo, que había sido un hombre muy celebrado por su belleza. Pero la muerte había destruído aquello que fue el orgullo de su vida. Silvestre no pudo ver un rastro siquiera de su tez rosada, de la viveza de sus ojos, de sus formas intachables. Era un montón informe y monstruoso de podredumbre. Las cuencas de los ojos habíanse trocado en nido de gusanos. Este espectáculo encierra siempre una profunda lección. Las almas delicadas la comprenden. El canónigo de Osimo la comprendió también, como la comprenderá más tarde el duque de Gandía. Desde aquel instante se le clavaron a Silvestre en el corazón aquellas, palabras que había leído en el sarcófago de San Pedro Damiano: «Lo que tú eres, yo lo fuí; lo que yo soy, tú lo serás.» ¿Qué interés puede tener toda esperanza terrena para quien ha llegado a comprender el profundo sentido de esta sentencia?
Esa inteligencia iluminó el alma del joven clérigo como un relámpago. Otro relámpago fue para él aquella sentencia de Cristo: «El que quiera venir en pos de Mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame.» Silvestre dejó la canonjía, salió de la ciudad y se fue a buscar a Cristo en el desierto. Y allí vio pasar la gloria de Dios, como el profeta Elias.
El Fano es un monte cuya cresta verde se divisa entre nubes desde la cercana ciudad de Fabriano; es el monte donde se abrió el Cielo a los ojos de Silvestre. Pero antes tuvo él que cerrarlos a todo cuanto significa placer y comodidad. Tenia frecuentes coloquios con los habitantes del Paraíso. Los santos venían a visitarlo, rodeados de claridad, entre el silencio oscuro de la noche. Unas veces lo encontraban rezando de rodillas en un ángulo de su gruta: otras, durmiendo tendido en la tierra, que era su único lecho; otras, cenando su cuenco de hierbas y su vaso de agua limpia. Los ángeles cantaban entre tanto por el bosque. Si Silvestre hubiera sido poeta, habría dicho seguramente lo de San Juan de la Cruz:
¡Oh noche sosegada,
en par de los levantes de la aurora!
¡Oh música callada,
oh soledad sonora,
oh cena que recrea y enamora!
Por toda la comarca de Ancona, por toda Italia, empezó a hablarse de estas austeridades y penitencias. Las muchedumbres se acercaban al solitario y le confesaban sus pecados. Muchos se quedaron a hacerle compañía. En verdad que aquél era un siglo de generosidades. El que caía sabía levantarse y reintegrarse por la penitencia. Silvestre levanto para sus compañeros un monasterio, que se llamó de Monte Fano, y les dio una túnica azul, un ceñidor azul y un escapulario azul. Al monasterio de Monte Fano siguieron otros muchos de hombres y mujeres. En todos ellos se guardaba la regla de San Benito, pero Silvestre introdujo innovaciones en la organización; todas las fundaciones debían estar sujetas a las de Monte Fano, y los superiores serían temporales, perdiendo el título de abad. El abad feudal de aquella época feudal era un gran dignatario, que representaba riqueza, pompa, preeminencia social, y Silvestre estaba enamorado de la sencillez, de la pobreza, del silencio.
Era natural que el demonio estuviese irritado contra aquel hombre que le arrebataba un botín precioso. Y tal era su rabia, que llego a perseguirle de una manera pueril. El odio lo cegaba, y no le dejaba ver que estaba haciendo el ridículo. Trataba de asustar al anciano monje de mil maneras. Una noche simuló un furioso asalto al monasterio. Silvestre levantó la mano con una sonrisa de piadosa ironía, y todo desapareció. El enemigo, en venganza, cogió al santo y lo lanzó de una escalera abajo. Esto fue más grave, porque del golpe estuvo Silvestre a punto de morir; pero la Virgen vino a su celda, lo tocó y lo curó graciosamente. Las manos de la Virgen son medicina suave contra las enfermedades del cuerpo y del alma. Silvestre era un siervo enamorado de la bienaventurada Virgen María. Pero estaba ya viejo; había trabajado mucho, había levantado muchos monasterios, había hecho penitencias inverosímiles, y tenía ya noventa años. Al fin, su cuerpo se desmoronó y su alma voló al Cielo. Pero su aliento vive todavía en la Congregación de los Silvestrinos por él fundada.
Carácter indomable fue el de San Silvestre, gloria de Osimo. Su padre, Gislerio, hombre noble y de mucho prestigio en toda la comarca de Ancona, le envió primero a Padua y después a Bolonia para estudiar la jurisprudencia, que entonces y siempre ha sido utilísimo instrumento para labrarse una posición hermosa en el mundo. Pero no era eso precisamente lo que Silvestre deseaba. Más que hacia el mundo, su espíritu se encaminaba hacia Dios; y por eso, en vez de la ciencia del mundo, dedicóse a estudiar la teología, que es la ciencia de Dios. Cuando volvió a su casa díjole su padre:
—¿Quién eres?
—Tu hijo Silvestre Gozzolini—respondió él.
—No—respondió el ambicioso Gislerio—, tú no eres mi hijo; un teólogo no puede ser mi hijo Cuando venga mi hijo el jurisconsulto entonces le admitiré en mi casa...—y cerró la puerta.
Silvestre se marchó sin saber dónde iría. Dios lo guiaba. En el camino iba pensando como el pobrecillo de Asís: «Desde ahora podré decir más libre y confiadamente: Padre nuestro, que estás en los Cielos.»
En vez de embrollar pleitos, quiso salvar almas. Se hizo sacerdote, y después le dieron una canonjía en Osimo, y predicaba y buscaba las ovejas extraviadas de Cristo; y hablaba con amor a los pobres y a los humildes, y con fortaleza a los soberbios y a los poderosos. El obispo de la ciudad era un obispo como había muchos en aquel tiempo, en que los emperadores repartían las mitras y los báculos:
Gratiam Dei transferentes in luxuriam. También a él le predicó Silvestre el non licet de San Juan Bautista.
Era aquél un siglo de rebeldías y ambiciones. Había crímenes inauditos, luchas fratricidas de güelfos y gibelinos, de capuletos y monteseos, verdaderas aberraciones heréticas y lacras de vicios repugnantes. Las pasiones hervían; pero en el fondo de los corazones palpitaba aún la llama santa de la fe. La conciencia no se había adulterado todavía. El mal se llamaba mal, y el bien era respetado. San Francisco oyó una voz que le decía: «Afianza mi casa, porque se cae.» Esta voz sonó también en el corazón de Silvestre, y Silvestre fue uno de los grandes constructores de 1300.
Dios habla de muchas maneras a los hombres; y es un gran arte saber descifrar el lenguaje divino. Fue un día Silvestre al entierro de un pariente suyo, que había sido un hombre muy celebrado por su belleza. Pero la muerte había destruído aquello que fue el orgullo de su vida. Silvestre no pudo ver un rastro siquiera de su tez rosada, de la viveza de sus ojos, de sus formas intachables. Era un montón informe y monstruoso de podredumbre. Las cuencas de los ojos habíanse trocado en nido de gusanos. Este espectáculo encierra siempre una profunda lección. Las almas delicadas la comprenden. El canónigo de Osimo la comprendió también, como la comprenderá más tarde el duque de Gandía. Desde aquel instante se le clavaron a Silvestre en el corazón aquellas, palabras que había leído en el sarcófago de San Pedro Damiano: «Lo que tú eres, yo lo fuí; lo que yo soy, tú lo serás.» ¿Qué interés puede tener toda esperanza terrena para quien ha llegado a comprender el profundo sentido de esta sentencia?
Esa inteligencia iluminó el alma del joven clérigo como un relámpago. Otro relámpago fue para él aquella sentencia de Cristo: «El que quiera venir en pos de Mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame.» Silvestre dejó la canonjía, salió de la ciudad y se fue a buscar a Cristo en el desierto. Y allí vio pasar la gloria de Dios, como el profeta Elias.
El Fano es un monte cuya cresta verde se divisa entre nubes desde la cercana ciudad de Fabriano; es el monte donde se abrió el Cielo a los ojos de Silvestre. Pero antes tuvo él que cerrarlos a todo cuanto significa placer y comodidad. Tenia frecuentes coloquios con los habitantes del Paraíso. Los santos venían a visitarlo, rodeados de claridad, entre el silencio oscuro de la noche. Unas veces lo encontraban rezando de rodillas en un ángulo de su gruta: otras, durmiendo tendido en la tierra, que era su único lecho; otras, cenando su cuenco de hierbas y su vaso de agua limpia. Los ángeles cantaban entre tanto por el bosque. Si Silvestre hubiera sido poeta, habría dicho seguramente lo de San Juan de la Cruz:
¡Oh noche sosegada,
en par de los levantes de la aurora!
¡Oh música callada,
oh soledad sonora,
oh cena que recrea y enamora!
Por toda la comarca de Ancona, por toda Italia, empezó a hablarse de estas austeridades y penitencias. Las muchedumbres se acercaban al solitario y le confesaban sus pecados. Muchos se quedaron a hacerle compañía. En verdad que aquél era un siglo de generosidades. El que caía sabía levantarse y reintegrarse por la penitencia. Silvestre levanto para sus compañeros un monasterio, que se llamó de Monte Fano, y les dio una túnica azul, un ceñidor azul y un escapulario azul. Al monasterio de Monte Fano siguieron otros muchos de hombres y mujeres. En todos ellos se guardaba la regla de San Benito, pero Silvestre introdujo innovaciones en la organización; todas las fundaciones debían estar sujetas a las de Monte Fano, y los superiores serían temporales, perdiendo el título de abad. El abad feudal de aquella época feudal era un gran dignatario, que representaba riqueza, pompa, preeminencia social, y Silvestre estaba enamorado de la sencillez, de la pobreza, del silencio.
Era natural que el demonio estuviese irritado contra aquel hombre que le arrebataba un botín precioso. Y tal era su rabia, que llego a perseguirle de una manera pueril. El odio lo cegaba, y no le dejaba ver que estaba haciendo el ridículo. Trataba de asustar al anciano monje de mil maneras. Una noche simuló un furioso asalto al monasterio. Silvestre levantó la mano con una sonrisa de piadosa ironía, y todo desapareció. El enemigo, en venganza, cogió al santo y lo lanzó de una escalera abajo. Esto fue más grave, porque del golpe estuvo Silvestre a punto de morir; pero la Virgen vino a su celda, lo tocó y lo curó graciosamente. Las manos de la Virgen son medicina suave contra las enfermedades del cuerpo y del alma. Silvestre era un siervo enamorado de la bienaventurada Virgen María. Pero estaba ya viejo; había trabajado mucho, había levantado muchos monasterios, había hecho penitencias inverosímiles, y tenía ya noventa años. Al fin, su cuerpo se desmoronó y su alma voló al Cielo. Pero su aliento vive todavía en la Congregación de los Silvestrinos por él fundada.
domingo, 25 de noviembre de 2012
Domingo 34 de TO 25-11-2012
Lecturas
Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él.
Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
Jesucristo es el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra.
Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre.
A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Mirad: El viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa. Sí. Amén.
Dice el Señor Dios: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso.»
En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús:
- « ¿Eres tú el rey de los judíos?»
Jesús le contestó:
- « ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? »
Pilato replicó:
-« ¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»
Jesús le contestó:
- «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.»
Pilato le dijo:
- «Conque, ¿tú eres rey?»
Jesús le contestó:
- «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.»
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homilía
La crisis económica que afecta sobre todo a Occidente, esconde otra crisis, si cabe, más grave, la crisis moral.
La vida boyante, la búsqueda alocada del placer, el debilitamiento del altruismo, el egoísmo, la apatía hacia la función pública, el aprovechamiento de las instituciones para el enriquecimiento propio y, en definitiva, la falta de valores, han desembocado en una corrupción generalizada sin precedentes.
Como siempre, queda un resto santo insobornable, que puede ser la base de una regeneración en valores firmes, que culmine en un liderazgo moral sólido.
Ahora no lo hay. El pueblo asiste atónico y como amuermado al espectáculo de prevaricaciones, robos o tráficos de influencia de muchos de nuestros dirigentes, que deberían dar ejemplo de coherencia, veracidad, honradez y rectitud.
Lo malo es que terminen convirtiéndose estos hechos como algo normal.
Probablemente lo que se conoce sea tan sólo la punta del iceberg.
Hace unos días me contaba un amigo jubilado por enfermedad, que fue invitado junto con su esposa y el resto de los trabajadores de la empresa donde trabajaba, también acompañados de sus respectivas esposas, a una comida de hermanad organizada por la dirección de la misma. Al final del banquete les pidieron que cada pareja recogiera una bonita carpeta como obsequio; la mayoría cogieron dos, de modo que los últimos se quedaron sin ninguna.
A la vuelta, algunos de estos ladronzuelos de guante blanco dialogaban entre sí sobre las corruptelas del Gobierno.
Mi amigo me comentaba con qué categoría moral se puede reclamar a los de arriba si desde las bajas esferas se admite sin tapujos cualquier delito menor.
Todo esto trae como consecuencia el desarrollo de la desconfianza.
Sin embargo, no han pasado tantos años desde que la palabra era ley y se fijaban los tratos con un simple apretón de manos, o se dejaban las puertas abiertas sin temor a posibles robos.
La fiesta de hoy sigue siendo de vigente actualidad.
Cuando el dinero, el poder y la gloria se han erigido como suprema aspiración para una mayoría considerable de nuestra sociedad, es necesario volver los ojos a quien ostenta el liderazgo moral absoluto: Jesucristo. El nos da el sentido auténtico del ejercicio de la autoridad.
Mientras” los reyes de la tierra tiranizan y sojuzgan a sus súbditos” los seguidores del Maestro debemos tener un punto de mira distinto: ponernos los últimos de todos.
Y, si en algo hemos de destacar ha de ser el servicio humilde y desinteresado, en la lucha por la justicia y la libertad, en la reconciliación y en la paz.
Jamás aceptó Jesús una realeza terrena, aunque le fue ofrecida. Al contrario, huyó de los aduladores de turno y de quienes querían colocarle al frente del pueblo, sentado en un trono.
Solamente asumió su categoría real ante Pilato (“Tú lo dices; soy rey), cuando sus palabras no podían ser equívocas: “mi Reino no es de este mundo”.
Las vejaciones posteriores: viejas vestiduras, caña, corona de espinas, el trono de la cruz, vinieron a confirmar, sin que sus enemigos se dieran cuenta, su función mesiánica, con una frase inscrita en hebreo, latín y griego en el mismo madero donde agonizaba: “Jesús nazareno, rey de los judíos.
El profeta Daniel nos presenta la figura del Hijo del Hombre con un poder eterno.
Jesús se aplica este término a sí mismo como muestra de su victoria sobre los poderes del mundo.
El Apocalipsis incide en semejante contenido al adjudicar a Jesús el principado sobre los reyes de la tierra, como el único a quien debe darse “la gloria y el poder por los siglos de los siglos”.
Cristo ha venido para instaurar el Reinado de Dios, que nace, crece y madura en el corazón de cada persona que acepta el mensaje evangélico y se convierte en semilla, en tierra fecunda, en levadura, en tesoro escondido... en encuentro definitivo con quien es la fuente de la vida. El Hijo del Hombre vendrá sobre las nubes del cielo con poder y majestad (Mt. 25, 31) para consumar, como reza el prefacio de la Eucaristía de hoy,” el misterio de la redención humana y, sometiendo a su poder la creación entera, entregar a su majestad infinita un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”.
La escena del Juicio Final, tan magníficamente recreada por Miguel Angel en la Capilla Sextina de Roma, va repasando en imágenes figuras humanas. El alma se presenta desnuda frente a su Creador al resplandor de la verdad y la justicia. De nada valdrán en ese momento los poderes fácticos de la Tierra, pues seremos juzgados por el amor que hayamos irradiado.
Hay gente que dice que no espera nada de la justicia de los hombres; puede que tengan razón.
El diálogo entre Jesús, cubierto con una túnica ensangrentada y coronado de espinas, y Pilato, ostentador del poder y la dominación romana, visualiza la concepción de dos mundos distintos y, a menudo, opuestos.
Pilato simboliza el poder que domina por la fuerza, proscribe, despersonaliza, castiga o condena a los opositores.
Cristo da ejemplo de cómo es y será su reinado; en él prevalece la fuerza del servicio que no crea dominación, imposiciones, castigos y condenas. Sus súbditos actúan por convicción y aceptan libremente su seguimiento.
Como contrapartida, nos asegura su presencia misteriosa hasta el final de los tiempos para que vivamos felices con El.
Hoy acaba el Año Litúrgico y se abrirá otro con el Adviento el próximo domingo, mientras nos movemos en plena zozobra por la falta de un liderazgo moral que enderece el barco sin rumbo del mal llamado ”mundo desarrollado”.
La vida sigue y la esperanza, a pesar de todo, todavía está viva.
SANTA CATALINA DE ALEJANDRÍA
Brilla, entre el coro de los sabios alejandrinos, una mujer en quien el fuego de la rosa se junta a la blancura de la nieve. Tiene sangre leal como Cleopatra, y con la alcurnia, que invita al poder, la belleza, que deslumbra los corazones. Pero no piensa en brillantes gasas tejidas de perlas, ni en serviles reverencias de eunucos, ni en requiebros de emperadores. Su pasión es buscar la verdad. Alejandría es la ciudad de las escuelas y de los pensadores. Tiene el Didascáleo, donde enseñó Orígenes; el Museo, donde aún queda el eco de la voz cálida de Plotino, y la iglesia de los cristianos, ennoblecida ahora por la palabra apostólica de Pedro el Patriarca. La hija de antiguos reyes, Catalina, la pura, la blanca, recorre todas las escuelas, pregunta a todos los sabios y lee todos los libros; alimenta su espÌritu en las fuentes del idealismo platónico, recoge la savia panteísta de la Encéadas, de Plotino, y escucha con avidez a los catequistas evangélicos. Discute, analiza, rechaza. La mitología pagana repugna a su espíritu, más aristocrático que su sangre; el misticismo neoplatónico parece hacer vibrar a ratos las delicadas fibras de su sentimiento; pero más que nada le cautiva le enseñanza del obispo Pedro; aquella moral tan pura, aquel profeta tan sublime, aquel sermón de la Montaña y aquella Virgen Madre, de tan divina grandeza. Es cristiana de corazón, aunque no ha recibido la gracia bautismal. Pero hela aquí inquieta por un sueño nocturno: ha visto a la Virgen de que le hablaban en la asamblea de los cristianos, teniendo en los brazos a su Hijo. La Madre le sonríe dulcemente; pero el Niño parecía retirar su dulce mirada, como si hubiese en ella algo que le disgustase: «Sí -debió decirse la joven-, es la mancha del pecado original. » E inmediatamente fue a lavarse en las aguas bautismales.
El emperador Diocleciano acababa de retirarse a cultivar filosóficamente sus jardines de Salona; Maximiano Hércules, su colega, se entregaba a los más innobles placeres en sus palacios de Lucania; pero al frente del Imperio habían dejado unos dignos continuadores de su política anticristiana. Maximino Daia gobernaba en Siria y Egipto. Era un hombre semibárbaro, una fiera salvaje del Danubio, que habían soltado en las cultas ciudades del Oriente. El mundo -dice Lactancia- era para este cesar un juguete. El carácter de su persecución se distingue por los ultrajes hechos a las mujeres. Cuantas habían tenido la desgracia de agradarle, eran arrancadas a sus maridos y a sus padres para aumentar su serrallo. Por dondequiera que pasaba iba sembrando la vergüenza y la desolación. En Alejandría sus atentados fueron horribles e innumerables; las más nobles matronas, deshonradas por Èl. Tal vez Catalina pudo pasar inadvertida entre la multitud de los letrados, de la ciudad; pero su corazón ardiente e incapaz de dominar una generosa indignación y de soportar aquellas infamias, la llevó a traicionarse, presentándose al emperador para echarle en cara sus crímenes y demostrarle la vanidad de la religión pagana. Dado el carácter de Maximino, a la provocación parece que debiera haber respondido con la violencia; pero el ardor de la joven, su hermosura, su distinción, su elocuencia, le inspiraron el medio de conseguir una victoria más completa. «En estos enemigos de Cristo-escribe Lactancio-la vanagloria se juntaba a la envidia. No podían sufrir que los mártires tuviesen el honor de haberlos vencido, ni por el espíritu ni por los tormentos. » Este sentimiento es el que movió a que los perseguidores se fijaran, sobre todo, en los hombres de letras. En España. Osio daba testimonio de fe; el doctor Pánfilo gemía en las cárceles de Cesarea, y en la misma Alejandría el noble Edesio, que vestía el manto de los filósofos, acababa de ser arrojado al mar.
Ahora se necesitaba ganar para el paganismo a aquella joven intrépida, y si no era fácil convencerla, al menos se la podría confundir. Organizóse una disputa pública. Atraídos tanto por la gracia de la doncella como por la vanidad científica, aparecieron los más famosos maestros de las escuelas alejandrinas: secuaces de Pitágoras, comentaristas de Platón, continuadores de Jámblico y Plotino, librepensadores a estilo de Porfirio. Catalina desenmascaró los absurdos de la mitología pagana, escuela de corrupción y origen de confusión en el terreno de la filosofía. La tarea fue fácil, porque nadie creía ya en Zeus, ni en Juno, ni en Venus, ni en el cojo Vulcano. La verdadera dificultad estaba en rebatir aquel deísmo ondulante y seudomístico que dominaba entonces en la escuela de Alejandría; aquella filosofía de Porfirio, que analizaba los libros santos con la sutil ironía de Renán, y citaba las palabras de Jesús como oráculos de un hombre bueno, de un sabio, de un inmortal; y recogía su moral austera, declarando al mismo tiempo guerra de exterminio a los cristianos. Aquí estaba el campo de la lucha ideológica entre el paganismo y el cristianismo, y aquí es donde brilló con toda su agudeza el genio filosófico de Catalina. Contestaba con rapidez, desentrañaba los argumentos, deshacía los sofismas, y los versos de Homero se juntaban en sus labios con las sentencias de Platón y los textos de los profetas. Fue una victoria completa coronada por los aplausos de la multitud y por la conversión de casi todos sus enemigos.
Y vino después la victoria de la sangre: promesas halagadoras, azotes sangrientos, y aquella rueda armada de cuchillos, aquel complicado artilugio que debía desgarrar su cuerpo, y que se hace pedazos al contacto de su carne virginal, y, finalmente, la muerte por la espada, que hace brotar la sangre inocente, más elocuente aún que su palabra.
El emperador Diocleciano acababa de retirarse a cultivar filosóficamente sus jardines de Salona; Maximiano Hércules, su colega, se entregaba a los más innobles placeres en sus palacios de Lucania; pero al frente del Imperio habían dejado unos dignos continuadores de su política anticristiana. Maximino Daia gobernaba en Siria y Egipto. Era un hombre semibárbaro, una fiera salvaje del Danubio, que habían soltado en las cultas ciudades del Oriente. El mundo -dice Lactancia- era para este cesar un juguete. El carácter de su persecución se distingue por los ultrajes hechos a las mujeres. Cuantas habían tenido la desgracia de agradarle, eran arrancadas a sus maridos y a sus padres para aumentar su serrallo. Por dondequiera que pasaba iba sembrando la vergüenza y la desolación. En Alejandría sus atentados fueron horribles e innumerables; las más nobles matronas, deshonradas por Èl. Tal vez Catalina pudo pasar inadvertida entre la multitud de los letrados, de la ciudad; pero su corazón ardiente e incapaz de dominar una generosa indignación y de soportar aquellas infamias, la llevó a traicionarse, presentándose al emperador para echarle en cara sus crímenes y demostrarle la vanidad de la religión pagana. Dado el carácter de Maximino, a la provocación parece que debiera haber respondido con la violencia; pero el ardor de la joven, su hermosura, su distinción, su elocuencia, le inspiraron el medio de conseguir una victoria más completa. «En estos enemigos de Cristo-escribe Lactancio-la vanagloria se juntaba a la envidia. No podían sufrir que los mártires tuviesen el honor de haberlos vencido, ni por el espíritu ni por los tormentos. » Este sentimiento es el que movió a que los perseguidores se fijaran, sobre todo, en los hombres de letras. En España. Osio daba testimonio de fe; el doctor Pánfilo gemía en las cárceles de Cesarea, y en la misma Alejandría el noble Edesio, que vestía el manto de los filósofos, acababa de ser arrojado al mar.
Ahora se necesitaba ganar para el paganismo a aquella joven intrépida, y si no era fácil convencerla, al menos se la podría confundir. Organizóse una disputa pública. Atraídos tanto por la gracia de la doncella como por la vanidad científica, aparecieron los más famosos maestros de las escuelas alejandrinas: secuaces de Pitágoras, comentaristas de Platón, continuadores de Jámblico y Plotino, librepensadores a estilo de Porfirio. Catalina desenmascaró los absurdos de la mitología pagana, escuela de corrupción y origen de confusión en el terreno de la filosofía. La tarea fue fácil, porque nadie creía ya en Zeus, ni en Juno, ni en Venus, ni en el cojo Vulcano. La verdadera dificultad estaba en rebatir aquel deísmo ondulante y seudomístico que dominaba entonces en la escuela de Alejandría; aquella filosofía de Porfirio, que analizaba los libros santos con la sutil ironía de Renán, y citaba las palabras de Jesús como oráculos de un hombre bueno, de un sabio, de un inmortal; y recogía su moral austera, declarando al mismo tiempo guerra de exterminio a los cristianos. Aquí estaba el campo de la lucha ideológica entre el paganismo y el cristianismo, y aquí es donde brilló con toda su agudeza el genio filosófico de Catalina. Contestaba con rapidez, desentrañaba los argumentos, deshacía los sofismas, y los versos de Homero se juntaban en sus labios con las sentencias de Platón y los textos de los profetas. Fue una victoria completa coronada por los aplausos de la multitud y por la conversión de casi todos sus enemigos.
Y vino después la victoria de la sangre: promesas halagadoras, azotes sangrientos, y aquella rueda armada de cuchillos, aquel complicado artilugio que debía desgarrar su cuerpo, y que se hace pedazos al contacto de su carne virginal, y, finalmente, la muerte por la espada, que hace brotar la sangre inocente, más elocuente aún que su palabra.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)