sábado, 30 de junio de 2018
Lecturas
Ha destruido el Señor, sin piedad, todas las moradas de Jacob; ha destrozado, lleno de cólera, las fortalezas de la hija de Judá; echó por tierra y profanó el reino y a sus príncipes.
Se sientan silenciosos en el suelo los ancianos de la hija de Sion; cubren de polvo su cabeza y se ciñen con saco; humillan hasta el suelo la cabeza. Las doncellas de Jerusalén.
Se consumen en lágrimas mis ojos, se conmueven mis entrañas; muy profundo es mi dolor por la ruina de la hija de mí pueblo; los niños y lactantes desfallecen por las plazas de la ciudad.
Preguntan a sus madres: «¿Dónde hay pan y vino?», mientras agonizan, como los heridos, por las plazas de la ciudad, exhalando su último aliento en el regazo de sus madres.
¿ A quién te compararé, a quién te igualaré, hija de Jerusalén? ¿Con quién te equipararé para consolarte, doncella, hija de Sión?; pues es grande como el mar tu desgracia: ¿quién te podrá curar? Tus profetas te ofrecían visiones falsas y vanas; y no denunciaron tu culpa para que cambiara tu suerte, sino que te anunciaron oráculos falsos y seductores.
Sus corazones claman al Señor.
Muralla de la hija de Sión ¡derrama como un torrente tus lágrimas día y noche; no te des tregua, no descansen tus ojos!
Levántate, grita en la noche, al relevo de la guardia; derrama como agua tu corazón en presencia del Señor; levanta tus manos hacia él por la vida de tus niños, que desfallecen de hambre por las esquinas de las calles.
En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole:
«Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho». Jesús le contestó:
«Voy yo a curarlo».
Pero el centurión le replicó:
«Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le dijo a uno: “Ve”, y va; al otro: “Ven”, y viene; a mi criado: “Haz esto”, y lo hace». Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían:
«En verdad os digo que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los hijos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes». Y dijo Jesús al centurión:
«Vete, que te suceda según has creído». Y en aquel momento se puso bueno el criado.
Al llegar Jesús a casa de Pedro, vio a su suegra en cama con fiebre; la tocó su mano y se le pasó la fiebre; se levantó y se puso a servirle.
Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él, con su palabra, expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: «Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades».
Palabra del Señor.
Primeros Mártires de la Iglesia Romana
Nada sabemos de sus nombres, salvo que los apóstoles Pedro y Pablo encabezaron este ejército de los primeros mártires romanos, víctimas en el año 64 de la persecución de Nerón tras el incendio de Roma. A veces me he preguntado si estaría entre ellos una ilustre dama romana, Pomponia Graecina, esposa de Aulo Plaucio, gobernador de Britania. Antiguas leyendas incluso hacen de Pomponia una princesa britana y la relacionan con los orígenes del cristianismo en las Islas Británicas. Pero no parece probable que aquella mujer se contara entre los mártires de la primera persecución contra los cristianos. Sin embargo, hay indicios escritos y arqueológicos que permiten asegurar que hacia el año 57 ó 58, Pomponia dio también testimonio, aunque incruento, de su fe cristiana. Los Anales de Tácito (XIII, 32) aseguran que fue acusada de “superstición extranjera”, algo que podría hacer referencia a su condición de cristiana. Se constituyó un tribunal doméstico, presidido por su marido, y que finalmente proclamó la inocencia de la esposa, tras una indagación sobre su vida y su fama. Con todo, Tácito atribuye a Pomponia el carácter de “una persona afligida”, alguien que durante cuarenta años llevó luto por el asesinato de Julia, una víctima más entre los miembros de una familia imperial, diezmada por las ejecuciones o envenenamientos que el círculo del poder disponía de forma arbitraria. Acaso esa aflicción no procediera de una mera tristeza humana sino del deseo de mantenerse al margen de una sociedad marcada por el crimen y la corrupción. Quizás la tristeza que Tácito ve en Pomponia no fuera tal sino un aire de seriedad, una expresión de desaprobación por un ambiente en el que no se respira a gusto, pero en el que hay que estar necesariamente en función de las obligaciones familiares y sociales. Habría que pensar que Pomponia no borraría por completo su afabilidad femenina y su “saber estar”, pese a algunas apariencias externas. En el cristiano no puede caber la tristeza. Las únicas lágrimas que puede derramar son las del amor, como las que derramó Cristo a la vista de Jerusalén. Pero cuando alrededor de alguien, se extienden las risas maliciosas, las alusiones de dudoso gusto y, en general, todas las dimensiones de las lenguas desatadas, es comprensible que pueda adoptar una expresión de seriedad. Sea como fuere, Pomponia padeció en su fama y en su ánimo por seguir a Cristo. Como en todas las épocas, los cristianos que están en el mundo, pero no son del mundo, son señalados con el dedo, tachados de locos o etiquetados con calumnias.
Pomponia Graecina es también un personaje secundario de la célebre novela Quo Vadis de Henryk Sienckewicz. La matrona romana acoge en su casa y educa en la fe cristiana a Ligia, la hija del rey de los ligios reducida a la esclavitud. El novelista polaco presenta a Pomponia como un modelo de virtud femenina en una sociedad corrompida. En las páginas de su obra se trasluce que ha leído a Tácito, sobre todo cuando describe la persecución neroniana, cuando “se empezó a detener abiertamente a los que confesaban su fe” (Anales XV, 44). Tácito no expresa la menor simpatía por los cristianos, tal y como demuestran los calificativos que aparecen en el muchas veces citado pasaje: “ignominias”, “execrable superstición”, “atrocidades y vergüenzas”, “odio al género humano”, “culpables”, “merecedores del máximo castigo”... Lo de menos es que fuera verdad o mentira que los cristianos hubieran incendiado Roma, el odio se había desatado y todos tenían que morir. Poco más de treinta años después de la crucifixión de Cristo, se cumplía el pronóstico del Maestro de que sus seguidores serían también perseguidos y de que serían odiados por su causa. Tácito especifica claramente los géneros de muerte que se aplicaron a los cristianos: “A su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche”.
Juan Pablo II reflexionó sobre aquellos primeros mártires de la Iglesia romana con motivo del preestreno de un film polaco, que pudo ver en la tarde del 30 de agosto de 2001. Se trataba de la quinta versión cinematográfica de Quo Vadis, adaptado y dirigido por Jerzy Kawalerowicz, uno de los más importantes directores de la cinematografía polaca desde la década de 1960. Me sorprendió que Kawalerowicz dirigiera esta película, dados sus antecedentes: realizó Madre Juana de los Ángeles, escandalosa crónica de un supuesto caso de posesión demoníaca en un convento francés del siglo XVII, y también fue autor de Faraón, una superproducción en la que presentaba a un desconocido faraón, Ramsés XIII, como un gobernante manipulado por los sacerdotes de Amón. Detrás de esta historia algunos críticos veían una referencia a la Iglesia católica en sus relaciones con el Estado polaco. Pero en Polonia han cambiado muchas cosas. El hoy octogenario Kawalerowicz se hacía, con ocasión del lanzamiento de su película, esta pregunta: Quo vadis, homo?, ¿Hacia dónde va el hombre contemporáneo? Tras la proyección de Quo Vadis, el Papa matizaba la misma pregunta: “¿Vas al encuentro de Cristo o sigues otros caminos que te llevan lejos de él y de ti mismo?”. El recuerdo de los primeros mártires romanos era para Juan Pablo II mucho más que un dato histórico. De allí surge una reflexión enteramente actual, una llamada para los cristianos de hoy de tiempos futuros: “Es necesario recordar el drama que experimentaron en su alma, en el que se confrontaron el temor humano y la valentía sobrehumana, el deseo de vivir y la voluntad de ser fieles hasta la muerte, el sentido de la soledad ante el odio inmutable y, al mismo tiempo, la experiencia de la fuerza que proviene de la cercana e invisible presencia de Dios y de la fe común de la Iglesia naciente. Es preciso recordar aquel drama para que surja la pregunta: ¿algo de ese drama se verifica en mí?”. Estas palabras del Papa nos recuerdan que, tarde o temprano, los cristianos son llamados a ser mártires, es decir testigos. Pocos serán los que derramarán su sangre, al menos en los países del mundo desarrollado. La mayoría experimentarán, en cambio, la incomprensión, el ridículo o el odio. Tendrán que pedirle a Cristo la fortaleza suficiente para no negarle delante de los hombres.
Pomponia Graecina es también un personaje secundario de la célebre novela Quo Vadis de Henryk Sienckewicz. La matrona romana acoge en su casa y educa en la fe cristiana a Ligia, la hija del rey de los ligios reducida a la esclavitud. El novelista polaco presenta a Pomponia como un modelo de virtud femenina en una sociedad corrompida. En las páginas de su obra se trasluce que ha leído a Tácito, sobre todo cuando describe la persecución neroniana, cuando “se empezó a detener abiertamente a los que confesaban su fe” (Anales XV, 44). Tácito no expresa la menor simpatía por los cristianos, tal y como demuestran los calificativos que aparecen en el muchas veces citado pasaje: “ignominias”, “execrable superstición”, “atrocidades y vergüenzas”, “odio al género humano”, “culpables”, “merecedores del máximo castigo”... Lo de menos es que fuera verdad o mentira que los cristianos hubieran incendiado Roma, el odio se había desatado y todos tenían que morir. Poco más de treinta años después de la crucifixión de Cristo, se cumplía el pronóstico del Maestro de que sus seguidores serían también perseguidos y de que serían odiados por su causa. Tácito especifica claramente los géneros de muerte que se aplicaron a los cristianos: “A su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche”.
Juan Pablo II reflexionó sobre aquellos primeros mártires de la Iglesia romana con motivo del preestreno de un film polaco, que pudo ver en la tarde del 30 de agosto de 2001. Se trataba de la quinta versión cinematográfica de Quo Vadis, adaptado y dirigido por Jerzy Kawalerowicz, uno de los más importantes directores de la cinematografía polaca desde la década de 1960. Me sorprendió que Kawalerowicz dirigiera esta película, dados sus antecedentes: realizó Madre Juana de los Ángeles, escandalosa crónica de un supuesto caso de posesión demoníaca en un convento francés del siglo XVII, y también fue autor de Faraón, una superproducción en la que presentaba a un desconocido faraón, Ramsés XIII, como un gobernante manipulado por los sacerdotes de Amón. Detrás de esta historia algunos críticos veían una referencia a la Iglesia católica en sus relaciones con el Estado polaco. Pero en Polonia han cambiado muchas cosas. El hoy octogenario Kawalerowicz se hacía, con ocasión del lanzamiento de su película, esta pregunta: Quo vadis, homo?, ¿Hacia dónde va el hombre contemporáneo? Tras la proyección de Quo Vadis, el Papa matizaba la misma pregunta: “¿Vas al encuentro de Cristo o sigues otros caminos que te llevan lejos de él y de ti mismo?”. El recuerdo de los primeros mártires romanos era para Juan Pablo II mucho más que un dato histórico. De allí surge una reflexión enteramente actual, una llamada para los cristianos de hoy de tiempos futuros: “Es necesario recordar el drama que experimentaron en su alma, en el que se confrontaron el temor humano y la valentía sobrehumana, el deseo de vivir y la voluntad de ser fieles hasta la muerte, el sentido de la soledad ante el odio inmutable y, al mismo tiempo, la experiencia de la fuerza que proviene de la cercana e invisible presencia de Dios y de la fe común de la Iglesia naciente. Es preciso recordar aquel drama para que surja la pregunta: ¿algo de ese drama se verifica en mí?”. Estas palabras del Papa nos recuerdan que, tarde o temprano, los cristianos son llamados a ser mártires, es decir testigos. Pocos serán los que derramarán su sangre, al menos en los países del mundo desarrollado. La mayoría experimentarán, en cambio, la incomprensión, el ridículo o el odio. Tendrán que pedirle a Cristo la fortaleza suficiente para no negarle delante de los hombres.
viernes, 29 de junio de 2018
Lecturas
En aquellos días, el rey Herodes decidió arrestar a algunos miembros de la Iglesia para maltratarlos.
Hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan. Al ver que esto agradaba a los judíos, decidió detener a Pedro. Eran los días de los Ácimos. Después de prenderlo, lo metió en la cárcel, entregándolo a la custodia de cuatro piquetes de cuatro soldados cada uno; tenía intención de presentarlo al pueblo pasadas las fiestas de Pascua. Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él.
Cuando Herodes iba a conducirlo al tribunal, aquella misma noche, estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado con cadenas. Los centinelas hacían guardia a la puerta de la cárcel. De repente, se presentó el ángel del Señor, y se iluminó la celda. Tocando a Pedro en el costado, lo despertó y le dijo:
«Date prisa, levántate».
Las cadenas se le cayeron de las manos, y el ángel añadió:
«Ponte el cinturón y las sandalias». Así lo hizo, y el ángel le dijo:
«Envuélvete en el manto y sígueme».
Salió y lo seguía sin acabar de creerse que era realidad lo que hacía el ángel, pues se figuraba que estaba viendo una visión. Después de atravesar la primera y la segunda guardia, llegaron al portón de hierro que daba a la ciudad, que se abrió solo. ante ellos. Salieron, y anduvieron una calle y de pronto se marchó el ángel. Pedro volvió en sí y dijo:
«Ahora sé realmente que el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de toda la expectación del pueblo de los judíos».
Querido hermano:
Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe.
Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación. Mas el Señor me estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león.
El Señor me librará de toda obra mal y me salvará llevándome a su reino celestial.
A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:
«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» Ellos contestaron:
«Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Él les preguntó:
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro tomó la palabra y dijo:
«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Jesús le respondió:
«¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.
Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».
Palabra del Señor.
San Pedro y San Pablo
San Pedro
Natural de Betsaida, aldea del lago de Genezaret. Después de la resurrección de Jesucristo, asumió la dirección de la Iglesia. Trasladándose de Jerusalén a Antioquía, fundó su comunidad cristiana. Posteriormente fijó su residencia en Roma. Martirizado hacia los setenta y cinco años de edad.
Fue San Pedro un pobre pescador de Galilea, residente en Cafarnaúm, en casa de su suegra. Era un hombre sencillo, con poca instrucción, y vivía de su modesto oficio.
Su hermano, San Andrés, también pescador, fue quien lo presentó al divino Maestro. Era cuando Jesucristo comenzaba a escoger a sus discípulos. Dijo Andrés a Pedro, que se llamaba antes Simón: «Ven, Simón, que Jesús ya me conoce, y quiero que te conozca a ti». Cuando se presentó delante del Salvador, éste le miró largamente y le dijo: «Simón, hijo de Jonás, de ahora en adelante te llamarás Pedro». Con este cambio de nombre, Jesús tomaba posesión de su nuevo discípulo. Y desde aquel entonces le trató siempre con distinción delante de los otros, como había querido significar con el nuevo nombre. Pedro quiere decir piedra. Y, en efecto, Jesús le distinguió ya enseguida como Piedra fundamental de su iglesia y Cabeza del Colegio Apostólico. Por voluntad de Jesús, la figura de Pedro se va destacando cada día más entre los Apóstoles. Él es quien recibe de Jesucristo más demostraciones de familiaridad y confianza.
Un día, Jesús subió a la barca de Pedro y le mandó que se hiciese mar adentro y echase las redes para la pesca. Pedro le hizo notar que él y sus compañeros lo habían hecho inútilmente toda la noche; pero añadió: «Ya que Tú me lo dices, echaré las redes». Fue tanta la pesca, que las redes se rompían. Se llenaron de pescado la barca de Pedro y la de Santiago Juan, hijos del Zebedeo. Aquel milagro conmovió a todos los pescadores. Pedro, asombrado, se arrojó a los pies del divino Maestro, diciendo: «Apártate de mí, Señor, que yo soy un pobre pescador». Jesús le animó con estas palabras: «No temas, serán hombres lo que tú pescarás de ahora en adelante». Y dirigiéndose también a Juan, Santiago y Andrés, añadió: «Seguidme. Yo os haré pescadores de hombres». Desde entonces, los cuatro discípulos ya no dejaron ni un solo día de seguirle por todas partes.
En otra ocasión, cuando Jesús ya había reunido los doce Apóstoles, quiso quedarse solo en tierra para pasar la noche en oración, mientras ellos se embarcaban para atravesar el mar de Galilea. Hacia la madrugada se levantó un viento muy fuerte y se desencadenó una tempestad de oleaje que les ponía en peligro. Cuando estaban más espantados, Jesús se les apareció sobre el mar, caminando hacia ellos. De momento no lo conocieron, y comenzaron a gritar: «Viene un fantasma, viene un fantasma». Pero Jesús les tranquilizó, diciendo: «Sosegaos, soy yo, no tensáis miedo». Pedro le dijo: «Si eres Tú, manda que yo vaya hasta Ti sobre las ondas». Jesús se lo ordenó, y Pedro se lanzó al mar caminando sobre las aguas, con admiración de todos. Mas he aquí que sopla una ráfaga de viento y las olas se encrespan vivamente, y a Pedro le parece que se va a sumergir. «Señor, sálvame», grita con gran terror. Jesucristo se le acerca, le alarga la mano y le riñe dulcemente: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?». Después sube a la barca de Pedro, y en un instante se calma por completo la tormenta.
Cuando Jesús, predicando en Cafarnaúm, prometió el alimento eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, casi todos los oyentes se extrañaron y se marcharon sin querer oírle más, diciendo: «¿Quién puede oír semejante cosa?». El divino Maestro se quedó con los doce Apóstoles y les preguntó: «¿Qué? Os queréis ir también vosotros?». Pedro, en nombre de todos, respondióle: «¡Señor! ¿A dónde iremos? Tú dices palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que eres el Cristo, el Hijo de Dios».
El hecho capital de la vida de San Pedro es la institución del Primado pontificio. Caminaba Jesús en compañía de los doce Apóstoles hacia Cesarea de Filipo; De repente les preguntó: «¿Qué dice de Mí la gente? ¿quien dicen que soy?». Le respondieron: «Unos dicen que eres Juan Bautista resucitado, otros que eres Elías, o Jeremías o uno de los profetas». Y Jesús dice: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Entonces, San Pedro dice con entusiasmo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», Complacido Jesús de esta respuesta tan pronta, inspirada por el Cielo, dijo a Pedro: «Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne o la sangre [es decir, el mundo], sino el Padre celestial». E inmediatamente le proclama Cabeza de los Apóstoles y de toda la Iglesia: «Yo te digo, que tú eres Pedro [piedra], y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno [esto es, las fuerzas de sus enemigos] jamás prevalecerán contra ella. Y te daré las llaves del reino de los Cielos: todo lo que ligares en la tierra, será ligado en el Cielo y todo lo que desatares en la tierra, en el Cielo será desatado».
San Pedro, San Juan y Santiago eran los discípulos más amados de Jesús. Muchas veces le acompañaban los tres, sin los otros Apóstoles. Jesús les dio pruebas grandísimas de su predilección; entre otras, la de llevarlos a la cumbre del monte Tabor y transfigurarse allí delante de ellos, volviéndose resplandeciente como el sol y con las vestiduras blancas como la nieve, y la de haber querido que le acompañasen dentro del huerto de Getsemaní, momentos antes de comenzar su sagrada Pasión.
Cuando en aquel huerto se acercaron los soldados enviados por los fariseos para prender a Jesús, Pedro quiso defenderlo y, cogiendo una espada, comenzó a descargar golpes y cortó una oreja a Maleo, criado del sumo sacerdote. Jesús templó el ardor de Pedro mandándole que dejase la espada, y curó milagrosamente la oreja de Malco.
Pero a pesar de este entusiasmo de Pedro por Jesús, manifestado tan hermosamente, aquella misma noche cometía un pecado abominable, negando tres veces al divino Maestro y perjurando que no lo conocía, cuando los soldados y siervos de la casa de Caifás le señalaban como uno de los doce discípulos. La causa de aquel pecado fue la presunción, el haberse fiado demasiado de su valentía.
En el huerto de Getsemaní Jesucristo había dicho a los tres discípulos que hiciesen oración para poder mantenerse fuertes en las horas de prueba, pero los tres se durmieron miserablemente, no supieron hacerse un poco de violencia para vencer el sueño. La oración es la mejor arma contra las tentaciones y los peligros de pecar.
San Pedro se habría portado de otra manera si no la hubiese descuidado.
Además, quiso meterse en casa de Caifás y calentarse al fuego en medio de los enemigos de Jesús, creyendo que no sería conocido, o que, en caso de serlo, sabría defender con valor a su divino Maestro. ¡Cara le costó una imprudencia tan grande!
He aquí unas palabras inmortales que resonarán triunfalmente hasta el fin del mundo de uno a otro extremo de la tierra, proclamando la locura de los enemigos de la Iglesia y la imposibilidad de su victoria. Podrán perseguir la religión santa de Jesucristo; pero ella triunfará siempre, y de cada persecución saldrá más briosa y fortalecida. La historia de los siglos pasados nos prueba cómo ha sido hasta ahora, y así sucederá hasta el fin de los siglos venideros.
Además, las palabras que Jesucristo dijo a San Pedro confieren la autoridad suprema en el gobierno de la Iglesia universal.
Jesús le había predicho que antes de que el gallo cantase dos veces, él le había de negar tres. Y cuando San Pedro oyó cantar la segunda vez al gallo en la noche callada, se acordó de la profecía de Jesús y salió fuera, llorando amargamente. El Salvador quiso consolarlo, apareciéndosele después de su Resurrección y diciéndole que le perdonaba.
Todavía Jesús le dio, más tarde, otra gran prueba de amor confirmándole en el Primado de la Iglesia. Poco antes de la Ascensión, estando en la playa del mar de Galilea y después de otra pesca milagrosa, preguntó Jesucristo tres veces seguidas a Pedro: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que los otros?». A las dos primeras respuestas afirmativas del Apóstol, el Salvador respondió: «Apacienta mis corderos». La tercera vez, extrañado Pedro de la insistencia, contestó: «¡Señor, Tú sabes que yo te amo!». Y le replicó Jesús: «Apacienta mis ovejas». De este modo el Príncipe de los Apóstoles quedaba indudablemente investido de la suprema potestad de regir toda la Iglesia: los fieles, figurados por los corderos; los sacerdotes y obispos, figurados por las ovejas de Jesús.
A la mañana siguiente de la Ascensión de Jesucristo, comenzó Pedro a ejercer la dignidad y el oficio de primer Papa. En el Cenáculo presidió a los discípulos durante aquellos días en espera del Espíritu Santo. Asimismo, dirigió la elección de San Matías, que había de ocupar el lugar de Judas en el Colegio Apostólico. El día de Pentecostés inauguró la predicación del Evangelio, convirtiendo en la misma Jerusalén a tres mil personas.
Al cabo de poco tiempo hizo el primer milagro, curando a un paralítico, en el nombre de Jesús, a las puertas del templo de Salomón. Inmediatamente y en vista del prodigio se convirtieron cinco mil personas más y pidieron el Bautismo.
San Pedro murió mártir en Roma, de donde fue el primer Obispo durante veinticinco años. Antes de establecerse en la Ciudad Eterna había regido la iglesia de Antioquía y hecho numerosos viajes para visitar las diócesis que se iban fundando y organizar toda la naciente Iglesia. Era el año 67 cuando fueron presos San Pedro y San Pablo, por orden del emperador Nerón. Ambos fueron conducidos al suplicio el 29 de junio. San Pablo fue decapitado, mientras que el primer Papa moría crucificado, cabeza abajo, en el mismo lugar en que hoy se venera su glorioso sepulcro y se eleva la magnífica Basílica vaticana.
San Pablo
Apóstol de Jesucristo y principal propagador del Cristianismo, que tuvo una participación decisiva en la expansión de la Iglesia, desde el momento de su conversión. — Fiesta: 30 de junio. Misa propia.
Saulo, el futuro San Pablo, nacido en Tarso de Cilicia, hacia el año 8 de la Era Cristiana, pertenecía a una familia judía de la diáspora o dispersión y, como tal, estaba sólidamente formado en la Ley judaica. Pronto pasó Saulo a Jerusalén, a completar su educación rabínica, y su maestro fue el más autorizado rabino de entonces, Gamaliel el Viejo. Su gran talento le afianzó rápidamente en los principios de la Ley antigua, que cita constantemente de memoria y con gran exactitud. Su carácter impetuoso le lanza a un fanatismo exagerado, en legítima defensa de la Ley y tradiciones ancestrales.
En las sinagogas de Cilicia debió de conocer la doctrina de la nueva fe cristiana, por la predicación de San Esteban, y su celo e impetuosidad le llevaron a unirse a los perseguidores de ello, convencido de que defendía la causa de Dios.
«Yo perseguí de muerte —nos dice él mismo— a los seguidores de esta nueva doctrina, aprisionando y metiendo en la cárcel a hombres y mujeres».
Y cuando estalló el motín que costó la vida a San Esteban, Pablo evidentemente tomó parte activa en él, ya que los verdugos dejan las vestiduras ante sus ojos: «Y depositaron las vestiduras delante de un mancebo llamado Saulo», leemos en los «Hechos de los Apóstoles».
Por aquel tiempo se había ya constituido en Damasco un grupo importante de la nueva comunidad cristiana, del que pronto tuvo noticia Pablo, que contaba por entonces unos veintiséis años de edad. Con su afán de exterminio pidió al príncipe de los sacerdotes unas cartas de presentación para Damasco, a fin de apresar a los adeptos de la nueva fe. Mas todo había de suceder de muy distinta manera...
Obtenidas las cartas, Pablo y sus compañeros se acercaban va a Damasco, cuando de pronto una luz del cielo les envolvió en su resplandor. Pablo vio entonces a Jesús. A su vista cayó en tierra y ovó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».
Atemorizado y sin reconocerlo, Pablo preguntó: «¿Quién eres Tú, Señor?».
Y el Señor le dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa es para ti el dar coces contra el aguijón».
Saulo, entonces, temblando, teniendo ante sí la sangre de Esteban y todas sus persecuciones, otra vez preguntó: «Señor, ¿qué quieres que haga?».
Y respondióle Jesús: «Levántate y entra en la ciudad, donde se te dirá lo que debes hacer».
Los compañeros de Pablo estaban asombrados. Oían, pero sin ver a nadie; y como al levantarse Pablo estaba ciego, le cogieron de la mano y le condujeron a la ciudad, donde permaneció tres días atacado por la ceguera y sin comer ni beber nada.
Recobrada milagrosamente la vista, se retiró a la Arabia por un tiempo, y allí, antes de volver a Damasco, permaneció entregado a la oración y en trato íntimo con el Señor. Regresó luego a la ciudad, entrando de lleno en su función de apóstol y en su gran labor evangelizadora.
Cuando empezó a predicar, directamente y sin rodeos, la doctrina de Jesús, y a proclamar que Jesucristo es el verdadero Dios y el Mesías prometido, los judíos de Damasco decidieron perderle y lograron del etnarca del rey Aretas que pusiese guardias a las puertas de la ciudad para que no pudiera escapar, mientras le perseguían dentro. «En vista de lo cual, los discípulos, tomándole una noche, le descolgaron por un muro, metido en un serón”. (Libro de los «Hechos».)
Desde entonces su vida apostólica es una cadena de persecuciones, de grandes dificultades; pero, al mismo tiempo, de grandes triunfos para la causa cristiana.
Pablo trabajó con ahínco, primero como subordinado, junto a los demás propagadores. Pronto sus grandes cualidades de organizador, su talento, su energía y férrea voluntad; su gran capacidad, en fin, para el apostolado y su extenso conocimiento de la Ley, junto a su cultura helenista, así como su habilidad para comunicar a otros su pensamiento, le destacarán entre todos. A esto hay que añadir el impulso interior que empujaba a aquel carácter ardiente a entregarse totalmente a la conversión, no sólo de los judíos, sino de todos los pueblos gentiles adonde pudiera llevar su palabra.
Viajó sin descanso de una parte a otra del mundo romano, solo o acompañado, sembrando por doquier la fecunda semilla de la fe en Cristo Jesús.
El celo y la actividad apostólica de San Pablo no disminuyeron con los años. Unos veinticinco duraron sus asombrosas y eficaces campañas. Y jamás cediendo al cansancio, siempre con renovadas energías.
Después de un quinquenio preliminar en las cercanías de Jerusalén y Damasco, se lanza a través de Asia, por sendas desconocidas, juntamente con su amigo San Bernabé, organizando iglesias, luchando con judíos y gentiles...
Pocos años más tarde, visitará esas iglesias, en la que se llama su segunda misión o segundo gran viaje, entre el año 52 y el 55 de la Era Cristiana. En el decurso del mismo, su figura va agrandándose muy visiblemente, su empresa se hace cada día más vasta.
Con dos o tres compañeros, o una pequeña escolta, y otras veces solo, se interna Pablo muy adentro del inmenso imperio de los ídolos, sin dejar de tomar contacto con colonias hebreas fanáticas y rencorosas.
Predica en las plazas, en los anfiteatros, en las sinagogas, y mientras unos se hacen discípulos suyos, otros se amotinan, le maldicen y le apedrean. La persecución acrece su vigor, la contradicción exalta su fe en la victoria.
Completada la evangelización de la Galacia, sigue hacia Occidente y llega a Tróada. Allí la voz del Espíritu Santo le habla por medio de un macedonio que se le aparece en sueños y le dice: «Ven a mi país».
A los pocos días embarcaba para Filipos, el primer suelo europeo que enrojece con su sangre. En efecto, irritados ciertos elementos por el éxito de su predicación —la población estaba formada en parte por una colonia de veteranos romanos—, se lanzaron un día sobre él y le arrastraron ante el tribunal de la ciudad, diciendo: «Este judío alborota al pueblo y propaga costumbres que no podemos aceptar los romanos».
Pablo y sus compañeros sufrieron el tormento de la flagelación y fueron arrojados a un oscuro calabozo.
El carcelero les oyó cantar, vio una luz que inundaba la prisión, sintió el ruido de las cadenas que caían rotas. Compasivo, trajo comida a sus presos. Creyó. Luego fue bautizado... Y al día siguiente les transmitió una orden de sus jefes: «Salid y marchad en paz».
Predica Pablo en Tesalónica, capital de la región, centro de confluencia de ideas religiosas y de tráfico mercantil. Logra conversiones importantes y deja establecida una comunidad, que pronto será iglesia floreciente. Como siempre, los judaizantes soliviantan al pueblo contra él, atentan contra su vida, y se ve obligado a fugarse.
¿A dónde irá? Los «Hechos de los Apóstoles» dicen enigmáticamente: «Los que le guiaban le llevaron hasta Atenas». En realidad, sus guías no fueron nunca otros que los impulsos del divino Espíritu. Empresa atrevida la visita de Atenas, centro del saber y el arte de la época...
Su breve y famosa estancia, son episodios asaz conocidos se le permitió que disertase en el foro y en el Areópago o senado de los sabios. El discurso memorable que a éstos dirigió nos ha sido conservado por San Lucas, en los «Hechos».
Tomando pie de la idea del «Dios desconocido» al que había visto dedicada una ara votiva, el Apóstol les habla del Dios único, que ha creado todas las cosas, que nos ha redimido y que un día resucitará nuestra carne.
Al hablar de la resurrección de los muertos, fue interrumpido por gritos, murmullos obstructivos y carcajadas.
Muchos oyentes abandonaron el local; otros se acercaron al orador para decirle: «Basta por hoy; otro día nos hablarás de estas cosas». Pero algunos creyeron, entre ellos el que será en el Santoral cristiano «Dionisio el Areopagita».
Al salir Pablo de Atenas, con tristeza por los pocos adeptos conseguidos, pero con la inquebrantable esperanza de que la siembra esparcida había de fructificar en el futuro, encaminóse a Corinto, donde residiría más de un año y medio. Mucho había que trabajar en la gran ciudad del estrecho, sensual, inquieta, cosmopolita. Sin embargo, confiaba el Apóstol en que su frivolidad ofrecería menos resistencia a la levadura evangélica que el orgullo de los que presumían de eruditos. Y no se equivocó. Buscó el medio de ganarse el pan con el ejercicio de su oficio de constructor de tiendas. Un fabricante le tomó enseguida a su servicio. Y pronto también, alternándolo con el trabajo material, pudo desplegar su trabajo apostólico. Dialogaba con muchos, persuadía a no pocos.
Cada sábado disputaba en la sinagoga. Durante dieciocho meses no cesó de predicar, de discutir, de bautizar... Y había reunido ya una iglesia numerosa, cuando, como de costumbre, manifestóse y estalló el odio de los judíos que, no atreviéndose a darle muerte, le llevaron a los tribunales como innovador. El procónsul Galión no quiso discutir sobre asuntos de doctrinas y arrojó de su presencia a los acusadores y al acusado.
Regresa entonces Pablo a Jerusalén. Tenía ansias de visitar las iglesias de Palestina, donde los judaizantes habían intrigado, sin descanso, durante tos tres años de ese su segundo viaje.
Su misión tercera se desarrolla entre los años 55 y 59. El cuartel central de su campaña es, durante más de dos años, la ciudad de Éfeso, la gran metrópoli del Asia Menor, nudo de todas las comunicaciones orientales y occidentales, punto estratégico de primer orden para arrojar la semilla del Evangelio. «Una puerta grande se abre ante mí», había dicho él mismo. Empieza predicando en la sinagoga. Pero a los tres meses rompe con los judíos. Entonces alquila por dos horas diarias el liceo de un profesor de Filosofía, y allí instruye a sus oyentes predilectos.
Su apostolado se va desplegando, en público y de casa en casa, convenciendo a los paganos, animando a los fieles, exhortando a los judíos...
Estalla también allí, por fin, la algarada hebraico-gentílica contra el Apóstol. La promueven los profesionales de la magia, que tienen gran clientela en la ciudad; los orfebres, que dejaron de vender muchos objetos religiosos, sobre todo imágenes de la diosa Artemisa, patrona de la población; los díscolos, a los cuales ofende la predicación moralizante del enérgico forastero...
Pablo se escapa del tumulto como puede, ayudado de algunos fieles fervorosos. Ha dejado en Éfeso una importante comunidad, que posteriormente será dirigida por el Apóstol San Juan.
En el transcurso de los dos años siguientes, encontramos a San Pablo en Macedonia, en Grecia, especialmente en Corinto, donde permanece unos tres meses, y en Jerusalén, a donde regresó con motivo de las fiestas de Pentecostés del año 58. Allí los judíos del Asia Menor, que habían acudido a dichas fiestas, se amotinaron contra él, acusándole de predicar contra la Ley y contra el Templo.
Gracias al título de ciudadano romano, cuyos privilegios hizo valer, se libró de ser azotado; luego, después de dos años de estar preso en Cesarea, logró terminar su encarcelamiento apelando al César.
Fue trasladado a Roma. En la travesía naufragó la embarcación que le llevaba. No llegó a la capital del imperio hasta principios del año 61. Su proceso duró otros dos años. Durante este tiempo pudo morar en una casa alquilada, recibir muchas visitas, y entregarse por completo al ministerio de la palabra, convirtiendo a muchos gentiles. Por fin se pronunció sentencia absolutoria en la causa que se le seguía.
Entonces Pablo se aleja de Roma y es tradición —robustecida por sus propios escritos en que consigna sus planes de apostolado— que vino a España, donde permaneció una temporada.
Vuelve después a sufrir cautiverio en Roma, a fines del año 66, en plena persecución de Nerón. Se le encierra entonces en una prisión terrible, en la que se le condenó a una absoluta inactividad e incomunicación. Debió padecer muchísimo al encontrarse paralizado. Supo, no obstante, doblegarse a la voluntad del Señor, que le tenía destinado, como a Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, a una muerte próxima.
Según la tradición más admitida, los dos fueron inmolados el mismo día, en el año 67; Pedro, crucificado cabeza abajo en la colina del Vaticano; Pablo, decapitado en la Vía Ostiense, en la llanura que la separa del Tíber.
La vida y la obra de San Pablo se nos presentan con un relieve tan prodigioso, que nadie podrá contemplarlas nunca en toda su espléndida complejidad. «El mundo no verá jamás otro hombre como Pablo» dijo San Juan Crisóstomo, el más ilustre de sus admiradores.
La palabra y el ademán de Pablo, su vigor y fulgor místicos, subyugaban de una manera fulminante. Y fue incomparable la clara sutileza de su inteligencia.
Dialéctico formidable, no disputa por puro placer, sino para lanzar las almas a Dios. Ahí está su sublime originalidad. «Discurre de una manera violenta, rápida, intuitiva —ha dicho muy justamente un autor—; dramatiza sus argumentos, los deja sin completar, arrastrado por el torbellino de las ideas, y lo mismo sus premisas que sus conclusiones se nos presentan tumultuosamente y de improviso”.
Todo ello comprobaremos si nos afectamos a la lectura de sus «Epístolas»: cartas dirigidas a diversas iglesias y personalidades, en las cuales deja resueltos numerosos problemas y condensa toda la moral cristiana; en las cuales expone una teología cuya inmensidad no ha podido abarcar todavía ningún comentarista, una teología siempre precisa y nunca vacilante, «que nos lleva —como se ha dicho magníficamente— de misterio en misterio, de claridad en claridad, como reflejando en un espejo la gloria del Señor».
jueves, 28 de junio de 2018
Lecturas
Dieciocho años tenía Joaquín cuando inició su reinado y reinó tres meses en Jerusalén.
El nombre de su madre era Nejustá, hija de Elnatán, de Jerusalén.
Hizo el mal a los ojos del Señor exactamente lo mismo que había hecho su padre.
En aquel tiempo las gentes de Nabucodonosor, rey de Babilonia, subieron contra Jerusalén y la ciudad fue asediada. Vino Nabucodonosor, rey de Babilonia, a la ciudad, mientras sus servidores la estaban asediando. Entonces Joaquín, rey de Judá, se rindió al rey de Babilonia, que hizo prisioneros a él, a su madre, a sus servidores, a sus jefes y eunucos.
Era el año octavo de su reinado.
Luego se llevó de allí todos los tesoros del templo del Señor y los del palacio real y deshizo todos los objetos de oro que había fabricado Salomón, rey de Israel, para santuario del Señor, según la palabra del Señor. Deportó a todo Jerusalén, todos los jefes y notables - diez mil deportados -, a todos los herreros y cerrajeros, no dejando más que a la gente pobre del país.
Deportó a Babilonia a Joaquín, a la madre del rey y a las mujeres del rey, a sus eunucos y a los notables del país; lo hizo partir al destierro, de Jerusalén a Babilonia. También llevó deportados a Babilonia a todos los hombres pudientes en número de siete mil; los herreros y cerrajeros, un millar; así como a todos los aptos para la guerra.
Y, en lugar de Joaquín, puso por rey a su tío Matanías, cambiando su nombre por el de Sedecías.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.
Aquel día muchos dirán:
“Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”. Entonces yo les declararé:
“Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad”
El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande».
Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas.
Palabra del Señor.
San Ireneo de Lyon
Es el año 177. En las tinieblas del calabozo, los mártires de Lyón se interesan por toda la Iglesia: se alegran de todos sus triunfos, rezan por todos sus hijos y recogen todas las noticias que les hablan de sus hermanos esparcidos por todo el mundo. Un día llega hasta ellos un extraño rumor que les llena de júbilo: el fin de los tiempos se acerca, el imperio de Belial será destruido. Jesús va a volver al frente de sus legiones angélicas para fundar sobre las ruinas de las antiguas naciones el reino de su Padre. Así lo anuncian Montano y los demás profetas de Frigia. Luces de esperanza iluminan la prisión; ¿acaso la venida de Cristo no es para los mártires el fin de los sufrimientos? Pero hay gentes que se ríen de los profetas asiáticos, hay sacerdotes que los condenan, hay obispos para quienes las ideas escatológicas y las prácticas austeras del montañismo no son más que una nueva herejía. No obstante, los prisioneros siguen atentos los vaticinios, simpatizan con los rígidos milenaristas y escriben a las Iglesias para recomendarles «la paz y la unión». Escriben, sobre todo, a la Iglesia de Roma, donde preside el obispo Eleuterio; y el portador de la carta es su colega y su hermano, el obispo Ireneo. «Os rogamos—dicen al Papa—que le atendáis y le escuchéis; está abrasado por el celo del Testamento de Cristo. Si supiéramos que un título puede conferir alguna justicia al qué le lleva, os le hubiéramos presentado como un sacerdote de la Iglesia.»
Evidentemente, Ireneo ocupa ya un puesto importante en la comunidad cristiana de Lyón, tal vez el primer puesto después del obispo Potino. Cuando el obispo muere, agotado por los rigores de la prisión, los fieles le designan para sucederle. Malos tiempos corren para sus correligionarios: el odio popular les persigue, y en todo instante deben estar preparados para el martirio. Ireneo guía las almas hacia Cristo: alrededor suyo, en aquella joven Iglesia de la Galia, que se está formando, hay fervor entusiasta, exaltación religiosa, carismas de visiones, de profecías, de éxtasis, y estremecimientos de júbilo y de temor. «¡Oh raza divina del Pez celestial—rezaba uno de aquellos cristianos—, recibe con un corazón lleno de respeto la vida inmortal entre los mortales; rejuvenece tu alma, amigo mío, en las aguas divinas, por las ondas eternas de la sabiduría que da los tesoros. Recibe el alimento, dulce como la miel, del Salvador de los santos; toma, come y bebe, con el Ijzus[1] en tus manos. Ijzus[1], dame la gracia que yo deseo ardientemente, Señor y Salvador; que mi madre repose en paz, te lo pide tu hijo, oh luz de los muertos.»
Con su saber y su virtud, Ireneo mantenía viva la llama evangélica en su nueva patria. Porque él no era galo. Como otros muchos de los que dieron a conocer el cristianismo en las orillas del Ródano, había nacido en el Asia Menor, cerca de Esmirna. Adorador ferviente de Cristo, viajó inquieto durante su juventud buscando a través del Oriente los mejores expositores del Evangelio. Curioso y exigente, no quiso ser discípulo de nadie, pero oyó a muchos maestros que habían vivido en el trato íntimo de los Apóstoles. Papías inflamó su adolescencia con sus historias y sus fábulas, con sus sueños místicos y sus descripciones fantásticas del reino milenario, en que las viñas habían de tener diez mil cepas, y cada cepa diez mil ramas, y cada rama diez mil racimos, y cada racimo diez mil uvas, y cada una veinticinco metretas de vino. Más fuerte impresión hizo sobre él la enseñanza del gran obispo de Esmirna, San Policarpo, a quien habían distinguido con su amistad San Juan Evangelista y San Ignacio. Recordando a esta gran figura del cristianismo primitivo, decía más tarde: «Aún podría señalaros el lugar en que se sentaba el bienaventurado Policarpo para repetirnos las palabras de los antiguos y contarnos lo que sabía respecto a Jesús, a sus milagros y a su doctrina. Parece que le estoy viendo entrar y salir: su imagen, su andar, su género de vida, los discursos que dirigía al pueblo, todo está grabado en mi corazón.»
Pero no se contentaba, como Papías, con la palabra viva de las tradiciones orales, sino que trataba de completarlas e iluminarlas con toda suerte de conocimientos literarios. Leía infatigablemente libros cristianos y judíos, religiosos y profanos; moldeaba su espíritu en todas las producciones de la literatura bíblica y helénica, y, como dirá Tertuliano. exploraba con curiosidad infatigable todas las doctrinas. La Biblia, sobre todo, se ha convertido en sangre y alimento de su vida; piensa con ella y siente a través de ella; toda idea, toda imagen que nace en su mente, despierta en él un mundo de recuerdos, que proceden directamente de los libros inspirados. San Pablo y San Juan son sus autores favoritos. Pero conoce también la literatura clásica: cita a Hornero, a Píndaro, a Hesíodo, a Stesícoro; compara ingeniosamente a los gnósticos, que adoran a los ángeles y desconocen a Dios, con el perro de Esopo, que deja la presa por la sombra; y piensa en Edipo, el rey que se saca los ojos cuando ve a los herejes ciegos ante las luces de las Sagradas Escrituras. Ha penetrado en los sistemas filosóficos, desde las rudimentarias disquisiciones de los antesocráticos hasta la doctrina platónica del mundo sensible, imagen y reflejo del mundo eterno, pasando por las teorías del vacío y de los átomos de Demócrito y Epicuro, por el determinismo de los estoicos y los números de Pitágoras. Si desconoce el peripatetismo, es que Aristóteles se había eclipsado entonces en las escuelas.
Tal vez en sus peregrinaciones científico-religiosas Ireneo se ha encontrado con San Justino; desde luego, conoce sus obras y simpatiza con él. Conoce, como él, la historia del pensamiento de su tiempo; y aunque no tiene gran inclinación al pensamiento abstracto, pertenece, como él, a la raza griega. Su helenismo se refleja en su horror a las divagaciones, en su gusto del detalle, del hecho preciso y concreto, en el buen sentido y en la serenidad de su espíritu. Se ríe de los eones de los gnósticos, de sus complicadas genealogías y de sus abortos divinos, como Sócrates se había reído de los sofistas, y su buen gusto queda desconcertado ante el simbolismo extravagante, ante las ridículas mixtificaciones «de aquellos hombres imprudentes que no están satisfechos si no nadan en lo incomprensible». Pero este hombre de espíritu griego tiene un alma profundamente cristiana. El rasgo que le caracteriza es la profundidad de su fe: Dios. Cristo y la Iglesia son sus tres grandes amores; bellas palabras sobre la luz, sobre la vida, sobre el amor, revelan en él al discípulo de San Juan; el entusiasmo religioso se armoniza en su alma con una moderación admirable, y si tiene menos talento que Tertuliano, le supera por las cualidades del corazón. Suya es aquella expresión exquisita y profunda, digna de San Pablo: «No hay Dios sin bondad: Deus non est cui bonitas desit.»
Era tan pacífico como lo indica su nombre, dijeron de él los antiguos. Movido por sus exhortaciones, el Papa Víctor suspendió el rayo del anatema, que estaba a punto de lanzar contra los asiáticos, porque celebraban la Pascua el mismo día que los judíos y no aguardaban al domingo siguiente. De San Policarpo había heredado la simplicidad evangélica y el fervor religioso. Podemos aplicarle lo que él decía del obispo de Esmirna: «Delante de Dios me atrevo a asegurar que si este hombre bienaventurado oyera las blasfemias de los herejes, se hubiera tapado los oídos, exclamando según su costumbre: «¡Buen Dios, a qué tiempo me has reservado a fin de tolerar estas cosas! Y hubiera huido lleno de dolor.» Este sentimiento de fe es el que anima su pluma y pone en su rostro una amarga tristeza ante los estragos que la herejía causa entre sus hermanos. A veces se ríe amablemente de los extraviados, pero nunca deja de amarlos y de rezar por ellos. «Pido sin cesar—dice en una parte—para que se levanten de la fosa que se han abierto; para que se separen de su falsa madre, y salgan del abismo, y dejen el vacío, y abandonen la sombra; para que nazcan verdaderamente, entrando en la Iglesia de Dios; para que formen a Cristo en sí mismos y conozcan al Autor y Creador del Universo, el solo verdadero Dios y Señor de todas las cosas. Tal es mi oración. Al dirigirla al Padre de las luces, mi amor es más útil para ellos que aquel con que ellos creen amarse. Es un amor verdadero y saludable, aunque a veces parezca como la medicina amarga que arranca la piel muerta a causa de las heridas. Jamás me cansaré de tender la mano para salvarles.»
Así hablaba Ireneo en su gran obra La gnosis, desenmascarada y refutada. La gnosis, gran herejía de aquel tiempo, contra la cual habían luchado ya San Juan Evangelista y San Pablo, no era más que la evolución del pensamiento judío a impulso de la curiosidad filosófica de los griegos, el intento de armonizar la religión revelada con la religión helénica. Es el choque de tres corrientes: el espíritu griego, que se esfuerza por absorber en sí el judaísmo y el cristianismo; el espíritu judío, que tiende a asimilarse el pensamiento cristiano y el pensamiento helénico, y el espíritu cristiano, que acomete la empresa, legítima en su principio, pero desviada en su ruta, de dar a los dogmas y prácticas del cristianismo una expresión filosófica. A vueltas de muchas extravagancias en sus fórmulas y en sus símbolos, la gnosis abordaba la solución de problemas, sutiles, como el del origen del mal y su reparación, el del contacto del Infinito con lo finito, el de las relaciones entre Dios y el mundo. La idea inspiradora era noble y grandiosa. Ante todo, un puro monoteísmo, como punto de partida; una divinidad despojada de todo concepto aplicable a la naturaleza humana; un Ser infinitamente distanciado del mundo visible: el Padre, la Mónada, el Abismo, el gran Silencio. El silencio eterno en las profundidades de un abismo infinito: tal es el único concepto digno de la divinidad. Mas he ahí la materia, palpable y grosera: he ahí el mal, sensible y desgarrador; he ahí el corazón del hombre aspirando a la purificación, al desprendimiento de la materia, a la unión con Dios. ¿Cómo suprimir las distancias, cómo resolver el problema pavoroso, cómo unir al hombre caído con el Dios inaccesible? Los gnósticos, los hombres de la ciencia, meditan durante más de un siglo sobre estas inquietantes cuestiones, en Roma y en Atenas, en Alejandría y en Asia Menor; y surge un tropel de seres intermediarios, de fuerzas, de ideas, de demiurgos, cuyos nombres resuenan en todas las escuelas, y cuyo destino es explicar el origen del pecado, del hombre, del mundo, de toda la materia sensible. Son los eones, ecos del silencio divino, ejecutores de las voluntades eternas; espíritus angélicos, que salen del abismo para cumplir celestes embajadas. Uno de ellos es Jesús de Nazareth, que, después de muchos ensayos inútiles, logra finalmente salvar al hombre, trágicamente sacudido por las fuerzas de dos mundos contrarios, y señalarle el camino de la felicidad perfecta por la absorción en la Mónada.
Tal era el gran peligro que amenazaba a la Iglesia al terminar el siglo II, y contra el cual dirige el obispo de Lyón su libro famoso. Empieza por exponer las doctrinas que intenta destruir. Como su Dios, la secta gnóstica es oscura y misteriosa; quiere atraer a la multitud con el esoterismo prestigioso de los misterios griegos. Ireneo ha comprendido que revelar el sistema es casi vencerle. «Quiero que todos conozcan esta doctrina—dice—; después, pocas palabras me bastarán para aniquilarla. Cuando un animal salvaje se oculta en un bosque, no hay como aislar el bosque e iluminarle para dar caza al animal.» Esto es lo que él realiza con ingenio y habilidad, sin figuras retóricas, sin pretensiones literarias. «No tengo la costumbre de escribir —nos dice—; no he estudiado el arte del discurso. Habitando en medio de los celtas, obligado a hablar un lenguaje bárbaro, no esperéis de mí las galas de la elocuencia ni las gracias del estilo. Recibid con caridad lo que la caridad nos ha hecho escribir en un lenguaje sencillo, pero conforme a la verdad.» Es un exceso de modestia. Hoy no tenemos el texto griego, que San Jerónimo llamaba doctísimo y elocuentísimo; pero en la traducción latina podemos adivinar las cualidades de un gran escritor. Hay, ciertamente, rigidez en el lenguaje, desorden en la concepción y numerosas repeticiones; pero vemos, al mismo tiempo, vigor en la expresión, energía en el razonamiento, claridad y precisión, serenidad y mesura. Con frecuencia, el estilo se anima, se llena de vida y de color, se ilumina con pensamientos de un poderoso relieve. El pensamiento general es también vigoroso y profundo: O dualismo—dice Ireneo a sus adversarios—o panteísmo. O separáis a Dios del mundo, o confundís al uno con el otro; en ambos casos, destruís la verdadera noción de Dios. Si ponéis a la creación fuera de Dios, cualquiera que sea el nombre de vuestra materia eterna, vacío, caos o tiniebla, limitáis el ser divino, lo cual equivale a negarle. Decís que el mundo ha podido ser obra de los ángeles; perfectamente. Pero una de dos: a los ángeles obraron contra la voluntad del Ser supremo, o por mandato suyo. En el primer caso, acusáis a Dios de impotente; en la segunda hipótesis, caéis, a pesar vuestro, en la doctrina cristiana, que considera a los ángeles como instrumentos de Dios. Si, por el contrario, afirmáis que la creación está en Dios, que no es más que un desenvolvimiento de la sustancia divina, os hundís en un absurdo mayor. Entonces todas las imperfecciones de las criaturas serían lunares del Criador. Porque si, como decís, el mundo es fruto de la ignorancia y del pecado, el resultado de una decadencia en las sucesivas emanaciones de la divinidad, una degeneración progresiva del Ser, o, usando vuestra metáfora favorita» una mancha en el manto de Dios, es la misma naturaleza divina la que se envilece, la que degenera, la que tildáis de vicio e imperfección; y así, al intentar conservar en toda su pureza la noción de Dios, la corrompéis y la aniquiláis.
Tal fue la fuerza de estos argumentos, que ha podido decirse con verdad que San Ireneo mató al gnosticismo. No pudiendo responder, la secta se transformó en un sentido teúrgico y mágico, y esta transformación fue el principio de su ruina. Pero, además, es un hecho que San Ireneo puso los fundamentos de la teología cristiana, que él vivió con todo su ser, con la inteligencia y con el corazón. Iluminó y completó la enseñanza de la Escritura con la enseñanza de la tradición de las Iglesias apostólicas, y en especial de la Iglesia romana, «la muy grande, la muy antigua, conocida de todos, fundada por los príncipes de los Apóstoles, con títulos para reclamar la primacía soberana y la obediencia de todas las Iglesias». Creyente y filósofo, distinguió con seguridad maravillosa el dogma hacia el cual deben converger, como los radios al centro de la circunferencia, todas las teorías, todas las ideas cristianas, condensando esta doctrina en una fórmula radiosa: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios.» Como teólogo, sólo San Agustín y Orígenes se le pueden comparar, en los primeros siglos, por la visión sintética, armoniosa y completa de la doctrina cristiana; y tanto por la riqueza de su pensamiento como por su método, su nombre es el más importante que registra la historia del dogma entre el águila de Palmos y el águila de Hipona.
Evidentemente, Ireneo ocupa ya un puesto importante en la comunidad cristiana de Lyón, tal vez el primer puesto después del obispo Potino. Cuando el obispo muere, agotado por los rigores de la prisión, los fieles le designan para sucederle. Malos tiempos corren para sus correligionarios: el odio popular les persigue, y en todo instante deben estar preparados para el martirio. Ireneo guía las almas hacia Cristo: alrededor suyo, en aquella joven Iglesia de la Galia, que se está formando, hay fervor entusiasta, exaltación religiosa, carismas de visiones, de profecías, de éxtasis, y estremecimientos de júbilo y de temor. «¡Oh raza divina del Pez celestial—rezaba uno de aquellos cristianos—, recibe con un corazón lleno de respeto la vida inmortal entre los mortales; rejuvenece tu alma, amigo mío, en las aguas divinas, por las ondas eternas de la sabiduría que da los tesoros. Recibe el alimento, dulce como la miel, del Salvador de los santos; toma, come y bebe, con el Ijzus[1] en tus manos. Ijzus[1], dame la gracia que yo deseo ardientemente, Señor y Salvador; que mi madre repose en paz, te lo pide tu hijo, oh luz de los muertos.»
Con su saber y su virtud, Ireneo mantenía viva la llama evangélica en su nueva patria. Porque él no era galo. Como otros muchos de los que dieron a conocer el cristianismo en las orillas del Ródano, había nacido en el Asia Menor, cerca de Esmirna. Adorador ferviente de Cristo, viajó inquieto durante su juventud buscando a través del Oriente los mejores expositores del Evangelio. Curioso y exigente, no quiso ser discípulo de nadie, pero oyó a muchos maestros que habían vivido en el trato íntimo de los Apóstoles. Papías inflamó su adolescencia con sus historias y sus fábulas, con sus sueños místicos y sus descripciones fantásticas del reino milenario, en que las viñas habían de tener diez mil cepas, y cada cepa diez mil ramas, y cada rama diez mil racimos, y cada racimo diez mil uvas, y cada una veinticinco metretas de vino. Más fuerte impresión hizo sobre él la enseñanza del gran obispo de Esmirna, San Policarpo, a quien habían distinguido con su amistad San Juan Evangelista y San Ignacio. Recordando a esta gran figura del cristianismo primitivo, decía más tarde: «Aún podría señalaros el lugar en que se sentaba el bienaventurado Policarpo para repetirnos las palabras de los antiguos y contarnos lo que sabía respecto a Jesús, a sus milagros y a su doctrina. Parece que le estoy viendo entrar y salir: su imagen, su andar, su género de vida, los discursos que dirigía al pueblo, todo está grabado en mi corazón.»
Pero no se contentaba, como Papías, con la palabra viva de las tradiciones orales, sino que trataba de completarlas e iluminarlas con toda suerte de conocimientos literarios. Leía infatigablemente libros cristianos y judíos, religiosos y profanos; moldeaba su espíritu en todas las producciones de la literatura bíblica y helénica, y, como dirá Tertuliano. exploraba con curiosidad infatigable todas las doctrinas. La Biblia, sobre todo, se ha convertido en sangre y alimento de su vida; piensa con ella y siente a través de ella; toda idea, toda imagen que nace en su mente, despierta en él un mundo de recuerdos, que proceden directamente de los libros inspirados. San Pablo y San Juan son sus autores favoritos. Pero conoce también la literatura clásica: cita a Hornero, a Píndaro, a Hesíodo, a Stesícoro; compara ingeniosamente a los gnósticos, que adoran a los ángeles y desconocen a Dios, con el perro de Esopo, que deja la presa por la sombra; y piensa en Edipo, el rey que se saca los ojos cuando ve a los herejes ciegos ante las luces de las Sagradas Escrituras. Ha penetrado en los sistemas filosóficos, desde las rudimentarias disquisiciones de los antesocráticos hasta la doctrina platónica del mundo sensible, imagen y reflejo del mundo eterno, pasando por las teorías del vacío y de los átomos de Demócrito y Epicuro, por el determinismo de los estoicos y los números de Pitágoras. Si desconoce el peripatetismo, es que Aristóteles se había eclipsado entonces en las escuelas.
Tal vez en sus peregrinaciones científico-religiosas Ireneo se ha encontrado con San Justino; desde luego, conoce sus obras y simpatiza con él. Conoce, como él, la historia del pensamiento de su tiempo; y aunque no tiene gran inclinación al pensamiento abstracto, pertenece, como él, a la raza griega. Su helenismo se refleja en su horror a las divagaciones, en su gusto del detalle, del hecho preciso y concreto, en el buen sentido y en la serenidad de su espíritu. Se ríe de los eones de los gnósticos, de sus complicadas genealogías y de sus abortos divinos, como Sócrates se había reído de los sofistas, y su buen gusto queda desconcertado ante el simbolismo extravagante, ante las ridículas mixtificaciones «de aquellos hombres imprudentes que no están satisfechos si no nadan en lo incomprensible». Pero este hombre de espíritu griego tiene un alma profundamente cristiana. El rasgo que le caracteriza es la profundidad de su fe: Dios. Cristo y la Iglesia son sus tres grandes amores; bellas palabras sobre la luz, sobre la vida, sobre el amor, revelan en él al discípulo de San Juan; el entusiasmo religioso se armoniza en su alma con una moderación admirable, y si tiene menos talento que Tertuliano, le supera por las cualidades del corazón. Suya es aquella expresión exquisita y profunda, digna de San Pablo: «No hay Dios sin bondad: Deus non est cui bonitas desit.»
Era tan pacífico como lo indica su nombre, dijeron de él los antiguos. Movido por sus exhortaciones, el Papa Víctor suspendió el rayo del anatema, que estaba a punto de lanzar contra los asiáticos, porque celebraban la Pascua el mismo día que los judíos y no aguardaban al domingo siguiente. De San Policarpo había heredado la simplicidad evangélica y el fervor religioso. Podemos aplicarle lo que él decía del obispo de Esmirna: «Delante de Dios me atrevo a asegurar que si este hombre bienaventurado oyera las blasfemias de los herejes, se hubiera tapado los oídos, exclamando según su costumbre: «¡Buen Dios, a qué tiempo me has reservado a fin de tolerar estas cosas! Y hubiera huido lleno de dolor.» Este sentimiento de fe es el que anima su pluma y pone en su rostro una amarga tristeza ante los estragos que la herejía causa entre sus hermanos. A veces se ríe amablemente de los extraviados, pero nunca deja de amarlos y de rezar por ellos. «Pido sin cesar—dice en una parte—para que se levanten de la fosa que se han abierto; para que se separen de su falsa madre, y salgan del abismo, y dejen el vacío, y abandonen la sombra; para que nazcan verdaderamente, entrando en la Iglesia de Dios; para que formen a Cristo en sí mismos y conozcan al Autor y Creador del Universo, el solo verdadero Dios y Señor de todas las cosas. Tal es mi oración. Al dirigirla al Padre de las luces, mi amor es más útil para ellos que aquel con que ellos creen amarse. Es un amor verdadero y saludable, aunque a veces parezca como la medicina amarga que arranca la piel muerta a causa de las heridas. Jamás me cansaré de tender la mano para salvarles.»
Así hablaba Ireneo en su gran obra La gnosis, desenmascarada y refutada. La gnosis, gran herejía de aquel tiempo, contra la cual habían luchado ya San Juan Evangelista y San Pablo, no era más que la evolución del pensamiento judío a impulso de la curiosidad filosófica de los griegos, el intento de armonizar la religión revelada con la religión helénica. Es el choque de tres corrientes: el espíritu griego, que se esfuerza por absorber en sí el judaísmo y el cristianismo; el espíritu judío, que tiende a asimilarse el pensamiento cristiano y el pensamiento helénico, y el espíritu cristiano, que acomete la empresa, legítima en su principio, pero desviada en su ruta, de dar a los dogmas y prácticas del cristianismo una expresión filosófica. A vueltas de muchas extravagancias en sus fórmulas y en sus símbolos, la gnosis abordaba la solución de problemas, sutiles, como el del origen del mal y su reparación, el del contacto del Infinito con lo finito, el de las relaciones entre Dios y el mundo. La idea inspiradora era noble y grandiosa. Ante todo, un puro monoteísmo, como punto de partida; una divinidad despojada de todo concepto aplicable a la naturaleza humana; un Ser infinitamente distanciado del mundo visible: el Padre, la Mónada, el Abismo, el gran Silencio. El silencio eterno en las profundidades de un abismo infinito: tal es el único concepto digno de la divinidad. Mas he ahí la materia, palpable y grosera: he ahí el mal, sensible y desgarrador; he ahí el corazón del hombre aspirando a la purificación, al desprendimiento de la materia, a la unión con Dios. ¿Cómo suprimir las distancias, cómo resolver el problema pavoroso, cómo unir al hombre caído con el Dios inaccesible? Los gnósticos, los hombres de la ciencia, meditan durante más de un siglo sobre estas inquietantes cuestiones, en Roma y en Atenas, en Alejandría y en Asia Menor; y surge un tropel de seres intermediarios, de fuerzas, de ideas, de demiurgos, cuyos nombres resuenan en todas las escuelas, y cuyo destino es explicar el origen del pecado, del hombre, del mundo, de toda la materia sensible. Son los eones, ecos del silencio divino, ejecutores de las voluntades eternas; espíritus angélicos, que salen del abismo para cumplir celestes embajadas. Uno de ellos es Jesús de Nazareth, que, después de muchos ensayos inútiles, logra finalmente salvar al hombre, trágicamente sacudido por las fuerzas de dos mundos contrarios, y señalarle el camino de la felicidad perfecta por la absorción en la Mónada.
Tal era el gran peligro que amenazaba a la Iglesia al terminar el siglo II, y contra el cual dirige el obispo de Lyón su libro famoso. Empieza por exponer las doctrinas que intenta destruir. Como su Dios, la secta gnóstica es oscura y misteriosa; quiere atraer a la multitud con el esoterismo prestigioso de los misterios griegos. Ireneo ha comprendido que revelar el sistema es casi vencerle. «Quiero que todos conozcan esta doctrina—dice—; después, pocas palabras me bastarán para aniquilarla. Cuando un animal salvaje se oculta en un bosque, no hay como aislar el bosque e iluminarle para dar caza al animal.» Esto es lo que él realiza con ingenio y habilidad, sin figuras retóricas, sin pretensiones literarias. «No tengo la costumbre de escribir —nos dice—; no he estudiado el arte del discurso. Habitando en medio de los celtas, obligado a hablar un lenguaje bárbaro, no esperéis de mí las galas de la elocuencia ni las gracias del estilo. Recibid con caridad lo que la caridad nos ha hecho escribir en un lenguaje sencillo, pero conforme a la verdad.» Es un exceso de modestia. Hoy no tenemos el texto griego, que San Jerónimo llamaba doctísimo y elocuentísimo; pero en la traducción latina podemos adivinar las cualidades de un gran escritor. Hay, ciertamente, rigidez en el lenguaje, desorden en la concepción y numerosas repeticiones; pero vemos, al mismo tiempo, vigor en la expresión, energía en el razonamiento, claridad y precisión, serenidad y mesura. Con frecuencia, el estilo se anima, se llena de vida y de color, se ilumina con pensamientos de un poderoso relieve. El pensamiento general es también vigoroso y profundo: O dualismo—dice Ireneo a sus adversarios—o panteísmo. O separáis a Dios del mundo, o confundís al uno con el otro; en ambos casos, destruís la verdadera noción de Dios. Si ponéis a la creación fuera de Dios, cualquiera que sea el nombre de vuestra materia eterna, vacío, caos o tiniebla, limitáis el ser divino, lo cual equivale a negarle. Decís que el mundo ha podido ser obra de los ángeles; perfectamente. Pero una de dos: a los ángeles obraron contra la voluntad del Ser supremo, o por mandato suyo. En el primer caso, acusáis a Dios de impotente; en la segunda hipótesis, caéis, a pesar vuestro, en la doctrina cristiana, que considera a los ángeles como instrumentos de Dios. Si, por el contrario, afirmáis que la creación está en Dios, que no es más que un desenvolvimiento de la sustancia divina, os hundís en un absurdo mayor. Entonces todas las imperfecciones de las criaturas serían lunares del Criador. Porque si, como decís, el mundo es fruto de la ignorancia y del pecado, el resultado de una decadencia en las sucesivas emanaciones de la divinidad, una degeneración progresiva del Ser, o, usando vuestra metáfora favorita» una mancha en el manto de Dios, es la misma naturaleza divina la que se envilece, la que degenera, la que tildáis de vicio e imperfección; y así, al intentar conservar en toda su pureza la noción de Dios, la corrompéis y la aniquiláis.
Tal fue la fuerza de estos argumentos, que ha podido decirse con verdad que San Ireneo mató al gnosticismo. No pudiendo responder, la secta se transformó en un sentido teúrgico y mágico, y esta transformación fue el principio de su ruina. Pero, además, es un hecho que San Ireneo puso los fundamentos de la teología cristiana, que él vivió con todo su ser, con la inteligencia y con el corazón. Iluminó y completó la enseñanza de la Escritura con la enseñanza de la tradición de las Iglesias apostólicas, y en especial de la Iglesia romana, «la muy grande, la muy antigua, conocida de todos, fundada por los príncipes de los Apóstoles, con títulos para reclamar la primacía soberana y la obediencia de todas las Iglesias». Creyente y filósofo, distinguió con seguridad maravillosa el dogma hacia el cual deben converger, como los radios al centro de la circunferencia, todas las teorías, todas las ideas cristianas, condensando esta doctrina en una fórmula radiosa: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios.» Como teólogo, sólo San Agustín y Orígenes se le pueden comparar, en los primeros siglos, por la visión sintética, armoniosa y completa de la doctrina cristiana; y tanto por la riqueza de su pensamiento como por su método, su nombre es el más importante que registra la historia del dogma entre el águila de Palmos y el águila de Hipona.
miércoles, 27 de junio de 2018
Lecturas
En aquellos días, el sumo sacerdote, Jilquías, dijo al secretario Safán:
«He hallado en el templo del Señor un libro de la ley».
Jilquías entregó el libro a Safán, que lo leyó. El secretario Safán presentándose al rey, le informó:
«Tus servidores han fundido el dinero depositado en el templo y lo han entregado a los capataces encargados del templo del Señor». El secretario Safán añadió también:
«El sumo sacerdote Jilquías me ha entregado un libro». Y Safán lo leyó ante el rey.
Cuando el rey oyó las palabras del libro de la ley, rasgó las vestiduras. Y dirigiéndose al sacerdote Jilquías, a Ajicán, hijo de Safán, a Acbor, hijo de Miqueas, al secretario Safán y a Asaías, ministro del rey, les ordenó:
«Id a consultar al Señor por mí, por el pueblo y por todo Judá, a propósito de las palabras de este libro que ha sido encontrado, porque debe ser grande la ira del Señor encendida contra nosotros, ya que nuestros padres no obedecieron las palabras de este libro haciendo lo que está escrito para nosotros». El rey ordenó convocó a todos los ancianos de Judá y de Jerusalén y se reunieron ante él.
Subió el rey al templo del Señor con todos los hombres de Judá y los habitantes de Jerusalén, los sacerdotes, profetas y todo el pueblo, desde el menor al mayor, y leyó a sus oídos todas las palabras del libro de la Alianza hallado en el templo del Señor.
Se situó el rey de pie junto a la columna y, en presencia del Señor, estableció la alianza, con el compromiso de caminar tras el Señor y guardar sus mandamientos, testimonios y preceptos, con todo el corazón y con toda el alma, y poner en vigor las palabras de la alianza escritas en el libro. Todo el pueblo confirmó la alianza.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces.
Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Así todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis.
Palabra del Señor.
San Cirilo de Alejandría
Obispo y doctor de la Iglesia († 444). Doctor de la Encarnación y de la Maternidad Divina de María.
Una juventud oscura: revolver los libros de los Padrea, de Atanasio sobre todo; estudiar la elocuencia en los autores de la antigüedad clásica; recorrer los eremitorios de Scete y la Tebaida, recogiendo la experiencia espiritual de los grandes eremitas; recibir a las gentes en el patriarcado; aconsejar, contener y sufrir los arrebatos del patriarca. El patriarca era su tío Teófilo, enemigo perpetuo de la paz, juguete de la ambición, perseguidor de los santos, personaje violento, cuyas manos se manchan hoy con el oro, mañana con la sangre. En 412, el sobrino le sucede en la más alta dignidad de la Iglesia en Oriente. El odio que el tío había acumulado se derrama ahora sobre él en infames calumnias: un día, Hipatia, la ilustre discípula de Platón, ornamento de Alejandría por su ciencia y su hermosura, aparece muerta cerca del Museo. ¿Por qué no va a ser Cirilo el que ha puesto el puñal en la mano del asesino? Es sólo una insinuación venenosa de la perfidia.
Hombre de lucha, Cirilo tuvo siempre enemigos; pero podía mirarlos con la cara serena, como quien no tenía sombras en su conducta. Vida irreprochable, temperamento inclinado al rigor, temple de hierro, espíritu autoritario, esclavo de la ley de la tradición: he aquí los grandes rasgos de aquel gran carácter. Sabe reconocer la inocencia y la justicia: un día había asistido a aquel bochornoso conciliábulo de la encina, donde su tío depuso a San Juan Crisóstomo; no obstante, ahora reconoce su falta, e incluye el nombre del Crisóstomo en los dípticos de la iglesia alejandrina. Es tal vez vehemente y apasionado con exceso; puede habérsele pegado algo de los métodos expeditivos de Teófilo, y así, el principio de su gobierno es inquieto y accidentado: persecuciones de herejes, confiscaciones, expulsión de judíos, desavenencias con los lugartenientes del emperador. Cada año, como antes había hecho San Atanasio, Cirilo envía a los pueblos de Egipto una homilía pascual, donde se ven cada vez más vigorosos los rasgos de su fisonomía literaria: rigidez de espíritu, tradicionalismo doctrinal, pureza de enseñanza, erudición patrística, fuerza de estilo y agudeza dialéctica.
Es el hombre llamado a convertirse en campeón del dogma, y aquí se encuentra su gloria sólida y pura, a falta de una simpatía que no podía despertar la gravedad imperiosa de su espíritu. La Providencia ha ido formando su instrumento y preparándole para la gran obra de la Iglesia. Cirilo va a intervenir de una manera decisiva en la marcha de los anales eclesiásticos y del dogma cristiano, dando pruebas extraordinarias del poder victorioso de su razón y de la firmeza invencible de su alma.
En 429 estalla estrepitosamente el problema nestoriano. Tal vez no ha habido ningún otro, en el campo de la Teología, que tan profundamente haya sacudido las masas populares. En la corte, en los círculos aristocráticos, en los pórticos de las plazas, en los claustros de los monasterios, todos tenían los ojos fijos en los luchadores; a pesar de las sutilezas teológicas que la disputa envolvía, el pueblo, guiado por el certero instinto de la fe, seguía emocionado los varios incidentes de la contienda. Como en tiempo de las polémicas arrianas, una simple palabra era la voz de combate: Theotókos, que, traducida a nuestra lengua, significa «Madre de Dios». Un sacerdote de Constantínopla defendió un día desde el púlpito que esa expresión envolvía un absurdo teológico. El pueblo protestó indignado y sofocó la voz del orador; pero éste fue defendido por Nestorio, patriarca de la ciudad imperial. Lejos de apaciguar los espíritus, la intervención del patriarca no hizo más que extender el incendio. En los desiertos egipcios, las colmenas monásticas hervían con una inquietud amenazadora. El gran mundo y la corte, con el emperador a la cabeza, se declararon a favor de su patriarca; pero el pueblo estaba contra él. Augurábase una tempestad religiosa como la que había alborotado el Imperio durante todo el siglo IV. El primer grito de alarma salió de Alejandría, y fue San Cirilo quien lo lanzó. Imposible comprender lo que se ha llamado la tragedia del heresiarca constantinopolitano, sin tener en cuenta lo que representaban Cirilo y Nestorio, Alejandría y Antioquía, Egipto y Constantinopla. Egipto estaba irritado contra la capital del Imperio, porque acababa de arrebatar a su patriarca la primacía de honor en el Oriente; Constantinopla tenía que vengar los atropellos inferidos unos lustros antes a su patriarca San Juan Crisóstomo por Teófilo de Alejandría. Por cada lado había resquemores de injurias, y a estos motivos de división vino a unirse la rivalidad entre las escuelas de Antioquía y Alejandría.
Las divergencias en la exégesis escriturística, que caracterizaban ya en tiempo de Orígenes a los maestros de estas escuelas, habían engendrado tendencias opuestas en materia cristológica. Los alejandrinos, influidos por Platón, consideraban, ante todo, la divinidad del Verbo encarnado y la unidad íntima de su Persona; los antioqueños, más aristotélicos, analizaban muy particularmente la distinción de las dos naturalezas en el Hombre-Dios, deteniéndose con fruición en el estudio de sus experiencias humanas. Cada una de estas tendencias encerraba un peligro. A fines del siglo IV, Apolinar se había extraviado por exagerar la unidad alejandrina, y la escuela de Antioquía caía en los errores contrarios por exagerar la dualidad. Uno de sus maestros, Diodoro de Tarso, combatiendo el apolinarismo, llegó a distinguir de tal manera al Hijo de Dios del Hijo de David, que, según él, el Verbo no era Hijo de María. Tras él, Teodoro de Mopsuesfa no se cansaba de repetir que es una locura pretender que Dios ha nacido de una Virgen. De Teodoro, maestro de Nestorio, puede decirse que es el primer nestoriano. El discípulo no hizo más que llevar al pulpito lo que el maestro había enseñado en las aulas, con un poco más de precisión y un poco menos de violencia. Nestorio conserva ciertas expresiones tradicionales, y hasta parece ser que reconoció sinceramente la unidad personal de Jesucristo, pero sin penetrar su verdadero alcance, y rehusando admitir las consecuencias de esa unidad en la doctrina de la Encarnación.
San Cirilo de AlejandríaRepresentante genuino de la escuela gloriosa de Alejandría, continuador de Orígenes, en cuyas obras había visto honrada a la Virgen María con el título de Madre de Dios, discípulo de San Atanasio, por quien sabía «que Jesucristo no es un hombre sobre quien descendiera el Verbo, sino el Verbo mismo nacido con una carne, que era suya»; San Cirilo, teólogo sutilísimo, parecía el hombre destinado a precisar la doctrina de la Encarnación frente a los extravíes del patriarca de Constantinopla. Su primera intervención tuvo por objeto tranquilizar a los monjes egipcios, que empezaban a moverse en sus lauras y eremitorios. Lo hizo en una carta serena y puramente doctrinal. El nombre del heresiarca no aparecía en ella, pero Nestorio se creyó en la necesidad de refutarla públicamente. El choque era inevitable. Cirilo se dirigió directamente a Nestorio; Nestorio le contestó irónicamente que gobernase en paz su rebaño. Parecíale que su posición era inatacable. Tenía fama de austero, era un orador elocuente, un buen exegeta, y tan exaltado en la ortodoxia, que desde su elevación a la sede patriarcal no había cesado de perseguir a todas las sectas heréticas, en especial la de los apolinaristas, a quienes odiaba de corazón, como buen discípulo de Teodoro. Su misma presencia exterior hacía impresión en las gentes. Si vamos a creer a sus contemporáneos, era un hombre cumplido en perfecciones físicas: ojos grandes, majestuoso continente, tinte sonrosado, voz fuerte y sonora. Tan seguro se creía, que le pareció fácil aplastar a su rival en un concilio. No obstante, creyó prudente empezar organizando una banda de hombres pagados, que derramaron toda suerte de calumnias contra Cirilo, cumpliendo su misión con tal habilidad, que el eco de aquella campaña puede verse aún en las historias de aquel tiempo. Herido y amargado, escribía Cirilo: « No espere ese miserable que me he de dejar juzgar por él en un concilio, por muchos que sean los acusadores que compre contra mí. Si me mandaren comparecer a su presencia recusaré su tribunal, y con el favor de Dios dilucidaré las cosas de tal manera, que va a ser él quien me dará cuenta de sus blasfemias.»
Al escribir estas palabras, Cirilo pensaba en Roma. Estaba descartado el apoyo del emperador, que le había escrito una carta amenazadora, tratándole de perturbador de la paz pública. Pero, ¿acaso no había luchado Atanasio, su antecesor, contra todas las fuerzas del Imperio, sostenido por los obispos de Roma? Nestorio se le había anticipado, contando a su modo las cosas al Papa Celestino I. Decía, en resumen, que había creído prudente censurar el término Theotócos, por el abuso que de él hacían los apolinaristas; salida hipócrita que no logró despistar la buena fe de los teólogos romanos. Sin embargo, dudaban aún los espíritus, cuando llegó el informe del patriarca alejandrino, acompañado de una copiosa colección de discursos y epístolas de Nestorio. Poco tiempo después, los legados pontificios caminaban hacia el Oriente portadores de la solución: Nestorio debía retractarse públicamente, siendo Cirilo el encargado de proceder a la ejecución de la sentencia.
Se ha dicho que San Cirilo no era hombre para usar con moderación de la victoria, y que sus excesivas exigencias sólo sirvieron para envenenar la cuestión y prolongar el conflicto. Esta censura va enderezada contra el documento famoso que se conoce en la Historia con el nombre de «Anatematismos de San Cirilo». Al ver la tempestad que rugía sobre su cabeza, Nestorio publicó una declaración conciliadora, pero en último término evasiva, aceptando la expresión Theotócos, pero sólo provisionalmente, hasta que un concilio general decidiera sobre ella. No le quedaba más remedio: el pueblo le maldecía, la corte le retiraba su apoyo, sus amigos le abandonaban, y el que más podía favorecerle, Juan, obispo de Antioquía, su antiguo condiscípulo, le aconsejaba la sumisión. Se acercaba, al parecer, el desenlace del drama, cuando aparecieron los «Anatematismos», doce artículos que el patriarca de Alejandría presentaba a la aprobación de Constantinopla, bajo pena de excomunión. El asunto se complicó, y la causa de Nestorio empezó a reanimarse. Guiábale a Cirilo la mejor intención. Conociendo lo escurridizo y sutil de la mentalidad de su adversario, había querido cerrarle todas las salidas. Como Arrio, en otro tiempo, Nestorio echaba mano de todos los procedimientos para evitar el anatema. Aceptaba el término Theotócos, pero cambiando el acento, lo cual hacía que, en vez de «Madre de Dios», significase «Hijo de Dios». Otras veces, alterando sólo una letra, leía Theodocos, que significa receptáculo de Dios. Reproducíase la contienda del omousios y omoiusios, y San Cirilo hacía bien al salir al paso a todas estas sutilezas y puerilidades. Sin embargo, se extralimitó al tratar de imponer a los antioqueños la terminología de su escuela. Hoy la expresión «unión hipostática», imaginada por San Cirilo, nos parece un gran acierto teológico; pero la palabra hipóstasis significaba para los maestros de Antioquía más bien la naturaleza que la persona, y por eso no podían admitir el segundo anatematisino, según el cual la divinidad y la humanidad se habían juntado en Cristo «hipostáticamente». Del mismo modo, cuando San Cirilo hablaba de «unión física», asentaba únicamente que la unión era real y verdadera, en contraposición a moral; pero sus adversarios, inevitablemente, habían de ver allí la afirmación de una sola naturaleza. Era el error apolinarista, que habían intentado combatir. Los ánimos se agriaron, un gran número de obispos abandonó al de Alejandría, y los secuaces de Nestorio volvieron a agruparse en torno suyo.
Como único recurso quedaba el concilio general. Le había pedido Nestorio, y Cirilo le aceptó de buena gana. El Papa nombró sus legados y el emperador le convocó para el mes de junio del año 431, en la ciudad de Éfeso. Los dos protagonistas fueron los primeros en acudir, llevando cada uno más de un centenar de obispos. Faltaba el patriarca de Antioquía, con los sirios, sus diocesanos. El 6 de junio recibió Cirilo una carta en la que Juan le pedía algunos días de espera, excusando su tardanza en lo largo del viaje y en la muerte de algunos caballos. Cirilo esperó dos semanas, enviando entre tanto a Nestorio algunos obispos para reducirle nuevamente a la verdad. El heresiarca, más obstinado que nunca, contestaba amenazador, profiriendo los despropósitos más contradictorios. Es difícil explicarse la psicología de Nestorio en estos momentos para él decisivos, y lo más sencillo es representárnosle, con Héfele, como una especie de charlatán, que casi sin darse cuenta pasa de un extremo al contrario, de la ortodoxia a la herejía. «Después de todo—declaraba—, estoy conforme en confesar que María es Madre de Dios, siempre que no se dé a estas palabras un sentido apolinarista.» Pero, obligado a declararse más a fondo, añadía: «Nunca reconoceré como Dios a un niño, que ahora tiene dos meses y luego tres.»
Viendo que sus esfuerzos eran inútiles, Cirilo se decidió a obrar severamente. Juan no acababa de llegar, pero había llegado una carta suya en la cual exhortaba a obrar en justicia, sin preocuparse de él. Sin duda, pensó Cirilo, no quiere asistir a la humillación de su amigo; pero los planes del sirio eran menos inocentes. El 22 de junio, los obispos se reunieron en la basílica de Santa María. Nestorio, invitado reiteradamente a tomar parte en las deliberaciones, respondió la primera vez que lo pensaría; la segunda, que iría cuando se reuniesen todos los obispos, y la tercera vez, la delegación del concilio fue brutalmente arrojada de su casa por la guardia imperial, que le escoltaba. Contaba el patriarca con la intervención del emperador para impedir la celebración de la asamblea; y efectivamente, al comenzar la primera sesión, presentóse el jefe de la guardia intimando a los obispos la orden de dispersarse. Los partidarios de Nestorio obedecieron; pero la inmensa mayoría continuó impertérrita en sus puestos. Discutióse escrupulosamente el problema durante un largo día de junio, y ya anochecía cuando se dio la sentencia, condenando, deponiendo y excomulgando a Nestorio. AI conocer la noticia el pueblo de Éfeso, que había aguardado desde la mañana en torno de la basílica, prorrumpió en gritos de alegría. Los obispos fueron aclamados y escoltados hasta sus moradas con turíbulos y hachas encendidas, y toda la ciudad se vistió de fiesta. Los gritos y las luminarias, los inciensos y los regocijos duraron toda la noche. El sentido del pueblo cristiano comprendía que aquello significaba el triunfo de María sobre la serpiente.
Sin embargo, la lucha no estaba terminada. Meditando venganza, Nestorio intrigaba con sus amigos de la corte. Estaba ciego de cólera. El concilio le había calificado de impío, y al comunicarle la sentencia se le había comparado con Judas. Confiaba en el patriarca de Antioquía, y vióse que no había echado mal sus cálculos, cuando, tres días más tarde, llegó Juan con sus sufragáneos. El juego estaba premeditado. Sin sacudirse el polvo del camino, Juan reunió a los suyos y a los de Nestorio, y, sin citación ni discusión, depuso a Cirilo. Afortunadamente, el día 29 llegaron los legados del Papa, que suscribieron cuanto se había hecho contra Nestorio y el nestorianismo. El emperador Teodosio II, convencido al fin de la sinrazón de su patriarca, confirmó la deposición y le relegó a los últimos confines del Imperio. Juan de Antioquía cedió también después de larga resistencia, pero no sin exigir condiciones. Cirilo renunció a su terminología y él aceptó el fondo de la doctrina, suscribiendo la condenación de Nestorio. Con su mirada de águila, el patriarca de Alejandría se dio cuenta del cisma inminente, y con su moderación y prudencia conjuró el peligro. No quiso retractar los anatematismos, pero se guardó bien de imponer sus fórmulas a los disidentes.
Así terminó aquel pleito famoso, de trascendencia fundamental en la historia del cristianismo y en el proceso del dogma. El problema era tan sutil, que muchos, no acertando a comprenderlo, se pusieron de parte del heresiarca. A veces se nos ocurre pensar si el mismo Nestorio advertía las consecuencias de su tesis. No han faltado en nuestros días quienes han intentado su rehabilitación, afirmando que expresó torpemente un sentir ortodoxo. Es una falta de buena fe o un desconocimiento del problema. Entre Juan y Cirilo, todo se reducía a una cuestión de palabras; pero en las afirmaciones de Nestorio era el dogma el que estaba interesado. Bastardeada la idea de la Encarnación, quedaba destruida la economía de la Redención. Aquí radicaba el argumento inconmovible de Cirilo; aunque el pueblo cristiano vio más bien la injuria que se hacía a su devoción mariana. ¿Dónde apoyaría su confianza en la Virgen, si se negaba la maternidad divina, fundamento de todos los privilegios y excelencias de María?
Después del triunfo, San Cirilo se consagró a exponer y completar su doctrina, a contener, con menoscabo de su popularidad, los fermentos monofisitas de su partido, y a explicar las Sagradas Escrituras al pueblo alejandrino. Su interpretación es siempre mística y espiritual, como podía esperarse de un discípulo de Orígenes. La ley mosaica ha sido abrogada en cuanto a la letra, pero no en cuanto al espíritu. Al mismo tiempo se esforzaba por desarraigar los últimos retoños del paganismo, refutando los libros de Juliano el Apóstata, que aun hallaban ambiente entre los discípulos de Porfirio y de Celso. Defensor acérrimo de la ortodoxia, es también uno de sus más ilustres expositores. Teólogo profundo, exegeta ingenioso, vigoroso polemista. Es el más dogmático y el más escolástico de todos los Padres, y también el más tradicional. Él pone fin a las controversias trinitarias; aunque su actividad se desenvuelve, sobre todo, en el campo de la cristología. No obstante, ha hablado también magníficamente sobre la Redención, la acción del Espíritu Santo en las almas, el Bautismo y la Eucaristía. Defensor del dogma en la Encarnación y de la maternidad divina de María, puede llamársele también el doctor de la gracia santificante.
Una juventud oscura: revolver los libros de los Padrea, de Atanasio sobre todo; estudiar la elocuencia en los autores de la antigüedad clásica; recorrer los eremitorios de Scete y la Tebaida, recogiendo la experiencia espiritual de los grandes eremitas; recibir a las gentes en el patriarcado; aconsejar, contener y sufrir los arrebatos del patriarca. El patriarca era su tío Teófilo, enemigo perpetuo de la paz, juguete de la ambición, perseguidor de los santos, personaje violento, cuyas manos se manchan hoy con el oro, mañana con la sangre. En 412, el sobrino le sucede en la más alta dignidad de la Iglesia en Oriente. El odio que el tío había acumulado se derrama ahora sobre él en infames calumnias: un día, Hipatia, la ilustre discípula de Platón, ornamento de Alejandría por su ciencia y su hermosura, aparece muerta cerca del Museo. ¿Por qué no va a ser Cirilo el que ha puesto el puñal en la mano del asesino? Es sólo una insinuación venenosa de la perfidia.
Hombre de lucha, Cirilo tuvo siempre enemigos; pero podía mirarlos con la cara serena, como quien no tenía sombras en su conducta. Vida irreprochable, temperamento inclinado al rigor, temple de hierro, espíritu autoritario, esclavo de la ley de la tradición: he aquí los grandes rasgos de aquel gran carácter. Sabe reconocer la inocencia y la justicia: un día había asistido a aquel bochornoso conciliábulo de la encina, donde su tío depuso a San Juan Crisóstomo; no obstante, ahora reconoce su falta, e incluye el nombre del Crisóstomo en los dípticos de la iglesia alejandrina. Es tal vez vehemente y apasionado con exceso; puede habérsele pegado algo de los métodos expeditivos de Teófilo, y así, el principio de su gobierno es inquieto y accidentado: persecuciones de herejes, confiscaciones, expulsión de judíos, desavenencias con los lugartenientes del emperador. Cada año, como antes había hecho San Atanasio, Cirilo envía a los pueblos de Egipto una homilía pascual, donde se ven cada vez más vigorosos los rasgos de su fisonomía literaria: rigidez de espíritu, tradicionalismo doctrinal, pureza de enseñanza, erudición patrística, fuerza de estilo y agudeza dialéctica.
Es el hombre llamado a convertirse en campeón del dogma, y aquí se encuentra su gloria sólida y pura, a falta de una simpatía que no podía despertar la gravedad imperiosa de su espíritu. La Providencia ha ido formando su instrumento y preparándole para la gran obra de la Iglesia. Cirilo va a intervenir de una manera decisiva en la marcha de los anales eclesiásticos y del dogma cristiano, dando pruebas extraordinarias del poder victorioso de su razón y de la firmeza invencible de su alma.
En 429 estalla estrepitosamente el problema nestoriano. Tal vez no ha habido ningún otro, en el campo de la Teología, que tan profundamente haya sacudido las masas populares. En la corte, en los círculos aristocráticos, en los pórticos de las plazas, en los claustros de los monasterios, todos tenían los ojos fijos en los luchadores; a pesar de las sutilezas teológicas que la disputa envolvía, el pueblo, guiado por el certero instinto de la fe, seguía emocionado los varios incidentes de la contienda. Como en tiempo de las polémicas arrianas, una simple palabra era la voz de combate: Theotókos, que, traducida a nuestra lengua, significa «Madre de Dios». Un sacerdote de Constantínopla defendió un día desde el púlpito que esa expresión envolvía un absurdo teológico. El pueblo protestó indignado y sofocó la voz del orador; pero éste fue defendido por Nestorio, patriarca de la ciudad imperial. Lejos de apaciguar los espíritus, la intervención del patriarca no hizo más que extender el incendio. En los desiertos egipcios, las colmenas monásticas hervían con una inquietud amenazadora. El gran mundo y la corte, con el emperador a la cabeza, se declararon a favor de su patriarca; pero el pueblo estaba contra él. Augurábase una tempestad religiosa como la que había alborotado el Imperio durante todo el siglo IV. El primer grito de alarma salió de Alejandría, y fue San Cirilo quien lo lanzó. Imposible comprender lo que se ha llamado la tragedia del heresiarca constantinopolitano, sin tener en cuenta lo que representaban Cirilo y Nestorio, Alejandría y Antioquía, Egipto y Constantinopla. Egipto estaba irritado contra la capital del Imperio, porque acababa de arrebatar a su patriarca la primacía de honor en el Oriente; Constantinopla tenía que vengar los atropellos inferidos unos lustros antes a su patriarca San Juan Crisóstomo por Teófilo de Alejandría. Por cada lado había resquemores de injurias, y a estos motivos de división vino a unirse la rivalidad entre las escuelas de Antioquía y Alejandría.
Las divergencias en la exégesis escriturística, que caracterizaban ya en tiempo de Orígenes a los maestros de estas escuelas, habían engendrado tendencias opuestas en materia cristológica. Los alejandrinos, influidos por Platón, consideraban, ante todo, la divinidad del Verbo encarnado y la unidad íntima de su Persona; los antioqueños, más aristotélicos, analizaban muy particularmente la distinción de las dos naturalezas en el Hombre-Dios, deteniéndose con fruición en el estudio de sus experiencias humanas. Cada una de estas tendencias encerraba un peligro. A fines del siglo IV, Apolinar se había extraviado por exagerar la unidad alejandrina, y la escuela de Antioquía caía en los errores contrarios por exagerar la dualidad. Uno de sus maestros, Diodoro de Tarso, combatiendo el apolinarismo, llegó a distinguir de tal manera al Hijo de Dios del Hijo de David, que, según él, el Verbo no era Hijo de María. Tras él, Teodoro de Mopsuesfa no se cansaba de repetir que es una locura pretender que Dios ha nacido de una Virgen. De Teodoro, maestro de Nestorio, puede decirse que es el primer nestoriano. El discípulo no hizo más que llevar al pulpito lo que el maestro había enseñado en las aulas, con un poco más de precisión y un poco menos de violencia. Nestorio conserva ciertas expresiones tradicionales, y hasta parece ser que reconoció sinceramente la unidad personal de Jesucristo, pero sin penetrar su verdadero alcance, y rehusando admitir las consecuencias de esa unidad en la doctrina de la Encarnación.
San Cirilo de AlejandríaRepresentante genuino de la escuela gloriosa de Alejandría, continuador de Orígenes, en cuyas obras había visto honrada a la Virgen María con el título de Madre de Dios, discípulo de San Atanasio, por quien sabía «que Jesucristo no es un hombre sobre quien descendiera el Verbo, sino el Verbo mismo nacido con una carne, que era suya»; San Cirilo, teólogo sutilísimo, parecía el hombre destinado a precisar la doctrina de la Encarnación frente a los extravíes del patriarca de Constantinopla. Su primera intervención tuvo por objeto tranquilizar a los monjes egipcios, que empezaban a moverse en sus lauras y eremitorios. Lo hizo en una carta serena y puramente doctrinal. El nombre del heresiarca no aparecía en ella, pero Nestorio se creyó en la necesidad de refutarla públicamente. El choque era inevitable. Cirilo se dirigió directamente a Nestorio; Nestorio le contestó irónicamente que gobernase en paz su rebaño. Parecíale que su posición era inatacable. Tenía fama de austero, era un orador elocuente, un buen exegeta, y tan exaltado en la ortodoxia, que desde su elevación a la sede patriarcal no había cesado de perseguir a todas las sectas heréticas, en especial la de los apolinaristas, a quienes odiaba de corazón, como buen discípulo de Teodoro. Su misma presencia exterior hacía impresión en las gentes. Si vamos a creer a sus contemporáneos, era un hombre cumplido en perfecciones físicas: ojos grandes, majestuoso continente, tinte sonrosado, voz fuerte y sonora. Tan seguro se creía, que le pareció fácil aplastar a su rival en un concilio. No obstante, creyó prudente empezar organizando una banda de hombres pagados, que derramaron toda suerte de calumnias contra Cirilo, cumpliendo su misión con tal habilidad, que el eco de aquella campaña puede verse aún en las historias de aquel tiempo. Herido y amargado, escribía Cirilo: « No espere ese miserable que me he de dejar juzgar por él en un concilio, por muchos que sean los acusadores que compre contra mí. Si me mandaren comparecer a su presencia recusaré su tribunal, y con el favor de Dios dilucidaré las cosas de tal manera, que va a ser él quien me dará cuenta de sus blasfemias.»
Al escribir estas palabras, Cirilo pensaba en Roma. Estaba descartado el apoyo del emperador, que le había escrito una carta amenazadora, tratándole de perturbador de la paz pública. Pero, ¿acaso no había luchado Atanasio, su antecesor, contra todas las fuerzas del Imperio, sostenido por los obispos de Roma? Nestorio se le había anticipado, contando a su modo las cosas al Papa Celestino I. Decía, en resumen, que había creído prudente censurar el término Theotócos, por el abuso que de él hacían los apolinaristas; salida hipócrita que no logró despistar la buena fe de los teólogos romanos. Sin embargo, dudaban aún los espíritus, cuando llegó el informe del patriarca alejandrino, acompañado de una copiosa colección de discursos y epístolas de Nestorio. Poco tiempo después, los legados pontificios caminaban hacia el Oriente portadores de la solución: Nestorio debía retractarse públicamente, siendo Cirilo el encargado de proceder a la ejecución de la sentencia.
Se ha dicho que San Cirilo no era hombre para usar con moderación de la victoria, y que sus excesivas exigencias sólo sirvieron para envenenar la cuestión y prolongar el conflicto. Esta censura va enderezada contra el documento famoso que se conoce en la Historia con el nombre de «Anatematismos de San Cirilo». Al ver la tempestad que rugía sobre su cabeza, Nestorio publicó una declaración conciliadora, pero en último término evasiva, aceptando la expresión Theotócos, pero sólo provisionalmente, hasta que un concilio general decidiera sobre ella. No le quedaba más remedio: el pueblo le maldecía, la corte le retiraba su apoyo, sus amigos le abandonaban, y el que más podía favorecerle, Juan, obispo de Antioquía, su antiguo condiscípulo, le aconsejaba la sumisión. Se acercaba, al parecer, el desenlace del drama, cuando aparecieron los «Anatematismos», doce artículos que el patriarca de Alejandría presentaba a la aprobación de Constantinopla, bajo pena de excomunión. El asunto se complicó, y la causa de Nestorio empezó a reanimarse. Guiábale a Cirilo la mejor intención. Conociendo lo escurridizo y sutil de la mentalidad de su adversario, había querido cerrarle todas las salidas. Como Arrio, en otro tiempo, Nestorio echaba mano de todos los procedimientos para evitar el anatema. Aceptaba el término Theotócos, pero cambiando el acento, lo cual hacía que, en vez de «Madre de Dios», significase «Hijo de Dios». Otras veces, alterando sólo una letra, leía Theodocos, que significa receptáculo de Dios. Reproducíase la contienda del omousios y omoiusios, y San Cirilo hacía bien al salir al paso a todas estas sutilezas y puerilidades. Sin embargo, se extralimitó al tratar de imponer a los antioqueños la terminología de su escuela. Hoy la expresión «unión hipostática», imaginada por San Cirilo, nos parece un gran acierto teológico; pero la palabra hipóstasis significaba para los maestros de Antioquía más bien la naturaleza que la persona, y por eso no podían admitir el segundo anatematisino, según el cual la divinidad y la humanidad se habían juntado en Cristo «hipostáticamente». Del mismo modo, cuando San Cirilo hablaba de «unión física», asentaba únicamente que la unión era real y verdadera, en contraposición a moral; pero sus adversarios, inevitablemente, habían de ver allí la afirmación de una sola naturaleza. Era el error apolinarista, que habían intentado combatir. Los ánimos se agriaron, un gran número de obispos abandonó al de Alejandría, y los secuaces de Nestorio volvieron a agruparse en torno suyo.
Como único recurso quedaba el concilio general. Le había pedido Nestorio, y Cirilo le aceptó de buena gana. El Papa nombró sus legados y el emperador le convocó para el mes de junio del año 431, en la ciudad de Éfeso. Los dos protagonistas fueron los primeros en acudir, llevando cada uno más de un centenar de obispos. Faltaba el patriarca de Antioquía, con los sirios, sus diocesanos. El 6 de junio recibió Cirilo una carta en la que Juan le pedía algunos días de espera, excusando su tardanza en lo largo del viaje y en la muerte de algunos caballos. Cirilo esperó dos semanas, enviando entre tanto a Nestorio algunos obispos para reducirle nuevamente a la verdad. El heresiarca, más obstinado que nunca, contestaba amenazador, profiriendo los despropósitos más contradictorios. Es difícil explicarse la psicología de Nestorio en estos momentos para él decisivos, y lo más sencillo es representárnosle, con Héfele, como una especie de charlatán, que casi sin darse cuenta pasa de un extremo al contrario, de la ortodoxia a la herejía. «Después de todo—declaraba—, estoy conforme en confesar que María es Madre de Dios, siempre que no se dé a estas palabras un sentido apolinarista.» Pero, obligado a declararse más a fondo, añadía: «Nunca reconoceré como Dios a un niño, que ahora tiene dos meses y luego tres.»
Viendo que sus esfuerzos eran inútiles, Cirilo se decidió a obrar severamente. Juan no acababa de llegar, pero había llegado una carta suya en la cual exhortaba a obrar en justicia, sin preocuparse de él. Sin duda, pensó Cirilo, no quiere asistir a la humillación de su amigo; pero los planes del sirio eran menos inocentes. El 22 de junio, los obispos se reunieron en la basílica de Santa María. Nestorio, invitado reiteradamente a tomar parte en las deliberaciones, respondió la primera vez que lo pensaría; la segunda, que iría cuando se reuniesen todos los obispos, y la tercera vez, la delegación del concilio fue brutalmente arrojada de su casa por la guardia imperial, que le escoltaba. Contaba el patriarca con la intervención del emperador para impedir la celebración de la asamblea; y efectivamente, al comenzar la primera sesión, presentóse el jefe de la guardia intimando a los obispos la orden de dispersarse. Los partidarios de Nestorio obedecieron; pero la inmensa mayoría continuó impertérrita en sus puestos. Discutióse escrupulosamente el problema durante un largo día de junio, y ya anochecía cuando se dio la sentencia, condenando, deponiendo y excomulgando a Nestorio. AI conocer la noticia el pueblo de Éfeso, que había aguardado desde la mañana en torno de la basílica, prorrumpió en gritos de alegría. Los obispos fueron aclamados y escoltados hasta sus moradas con turíbulos y hachas encendidas, y toda la ciudad se vistió de fiesta. Los gritos y las luminarias, los inciensos y los regocijos duraron toda la noche. El sentido del pueblo cristiano comprendía que aquello significaba el triunfo de María sobre la serpiente.
Sin embargo, la lucha no estaba terminada. Meditando venganza, Nestorio intrigaba con sus amigos de la corte. Estaba ciego de cólera. El concilio le había calificado de impío, y al comunicarle la sentencia se le había comparado con Judas. Confiaba en el patriarca de Antioquía, y vióse que no había echado mal sus cálculos, cuando, tres días más tarde, llegó Juan con sus sufragáneos. El juego estaba premeditado. Sin sacudirse el polvo del camino, Juan reunió a los suyos y a los de Nestorio, y, sin citación ni discusión, depuso a Cirilo. Afortunadamente, el día 29 llegaron los legados del Papa, que suscribieron cuanto se había hecho contra Nestorio y el nestorianismo. El emperador Teodosio II, convencido al fin de la sinrazón de su patriarca, confirmó la deposición y le relegó a los últimos confines del Imperio. Juan de Antioquía cedió también después de larga resistencia, pero no sin exigir condiciones. Cirilo renunció a su terminología y él aceptó el fondo de la doctrina, suscribiendo la condenación de Nestorio. Con su mirada de águila, el patriarca de Alejandría se dio cuenta del cisma inminente, y con su moderación y prudencia conjuró el peligro. No quiso retractar los anatematismos, pero se guardó bien de imponer sus fórmulas a los disidentes.
Así terminó aquel pleito famoso, de trascendencia fundamental en la historia del cristianismo y en el proceso del dogma. El problema era tan sutil, que muchos, no acertando a comprenderlo, se pusieron de parte del heresiarca. A veces se nos ocurre pensar si el mismo Nestorio advertía las consecuencias de su tesis. No han faltado en nuestros días quienes han intentado su rehabilitación, afirmando que expresó torpemente un sentir ortodoxo. Es una falta de buena fe o un desconocimiento del problema. Entre Juan y Cirilo, todo se reducía a una cuestión de palabras; pero en las afirmaciones de Nestorio era el dogma el que estaba interesado. Bastardeada la idea de la Encarnación, quedaba destruida la economía de la Redención. Aquí radicaba el argumento inconmovible de Cirilo; aunque el pueblo cristiano vio más bien la injuria que se hacía a su devoción mariana. ¿Dónde apoyaría su confianza en la Virgen, si se negaba la maternidad divina, fundamento de todos los privilegios y excelencias de María?
Después del triunfo, San Cirilo se consagró a exponer y completar su doctrina, a contener, con menoscabo de su popularidad, los fermentos monofisitas de su partido, y a explicar las Sagradas Escrituras al pueblo alejandrino. Su interpretación es siempre mística y espiritual, como podía esperarse de un discípulo de Orígenes. La ley mosaica ha sido abrogada en cuanto a la letra, pero no en cuanto al espíritu. Al mismo tiempo se esforzaba por desarraigar los últimos retoños del paganismo, refutando los libros de Juliano el Apóstata, que aun hallaban ambiente entre los discípulos de Porfirio y de Celso. Defensor acérrimo de la ortodoxia, es también uno de sus más ilustres expositores. Teólogo profundo, exegeta ingenioso, vigoroso polemista. Es el más dogmático y el más escolástico de todos los Padres, y también el más tradicional. Él pone fin a las controversias trinitarias; aunque su actividad se desenvuelve, sobre todo, en el campo de la cristología. No obstante, ha hablado también magníficamente sobre la Redención, la acción del Espíritu Santo en las almas, el Bautismo y la Eucaristía. Defensor del dogma en la Encarnación y de la maternidad divina de María, puede llamársele también el doctor de la gracia santificante.
martes, 26 de junio de 2018
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