domingo, 30 de junio de 2013

Domingo 13 de Tiempo Ordinario Ciclo C 30-06-2013

Reflexión de hoy



Lecturas


En aquellos días, el Señor dijo a Elías:
- «Unge profeta sucesor tuyo a Elíseo, hijo de Safat, de Prado Bailén. »
Elías se marchó y encontró a Eliseo, hijo de Safat, arando con doce yuntas en fila, él con la última. Ellas pasó a su lado y le echó encima el manto.
Entonces Eliseo, dejando los bueyes, corrió tras Elías y le pidió:
- «Déjame decir adiós a, mis padres; luego vuelvo y te sigo.»
Ellas le dijo:
- «Ve y vuelve; ¿quién te lo impide?»
Eliseo dio la vuelta, cogió la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio; hizo fuego con aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente; luego se levantó, marchó tras Ellas y se puso a su servicio.

Hermanos:
Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado.
Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud.
Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor.
Porque toda la Ley se concentra en esta frase: «Amarás al prójimo como a ti mismo.»
Pero, atención: que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente.
Yo os lo digo: andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne; pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais.
En cambio, si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la Ley.

Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante.
De camino, entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén.
Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron:
- «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?»
Él se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea.
Mientras iban de camino, le dijo uno:
- «Te seguiré adonde vayas.»
Jesús le respondió:
- «Las zorras tienen madriguera, y los pájaros nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.»
A otro le dijo:
- «Sígueme.»
Él respondió:
- «Déjame primero ir a enterrar a mi padre.»
Le contestó:
- «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios. »
Otro le dijo:
- «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia.»
Jesús le contestó:
- «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios.»

Palabra del Señor.

Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.

Homilía


La libertad, tema que plantea la lectura de este domingo, del apóstol San Pablo a los Gálatas, es uno de los bienes más preciados de todos los pueblos, pero, al mismo tiempo, un serio peligro si no sabemos valorarla en su justa medida. Y la medida está en que, si quiero que me respeten, debo respetar primero la cultura, las ideas, las creencias y los valores de los demás. ”No es una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor” (Gálatas 5,13).

Esto parece una paradoja, pero el amor nos hace libres. Es fácil experimentarlo en la vida. El padre, la madre, todo el que ama nunca se siente esclavizado por prestar un servicio, porque el amor rompe las ataduras y prejuicios que nos condicionan.

Cada pueblo tiene un punto de referencia en su propia historia. Para Israel fue el Exodo el camino de salida de la esclavitud a la libertad.
También la historia de cada uno es un éxodo personal, donde las diversas experiencias que vivió el pueblo de Israel se transparentan en los quehaceres de los días y en las tradiciones que se van sucediendo.

Echando una rápida mirada a los salmos de la deportación a Babilonia, nos damos cuenta cómo la gente expresa sus sentimientos de alegría, abatimiento, desilusión, esperanza… a Dios, centro de su fe y suprema garantía de sus ansias de libertad. Llegarán tiempos mejores para disfrutar de la paz y el descanso, y para abandonarse en las manos de Dios en el soñado templo de Jerusalén.
¿Qué es la vida sin sueños?
¿Qué es la vida sin ideales?
Cuando surgen las tentaciones de vacío y soledad, es el momento de evocar el pasado.
Otros muchos pasaron por semejante experiencia y encararon el duro camino del desierto para encontrar la Tierra Prometida.

Siempre me han seducido las lecturas narrativas y las películas del viejo Oeste, en el que los hombres con frágiles carromatos y destartalados medios de locomoción acometieron la conquista de una nueva tierra donde construir su hogar. Así han nacido las epopeyas y se han curtido los pueblos, entre encrucijadas de razas y búsqueda permanente de una vida mejor.

España es rica en epopeyas a lo largo de la Reconquista, la colonización de América y el dominio de los mares. Pero España es rica sobre todo, porque su tradición cultural más consistente está asentada sobre las raíces del cristianismo.

No podemos conformar ningún pueblo o ciudad sin referencia a la fe cristiana, que ha modificado la moral, las costumbres, los comportamientos, las leyes de convivencia y hasta el lenguaje. Un pueblo que se aparta de las tradiciones termina matando su propia identidad.

Igualmente nuestra identidad familiar, lo que somos y tenemos, es una herencia cultural, afectiva, económica, relacional... de nuestros padres y familiares. Pero no debemos ser una imagen copiada de ellos, sino que debemos construir poco a poco nuestro futuro en libertad
La vida sólo se vive una vez y aquí se tejen todos los hilos de las oportunidades.

Hay personas que sienten miedo a la libertad y prefieren las sacrificadas seguridades de la esclavitud a enfrentarse con un futuro incierto.
Abundan los presos que, una vez terminado el período carcelario, no se atreven a incorporarse a un mundo que en ese momento les resulta difícil y hostil, auque hayan soñado su salida; como hay pájaros, acostumbrados a la jaula, incapaces de sobrevivir en el bosque.
No es de extrañar la intentona de vuelta de muchos israelitas al cultivo de las cebollas y ajos de Egipto, realizadas a golpe de látigo, antes que sufrir la incertidumbre de una vida saludable en una Tierra Prometida que no acaba de vislumbrarse.

Todo tiene su atractivo; todo tiene sus peligros. Porque hay errores que lastran nuestro paso por la vida y es necesaria una toma formal de actitudes.

Tanto la primera lectura como el evangelio, al igual que el domingo pasado, tienen un marcado tinte vocacional.
En la primera, el protagonismo se lo lleva Eliseo, que recibe la vocación profética con el simple gesto de la imposición del manto de Elías sobre sus hombres. Desde ese momento abandona el campo, sacrifica sus bueyes en ofrenda a Dios y se pone a sus órdenes, no sin antes despedirse de su familia con el asentimiento de Elías.

Jesús es más exigente: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el Reino de Dios” (Lucas 9,62).
Pide para seguirle actitudes limpias, renuncias personales, cambio drástico de vida y de apegos familiares y apertura al Reinado de Dios, que se hará presente en el corazón de quien acepte de buen grado la Palabra y la cumpla con sus obras.
Jesús no ofrece ventajas inmediatas. Esta es la razón por la que muchos rechazan la invitación al seguimiento alegando excusas: familia, amigos, trabajo…
Hoy eludimos compromisos y damos largas continuas a la llamada del Señor por comodidad, apego a los bienes materiales y miedo a perder las falsas seguridades en las que camuflamos nuestros vacíos espirituales. Y, “como lo cortés no quita lo valiente”, respondemos con un lacónico:”me lo pensaré”.
¡Cuántas oportunidades perdemos por empecinarnos en una vida anodina y estéril!

El marco natural donde se desarrolla la acción evangélica es el camino. Jesús aguarda en cada encrucijada para abrir la marcha y marcar sus huellas en pos de la aventura de la fe, que conlleva contratiempos, problemas y sacrificios.
No hay aventura sin riesgos. Lo saben los alpinistas, los deportistas de élite, los exploradores, los soñadores de nuevas conquistas. Todos tienen como punto de mira una meta, que una vez lograda, abre el camino a otra, en una perpetua sucesión de retos.

Quien tiene un ideal encuentra siempre razones para alimentar la fe, fortalecer la esperanza y cultivar el amor.
Fijémonos en cuantos viven desde la fe el Camino de Santiago y, una vez terminado, nos narran sus gestas: las ampollas del viaje, el calor de la meseta, la frescura íntima de los templos, el compartir ideales y proyectos cada noche con otros peregrinos hasta entonces desconocidos, el cansancio, la hospitalidad de algunos hogares, el encuentro con uno mismo en los largos silencios andados de la soledad...
Una experiencia inolvidable, con un único objetivo: Santiago, el cielo, Dios..

Pesa sobre cada uno de nosotros el lastre de muchos siglos y añejas historias, pero la vida siempre es nueva y camina hacia su plenitud si somos capaces de abrir las ventanas de la libertad y no retornar a las ataduras de un pasado que, desde el mismo momento en que es pasado, responde a otra historia.
La mía es el gran regalo que Dios me da para dejarme interpelar por Él y seguirle por el camino.

Primeros Mártires de la Iglesia Romana

Nada sabemos de sus nombres, salvo que los apóstoles Pedro y Pablo encabezaron este ejército de los primeros mártires romanos, víctimas en el año 64 de la persecución de Nerón tras el incendio de Roma. A veces me he preguntado si estaría entre ellos una ilustre dama romana, Pomponia Graecina, esposa de Aulo Plaucio, gobernador de Britania. Antiguas leyendas incluso hacen de Pomponia una princesa britana y la relacionan con los orígenes del cristianismo en las Islas Británicas. Pero no parece probable que aquella mujer se contara entre los mártires de la primera persecución contra los cristianos. Sin embargo, hay indicios escritos y arqueológicos que permiten asegurar que hacia el año 57 ó 58, Pomponia dio también testimonio, aunque incruento, de su fe cristiana. Los Anales de Tácito (XIII, 32) aseguran que fue acusada de “superstición extranjera”, algo que podría hacer referencia a su condición de cristiana. Se constituyó un tribunal doméstico, presidido por su marido, y que finalmente proclamó la inocencia de la esposa, tras una indagación sobre su vida y su fama. Con todo, Tácito atribuye a Pomponia el carácter de “una persona afligida”, alguien que durante cuarenta años llevó luto por el asesinato de Julia, una víctima más entre los miembros de una familia imperial, diezmada por las ejecuciones o envenenamientos que el círculo del poder disponía de forma arbitraria. Acaso esa aflicción no procediera de una mera tristeza humana sino del deseo de mantenerse al margen de una sociedad marcada por el crimen y la corrupción. Quizás la tristeza que Tácito ve en Pomponia no fuera tal sino un aire de seriedad, una expresión de desaprobación por un ambiente en el que no se respira a gusto, pero en el que hay que estar necesariamente en función de las obligaciones familiares y sociales. Habría que pensar que Pomponia no borraría por completo su afabilidad femenina y su “saber estar”, pese a algunas apariencias externas. En el cristiano no puede caber la tristeza. Las únicas lágrimas que puede derramar son las del amor, como las que derramó Cristo a la vista de Jerusalén. Pero cuando alrededor de alguien, se extienden las risas maliciosas, las alusiones de dudoso gusto y, en general, todas las dimensiones de las lenguas desatadas, es comprensible que pueda adoptar una expresión de seriedad. Sea como fuere, Pomponia padeció en su fama y en su ánimo por seguir a Cristo. Como en todas las épocas, los cristianos que están en el mundo, pero no son del mundo, son señalados con el dedo, tachados de locos o etiquetados con calumnias.

Pomponia Graecina es también un personaje secundario de la célebre novela Quo Vadis de Henryk Sienckewicz. La matrona romana acoge en su casa y educa en la fe cristiana a Ligia, la hija del rey de los ligios reducida a la esclavitud. El novelista polaco presenta a Pomponia como un modelo de virtud femenina en una sociedad corrompida. En las páginas de su obra se trasluce que ha leído a Tácito, sobre todo cuando describe la persecución neroniana, cuando “se empezó a detener abiertamente a los que confesaban su fe” (Anales XV, 44). Tácito no expresa la menor simpatía por los cristianos, tal y como demuestran los calificativos que aparecen en el muchas veces citado pasaje: “ignominias”, “execrable superstición”, “atrocidades y vergüenzas”, “odio al género humano”, “culpables”, “merecedores del máximo castigo”... Lo de menos es que fuera verdad o mentira que los cristianos hubieran incendiado Roma, el odio se había desatado y todos tenían que morir. Poco más de treinta años después de la crucifixión de Cristo, se cumplía el pronóstico del Maestro de que sus seguidores serían también perseguidos y de que serían odiados por su causa. Tácito especifica claramente los géneros de muerte que se aplicaron a los cristianos: “A su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche”.

Juan Pablo II reflexionó sobre aquellos primeros mártires de la Iglesia romana con motivo del preestreno de un film polaco, que pudo ver en la tarde del 30 de agosto de 2001. Se trataba de la quinta versión cinematográfica de Quo Vadis, adaptado y dirigido por Jerzy Kawalerowicz, uno de los más importantes directores de la cinematografía polaca desde la década de 1960. Me sorprendió que Kawalerowicz dirigiera esta película, dados sus antecedentes: realizó Madre Juana de los Ángeles, escandalosa crónica de un supuesto caso de posesión demoníaca en un convento francés del siglo XVII, y también fue autor de Faraón, una superproducción en la que presentaba a un desconocido faraón, Ramsés XIII, como un gobernante manipulado por los sacerdotes de Amón. Detrás de esta historia algunos críticos veían una referencia a la Iglesia católica en sus relaciones con el Estado polaco. Pero en Polonia han cambiado muchas cosas. El hoy octogenario Kawalerowicz se hacía, con ocasión del lanzamiento de su película, esta pregunta: Quo vadis, homo?, ¿Hacia dónde va el hombre contemporáneo? Tras la proyección de Quo Vadis, el Papa matizaba la misma pregunta: “¿Vas al encuentro de Cristo o sigues otros caminos que te llevan lejos de él y de ti mismo?”. El recuerdo de los primeros mártires romanos era para Juan Pablo II mucho más que un dato histórico. De allí surge una reflexión enteramente actual, una llamada para los cristianos de hoy de tiempos futuros: “Es necesario recordar el drama que experimentaron en su alma, en el que se confrontaron el temor humano y la valentía sobrehumana, el deseo de vivir y la voluntad de ser fieles hasta la muerte, el sentido de la soledad ante el odio inmutable y, al mismo tiempo, la experiencia de la fuerza que proviene de la cercana e invisible presencia de Dios y de la fe común de la Iglesia naciente. Es preciso recordar aquel drama para que surja la pregunta: ¿algo de ese drama se verifica en mí?”. Estas palabras del Papa nos recuerdan que, tarde o temprano, los cristianos son llamados a ser mártires, es decir testigos. Pocos serán los que derramarán su sangre, al menos en los países del mundo desarrollado. La mayoría experimentarán, en cambio, la incomprensión, el ridículo o el odio. Tendrán que pedirle a Cristo la fortaleza suficiente para no negarle delante de los hombres.

sábado, 29 de junio de 2013

Reflexión de hoy



Lecturas


En aquellos días, el rey Herodes se puso a perseguir a algunos miembros de la Iglesia. Hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan. Al ver que esto agradaba a los judíos, decidió detener a Pedro. Era la semana de Pascua. Mandó prenderlo y meterlo en la cárcel, encargando de su custodia a cuatro piquetes de cuatro soldados cada uno; tenla intención de presentarlo al pueblo pasadas las fiestas de Pascua, Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él.
La noche antes de que lo sacara Herodes, estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado con cadenas. Los centinelas hacían guardia a la puerta de la cárcel.
De repente, se presentó el ángel del Señor, y se iluminó la celda. Tocó a Pedro en el hombro, lo despertó y le dijo:
-«Date prisa, levántate.»
Las cadenas se le cayeron de las manos, y el ángel añadió:
-«Ponte el cinturón y las sandalias.»
Obedeció, y el ángel le dijo:
-«Échate el manto y sígueme.»
Pedro salió detrás, creyendo que lo que hacía el ángel era una visión y no realidad. Atravesaron la primera y la segunda guardia, llegaron al portón de hierro que daba a la calle, y se abrió solo.
Salieron, y al final de la calle se marchó el ángel.
Pedro recapacitó y dijo:
-«Pues era verdad: el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de la expectación de los judíos.»

Querido hermano:
Yo estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida.
El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesárea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:
-« ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron:
-«Unos que Juan Bautista, otros que Ellas, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó:
-«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo:
-«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Jesús le respondió:
-« ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi
Padre que está en el cielo.
Ahora te digo yo:
Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.
Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.»

Palabra del Señor.

San Pedro y San Pablo Apóstoles

El buen Simón de Betsaida, bronco y tierno como una ola del mar de su patria, fogoso y sencillo como un mílite de las legiones romanas, es una de las figuras más humanas v mas encantadoras que desfilaron por la órbita divina del Evangelio de Jesús de Nazaret. Con su barca y sus llaves, con sus dichos y sus hechos, con sus pecados y sus lágrimas, la personalidad histórica de San Pedro encuadra a todo el apostolado de los Doce y atrae por su fe ardiente y por su cálido humanismo la simpatía y el amor de todas las generaciones cristianas.

Ignoramos el año exacto del nacimiento de San Pedro, pero sí sabemos que nació en Betsaida, una aldea campesina y marinera tendida en la ribera occidental del lago Tiberiades, donde vivía con su esposa dedicado a las tareas salobres de la pesca. Su nombre de pila era el de Simón, y fue el mismo Jesucristo quien, en su primer encuentro con este pescador, le impuso el nuevo nombre de Cefas, que significa "Pedro" o “piedra". El evangelista San Juan nos narra el primer encuentro de Jesús con San Pedro con la santa simplicidad de estas palabras: “Andrés halla primero a su hermano Simón y le dice: Hemos hallado al Mesías. Llevóle a Jesús. Poniendo en él los ojos, dijo Jesús: Tú eres Simón, hijo de Juan; tú te llamarás Cefas" (lo. 1, 41-42). Jamás olvidaría Pedro de Betsaida esa mirada y esa delicadeza exquisita de Jesús. Tiempo adelante, el porvenir nos daría la clave y el sentido de este cambio de nombre y confirmaría el vaticinio de Jesús de Nazaret.

A pesar del laconismo biográfico del Evangelio, en sus páginas encontramos datos más que suficientes para formarnos una idea clara y cabal de la fisonomía moral del apóstol San Pedro. Vehemente y francote por temperamento, un poco o muchos pocos presuntuosillo, transparente y casi infantil en la manifestación de sus espontáneas y más íntimas reacciones psicológicas, encontramos en la veta de sus valores morales un alma bella, un gran corazón, una lealtad, una generosidad, unas calidades humanas tan tan entrañables y subyugantes que aún hoy, a distancia de siglos, la fragancia de su recuerdo perdura y atrae la simpatía y la confianza de las generaciones cristianas.

Al primer llamamiento vocacional de Jesús el corazón de Pedro, abierto siempre a todo lo grande y generoso, abandona todo lo que tenía. Poco, ciertamente; pero todo lo deja por seguir a Cristo con la confianza de un niño, el ardor de un soldado. Algo especial vio Jesús en la humanidad cálida y abierta del antiguo pescador de Betsaida, cuando, por un acto de su misericordiosa predilección, le elige para la misión de "pescador de hombres" (Lc. 5, 11), para ser la piedra fundamental de la Iglesia (Mt. 16, 18) y cabeza suprema de los doce apóstoles y de toda a cristiandad (lo. 21,15-17). Para ser el predilecto entre los tres apóstoles predilectos de Cristo, otorgándole la promesa y la garantía de una asistencia especial, a fin de que su fe no vacilara y confortara la de sus hermanos (Lc. 22,31).

Así fue, en efecto. A las puertas de Cesarea de Filipo, Cristo le promete el primado universal y supremo sobre toda la Iglesia; y más tarde, en el candor intacto de una mañana primaveral, junto a la orilla del Tiberíades, Cristo, ya resucitado, cumple esta promesa al conferirle el poder de apacentar a las ovejas y a los corderos de su grey. Aquella promesa fue el premio a la fe de San Pedro, y su cumplimiento fue realizado ante las pruebas de amor de Pedro hacia el Maestro y Pastor de todos los pastores. La fe ardiente y el amor profundo de Pedro a Jesús constituyen los trazos más destacados de su semblanza y de su vida toda. Basta evocar el recuerdo de estos pasajes evangélicos y de la vida de Pedro: su confesión en Cesarea de Filipo, su actitud después del discurso anunciador de la institución de la Eucaristía, en el lavatorio de los pies de los apóstoles en el Cenáculo, en el prendimiento de Jesús en el huerto de los Olivos, en las lágrimas amargas que empezó a derramar después de la caída de sus tres negaciones, en su carrera madrugadora hacia el sepulcro de José de Arimatea, en su lanzamiento al agua y entrega total de la pesca milagrosa para llegar pronto y obedecer sin regateos al Maestro, en la escena romana del Quo vadis?, en el testimonio y en la forma de su martirio.

Amor que fue siempre correspondido, y con predilección, por Jesucristo, como se transparenta —entre otras ocasiones— en el encargo expreso que las piadosas mujeres recibieron del ángel en el alba de la mañana de la Resurrección: "Decid a sus discípulos y a Pedro... (Mc. 16,7).” A Pedro, concreta, particular y principalmente: Tal vez el pobre San Pedro seguiría llorando amargamente su triple negación, sin que sus lágrimas pudieran borrar de la retina de sus ojos el reflejo de aquella dulce mirada de Jesús en el patio hebreo de la casa de Caifás. Tal vez, replegado en el regazo contrito de su dolor y de su cobardía, no se atreviera a acercarse al buen Jesús; sin embargo, Jesús le seguía amando y mantenía su promesa de levantar sobre Pedro el edificio colosal de la Iglesia católica.

Frente a los prejuicios sectarios y a las interpretaciones torcidas en torno a la designación de Pedro como jefe y maestro supremo y universal de la Iglesia, ahí están los documentos históricos del Evangelio y la actuación primacial de San Pedro en la vida interna y externa de la Iglesia. Los pasajes del capítulo 16 del evangelio de San Mateo y del capítulo 21 del evangelio de San Juan son tan claros que, ante su claridad solar, algunos debeladores del primado de San Pedro no tienen otra salida que el negar la autenticidad histórica de esos pasajes evangélicos. En conformidad con su sentido actuó siempre San Pedro, y todos los cristianos vieron en esta conducta la puesta en práctica de sus poderes, concedidos por Cristo y simbolizados en la entrega de las llaves del reino de los cielos al antiguo pescador de Betsaida.

Efectivamente, fue San Pedro quien anatematiza al primer heresiarca Simón Mago; quien recibe en Joppe la ilustración de Cristo en orden a la universalidad de la joven Iglesia y marcha a Cesarea a convertir al centurión romano Cornelio; quien preside y define la actitud dogmática de la Iglesia en el concilio de Jerusalén; quien propone a los fieles la elección del sustituto del traidor Judas en el Colegio Apostólico; quien en el día augural de Pentecostés se levanta, en nombre de todos, para arengar a la multitud y exponer la doctrina y el mensaje divino de Jesús; quien es consultado y obedecido por San Pablo, quien anuncia el castigo a Ananías y a Tafita, y es citado y ocupa siempre el primer lugar. Todos acuden a Pedro, y Pedro acude a todas partes, dejando con sólo la sombra de su cuerpo una estela de milagros, y abriendo con su palabra horizontes de luz, de unidad, de universalidad y de paz,

Esta posición y esta influencia de San Pedro dentro y fuera de la Iglesia fue el origen de su encarcelamiento en Jerusalén y de su sentencia de muerte dada por Herodes Agripa, el nieto de aquel Herodes degollador de los niños inocentes y sobrino de Herodes Antipas, el asesino del Bautista y burlador de Cristo en los días de la Pasión. El odio contra la naciente Iglesia se centraba ya en su primera cabeza visible, en San Pedro. La pluma de Lucas nos lo afirma en el libro de los Hechos de los Apóstoles, al decir: "Y entendiendo (Herodes Agripa) ser grato a los judíos, siguió adelante prendiendo también a Pedro" (Act. 12,3). Esta narración bíblica del prendimiento y liberación de San Pedro por un ángel, horas antes de la ejecución de la sentencia de su muerte, es todo un poema, una de las páginas más bellas, más emotivas, más realistas y de más fino sentido psicológico de la literatura universal al servicio de la verdad histórica. La Iglesia la recuerda y conmemora litúrgicamente en la fiesta de San Pedro ad víncula, y a ella remitimos al lector de este AÑO CRISTIANO.

Libertado por el ángel, Pedro salió de Jerusalén. El libro de los Hechos de los Apóstoles, después de la escena encantadora y realísima ocurrida en “la casa de María, la madre de Juan, apellidado Marcos", añade: "Y, partiendo de allí, se fue a otro lugar" (12,17). ¿Cuál es este lugar? ¿Adónde se dirigieron los pasos peregrinos de San Pedro recién liberado? ¿A Roma? ¿A Cesarea? ¿A Antioquía? Con certeza histórica no lo sabemos. Lo cierto es que a San Pedro volvemos a encontrarle en Antioquía; que una antigua tradición afirma que San Pedro fue el primer obispo de Antioquía; que la Iglesia admite y confirma esta tradición con la institución litúrgica de la fiesta de la Cátedra de San Pedro en Antioquía; que Eusebio, en su Historia Eclesiástica, nos dice que Evodio fue el segundo obispo de Antioquía y sucedió a San Pedro. ¿Fue a raíz de su milagrosa liberación de la cárcel de Jerusalén cuando Pedro fue por primera vez a Antioquía? ¿Había ido anteriormente, hacia el año 36,37, después de la muerte del protomártir San Esteban, a fundar la primera cristiandad antioqueña? Tampoco podemos contestar con certeza a estas preguntas, ni ofrece gran interés a los lectores del AÑO CRISTIANO la exposición de los últimos resultados de la investigación histórica acerca de estos detalles marginales en la gran trayectoria de la vida del apóstol San Pedro.

Más importancia teológica e histórica presenta y encierra el incidente de Antioquía aludido por San Pablo en su Epístola a los gálatas (2,11). Tiempos eran aquéllos en los que, por una parte, las formas de expresión del viejo culto judaico estaban más concretadas que en la nueva religión cristiana, y, por otra parte, los judíos cristianos de Jerusalén —especialmente los de procedencia farisea— abrigaban la ilusión de esperar en la joven Iglesia un simple florecimiento espiritualista y más lozano de la antigua sinagoga mosaica. Por ello, algunos judíos cristianos defendían que el mundo de la gentilidad sólo podía entrar en la Iglesia de Cristo pasando previamente por el Jordán de la circuncisión y la observancia total de la Ley de Moisés.

El problema era de fondo, no sólo de forma y de rito. Porque obligar a la circuncisión a los gentiles, y a la observancia de los ritos mosaicos, equivalía a reducir la Iglesia de Cristo a la estrechez nacionalista de la vieja sinagoga, a negar la universalidad de la redención por los méritos de Cristo, a hacer del cristianismo universal y universalista una religión de raza.

El aspecto dogmático y religioso de esta cuestión había sido ya resuelto, hacia el año 50, en el concilio de Jerusalén, al definir la no obligatoriedad de la circuncisión y de la observancia de la ley mosaica, y precisamente se había zanjado por la autoridad de San Pedro. Mas, en la práctica, seguían algunos judíos cristianos absteniéndose en las comidas de los manjares impuros según la ordenanza y el rito de la Ley de Moisés. Efectivamente, desde el punto de vista dogmático y teológico la cuestión estaba resuelta en el plano del pensamiento; pero la continuidad de su planteamiento, aun en el plano del rito y de la práctica, seguía presentando serios y graves peligros para la desviación doctrinal en torno a la unidad y universalidad de la Iglesia. El incidente ocurrido en Antioquía entre Pedro y Pablo fue originado por las condescendencias del gran corazón de San Pedro en el terreno de las conveniencias prácticas de la prudencia, no de los principios doctrinales de la Iglesia. San Pablo no era un hombre de medias tintas ni de términos medios, y en la condescendencia del corazón de San Pedro vio "una simulación" —así la califica— que en el orden de las conductas podría, por orgullo de raza, dar pretextos para seguir manteniendo, dentro de la catolicidad de la Iglesia, un muro de separación entre judíos y gentiles, como en el templo de Jerusalén. San Pablo no transigía ante estas condescendencias rituales de San Pedro, y el Espíritu Santo, que, por encima de todas las flaquezas, dirige a la Iglesia de Dios, facilitó los caminos a la expansión ecuménica del cristianismo. El muro que en el templo de Jerusalén separaba a los gentiles y judíos fue derrumbado para siempre. Sobre sus escombros y sus ruinas se levantan hoy, abiertas y campeadoras, las columnas berninianas la gran plaza romana, precisamente, de San Pedro.

La fantasía novelera de la Escuela de Tubincia se atrevió un día a lanzar por el mundo la especie de una oposición dogmática y de una indisciplina jerárquica entre ambos príncipes de la Iglesia. Hoy la misma crítica histórica contemporánea ha echado por tierra tal imputación, Pedro y Pablo, figuras cimeras de la Iglesia, almas hermanadas por una misma fe y un mismo amor, sellaron con la sangre del martirio sus nombres y sus vidas bajo los cielos de Roma. Por encima de sus distintos temperamentos, un mismo credo, un mismo amor, un mismo ideal, les unió en el combate y en la muerte, emparejando sus personas, tan íntimamente, que ya, desde los primeros tiempos de la Iglesia, aparecen juntos en el medallón de las catacumbas de Santa Domitila y en el más antiguo aún sarcófago de Junio Baso, hallado en la cripta del Vaticano,

Si los enemigos de la Iglesia han gastado tanta tinta en combatir la institución misma del Primado, mayores aún son sus ataques contra el hecho histórico-dogmático del Primado de Pedro y de sus sucesores en la cátedra de Roma. Frente a la claridad que brota de los documentos históricos en favor de las tesis católicas, se empeñan en afirmar que, tanto la institución del Primado en la Iglesia como su encarnación en la persona de Pedro y en el obispo de Roma, son productos puramente naturales de un proceso evolutivo histórico.

Ni el Evangelio ni la Iglesia temen a la verdad, y ahí están las realidades históricas proclamando la verdad católica en relación con el Primado de Pedro y de sus sucesores los papas. La Iglesia había de desarrollarse como el grano de mostaza y perpetuarse a través de los siglos. La indefectibilidad de la Iglesia exige una autoridad indefectible también, y para ello Cristo la cimentó en la piedra, en Cefas, en Pedro, y contra esa piedra ni han prevalecido ni prevalecerán las puertas del infierno. Dos mil años de historia vienen confirmando esta realidad, garantizada por la promesa de Cristo Dios (Mt. 16,18).

La estancia de San Pedro en Roma, su pontificado romano y su martirio en la Ciudad Eterna son hechos históricos hoy admitidos por todos los historiadores responsables y de buena fe. El mismo Harnack, nada sospechoso, llega a afirmar "que no merece el nombre de historiador el que se atreve a poner en duda esta verdad". La fecha de la misma llegada y la duración de la estancia en Roma de San Pedro son hoy cuestiones aún por dilucidar, así como la fecha exacta de su martirio en tiempos de Nerón.

¿Fue San Pedro el primer sembrador de la semilla evangélica en Roma? ¿Fueron los romanos residentes en Jerusalén en el día de Pentecostés, a quienes alude el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,10) y convertidos a la fe de Cristo por el discurso de San Pedro? ¿Fueron los judíos dispersos de Jerusalén los que, con motivo de la persecución de Herodes Agripa, se alejaron hasta Roma y fundaron el primer núcleo de la cristiandad romana entre la numerosa colonia judía del Trastevere? Nada sabemos con certeza histórica sobre estas interrogaciones tan sugerentes.

El hecho cierto es que Pedro estuvo en Roma y que fue su primer obispo. Desde Roma escribió su primera carta a los fieles del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, fechada en Babilonia (5,13), nombre simbólico universalmente interpretado por Roma, la ciudad pagana sucesora o representante de la antigua Babilonia. Los testimonios de Clemente Romano, tercer sucesor de San Pedro en el pontificado romano; de Ignacio de, Antioquía, en su epístola dirigida a los romanos; de San Ireneo, en su tratado Contra todas las herejías, y recientemente las últimas excavaciones realizadas en la cripta de la basílica Vaticana, demuestran hasta la evidencia la estancia de San Pedro, su pontificado y el ejercicio de su jurisdicción primacial en Roma y en toda la Iglesia.

Roma y San Pedro son dos términos plenos de grandeza histórica, que se asocian espontáneamente en la inteligencia y en el corazón de todos los cristianos. Según una antiquísima tradición, el pontificado romano de San Pedro duró veinticinco años: "Annos Petri non videbis". Esta tradición viene a confirmar la opinión de los que afirman que la primera llegada de San Pedro a Roma aconteció hacia el año 42, y su martirio hacia el año 67. En efecto, el martirio de San Pedro ocurrió entre estas dos fechas extremas: entre el año 64, fecha del gran incendio de Roma, y el año 68, fecha de la muerte de Nerón. San Juan en su evangelio nos legó estas palabras de Jesucristo a San Pedro: "En verdad, en verdad te digo: Cuando eras más joven tú mismo te ceñías y andabas adonde querías; mas cuando hayas envejecido extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieras" (21, 18-19). Era una alusión delicada al martirio del apóstol.

En el verano del año 64 un gran incendio devastó gran parte de la ciudad de Roma. Mientras ocurría la gran catástrofe, Nerón —según escribe Tácito en sus Anales— cantaba en su teatro privado su poema acerca de la ruina de Troya, aspirando a la gloria de fundar una ciudad nueva que llevase su nombre. Esta actitud de Nerón dio ocasión al rumor popular de que el incendio de Roma había sido provocado por el propio emperador; Nerón acusó entonces a los cristianos como causantes y provocadores del incendio de Roma, y comenzó su sanguinaria persecución contra la Iglesia. Torrentes de sangre cristiana corrieron por el circo, por las cárceles, por las afueras de Roma. La leyenda, flor de la historia, ha recogido la escena enternecedora del Quo vadis, que la piedad y el arte cristiano nos recuerdan en la devota capilla romana del Quo vadis, erigida en el lugar donde Jesús se apareció a San Pedro, cuando huía de Roma despavorido por la persecución neroniana. Pedro pregunta al Maestro: "Señor, ¿adónde vas?". y el Señor le responde: "A Roma, para ser otra vez crucificado". Pedro comprende la significación y el alcance de este dulce reproche de Jesús, y retorna a la ciudad de su martirio.

Pronto es apresado por los esbirros de Nerón. El peregrino cristiano visita en Roma con profunda veneración la célebre cárcel Mamertina, donde fue preso San Pedro, y donde convirtió y bautizó a sus mismos carceleros, Proceso y Martiniano, futuros mártires de la fe cristiana,

Poco tiempo después el gran apóstol San Pedro moría clavado en la cruz, como su Maestro; pero, en conformidad con su propio deseo, cabeza abajo, dándonos con esta actitud una gran prueba de su humildad y de su amor a Cristo Jesús. Su sangre cayó cerca del obelisco de Nerón, en la colina vaticana, donde se levantó la antigua basílica Constantiniana y hoy se alza la gran basílica que lleva su nombre.

La tumba del gran apóstol San Pedro se yergue bajo la bóveda grandiosa del Bramante, el monumento más hermoso del orbe. Ante el altar de la confesión y de la tumba del apóstol arrodillémonos con veneración, y, a semejanza del viejo pescador de Betsaida, volvamos nuestro espíritu hacia Cristo Redentor, para repetir el eco de la fe y de la plegaria de San Pedro: "Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente".

La Iglesia celebra con los máximos honores de su liturgia la fiesta de San Pedro, en el mismo día que la fiesta de San Pablo. Ellos fueron, y serán siempre, los Príncipes de los Apóstoles, Así los ha apellidado la Iglesia, así los invoca la fe y el arte de las generaciones cristianas.

Hacia el año 18 de nuestra era, un joven de poco mas de quince años, judío de raza, de la tribu de Benjamin, llamado Saúl (o Saulo), dejaba su ciudad natal de Tarso de Cilicia y se hacía a la mar rumbo a Jerusalén. De una manera en parte imaginaria en parte real llevaba consigo cinco acompañantes invisibles cuya síntesis constituía la personalidad del joven viajero.

El primer compañero de viaje era un ciudadano romano. Saúl era súbdito de aquel gran Imperio; tenía, además, el derecho de ciudadanía por nacimiento y sabía acogerse, si había lugar, a las prerrogativas que este título le confería. Junto al ciudadano romano había en Saúl un griego. Se expresaba en esta lengua, que era la que se hablaba en Tarso, con corrección y con agilidad. Estaba acostumbrado a oír fragmentos de los poetas helénicos, a hablar de las competiciones atléticas en el estadio y a contemplar el esplendor externo y la belleza de formas de aquella cultura deslumbradora. El tercer viandante invisible era un obrero. "El que no enseña a su hijo un oficio le hace ladrón", se decía entre los judíos. Y el padre de Saúl, aunque era, al parecer, un acomodado comerciante de paños, quiso que su hijo aprendiera desde muy joven el oficio de tejedor de lonas para tiendas de campaña. De la imaginaria comitiva formaba parte también un fariseo. Fariseo e hijo de fariseos era Saúl, y, como tal, pegado hasta lo inverosímil a las tradiciones de sus mayores, capaz de recorrer el cielo y la tierra para hacer un prosélito, de dura cerviz en sus empresas para no ceder ante los obstáculos, anhelante por la venida del Mesías liberador del yugo extranjero y guardador de la Ley hasta en sus mínimos detalles externos. El último acompañante de Saulo era un sincero y afanoso buscador de la verdad. Ya junto a los rabinos tarsenses la había buscado en la lectura de la Tora (Ley) primero. y luego en el estudio de la Mishnáh (tradición oral). Pero su alma anhelaba un conocimiento mayor de la suprema verdad, que es Dios, y su palabra revelada.

Ese era justamente el motivo de su viaje. Al emprenderlo no soñaba en otra cosa que en poder oír las doctas explicaciones del prestigioso Gamaliel, jefe de la escuela de Hillel, miembro destacado del Sanedrín y rabino famoso entre los famosos. Varios años pasó en aquella escuela, rival de la de Schammai, estudiando la Haggada, esto es, el dogma e historia del Antiguo Testamento. Al cabo de aquel tiempo la Escritura no tenía secretos para él. La sabía en gran parte de memoria, no sólo en el original hebreo, sino también según la versión griega de los Setenta. Años más tarde, cuando en sus viajes no le era dado llevar consigo los voluminosos rollos sagrados, podría citar de memoria con facilidad textos y más textos de la Ley.

No sabemos a punto fijo qué hizo y adónde fue Saulo cuando terminó sus estudios en Jerusalén. Parece indiscutible que no estaba en Palestina durante los años del ministerio público de Cristo, a quien, por consiguiente, no pudo conocer antes de su ascensión. Pero sí sabemos que, cuando tenía unos treinta años de edad, Saulo volvía a estar en la Ciudad Santa, si bien no en calidad de estudiante, sino como fariseo exaltado al rojo vivo.

Un día, estando en la sinagoga de los de Cilicia, cuando oyó que el diácono Esteban, después de un discurso, a su juicio, indignante, terminaba llamando a los judíos "duros de cerviz e incircuncisos de corazón", y proclamando Mesías a un crucificado, herido por el escándalo de la cruz, cerró sus puños “lleno de rabia" y "rechinó de dientes contra él" con los demás fariseos asistentes. Y cuando, al poco rato, el vehemente diácono moría apedreado, Saulo animaba a los improvisados verdugos y custodiaba sus vestiduras. A partir de aquel momento, "respirando amenazas de muerte" contra todos los cristianos, se dedicaba a buscarlos en sus propias casas para hacerlos encarcelar.

Con todo, los días de aquel ofuscado fariseo que vivía en el alma de Saulo y la tiranizaba estaban contados. Camino de Damasco, iba a morir ahogado por una impetuosa catarata de gracia divina. Y, al morir el fariseo, nacería para la Iglesia y la historia el gran Apóstol. Los demás estratos del alma paulina quedaron intactos, si bien perfeccionados por la gracia. A lo largo de su densa vida volverán a aparecer uno tras otro, aunque en orden inverso y sustituyendo al fariseo muerto el apóstol vivo.

Saulo seguía siendo un buscador de la verdad. Pero no ya de aquella verdad pequeña y estrecha compuesta de mil fragmentos diminutos de verdad de que se componía la doctrina de los fariseos, sino de la Verdad infinita, de la Verdad hecha hombre en Aquel que dijo: “Yo soy la verdad".

En efecto. Terminada su estancia junto a aquel judío llamado Judas que le hospedó en su casa de la calle Recta de Damasco, Saúl, sin pedir consejo a la carne ni a la sangre, se marchó a Arabia. Allí, lejos de la persecución de sus antiguos correligionarios, tendría recogimiento, soledad y paz para ahondar en aquella Verdad que había encontrado, reflexionando, meditando y orando. Allí llegaría a su plenitud la gran metamorfosis espiritual del alma de Saulo: Cristo, el blanco de sus odios más cordiales, acabaría siendo el ideal total de su vida; el fariseo estrecho y rencoroso dejaría paso al apóstol generoso y anhelante. Todo esto fue realizándose lenta y silenciosamente en aquel retiro espiritual de casi tres años de duración que Saulo hizo en Arabia, acaso en las laderas del Sinaí, y en el que abundarían las ilustraciones interiores y las comunicaciones de Dios.

Pero esa búsqueda afanosa de luz no había terminado. La Verdad tenía sobre la tierra un oráculo; Cristo había dejado en el mundo un Vicario. Y Saulo, haciendo escala en Damasco, de donde tuvo que huir de noche descolgado por la muralla en una espuerta, fue a Jerusalén, en la que a la sazón se encontraba Pedro, el antiguo pescador de Galilea.

Desde el primer momento quiso unirse a los cristianos, pero éstos huían de él. ¿No sería aquélla una conversión simulada, una hábil estratagema para conocer mejor los secretos de la cristiandad naciente y ahogarla en su cuna? La mayoría así lo sospechaba. Pero Dios puso pronto en contacto con él a Bernabé, hombre que calaba hondo en los espíritus y vio en Saulo un alma privilegiada. Presentó el neoconverso a Cefas y le contó lo sucedido. Este le invitó con amorosa insistencia a que se quedara con él en casa de la hospitalaria María, la madre de Marcos, el futuro evangelista, sobrino de Bernabé. Allí estuvo Saúl quince días bebiendo a boca llena la verdad en aquella nueva fuente que Dios ponía en su camino: la primitiva tradición cristiana llegaba hasta él por la boca más autorizada, la del pastor primero de la cristiandad.

Y empezó Saulo en Jerusalén a dar testimonio de la verdad. Pero su predicación, en vez de provocar conversiones, levantó tempestades. A los pocos días los judíos resolvieron quitarle de en medio dándole muerte, como un día a Esteban. Amargado con este fracaso fue un día al Templo, donde, estando en oración, tuvo un éxtasis:

—Date prisa y sal pronto de Jerusalén... —le decía el Señor.

—Pero si ellos saben que yo era el que perseguía y encarcelaba...

—Vete pronto, porque yo quiero enviarte a naciones lejanas.

Ante la inminencia del peligro los cristianos de Jerusalén, para salvarle la vida, “llevaron a Saúl hasta Cesarea y de allí lo enviaron a Tarso", seguramente por vía marítima. Unos cinco años estuvo esta vez en su ciudad natal. ¿Qué hacía allí entretanto? Esperar sin desasosiego la hora de su apostolado y, mientras esperaba, continuar llenándose de la verdad que había encontrado.

La llamada de Dios no se hizo esperar. Un día se presentó en Tarso Bernabé. Iba a buscar a Saulo para llevárselo consigo a Antioquía. Saulo accedió y por espacio de un año estuvo junto a Bernabé instruyendo a la pujante cristiandad antioqueña, que iba a ser durante algún tiempo el centro de la joven Iglesia. En efecto. La persecución de Herodes Agripa había hecho desaparecer de Jerusalén a los directores de aquélla. Santiago cayó al filo de la espada; Pedro, liberado milagrosamente de la cárcel, salió también de la ciudad deicida y se dirigió a otro lugar, probablemente a Roma. Juan Marcos se marchó a Antioquía.

Un día estaba reunida la cristiandad de esta ciudad y, "mientras celebraban la liturgia en honor del Señor y guardaban los ayunos, dijo el Espíritu Santo, por boca de uno de los que tenían dones carismáticos: Segregadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los tengo llamados". La hora había sonado definitivamente. El vaso de elección se iba a derramar sobre los gentiles. Por eso los ancianos de aquella comunidad, después de orar y ayunar, les impusieron las manos y les dieron el abrazo de despedida. Y empezaron los viajes apostólicos de Saulo. En el primero, junto con Bernabé, visitó la isla de Chipre y luego, desembarcando en Panfilia, evangelizó algunas ciudades del Asia Menor y regresó a Antioquía, pero con un nombre nuevo: Pablo. Desde que en esta primera correría convirtió en Pafos al procónsul Sergio Paulo no volvió a usar su nombre antiguo. En el segundo y tercer viaje no sólo evangelizó el Asia Menor, sino que llegó a Europa. Su celo impetuoso no le dejaba reposar. En todas partes empezaba predicando a los judíos para hacer oír luego su palabra a los gentiles. Su apostolado le originaba por doquier persecuciones y peligros. El mismo hace un recuento de ellos cuando en el tercer viaje escribe desde Macedonia su segunda carta a los corintios: "Cinco veces —dice— recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas, una vez fui apedreado, tres veces padecí naufragio, un día y una noche pasé en los abismos del mar; muchas veces en viajes me vi en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi linaje, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros en los falsos hermanos, trabajos y miserias en prolongadas vigilias, en hambre y sed, en ayunos frecuentes, en frío y desnudez; esto sin hablar de otras cosas, de mis cuidados de cada día, de la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién desfallece que yo no desfallezca? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?"

Pero en medio de todos estos afanes Pablo "estaba lleno de consuelo y rebosaba gozo en todas sus tribulaciones". Es que llevaba a Cristo en su alma y tenía al mundo bajo sus pies; es que "su vida para él era Cristo y morir para él era un negocio"; es que se sentía "clavado en la cruz con Cristo hasta el punto de que ya no era él propiamente el que vivía, sino que era Cristo el que vivía en él”.

Durante aquellos ministerios Pablo sabía rebajarse a otros más humildes menesteres. Aquel oficio de tejedor que había aprendido en Tarso le dio en más de una ocasión el medio de ganarse el sustento sin ser gravoso a nadie. Cuando en su segundo viaje llegó a Corinto, al encontrarse allí con el judío Aquila que había salido de Roma a consecuencia del decreto dado por Claudio, se unió a él "porque era del mismo oficio, y se quedó en su casa y trabajaban juntos en la fabricación de lonas”. En el trabajo manual encontraba Pablo no sólo su sustento, sino una fuente de recursos para obras de caridad. Por eso, años más tarde, estando en Efeso, pudo decir en presencia de toda la asamblea, mostrando al mismo tiempo sus manos encallecidas: "No he codiciado plata, oro ni vestido de nadie. Vosotros sabéis que a mis necesidades y a las de los que me acompañaban han suministrado estas manos. En todo os he dado ejemplo, mostrándoos cómo trabajando así socorráis a los necesitados, recordando las palabras del Señor, Jesús, que él mismo dijo: "Mejor es dar que recibir".

Más duro había sido, ciertamente, el acento con que nuestro apóstol tejedor había dicho en su carta a los fieles de Tesalónica, para reprimir su ociosidad y vagancia: "El que no quiere trabajar, que no coma".

Nadie crea que, por estar encallecidas las manos de Pablo por el áspero contacto de los pelos de cabra con que fabricaba sus lonas, se había embotado la sutil penetración de su inteligencia, desarrollada en el ambiente de la cultura helenística. En su segundo viaje Pablo fue a la cuna y emporio de aquella refinada civilización, la sabia Atenas. Allí, al oírle algunos filósofos estoicos y epicúreos, le llevaron al Areópago para que les expusiese su doctrina. Ante aquella doctísima asamblea Pablo, con gran serenidad y aplomo, "puesto en pie“, pronunció un discurso modelo de fina habilidad y prueba de su honda cultura helénica.

"Atenienses —les dijo—, veo que sois sobremanera religiosos, porque, al pasar y contemplar los objetos de vuestro culto, he hallado un altar en el que está escrito: "Al Dios desconocido". Pues ese que sin conocerlo veneráis es el que yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano de hombre... Él hizo de uno todo el linaje humano para poblar toda la haz de la tierra..., para que busquen a Dios y le hallen, que no está lejos de nosotros, porque “en él vivimos, nos movemos y existimos", como alguno de vuestros poetas ha dicho: "porque somos linaje suyo"... Después de esta alusión a un hexámetro del poema Minos, de Epiménides, y de la cita del verso del poema Fenómenos, de Arato, pasó a impugnar la idolatría, y hubiera seguido exponiendo en una segunda parte la revelación de Dios por medio de Jesucristo, cuya misión, dijo, “quedaba acreditada ante todos por su resurrección de entre los muertos”, si la mayoría de sus oyentes no hubiera tomado a risa sus últimas palabras sobre la resurrección. Ante esta actitud Pablo abandonó el Areópago; pero no había sido del todo baldía la siembra: "Dionisio el Areopagita, una mujer de nombre Dámaris y otros más" creyeron en las palabras de Pablo y le siguieron.

Pablo adoctrinó con insistencia las tierras de Grecia y Macedonia con su palabra ardiente. Además, Corinto, Filipos y Tesalónica fueron destinatarias de cinco hermosas cartas que, como las restantes, sin excluir las dirigidas a los hebreos y a los romanos, estaban redactadas en un griego que, si no es el de Platón, o Jenofonte, o de los aticistas de su tiempo, no es tampoco inferior al que usaban por entonces generalmente las personas cultas.

Terminada su tercera misión, Pablo ha vuelto a Jerusalén. Estaba un día orando en el Templo cuando sus enemigos, al reconocerle, promovieron un tumulto contra él. Un centurión romano con sus soldados le encadena. El populacho vocifera pidiendo su muerte. El tribuno manda que le introduzcan en el cuartel y le azoten.

—¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano sin juzgarlo? —pregunta Pablo.

—¿Eres tú romano? —inquiere a su vez, temeroso, el tribuno.

—Sí —contesta lacónicamente el apóstol.

—Yo adquirí esta ciudadanía por una gran suma —dice, admirado, el tribuno.

—Pues yo —prosigue Pablo sin altanería, pero con noble dignidad —la tengo por nacimiento.

Aquella vez la reclamación produjo su efecto. Pablo no fue azotado. Pero días más tarde, ante una conjuración de cuarenta judíos que habían jurado no comer ni beber hasta que mataran al apóstol, fue trasladado a Cesarea, donde permaneció unos dos años. Un día el procurador Festo, queriendo congraciarse con los judíos, dijo a Pablo:

—¿Quieres subir a Jerusalén y allí ser juzgado?

—Estoy ante el tribunal del César; en él debo ser juzgado... A él apelo.

—¿Has apelado al César? Al César irás —dijo Festo para terminar.

Y al César fue. Custodiado por un centurión llamado Julio embarcó en Cesarea, y, tras una penosa navegación en la cual volvió a conocer los horrores de las tempestades marítimas, llegó por fin a Roma. Pablo veía cumplido uno de sus más vehementes deseos. En Roma permitieron a Pablo morar en casa propia con un soldado que le custodiaba, entretanto fallaban su causa, facilidad que el apóstol aprovechó para evangelizar y escribir: seis de sus epístolas, la mitad, fueron escritas en Roma.

Por fin se dictó para él sentencia absolutoria. Pablo quedaba libre para poder realizar otro sueño dorado de su vida: llegar a España, el último confín de Occidente, y predicar también en ella a Cristo crucificado. Ya en la carta que escribió desde Corinto a los romanos les manifestaba este deseo, "Espero veros cuando vaya a España y ser allá encaminado por vosotros". Roma era entonces para el indomable ímpetu de Pablo no una meta, sino un punto de partida. Y así se realizó: el gran apóstol vino a España. Acaso desembarcó en la imperial Tarraco, ciudad en la que una tradición venerable asegura la estancia y predicación del tarsense. A pocos metros del lugar donde se escriben estas líneas, sobre una roca que de generación en generación se señala como lugar de las predicaciones paulinas, una capilla románica dedicada al apóstol es argumento pétreo de este hecho histórico.

De todas formas, la estancia de Pablo en nuestra tierra no pudo ser muy larga, El año 67 de nuestra era, y después de haber realizado un viaje a Oriente, volvía a estar en Roma cargado de cadenas. ¿Dónde y cuándo había sido apresado? A esta pregunta no se puede contestar sino con hipótesis. Lo cierto es que antes de que acabase el año 67 Pablo había llegado a su ocaso. Aquel sediento buscador de la verdad, aquel apóstol insaciable, aquel tejedor de lonas, aquel griego sutil, aquel ciudadano romano, caía al filo de la espada junto al tercer miliario de la vía Ostiense.

Sobre su tumba hubieran podido servir de epitafio aquellas palabras que, próximo ya a su fin, había escrito en su última carta a Timoteo:

"He combatido el buen combate.
He terminado mi carrera.
He guardado mi fe.
He recibido la corona de justicia."

viernes, 28 de junio de 2013

Reflexión de hoy



Lecturas


Cuando Abrahán tenía noventa y nueve años, se le apareció el Señor y le dijo: -«Yo soy el Dios Saray.
Camina en mi presencia con lealtad.»
Dios añadió a Abrahán: -«Tú guarda mi pacto, que hago contigo y tus descendientes por generaciones.
Éste es el pacto que hago con vosotros y con tus descendientes y que habéis de guardar: circuncidad a todos vuestros varones.»
Dios dijo a Abrahán: -«Saray, tu mujer, ya no se llamará Saray, sino Sara. La bendeciré, y te dará un hijo, y lo bendeciré; de ella nacerán pueblos y reyes de naciones.»
Abrahán cayó rostro en tierra y se dijo sonriendo: -« ¿Un centenario va a tener un hijo, y Sara va a dar a luz a los noventa?»
Y Abrahán dijo a Dios: -«Me contento con que te guardes vivo a Ismael.»
Dios replicó: -«No; es Sara quien te va a dar un hijo, a quien llamarás Isaac; con él estableceré mi pacto y con sus descendientes, un pacto perpetuo. En cuanto a Ismael, escucho tu petición: lo bendeciré, lo haré fecundo, lo haré multiplicarse sin medida, engendrará doce príncipes y haré de él un pueblo numeroso.
Pero mi pacto lo establezco con Isaac, el hijo que te dará Sara el año que viene por estas fechas.»
Cuando Dios terminó de hablar con Abrahán, se retiró.

En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente.
En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: -«Señor, si quieres, puedes limpiarme.»
Extendió la mano y lo tocó, diciendo: -«Quiero, queda limpio.»
Y en seguida quedó limpio de la lepra.
Jesús le dijo: -«No se lo digas a nadie, pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés.»

Palabra del Señor.

San Irineo de Lyon

Nos conserva recuerdos de su infancia el mismo San Ireneo en una carta suya escrita hacia el año 190 a un compañero de su niñez, Florino. Es un bello relato, lleno de vida y verdad. El antiguo condiscípulo se había afiliado a una secta gnóstica y el Santo trata de atraerle al buen camino.

"No te enseñaron estas doctrinas, oh Florino, los ancianos que nos precedieron, los que habían sido discípulos de los apóstoles. Te recuerdo, siendo yo niño, en el Asia inferior, junto a Policarpo. Brillabas tú entonces en la corte imperial y querías también hacerte querer de Policarpo. Recuerdo las cosas de entonces mejor que las recientes, tal vez porque lo que aprendimos de niños parece que va acompañándonos y afianzándose en nosotros según pasan los años. Podría señalar el sitio en que se sentaba Policarpo para enseñar, detallar sus entradas y salidas, su modo de vida, los rasgos de su fisonomía y las palabras que dirigía a las muchedumbres. Podría reproducir lo que nos contaba de su trato con Juan y los demás que vieron al Señor, y cómo repetía sus mismas palabras; lo que del Señor les había oído, de sus milagros, de sus palabras, cómo lo habían visto y oído, ellos que vieron al Verbo de vida. Todo esto lo repetía Policarpo, y siempre sus palabras estaban de acuerdo con las Escrituras. Yo oía esto con toda el alma y no lo anotaba por escrito porque me quedaba grabado en el corazón y lo voy pensando y repensando, por la gracia de Dios, cada día.”

"En la presencia del Señor podría yo ahora asegurar que aquel bienaventurado anciano, si oyera lo que tú enseñas, exclamaría, tapándose los oídos: "¡Señor! ¡A qué tiempos me has dejado llegar! ¡Que tenga que sufrir esto! Y seguramente huiría del lugar donde, de pié o sentado, oyese tales palabras."

Con estas suyas lreneo nos confía lo más hondo de su intimidad. Ha recibido la enseñanza, y se ha familiarizado con la presencia de Cristo junto a quien lo recibió de los que con Él convivieron; él es plenamente de Cristo; no puede sufrir que Cristo sea deformado por vanas especulaciones. Las palabras de Jesús, sus acciones salvadoras, sus milagros, tal como las recibió, en toda su autenticidad, son desde su niñez alimento de su espíritu, por la gracia de Dios las va repitiendo cada día; es desde niño cristiano de constante oración. Seguramente por ello son sus escritos tan densos, sus palabras tan llenas de significado.

Poco más tarde, cuando Ireneo podía contar unos quince años, hacia el 155, hubo de grabarse en él otro recuerdo, no menos vivo y fecundo. La Iglesia vivía incesantemente amenazada; las leyes persecutorias se mantenían en vigor, aunque hubiera algún período de calma; aún los edictos de Adriano y Antonino Pío reprobando los procesos en los que las turbas acusaban tumultuariamente a los cristianos, y que a veces se alegan como mitigaciones de los primitivos edictos, no siempre tenían cabal cumplimiento. Ciertamente, no se observaron en el caso de San Policarpo.

Los gentiles y judíos de Esmirna, no contentos con el suplicio de once cristianos que se les ofreció en el circo, reclaman al anciano obispo. Este confiesa valerosamente a Cristo y es condenado a la hoguera, para la que buscan diligentemente leña las turbas. Se presiente la presencia emocionada de cristianos entre los espectadores del suplicio; ellos están a punto para pedir inmediatamente los sagrados despojos, y conservan los detalles del martirio, la serena dignidad del santo anciano, la postrera oración de perdón, paz y entrega. Entre estos cristianos no había de faltar el adolescente que seguía embebecido las enseñanzas del santo obispo.

Durante veinte largos años se nos hace muy borrosa la figura de Ireneo, aunque por sus escritos podemos colegir con gran seguridad una prolongada estancia en Roma. Su peregrinar de Esmirna a Lyon le fue confirmando en la fidelidad con que se conservaba en las Iglesias que recorría la tradición apostólica; pero hubo también de apreciar el pulular oscuro de jefecillos de sectas diversas, hinchados de vanidad. Volvemos a encontrarle en Lyon en 177 al lado de un grupo excepcional de mártires. Son cerca de cincuenta y los preside el anciano obispo Potino, también oriundo de Asia Menor y discípulo de San Policarpo. Desde la cárcel escriben una carta preciosa dirigida a las Iglesias de Roma, Asia y Frigia; el documento es de lo más hermoso que conservamos de los tiempos martiriales; ellos ven la muerte con sencillez, sin jactancia, como lo que corresponde a cristianos que lo son de veras; en espera del suplicio se preocupan de la perturbación que causa en la Iglesia universal la falsa profecía de Montano, y quieren prevenir. Ireneo trabajaba hacía tiempo al lado de su anciano compatriota el obispo Potino, que le había ordenado presbítero de la iglesia de Lyon. No había sido capturado y lo aprovechan los mártires para que lleve su carta a Roma. En ella le dedican un cumplido elogio.

Mientras su legación en Roma, muere Potino, acabado de sufrimientos en la cárcel; los otros cincuenta van sucumbiendo a diversos suplicios.

Al regresar de Roma recae en él el peso de restaurar la iglesia lionense. Contaría Ireneo, al ser promovido al episcopado, unos cuarenta años.

La labor que se le encomendaba era muy dura. Eran los albores de aquella cristiandad, y el martirio de aquellos cincuenta cristianos tenía que dejar sus filas notablemente menguadas; pero el martirio, lejos de dificultar la propagación de la fe, resultó su mejor ayuda; la sangre de los mártires fue siempre semilla de cristianos. San Ireneo vio crecer su grey de manera maravillosa. Aunque no conocemos bien la organización de la Iglesia en las Galias en esta segunda mitad del siglo II, parece seguro que no había por entonces en aquellos contornos más sede episcopal que la de Lyon; pronto comprobamos la existencia de otras cristiandades; Lyon se había convertido en un pujante centro de irradiación en un área bastante extensa. San Ireneo gobernaba estas nacientes comunidades, ya que el nacimiento de nuevas sedes episcopales en esta parte de las Galias parece bastante más tardío; desde luego, posterior al martirio de San Ireneo. Podemos, pues, dar por seguro que su vida se empleó en frecuentes viajes de misión y organización. Cada una de estas nuevas comunidades cristianas va rindiendo su tributo de martirio; San Alejandro, San Epipodio, San Marcelo, San Valentín y San Sinforiano serían, seguramente, discípulos de San Ireneo en Chalons, Tournus y Autun. La inscripción sepulcral de Pectorio en Autun, hermosa profesión de fe eucarística, puede considerarse como un eco de la predicación de Ireneo.

Los viajes apostólicos del Santo hubieron de llegar hasta el limes o confín del Imperio, pues él mismo nos da noticia por primera vez de que la predicación cristiana ha llegado más allá de las fronteras y de que empiezan a entrar en la Iglesia gentes de estirpe germánica: los bárbaros.

Toda esta actividad se desarrolla sin que remita nunca la persecución, en pobreza y peligro; tiene que ser obra casi personal del obispo, pues aún los presbíteros no han empezado a hacerse cargo de comunidades aisladas; es el obispo el único que celebra la sagrada liturgia, admite al bautismo y prepara para el mismo durante el catecumenado, y es también el que recibe a los pecadores a penitencia y reconciliación.

No poseemos grandes detalles acerca de esta actividad, que, no obstante, podemos apreciar en su impresionante conjunto. Conocemos, en cambio, su labor como maestro, y ello nos revela otro aspecto de máximo interés.

A todas las dificultades que hubo de vencer se sumó para él la más dura y dolorosa, pues la causaban las defecciones de los mismos cristianos. Aun en el seno de las cristiandades heroicas de los años de las persecuciones no faltó a la Iglesia el desgarramiento interno de la herejía. Esta se presentaba bajo una forma cuya sugestión no comprendemos hoy bien, pero cuyo peligro efectivo fue considerabilísimo. La Iglesia venció el peligro gracias a su inquebrantable adhesión a la enseñanza recibida, conservada con inalterable firmeza por los obispos. El cristianismo, sin este esfuerzo y fidelidad, se hubiera transformado en un pobre sistema no muy lejano de las sectas oscuras de inspiración maniquea que más o menos han sobrevivido. Claro que esto no podía ocurrir, y el Señor preparó los remedios por caminos, por cierto, bien distintos a los que a cualquiera se le hubieran ocurrido. El vario complejo de desviaciones con que se enfrentó San Ireneo se denomina gnosticismo. La gnosis pretende ser un conocimiento más razonable de la religión, patrimonio de un grupo selecto de iniciados. Ya antes de Cristo la gnosis había tratado de encontrar un substrato racional a los cultos paganos. Se trató de emplear el mismo procedimiento con la enseñanza cristiana. Los intentos son varios e inconexos, denominados por sus iniciadores: Basílides, Marcos Valentín, Marción. Tema común a todos suele ser el del origen del mal, que se atribuye a un principio poco menos que divino. Este principio para algunos es el Yahvé del Antiguo Testamento, distinto del Dios de Jesús.

San Ireneo había conocido algunos de estos sistemas en vida de San Policarpo; desde entonces no ceja en desenmascararlos y hacer ver que nada tienen que ver con la enseñanza cristiana, aunque lo afecten.

Conservamos una obra de San Ireneo que recoge su actividad como maestro; su título es Manifestación y refutación de la falsa gnosis, aunque se la conoce más corrientemente con el de Adversus haereses.

Frente a la varia y confusa proliferación de especulaciones, Ireneo mantiene la integridad de la enseñanza de Jesús, tal como la han conservado las Iglesias, por una tradición no interrumpida y de acuerdo con las Santas Escrituras. Entre las diversas Iglesias hay una a la que se acude siempre con seguridad, la de Roma, “la más grande, la más antigua, por todos conocida, fundada por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo". "Con esta Iglesia, a causa de su superior preeminencia, es preciso que concuerden todas las demás que existen en el mundo, ya que los cristianos de los diversos países han recibido de ella la tradición apostólica."

La argumentación de Ireneo y su práctica eran los buenos frente a la gnosis; una discusión en el mismo terreno de sus corifeos hubiera sido inútil. La verdadera enseñanza es la del que el Padre envió y Él confió a su Iglesia.

En esta obra de San Ireneo, y en otra de propósitos en gran parte catequéticos, Demostración de la verdad apostólica, se pueden espigar tesoros de enseñanza y piedad. Se considera a Ireneo como el primer teólogo de la Iglesia: lo que más sugestiona en sus escritos es su fuerza de testimonio de la continuidad de la doctrina de la Iglesia; no sólo hacia el pasado, sino principalmente hacia el porvenir, hacia nosotros. Leyendo sus escritos encontramos nuestra fe de hoy, en los términos que hoy empleamos; la seguridad de que somos los mismos que aquel muchacho que escuchaba de los labios de Policarpo los recuerdos directos de los que vieron y oyeron al Señor.

Es Ireneo el primero que da a la Virgen Santísima el título de causa salutis: causa de nuestra salvación; lo bebió en buena fuente.

Aún nos ha conservado Eusebio de Cesarea, con un hermoso fragmento de otra carta de Ireneo, un rasgo más de su carácter, que relaciona con su nombre, de resonancias pacificadoras. El papa Víctor, un tanto impacientado por no lograr el acuerdo de las iglesias de Oriente sobre la fecha de la celebración de la Pascua, llegó a pensar en excluirlas de su comunión. Ireneo escribe entonces al Papa, en nombre de los fieles a quienes gobernaba en las Galias. Afirma, desde luego, que debía guardarse la costumbre romana y celebrarse en domingo el misterio de la Resurrección del Señor; pero exhorta respetuosamente al Papa a no excomulgar iglesias enteras por su fidelidad a una vieja tradición. "Si hay diferencias en la observancia del ayuno, la fe, con todo, es la misma." Es honra también del papa Víctor haber escuchado la advertencia del obispo de Lyon.

La vida laboriosa y santa de San Ireneo termina con el martirio. No sabemos cómo ni cuándo; sin duda en tiempos de Septimio Severo, muy a principios del siglo III. Verosímilmente se encuadran los días del Santo entre los años 140 y 202.

Figura muy familiar a teólogos e historiadores, era poco conocida del pueblo fiel fuera de Francia. El papa Benedicto XV hizo una obra de justicia al extender su fiesta a la Iglesia universal. Las lecciones del oficio que adoptó el Breviario Romano son un ejemplo de concisa y piadosa exactitud.