jueves, 29 de febrero de 2024
Lecturas del 29/02/2024
Esto dice el Señor:
«Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor.
Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.
Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto.
Nada hay más falso y enfermo que el corazón: ¿quién lo conoce? Yo, el Señor, examino el corazón, sondeo el corazón de los hombres para pagar a cada cual su conducta según el fruto de sus acciones».
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día.
Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico.
Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió que se murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán.
Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.
Pero Abrahán le dijo: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.
Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros.” Él dijo: “Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”.
Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen”.
Pero él le dijo: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán.” Abrahán le dijo:
“Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto.”»
Palabra del Señor.
29 de Febrero - San Dositeo de Palestina
Los años bisiestos tienen el inconveniente de celebrar un tanto aislada en clara desventaja con respecto a los demás santos la fiesta de los que el santoral coloca en este día. Menos mal que desde la altura de la santidad esa situación peculiar, debida a las imperfecciones humanas que no encuentran otra forma para medir el tiempo, a mí se me antoja que puede ser una más de las oportunidades que en el Cielo deben tener los bienaventurados para bromear entre ellos aquello de la gloria accidental y para ejercer su función de intercesores al compadecerse mejor de las flaquezas tan comprobables de los hombres.
Es el caso de Dositeo. Cuenta una antiquísima biografía suya que pasó los años de su juventud alineado en las filas del ejército, peleón como el primero y entusiasta de las victorias como el que más. Era cristiano. Entre guerra y guerra tuvo la oportunidad de visitar los Santos Lugares; peregrino piadoso, fue rememorando los acontecimientos de la Salvación que allí se realizaron; su amor a Jesucristo fue creciendo entre las piedras que ahora podía tocar y besar; en Getsemaní se quedó profundamente impresionado ante la visión de un cuadro que representaba los tormentos del Infierno. Aquello fue la ocasión para que diera un vuelco su vida. Decidió abandonar sus bien estudiados planes de futuro y los cambió por hacerse monje en Gaza (Palestina); desde entonces, intentó poner en juego todas sus energías con el fin de lograr la más perfecta imitación de Jesucristo, bajo la dirección del abad san Doroteo.
Desprendimiento es la palabra-clave desde entonces.
Comprendió con claridad que cualquier persona, cosa y situación de la tierra podría servirle de enredo y estorbo para el anhelo del Cielo. Y con el paso del tiempo cuentan sus biógrafos, logró un desapego completo y perfecto de todas las cosas, manifestado incluso en el desprendimiento de los libros para los rezos y de las herramientas con las que trabajaba su huerto.
Debían tener razón, porque ¡tantas veces se oculta el apegamiento detrás de la razonable excusa de poseer las cosas consideradas imprescindibles para el ejercicio de la profesión, o de las que son un medio para vivir! De esta manera, se presenta al asceta san Dositeo como un inmenso mazo de amor a Dios, un hombre cuya voluntad está plena deseos, de ansias, de anhelos de vivir en exclusiva para el Señor, con la decisión de entrar en su eterna posesión sin la rémora o lastre que pueda suponer el más ínfimo cariño a las cosas terrenas.
Pensándolo bien, no es extraño que con esa desnudez heroica de afectos a lo que la mayoría de los mortales aprecian, Dositeo haya dado una prueba más al acertar a morirse en el día del año que sólo cada cuatro llega. Así, ni siquiera está apegado a su recuerdo.
Es el caso de Dositeo. Cuenta una antiquísima biografía suya que pasó los años de su juventud alineado en las filas del ejército, peleón como el primero y entusiasta de las victorias como el que más. Era cristiano. Entre guerra y guerra tuvo la oportunidad de visitar los Santos Lugares; peregrino piadoso, fue rememorando los acontecimientos de la Salvación que allí se realizaron; su amor a Jesucristo fue creciendo entre las piedras que ahora podía tocar y besar; en Getsemaní se quedó profundamente impresionado ante la visión de un cuadro que representaba los tormentos del Infierno. Aquello fue la ocasión para que diera un vuelco su vida. Decidió abandonar sus bien estudiados planes de futuro y los cambió por hacerse monje en Gaza (Palestina); desde entonces, intentó poner en juego todas sus energías con el fin de lograr la más perfecta imitación de Jesucristo, bajo la dirección del abad san Doroteo.
Desprendimiento es la palabra-clave desde entonces.
Comprendió con claridad que cualquier persona, cosa y situación de la tierra podría servirle de enredo y estorbo para el anhelo del Cielo. Y con el paso del tiempo cuentan sus biógrafos, logró un desapego completo y perfecto de todas las cosas, manifestado incluso en el desprendimiento de los libros para los rezos y de las herramientas con las que trabajaba su huerto.
Debían tener razón, porque ¡tantas veces se oculta el apegamiento detrás de la razonable excusa de poseer las cosas consideradas imprescindibles para el ejercicio de la profesión, o de las que son un medio para vivir! De esta manera, se presenta al asceta san Dositeo como un inmenso mazo de amor a Dios, un hombre cuya voluntad está plena deseos, de ansias, de anhelos de vivir en exclusiva para el Señor, con la decisión de entrar en su eterna posesión sin la rémora o lastre que pueda suponer el más ínfimo cariño a las cosas terrenas.
Pensándolo bien, no es extraño que con esa desnudez heroica de afectos a lo que la mayoría de los mortales aprecian, Dositeo haya dado una prueba más al acertar a morirse en el día del año que sólo cada cuatro llega. Así, ni siquiera está apegado a su recuerdo.
miércoles, 28 de febrero de 2024
Lecturas del 28/02/2024
Ellos dijeron: «Venga, tramemos un plan contra Jeremías, porque no falta la ley del sacerdote, ni el consejo del sabio, ni el oráculo del profeta. Venga vamos a hablar mal de él y no hagamos caso de sus oráculos».
Hazme caso, Señor, escucha lo que dicen mis oponentes. ¿Se paga el bien con el mal?, ¡pues me han cavado una fosa!
Recuerda que estuve ante ti, pidiendo clemencia por ellos, para apartar tu cólera.
En aquel tiempo, subiendo Jesús a Jerusalén, tomando aparte a los Doce, les dijo por el camino: «Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; y al tercer día resucitará». Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos y se postró para hacerle una petición.
Él le preguntó: «¿Qué deseas?».
Ella contestó: «Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda»
Pero Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?» Contestaron: «Lo somos.» Él les dijo: «Mi cáliz lo beberéis; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre».
Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra los dos hermanos. Y llamándolos, Jesús les dijo: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo.
Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos».
Palabra del Señor.
28 de Febrero - Beata Antonia de Florencia, Viuda
La beata se casó muy joven y perdió a su esposo a los pocos años. Deseando consagrarse enteramente a Dios, opuso resistencia decidida a los intentos de sus parientes de casarla de nuevo. En 1429, la Beata Angelina de Marsciano envió a dos de sus religiosas a fundar en Florencia el quinto convento de Terciarias Regulares de San Francisco y la beata fue una de las primeras en entrar en él. Un año más tarde, su superiora la nombró superiora del convento de Santa Ana de Foligno, y tras tres años, fue enviada a gobernar la nueva comunidad de Aquila.
Cuando San Juan Capistrano pasó por la ciudad, la beata Antonia le manifestó que deseaba una regla más estricta. El santo comprendió su anhelo y consiguió que se le cediese el monasterio de Corpus Christi, que otra orden acababa de construir. Ahí se retiró Antonia con once de sus religiosas, en 1447, para practicar la regla original de Santa Clara en todo su rigor.
La humildad y la paciencia eran la virtudes características de la Beata Antonia, quien durante 15 años tuvo que soportar una dolorosa enfermedad, además de una multitud de severas pruebas espirituales. Antonia era digna hija de San Francisco por su amor a la pobreza. Algunos testigos narraron que habían visto varias veces a la beata arrebatada en éxtasis a cierta altura del suelo, y que una vez un globo de fuego apareció sobre su cabeza e iluminó el sitio en que se hallaba orando.
La beata falleció en 1472. Su culto fue confirmado en 1847. La ciudad de Aquila la veneró como santa desde su muerte.
Cuando San Juan Capistrano pasó por la ciudad, la beata Antonia le manifestó que deseaba una regla más estricta. El santo comprendió su anhelo y consiguió que se le cediese el monasterio de Corpus Christi, que otra orden acababa de construir. Ahí se retiró Antonia con once de sus religiosas, en 1447, para practicar la regla original de Santa Clara en todo su rigor.
La humildad y la paciencia eran la virtudes características de la Beata Antonia, quien durante 15 años tuvo que soportar una dolorosa enfermedad, además de una multitud de severas pruebas espirituales. Antonia era digna hija de San Francisco por su amor a la pobreza. Algunos testigos narraron que habían visto varias veces a la beata arrebatada en éxtasis a cierta altura del suelo, y que una vez un globo de fuego apareció sobre su cabeza e iluminó el sitio en que se hallaba orando.
La beata falleció en 1472. Su culto fue confirmado en 1847. La ciudad de Aquila la veneró como santa desde su muerte.
martes, 27 de febrero de 2024
Lecturas del 27/02/2024
Oíd la palabra del Señor, príncipes de Sodoma, escucha la enseñanza de nuestro Dios, pueblo de Gomorra: «Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien. Buscadla justicia, socorred al oprimid, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda. Venid entonces, y discutiremos - dice el Señor -. Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve; aunque sean rojos como la púrpura, quedarán como lana.
Si sabéis obedecer, comeréis de los frutos de la tierra; si rehusáis y os rebeláis, os devorará la espada ha hablado la boca del Señor».
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a los discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen.
Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame “rabbi”.
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar “rabbi”, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.
No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías.
El primero entre vosotros será vuestro servidor.
El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Palabra del Señor.
27 de Febrero - Beata María Caridad Brader
Caridad Brader, hija de Joseph Sebastián Brader y de María Carolina Zahner, nació el 14 de agosto de 1860 en Kaltbrunn, St. Gallen (Suiza). Fue bautizada al día siguiente con el nombre de María Josefa Carolina.
Dotada de una inteligencia poco común y guiada por las sendas del saber y la virtud por una madre tierna y solícita, la pequeña Carolina moldeaba su corazón mediante una sólida formación cristiana, un intenso amor a Jesucristo y una tierna devoción a la Virgen María.
Conocedora del talento y aptitudes de su hija, su madre procuró darle una esmerada educación. En la escuela de Kaltbrunn hizo, con gran aprovechamiento, los estudios de la enseñanza primaria; y en el instituto de María Hilf de Altstätten, dirigido por una comunidad de religiosas de la Tercera Orden Regular de san Francisco, los de enseñanza media.
Cuando el mundo se abría ante ella atrayéndola con todos sus halagos, la voz de Cristo empezó a hacer eco en su corazón y decidió abrazar la vida consagrada. Esta elección de vida, como era previsible, provocó en primera instancia la oposición de su madre, dado que ésta era viuda y Carolina su única hija.
El 1 de octubre de 1880 ingresó en el convento franciscano de clausura «María Hilf», en Altstätten, que regentaba un colegio como servicio necesario a la Iglesia católica de Suiza.
El primero de marzo de 1881 vistió el hábito de Franciscana, recibiendo el nombre de María Caridad del Amor del Espíritu Santo. El 22 de agosto del siguiente año emitió los votos religiosos. Dada su preparación pedagógica, fue destinada a la enseñanza en el colegio adosado al monasterio.
Abierta la posibilidad para que las religiosas de clausura pudieran dejar el monasterio y colaborar en la extensión del Reino de Dios, los obispos misioneros, a finales del siglo XIX, se acercaron a los conventos en busca de monjas dispuestas a trabajar en los territorios de misión.
Monseñor Pedro Schumacher, celoso misionero de san Vicente de Paúl y Obispo de Portoviejo (Ecuador) escribió una carta a las religiosas de María Hilf, pidiendo voluntarias para trabajar como misioneras en su diócesis.
Las religiosas respondieron con entusiasmo a esta invitación. Una de las más entusiastas para marchar a las misiones era la Madre Caridad Brader. La beata María Bernarda Bütler, superiora del convento que encabezará el grupo de las seis misioneras, la eligió entre las voluntarias diciendo: «A la fundación misionera va la madre Caridad, generosa en sumo grado, que no retrocede ante ningún sacrificio y, con su extraordinario don de gentes y su pedagogía podrá prestar a la misión grandes servicios».
El 19 de junio de 1888 la Madre Caridad y sus compañeras emprendieron el viaje hacia Chone, Ecuador. En 1893, después de duro trabajo en Chone y de haber catequizado a innumerables grupos de niños, la Madre Caridad fue destinada para una fundación en Túquerres, Colombia.
Allí desplegó su ardor misionero: amaba a los indígenas y no escatimaba esfuerzo alguno para llegar hasta ellos, desafiando las embravecidas olas del océano, las intrincadas selvas y el frío intenso de los páramos. Su celo no conocía descanso. Le preocupaban sobre todo los más pobres, los marginados, los que no conocían todavía el evangelio.
Ante la urgente necesidad de encontrar más misioneras para tan vasto campo de apostolado, apoyada por el padre alemán Reinaldo Herbrand, fundó en 1894 la Congregación de Franciscanas de María Inmaculada. La Congregación se surtió al inicio de jóvenes suizas que, llevadas por el celo misionero, seguían el ejemplo de la Madre Caridad. A ellas se unieron pronto las vocaciones autóctonas, sobre todo de Colombia, que engrosaron las filas de la naciente Congregación y se extendieron por varios países.
La Madre Caridad, en su actividad apostólica, supo compaginar muy bien la contemplación y la acción. Exhortaba a sus hijas a una preparación académica eficiente pero «sin que se apague el espíritu de la santa oración y devoción». «No olviden —les decía— que cuanto más instrucción y capacidad tenga la educadora, tanto más podrá hacer a favor de la santa religión y gloria de Dios, sobre todo cuando la virtud va por delante del saber. Cuanto más intensa y visible es la actividad externa, más profunda y fervorosa debe ser la vida interior».
Encauzó su apostolado principalmente hacia la educación, sobre todo en ambientes pobres y marginados. Las fundaciones se sucedían donde quiera que la necesidad lo requería. Cuando se trataba de cubrir una necesidad o de sembrar la semilla de la Buena Nueva, no existían para ella fronteras ni obstáculo alguno.
Alma eucarística por excelencia, halló en Jesús Sacramentado los valores espirituales que dieron calor y sentido a su vida. Llevada por ese amor a Jesús Eucaristía, puso todo su empeño en obtener el privilegio de la Adoración Perpetua diurna y nocturna, que dejó como el patrimonio más estimado a su comunidad, junto con el amor y veneración a los sacerdotes como ministro de Dios.
Amante de la vida interior, vivía en continua presencia de Dios. Por eso veía en todos los acontecimientos su mano providente y misericordiosa y exhortaba a los demás a «Ver en todo la permisión de Dios, y por amor a Él, cumplir gustosamente su voluntad». De ahí su lema: «Él lo quiere», que fue el programa de su vida.
Como superiora general, fue la guía espiritual de su Congregación desde 1893 hasta el 1919 y de 1928 hasta el 1940, año en el que manifestó, en forma irrevocable, su decisión de no aceptar una nueva reelección. A la superiora general elegida le prometió filial obediencia y veneración. En 1933 tuvo la alegría de recibir la aprobación pontificia de su Congregación.
A los 82 años de vida, presintiendo su muerte, exhortaba a sus hijas: «Me voy; no dejen las buenas obras que tiene entre manos la Congregación, la limosna y mucha caridad con los pobres, grandísima caridad entre las Hermanas, la adhesión a los obispos y sacerdotes».
El 27 de febrero de 1943, sin que se sospechara que era el último día de su vida, dijo a la enfermera: «Jesús,...Me muero». Fueron las últimas palabras con las que entregó su alma al Señor.
Apenas se divulgó la noticia de su fallecimiento, comenzó a pasar ante sus restos mortales una interminable procesión de devotos que pedían reliquias y se encomendaban a su intercesión.
Los funerales tuvieron lugar el 2 de marzo de 1943, con la asistencia de autoridades eclesiásticas y civiles y de una gran multitud de fieles, que decían: «ha muerto una santa».
Después de su muerte, su tumba ha sido meta constante de devotos que la invocan en sus necesidades.
Las virtudes que practicó se conjugan admirablemente con las características que su Santidad Juan Pablo II destaca en su Encíclica «Redemptoris Missio» y que deben identificar al auténtico misionero. Entre ellas, como decía Jesús a sus apóstoles: «la pobreza, la mansedumbre y la aceptación de los sufrimientos».
La Madre Caridad practicó la pobreza según el espíritu de san Francisco y mantuvo durante toda la vida un desprendimiento total. Como misionera en Chone, experimentó el consuelo de sentirse auténticamente pobre, al nivel de la gente que había ido a instruir y evangelizar. Entre los valores evangélicos que como fundadora se esforzó por mantener en la Congregación, la pobreza ocupaba un lugar destacado.
La aceptación de los sufrimientos, según el Papa, son un distintivo del verdadero misionero. ! Qué bien encontramos realizado este aspecto en la vida espiritual de la Madre Caridad! Su vida se deslizó día tras día bajo la austera sombra de la cruz. El sufrimiento fue su inseparable compañero y lo soportó con admirable paciencia hasta la muerte.
Otro aspecto de la vida misionera que destaca el Papa es la alegría interior que nace de la fe. También la Madre Caridad vivió intensamente esa alegría en medio de su vida austera. Era alegre de ánimo y quería que todas su hijas estuvieran contentas y confiaran en el Señor.
Estas y muchas otras virtudes fueron reconocidas por la Congregación de las Causas de los Santos y aprobadas como primer paso para llegar a la Beatificación. Se diría que Dios ha querido ratificar la santidad de la Madre Caridad con un admirable milagro concedido por su intercesión en favor de la niña Johana Mercedes Melo Díaz. Una encefalitis aguda había producido un daño cerebral que le impedía el habla y la deambulación. Al término de una novena que hizo su madre con fe viva y profunda devoción, la niña pronunció las primeras palabras llamando a su madre y comenzó a caminar espontáneamente, adquiriendo en poco tiempo la normalidad. Hoy, está aquí para agradecer a la Madre Caridad en su solemne Beatificación.
Dotada de una inteligencia poco común y guiada por las sendas del saber y la virtud por una madre tierna y solícita, la pequeña Carolina moldeaba su corazón mediante una sólida formación cristiana, un intenso amor a Jesucristo y una tierna devoción a la Virgen María.
Conocedora del talento y aptitudes de su hija, su madre procuró darle una esmerada educación. En la escuela de Kaltbrunn hizo, con gran aprovechamiento, los estudios de la enseñanza primaria; y en el instituto de María Hilf de Altstätten, dirigido por una comunidad de religiosas de la Tercera Orden Regular de san Francisco, los de enseñanza media.
Cuando el mundo se abría ante ella atrayéndola con todos sus halagos, la voz de Cristo empezó a hacer eco en su corazón y decidió abrazar la vida consagrada. Esta elección de vida, como era previsible, provocó en primera instancia la oposición de su madre, dado que ésta era viuda y Carolina su única hija.
El 1 de octubre de 1880 ingresó en el convento franciscano de clausura «María Hilf», en Altstätten, que regentaba un colegio como servicio necesario a la Iglesia católica de Suiza.
El primero de marzo de 1881 vistió el hábito de Franciscana, recibiendo el nombre de María Caridad del Amor del Espíritu Santo. El 22 de agosto del siguiente año emitió los votos religiosos. Dada su preparación pedagógica, fue destinada a la enseñanza en el colegio adosado al monasterio.
Abierta la posibilidad para que las religiosas de clausura pudieran dejar el monasterio y colaborar en la extensión del Reino de Dios, los obispos misioneros, a finales del siglo XIX, se acercaron a los conventos en busca de monjas dispuestas a trabajar en los territorios de misión.
Monseñor Pedro Schumacher, celoso misionero de san Vicente de Paúl y Obispo de Portoviejo (Ecuador) escribió una carta a las religiosas de María Hilf, pidiendo voluntarias para trabajar como misioneras en su diócesis.
Las religiosas respondieron con entusiasmo a esta invitación. Una de las más entusiastas para marchar a las misiones era la Madre Caridad Brader. La beata María Bernarda Bütler, superiora del convento que encabezará el grupo de las seis misioneras, la eligió entre las voluntarias diciendo: «A la fundación misionera va la madre Caridad, generosa en sumo grado, que no retrocede ante ningún sacrificio y, con su extraordinario don de gentes y su pedagogía podrá prestar a la misión grandes servicios».
El 19 de junio de 1888 la Madre Caridad y sus compañeras emprendieron el viaje hacia Chone, Ecuador. En 1893, después de duro trabajo en Chone y de haber catequizado a innumerables grupos de niños, la Madre Caridad fue destinada para una fundación en Túquerres, Colombia.
Allí desplegó su ardor misionero: amaba a los indígenas y no escatimaba esfuerzo alguno para llegar hasta ellos, desafiando las embravecidas olas del océano, las intrincadas selvas y el frío intenso de los páramos. Su celo no conocía descanso. Le preocupaban sobre todo los más pobres, los marginados, los que no conocían todavía el evangelio.
Ante la urgente necesidad de encontrar más misioneras para tan vasto campo de apostolado, apoyada por el padre alemán Reinaldo Herbrand, fundó en 1894 la Congregación de Franciscanas de María Inmaculada. La Congregación se surtió al inicio de jóvenes suizas que, llevadas por el celo misionero, seguían el ejemplo de la Madre Caridad. A ellas se unieron pronto las vocaciones autóctonas, sobre todo de Colombia, que engrosaron las filas de la naciente Congregación y se extendieron por varios países.
La Madre Caridad, en su actividad apostólica, supo compaginar muy bien la contemplación y la acción. Exhortaba a sus hijas a una preparación académica eficiente pero «sin que se apague el espíritu de la santa oración y devoción». «No olviden —les decía— que cuanto más instrucción y capacidad tenga la educadora, tanto más podrá hacer a favor de la santa religión y gloria de Dios, sobre todo cuando la virtud va por delante del saber. Cuanto más intensa y visible es la actividad externa, más profunda y fervorosa debe ser la vida interior».
Encauzó su apostolado principalmente hacia la educación, sobre todo en ambientes pobres y marginados. Las fundaciones se sucedían donde quiera que la necesidad lo requería. Cuando se trataba de cubrir una necesidad o de sembrar la semilla de la Buena Nueva, no existían para ella fronteras ni obstáculo alguno.
Alma eucarística por excelencia, halló en Jesús Sacramentado los valores espirituales que dieron calor y sentido a su vida. Llevada por ese amor a Jesús Eucaristía, puso todo su empeño en obtener el privilegio de la Adoración Perpetua diurna y nocturna, que dejó como el patrimonio más estimado a su comunidad, junto con el amor y veneración a los sacerdotes como ministro de Dios.
Amante de la vida interior, vivía en continua presencia de Dios. Por eso veía en todos los acontecimientos su mano providente y misericordiosa y exhortaba a los demás a «Ver en todo la permisión de Dios, y por amor a Él, cumplir gustosamente su voluntad». De ahí su lema: «Él lo quiere», que fue el programa de su vida.
Como superiora general, fue la guía espiritual de su Congregación desde 1893 hasta el 1919 y de 1928 hasta el 1940, año en el que manifestó, en forma irrevocable, su decisión de no aceptar una nueva reelección. A la superiora general elegida le prometió filial obediencia y veneración. En 1933 tuvo la alegría de recibir la aprobación pontificia de su Congregación.
A los 82 años de vida, presintiendo su muerte, exhortaba a sus hijas: «Me voy; no dejen las buenas obras que tiene entre manos la Congregación, la limosna y mucha caridad con los pobres, grandísima caridad entre las Hermanas, la adhesión a los obispos y sacerdotes».
El 27 de febrero de 1943, sin que se sospechara que era el último día de su vida, dijo a la enfermera: «Jesús,...Me muero». Fueron las últimas palabras con las que entregó su alma al Señor.
Apenas se divulgó la noticia de su fallecimiento, comenzó a pasar ante sus restos mortales una interminable procesión de devotos que pedían reliquias y se encomendaban a su intercesión.
Los funerales tuvieron lugar el 2 de marzo de 1943, con la asistencia de autoridades eclesiásticas y civiles y de una gran multitud de fieles, que decían: «ha muerto una santa».
Después de su muerte, su tumba ha sido meta constante de devotos que la invocan en sus necesidades.
Las virtudes que practicó se conjugan admirablemente con las características que su Santidad Juan Pablo II destaca en su Encíclica «Redemptoris Missio» y que deben identificar al auténtico misionero. Entre ellas, como decía Jesús a sus apóstoles: «la pobreza, la mansedumbre y la aceptación de los sufrimientos».
La Madre Caridad practicó la pobreza según el espíritu de san Francisco y mantuvo durante toda la vida un desprendimiento total. Como misionera en Chone, experimentó el consuelo de sentirse auténticamente pobre, al nivel de la gente que había ido a instruir y evangelizar. Entre los valores evangélicos que como fundadora se esforzó por mantener en la Congregación, la pobreza ocupaba un lugar destacado.
La aceptación de los sufrimientos, según el Papa, son un distintivo del verdadero misionero. ! Qué bien encontramos realizado este aspecto en la vida espiritual de la Madre Caridad! Su vida se deslizó día tras día bajo la austera sombra de la cruz. El sufrimiento fue su inseparable compañero y lo soportó con admirable paciencia hasta la muerte.
Otro aspecto de la vida misionera que destaca el Papa es la alegría interior que nace de la fe. También la Madre Caridad vivió intensamente esa alegría en medio de su vida austera. Era alegre de ánimo y quería que todas su hijas estuvieran contentas y confiaran en el Señor.
Estas y muchas otras virtudes fueron reconocidas por la Congregación de las Causas de los Santos y aprobadas como primer paso para llegar a la Beatificación. Se diría que Dios ha querido ratificar la santidad de la Madre Caridad con un admirable milagro concedido por su intercesión en favor de la niña Johana Mercedes Melo Díaz. Una encefalitis aguda había producido un daño cerebral que le impedía el habla y la deambulación. Al término de una novena que hizo su madre con fe viva y profunda devoción, la niña pronunció las primeras palabras llamando a su madre y comenzó a caminar espontáneamente, adquiriendo en poco tiempo la normalidad. Hoy, está aquí para agradecer a la Madre Caridad en su solemne Beatificación.
lunes, 26 de febrero de 2024
Lecturas del 26/02/2024
¡Ay, mi Señor, Dios grande y terrible, que guarda la alianza y es leal con los que lo aman y cumplen sus mandamientos.
Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos. No hicimos caso a tus siervos los profetas, que hablaban en tu nombre a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres y a todo el pueblo de la tierra.
Tú, mi Señor, tienes razón y a nosotros nos abruma la vergüenza, tal como sucede hoy a los hombres de Judá, a los habitantes de Jerusalén, y a todo Israel, a los de cerca y la los de lejos, en todos los países por donde los dispersaste a causa de los delitos que cometieron contra ti. Señor, nos abruma la vergüenza: a nuestros reyes, príncipes y padres, porque hemos pecado contra ti.
Pero, mi Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona, aunque nos hemos rebelado contra él. No obedecimos la voz del Señor, nuestro Dios, siguiendo las normas que nos daba por medio de sus siervos, los profetas.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
Palabra del Señor.
26 de Febrero - San Néstor, Obispo de Magido, Mártir
Polio, gobernador de Panfilia y Frigia durante el reinado de Decio, trató de ganarse el favor del emperador, aplicando cruelmente su edito de persecución contra los cristianos. Néstor, obispo de Magido, gozaba de gran estima entre los cristianos y los paganos, y comprendió que era necesario buscar sitios de refugio para sus fieles. Rehusando a ser oculto, el Obispo esperó tranquilamente su hora de martirio, y cuando se encontraba en oración, oficiales de la justicia fueron en su búsqueda.
Luego de un extenso interrogatorio y amenazas de tortura, el Obispo fue enviado ante el gobernador, en Perga. El gobernador trató de convencer al santo –primero con halagos y luego con amenazas- de que renegara de la religión cristiana, pero Néstor se mantuvo firme en el Señor, siendo enviado al potro, donde el verdugo le desgarraba la piel de los costados con el garfio. Ante la firme negativa del santo de adorar a los paganos, el gobernador lo condenó a morir en la cruz, donde el santo todavía tuvo fuerzas para alentar y exhortar a los cristianos que le rodeaban. Su muerte fue un verdadero triunfo porque cuando el Obispo expiró sus últimas palabras, tanto cristianos como paganos se arrodillaron a orar y alabar a Jesús.
Luego de un extenso interrogatorio y amenazas de tortura, el Obispo fue enviado ante el gobernador, en Perga. El gobernador trató de convencer al santo –primero con halagos y luego con amenazas- de que renegara de la religión cristiana, pero Néstor se mantuvo firme en el Señor, siendo enviado al potro, donde el verdugo le desgarraba la piel de los costados con el garfio. Ante la firme negativa del santo de adorar a los paganos, el gobernador lo condenó a morir en la cruz, donde el santo todavía tuvo fuerzas para alentar y exhortar a los cristianos que le rodeaban. Su muerte fue un verdadero triunfo porque cuando el Obispo expiró sus últimas palabras, tanto cristianos como paganos se arrodillaron a orar y alabar a Jesús.
domingo, 25 de febrero de 2024
25 de Febrero 2024 – SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA - EN EL TABOR
Aquí la bella estrofa de Prudencio: «Todos los que buscáis a Cristo, levantad los ojos a la altura, donde podréis contemplar el signo de la gloria perenne.» Levantad los ojos, nos dice el poeta; levantad los corazones, nos clama la liturgia. Fuimos con Cristo al monte de la tentación, al desierto, donde nos aguardaba la lucha; al desierto «que habla», a la soledad sonora, la soledad de la cual dijo un santo: « ¡O beata solitudo o sola beatitudo! ¡Oh bienaventurada soledad! ¡Oh sola bienaventuranza! » Y he aquí que el monte de la penitencia queda vestido de luz, el desierto se puebla de maravillas, la soledad se llena de misteriosos murmullos y las cimas nevadas se iluminan, se adelgazan, se yerguen hasta romper los Cielos y dejar oír la voz del Padre.
El Cristo que hace ocho días triunfaba de Satán, se nos presenta hoy victorioso y resplandeciente sobre la montaña más alta de Palestina. Tres discípulos le han acompañado hasta la cumbre: Pedro y los Hijos del Trueno; pero Jesús ora solo y aparte, y, mientras ora, su rostro empieza a brillar como el sol, y sus vestiduras se hacen blancas como la nieve; tan blancas, dice San Marcos, que ningún artista podría hacer cosa semejante. Súbitamente, de entre la luz, de entre aquella luz fulgurante que descubría por un momento el que es la luz del mundo, se oyen rumores de palabras bíblicas. Jesús no está solo. Dos personajes famosos, cándidos como Él, envueltos y caldeados en su luz, se acercan a Él y le hablan: Moisés, el más grande de los libertadores, y Elías, el primero de los profetas; el hombre coronado de rayos, que durante cuarenta días había conversado con Jehová en la montaña de Sinaí, y el sublime perseguido que, después de un ayuno de cuarenta días, sintió pasar la gloria del Señor en un silbo suave. Una voz resuena entre la nube luminosa: «Este es el Hijo que amo. ¡Escuchadle!», y las dos grandes potencias de la religión mosaica, la Ley y la Profecía, se inclinan humildemente delante de Jesús de Nazaret.
He aquí el relato. ¿Por qué nos le propone la liturgia en este segundo domingo de Cuaresma? Indudablemente, debe haber un misterio en la yuxtaposición de estos dos montes: monte de lucha y monte de victoria, monte de tristeza y de sombras y monte de luz y alegría, monte donde vagan diabólicos fantasmas y monte alegrado por la presencia de los amigos de Dios. Primera y segunda etapa de la peregrinación cuaresmal. Si la entrada nos pareció monótona y sombría, pronto empezamos a sentir la emoción de las aventuras sobrenaturales, a alegrarnos con la luz de un mundo nuevo, a ver con más claridad y oír con más agudeza.
Para eso precisamente fue instituida la Cuaresma: para hacernos más sensibles a la palabra de Dios, para sacudir el polvo que se ha pegado a nuestros vestidos a través del camino del año, para renovarnos y vestirnos de luz, para transfigurarnos, para recoger algo de aquella luz que se escapaba del cuerpo de Cristo, que es sol, fuego y amor. Coloquémonos en aquellos tiempos en que la Cuaresma tenía todo su sentido litúrgico y profundamente cristiano; entremos en una de aquellas basílicas primitivas, como la de San Clemente de Roma, en que cada piedra parece ser un eco de venerandas tradiciones. Desde el pórtico encontramos un grupo de hombres de caras llorosas. Vestidos groseros y cabezas cubiertas de ceniza: son los penitentes. Junto a ellos están los catecúmenos, los que han pedido entrar en la sociedad de Cristo, y más adentro, bajo la nave, se agrupan los fieles, todos los cristianos, que pueden participar en los sagrados misterios. Diariamente la Iglesia reúne a sus hijos: a los penitentes les alienta en sus esfuerzos para volver a Dios, recoge sus lágrimas y sus oraciones y los dispone para absolverlos en las ceremonias emocionantes de la Semana Santa. A los catecúmenos les va descubriendo lentamente las verdades de la fe, los ilumina con lecturas sabiamente escogidas entre los más bellos pasajes de los libros santos, y los somete a un continuo régimen de exorcismos para alejar de ellos las influencias inconscientes del enemigo. Finalmente, a los fieles les invita a una mayor pureza de vida, acrecienta su instrucción religiosa y les prepara a recibir una revelación cada vez más abundante del gran misterio pascual.
Tal era el sentido de la Cuaresma para los primeros cristianos y el que nosotros debemos darle todavía. Todos podemos juntarnos al grupo lloroso de las que hacían penitencia «en el cilicio y la ceniza»; todos seguimos siendo un poco catecúmenos, aunque hayamos recibido la iluminación del bautismo; todos necesitamos un mayor conocimiento de la verdad de Dios, una purificación más íntima y un acercamiento mayor al reino de la luz. Esto es lo que da su sentido «al misterio cuadragesimal» de que habla la liturgia. Para el que está fuera de la Iglesia, para el que considera el monte de la tentación desde las montañas de Samaría, esto tiene que parecer seguramente una locura. Para ellos la Cuaresma será una tristeza sin provecho, una tortura inútil, un tiempo de nubes y de sombras. «El hombre animal—decía San Pablo—no puede comprender las cosas que vienen del Espíritu.» Pero es posible que muelles cristianos se formen también una idea errónea de la Cuaresma, reduciéndola a una ofrenda más o menos generosa de privaciones y austeridades, que, lejos de levantar el alma a un mundo nuevo de pensamientos y de anhelos, sirvan sólo para encogerla e inmovilizarla.
Estos corazones melancólicos debieran tener presente la bella invitación del himno ambrosiano: «Bebamos alegres la sobria embriaguez del espíritu»; y en ellos piensa la liturgia al colocar uno junto a otro estos dos montes, lejanos en la vida de Cristo, pero próximos en el itinerario cuaresmal. Sabia para defender el corazón del soplo árido del espíritu, hábil para preservarle de los arrebatos del sentimentalismo y la sensibilidad, es también maternal para ofrecer a sus hijos el vino con moderación y el acíbar de la penitencia con la suavidad del amor. Es más: el lado negativo de la Cuaresma le importa poco si no buscamos también esa perspectiva mística y riente; en que podemos encontrar a Cristo con fulgores de nieve y de sol. No nos dice solamente: «Convertíos y no volváis a pecar», sino que añade: «Arrojad vuestros pensamientos en el seno de vuestro Dios, alimento de nuestra inteligencia. Entrad en la casa del Señor para habitar en ella y gozar de sus bondades.» Es posible que después de haber vivido así cuarenta días en la montaña, nos cueste trabajo descender; y el fruto de la Cuaresma será el haber renovado en nosotros el gusto de las realidades invisibles.
El Cristo que hace ocho días triunfaba de Satán, se nos presenta hoy victorioso y resplandeciente sobre la montaña más alta de Palestina. Tres discípulos le han acompañado hasta la cumbre: Pedro y los Hijos del Trueno; pero Jesús ora solo y aparte, y, mientras ora, su rostro empieza a brillar como el sol, y sus vestiduras se hacen blancas como la nieve; tan blancas, dice San Marcos, que ningún artista podría hacer cosa semejante. Súbitamente, de entre la luz, de entre aquella luz fulgurante que descubría por un momento el que es la luz del mundo, se oyen rumores de palabras bíblicas. Jesús no está solo. Dos personajes famosos, cándidos como Él, envueltos y caldeados en su luz, se acercan a Él y le hablan: Moisés, el más grande de los libertadores, y Elías, el primero de los profetas; el hombre coronado de rayos, que durante cuarenta días había conversado con Jehová en la montaña de Sinaí, y el sublime perseguido que, después de un ayuno de cuarenta días, sintió pasar la gloria del Señor en un silbo suave. Una voz resuena entre la nube luminosa: «Este es el Hijo que amo. ¡Escuchadle!», y las dos grandes potencias de la religión mosaica, la Ley y la Profecía, se inclinan humildemente delante de Jesús de Nazaret.
He aquí el relato. ¿Por qué nos le propone la liturgia en este segundo domingo de Cuaresma? Indudablemente, debe haber un misterio en la yuxtaposición de estos dos montes: monte de lucha y monte de victoria, monte de tristeza y de sombras y monte de luz y alegría, monte donde vagan diabólicos fantasmas y monte alegrado por la presencia de los amigos de Dios. Primera y segunda etapa de la peregrinación cuaresmal. Si la entrada nos pareció monótona y sombría, pronto empezamos a sentir la emoción de las aventuras sobrenaturales, a alegrarnos con la luz de un mundo nuevo, a ver con más claridad y oír con más agudeza.
Para eso precisamente fue instituida la Cuaresma: para hacernos más sensibles a la palabra de Dios, para sacudir el polvo que se ha pegado a nuestros vestidos a través del camino del año, para renovarnos y vestirnos de luz, para transfigurarnos, para recoger algo de aquella luz que se escapaba del cuerpo de Cristo, que es sol, fuego y amor. Coloquémonos en aquellos tiempos en que la Cuaresma tenía todo su sentido litúrgico y profundamente cristiano; entremos en una de aquellas basílicas primitivas, como la de San Clemente de Roma, en que cada piedra parece ser un eco de venerandas tradiciones. Desde el pórtico encontramos un grupo de hombres de caras llorosas. Vestidos groseros y cabezas cubiertas de ceniza: son los penitentes. Junto a ellos están los catecúmenos, los que han pedido entrar en la sociedad de Cristo, y más adentro, bajo la nave, se agrupan los fieles, todos los cristianos, que pueden participar en los sagrados misterios. Diariamente la Iglesia reúne a sus hijos: a los penitentes les alienta en sus esfuerzos para volver a Dios, recoge sus lágrimas y sus oraciones y los dispone para absolverlos en las ceremonias emocionantes de la Semana Santa. A los catecúmenos les va descubriendo lentamente las verdades de la fe, los ilumina con lecturas sabiamente escogidas entre los más bellos pasajes de los libros santos, y los somete a un continuo régimen de exorcismos para alejar de ellos las influencias inconscientes del enemigo. Finalmente, a los fieles les invita a una mayor pureza de vida, acrecienta su instrucción religiosa y les prepara a recibir una revelación cada vez más abundante del gran misterio pascual.
Tal era el sentido de la Cuaresma para los primeros cristianos y el que nosotros debemos darle todavía. Todos podemos juntarnos al grupo lloroso de las que hacían penitencia «en el cilicio y la ceniza»; todos seguimos siendo un poco catecúmenos, aunque hayamos recibido la iluminación del bautismo; todos necesitamos un mayor conocimiento de la verdad de Dios, una purificación más íntima y un acercamiento mayor al reino de la luz. Esto es lo que da su sentido «al misterio cuadragesimal» de que habla la liturgia. Para el que está fuera de la Iglesia, para el que considera el monte de la tentación desde las montañas de Samaría, esto tiene que parecer seguramente una locura. Para ellos la Cuaresma será una tristeza sin provecho, una tortura inútil, un tiempo de nubes y de sombras. «El hombre animal—decía San Pablo—no puede comprender las cosas que vienen del Espíritu.» Pero es posible que muelles cristianos se formen también una idea errónea de la Cuaresma, reduciéndola a una ofrenda más o menos generosa de privaciones y austeridades, que, lejos de levantar el alma a un mundo nuevo de pensamientos y de anhelos, sirvan sólo para encogerla e inmovilizarla.
Estos corazones melancólicos debieran tener presente la bella invitación del himno ambrosiano: «Bebamos alegres la sobria embriaguez del espíritu»; y en ellos piensa la liturgia al colocar uno junto a otro estos dos montes, lejanos en la vida de Cristo, pero próximos en el itinerario cuaresmal. Sabia para defender el corazón del soplo árido del espíritu, hábil para preservarle de los arrebatos del sentimentalismo y la sensibilidad, es también maternal para ofrecer a sus hijos el vino con moderación y el acíbar de la penitencia con la suavidad del amor. Es más: el lado negativo de la Cuaresma le importa poco si no buscamos también esa perspectiva mística y riente; en que podemos encontrar a Cristo con fulgores de nieve y de sol. No nos dice solamente: «Convertíos y no volváis a pecar», sino que añade: «Arrojad vuestros pensamientos en el seno de vuestro Dios, alimento de nuestra inteligencia. Entrad en la casa del Señor para habitar en ella y gozar de sus bondades.» Es posible que después de haber vivido así cuarenta días en la montaña, nos cueste trabajo descender; y el fruto de la Cuaresma será el haber renovado en nosotros el gusto de las realidades invisibles.
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