lunes, 31 de julio de 2017
Lecturas
En aquellos días, Moisés se volvió y bajó del monte con las dos tablas del testimonio en la mano.
Las tablas estaban escritas por ambos lados; eran hechura de Dios, y la escritura era escritura de Dios grabada en las tablas.
Al oír Josué el griterío del pueblo, dijo a Moisés:
«Se oyen gritos de guerra en el campamento».
Contestó él:
«No es grito de victoria, no es grito de derrota, que son cantos lo que oigo».
Al acercarse al campamento y ver el becerro y las danzas, Moisés, encendido en ira, tiró las tablas y las rompió al pie de la montaña.
Después agarró el becerro que habían hecho, lo quemó y lo trituró hasta hacerlo polvo, que echó en agua y se lo hizo beber a los hijos de Israel.
Moisés dijo a Aarón:
« ¿Qué te ha hecho este pueblo, para que nos acarreases tan enorme pecado? ».
Contestó Aarón:
«No se irrite mi señor. Sabes que este pueblo es perverso. Me dijeron: “Haznos un Dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado.” Yo les dije: “Quien tenga oro que se desprenda de él y me lo dé; yo lo eché al fuego, y salió este becerro”».
Al día siguiente, Moisés dijo al pueblo:
«Habéis cometido un pecado gravísimo; pero ahora subiré al Señor a expiar vuestro pecado.»
Volvió, pues, Moisés al Señor y le dijo:
-«Este pueblo ha cometido un pecado gravísimo, haciéndose dioses de oro. Pero ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro de tu registro. » El Señor respondió:
«Al que haya pecado contra mí lo borraré del libro. Ahora ve y guía a tu pueblo al sitio que te dije; mi ángel irá delante de ti; y cuando llegue el día de la cuenta, les pediré cuentas de su pecado».
En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola al gentío:
«El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno toma y siembra en su campo; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros a anidar en sus ramas».
Les dijo otra parábola:
«El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, hasta para que todo fermenta».
Jesús dijo todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les hablaba nada, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta:
«Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo».
Palabra del Señor.
Beata Zdenka Cecilia Schelingová
Nació el 24 de diciembre de 1916 en Krivá, en Orava, región montañosa al noroeste de Eslovaquia. Era la penúltima de once hijos. Fue bautizada, tres días después, con el nombre de Cecilia. Sus padres, Pavol y Susana, que formaban una familia muy religiosa, impartieron a todos sus hijos una ejemplar educación cristiana, fundada en la oración y en el cumplimiento del deber diario, que para ellos eran los trabajos del campo y los quehaceres de la casa.
Cecilia hizo los estudios de primaria de 1922 a 1930. En la escuela era diligente y obediente, amable y modesta; siempre estaba dispuesta a ayudar a los demás. Por eso, todos sus compañeros la amaban.
En 1929 empezaron a colaborar en la parroquia las Hermanas de la Caridad de la Santa Cruz. En 1931, Cecilia, atraída por el amor y la entrega de las religiosas, a los quince años, solicitó la admisión en el convento, decidida a consagrar su vida al amor a Dios y al prójimo. Tanto sus padres como sus hermanos se alegraron mucho y se sintieron muy orgullosos de su elección.
En Podunajské Biskupice hizo estudios de enfermería durante dos años y luego un curso de especialización en radiología. En 1936 entró en el noviciado y el 30 de enero de 1937 emitió la profesión religiosa, escogiendo como nombre Zdenka.
Destacaba por la intensidad de su oración. Durante su trabajo se mantenía muy unida a Dios. Se sacrificaba por amor a Dios y a los demás: era amable con todos y siempre estaba dispuesta a servir. La amistad espiritual con Jesús marcó su vida religiosa y su trabajo de enfermera.
Inició su trabajo de enfermera en Humenné, ciudad situada en la parte oriental de Eslovaquia, cerca de Ucrania. En 1942, invitada por la dirección del hospital del Estado, fue a trabajar a Bratislava, en la sección de radiología, como ayudante de laboratorio. Se dedicó a los enfermos con ejemplar generosidad, ternura y competencia, siempre con la sonrisa en los labios, cuidando especialmente el orden y la limpieza. Para sus compañeras de trabajo era "modelo de religiosa y de enfermera profesional".
En 1948, el partido comunista tomó el poder e inició la persecución contra la Iglesia católica: los obispos y sacerdotes fueron perseguidos y encarcelados; los laicos sufrieron discriminaciones a causa de su fe; fueron disueltas las comunidades religiosas y sus miembros condenados a trabajos forzados.
En esos tiempos de dificultad, sor Zdenka afrontó el sufrimiento antes que traicionar su conciencia y faltar a la palabra dada a Cristo y a su Iglesia. En febrero de 1952, con gran valentía, ayudó a huir a un sacerdote detenido que se encontraba internado en el hospital del Estado para ser curado de las heridas causadas por las torturas en los interrogatorios. Después de la fuga del sacerdote, sor Zdenka oró así ante la cruz en la capilla del hospital: "Jesús, te ofrezco mi vida por la suya. ¡Sálvalo!".
Fue detenida el 29 de febrero de 1952. Sufrió crueles interrogatorios, con grandes humillaciones y torturas, hasta que, el 17 de junio, acusada de alta traición, uno de los peores crímenes contra el Estado, fue condenada a doce años de cárcel y diez años de pérdida de los derechos civiles.
El 26 de junio de 1952 fue trasladada a la cárcel de Rimavská Sobota y luego, el 16 de abril de 1953, como castigo por no haber colaborado con los guardias, a la cárcel de Pardubice, mucho más dura. Su vía crucis prosiguió por diversas prisiones y hospitales de cárceles, pues a causa de las torturas se le produjo un tumor maligno en el pecho y se agudizó la tuberculosis.
Hasta los últimos momentos de su vida terrena soportó todos los sufrimientos con paciencia heroica, con firme determinación, dispuesta a morir por Dios y por el bien de la Iglesia, y sin ningún rencor con respecto a los que le habían causado esos sufrimientos. Mientras era golpeada casi hasta la muerte, susurró: "El perdón es lo más grande de la vida".
El 7 de abril de 1955, las autoridades políticas, previendo que le quedaba poco tiempo de vida, para que no muriera en la cárcel, le concedieron la amnistía. Quedó en libertad el 16 de abril, pero, poco más de tres meses después, el 31 de julio, moría en Trnava, después de recibir el viático, a la edad de treinta y ocho años.
Ya inmediatamente después de su muerte, el pueblo de Dios la consideraba mártir de la fe.
Cecilia hizo los estudios de primaria de 1922 a 1930. En la escuela era diligente y obediente, amable y modesta; siempre estaba dispuesta a ayudar a los demás. Por eso, todos sus compañeros la amaban.
En 1929 empezaron a colaborar en la parroquia las Hermanas de la Caridad de la Santa Cruz. En 1931, Cecilia, atraída por el amor y la entrega de las religiosas, a los quince años, solicitó la admisión en el convento, decidida a consagrar su vida al amor a Dios y al prójimo. Tanto sus padres como sus hermanos se alegraron mucho y se sintieron muy orgullosos de su elección.
En Podunajské Biskupice hizo estudios de enfermería durante dos años y luego un curso de especialización en radiología. En 1936 entró en el noviciado y el 30 de enero de 1937 emitió la profesión religiosa, escogiendo como nombre Zdenka.
Destacaba por la intensidad de su oración. Durante su trabajo se mantenía muy unida a Dios. Se sacrificaba por amor a Dios y a los demás: era amable con todos y siempre estaba dispuesta a servir. La amistad espiritual con Jesús marcó su vida religiosa y su trabajo de enfermera.
Inició su trabajo de enfermera en Humenné, ciudad situada en la parte oriental de Eslovaquia, cerca de Ucrania. En 1942, invitada por la dirección del hospital del Estado, fue a trabajar a Bratislava, en la sección de radiología, como ayudante de laboratorio. Se dedicó a los enfermos con ejemplar generosidad, ternura y competencia, siempre con la sonrisa en los labios, cuidando especialmente el orden y la limpieza. Para sus compañeras de trabajo era "modelo de religiosa y de enfermera profesional".
En 1948, el partido comunista tomó el poder e inició la persecución contra la Iglesia católica: los obispos y sacerdotes fueron perseguidos y encarcelados; los laicos sufrieron discriminaciones a causa de su fe; fueron disueltas las comunidades religiosas y sus miembros condenados a trabajos forzados.
En esos tiempos de dificultad, sor Zdenka afrontó el sufrimiento antes que traicionar su conciencia y faltar a la palabra dada a Cristo y a su Iglesia. En febrero de 1952, con gran valentía, ayudó a huir a un sacerdote detenido que se encontraba internado en el hospital del Estado para ser curado de las heridas causadas por las torturas en los interrogatorios. Después de la fuga del sacerdote, sor Zdenka oró así ante la cruz en la capilla del hospital: "Jesús, te ofrezco mi vida por la suya. ¡Sálvalo!".
Fue detenida el 29 de febrero de 1952. Sufrió crueles interrogatorios, con grandes humillaciones y torturas, hasta que, el 17 de junio, acusada de alta traición, uno de los peores crímenes contra el Estado, fue condenada a doce años de cárcel y diez años de pérdida de los derechos civiles.
El 26 de junio de 1952 fue trasladada a la cárcel de Rimavská Sobota y luego, el 16 de abril de 1953, como castigo por no haber colaborado con los guardias, a la cárcel de Pardubice, mucho más dura. Su vía crucis prosiguió por diversas prisiones y hospitales de cárceles, pues a causa de las torturas se le produjo un tumor maligno en el pecho y se agudizó la tuberculosis.
Hasta los últimos momentos de su vida terrena soportó todos los sufrimientos con paciencia heroica, con firme determinación, dispuesta a morir por Dios y por el bien de la Iglesia, y sin ningún rencor con respecto a los que le habían causado esos sufrimientos. Mientras era golpeada casi hasta la muerte, susurró: "El perdón es lo más grande de la vida".
El 7 de abril de 1955, las autoridades políticas, previendo que le quedaba poco tiempo de vida, para que no muriera en la cárcel, le concedieron la amnistía. Quedó en libertad el 16 de abril, pero, poco más de tres meses después, el 31 de julio, moría en Trnava, después de recibir el viático, a la edad de treinta y ocho años.
Ya inmediatamente después de su muerte, el pueblo de Dios la consideraba mártir de la fe.
domingo, 30 de julio de 2017
Lecturas
En aquellos días, el Señor se apareció de noche en sueños a Salomón y le dijo:
«Pídeme lo que deseas que te dé».
Salomón respondió:
«Señor mi Dios: Tú has hecho rey a tu siervo en lugar de David, mi padre, pero yo soy un muchacho joven y no sé por donde empezar o terminar. Tu siervo está en medio de tu pueblo, el que tú te elegiste, un pueblo tan numeroso que no se puede contar ni calcular. Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal. Pues, cierto, ¿quién podrá hacer justicia a este pueblo tuyo tan inmenso?».
Agradó al Señor esta súplica de Salomón.
Entonces le dijo Dios:
«Por haberme pedido esto y no una vida larga o riquezas para ti, por no haberme pedido la vida de tus enemigos sino inteligencia para atender a la justicia, yo obraré según tu palabra:: te concedo, pues, un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes de ti ni surgiera otro igual después de ti».
Hermanos:
Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los cuales ha llamado conforme a su designio.
Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos.
Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.
El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran.
Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
¿Habéis entendido todo esto?» Ellos le contestaron:
«Sí».
Él les dijo:
«Pues bien, un escriba que ese ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo».
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homilía
Salomón -primera lectura- ha pasado a la historia como un rey sabio, prudente y hábil, aunque no alcanzó la popularidad de su padre, David, ni tampoco fue fiel a Dios, puesto que cayó en la idolatría.
Las riquezas que amasó durante los primeros años de su gobierno fueron fruto de su obediencia amorosa a Dios.
La ostentación de su Corte, los escarceos amorosos con la reina de Saba y la adopción de costumbres paganas enturbiaron los últimos años de su reinado y dejó abierto un conflicto entre sus hijos por la sucesión, que terminó dividiendo el reino en dos mitades: Israel, al norte, con capital en Samaria, y Judá, al sur, con capital en Jerusalén.
La tradición bíblica refleja en los Libros sapienciales que la verdadera riqueza es Dios mismo y el santo temor hacia Él.
Esta es la razón por la que Salomón y la mayoría de los reyes posteriores fueron desechados por Dios, al no mantener la Alianza sellada con sus antepasados.
La pobreza y la riqueza no vienen avaladas por la abundancia o carencia de dinero.
Es rico quien conforma su vida a los planes de Dios y es grato a sus ojos; es pobre quien se aparta de Dios y no sigue sus caminos.
Las riquezas que amasó durante los primeros años de su gobierno fueron fruto de su obediencia amorosa a Dios.
La ostentación de su Corte, los escarceos amorosos con la reina de Saba y la adopción de costumbres paganas enturbiaron los últimos años de su reinado y dejó abierto un conflicto entre sus hijos por la sucesión, que terminó dividiendo el reino en dos mitades: Israel, al norte, con capital en Samaria, y Judá, al sur, con capital en Jerusalén.
La tradición bíblica refleja en los Libros sapienciales que la verdadera riqueza es Dios mismo y el santo temor hacia Él.
Esta es la razón por la que Salomón y la mayoría de los reyes posteriores fueron desechados por Dios, al no mantener la Alianza sellada con sus antepasados.
La pobreza y la riqueza no vienen avaladas por la abundancia o carencia de dinero.
Es rico quien conforma su vida a los planes de Dios y es grato a sus ojos; es pobre quien se aparta de Dios y no sigue sus caminos.
Todos deseamos ser felices, pero la amargura se intercala constantemente en nuestros planes, nos ponemos nerviosos ante los problemas y acabamos echando a otros la culpa de nuestras frustraciones, cuando el mal reside en nosotros mismos.
Si falta confianza en la familia, falta también en la sociedad.
Así nos encerramos en un círculo vicioso, que no aporta nada bueno a la convivencia humana.
Debemos cambiar de mentalidad, mirar a las personas de nuestro entorno con los ojos de amor con los que Dios nos ve y abandonarnos a su Providencia.
Está en una forma de obrar, irrisoria para los no creyentes y mandatarios sin escrúpulos, pero para los verdaderos creyentes es la única forma de estabilizar la felicidad que Dios ha sembrado en nuestros corazones.
Amando no nos equivocamos nunca, aunque nos respondan con desprecio.
Desde esta perspectiva, San Pablo afirma que “a los que aman a Dios todo les sirve para bien” (Romanos 8, 28).
Si creemos, de verdad, que Dios es Padre misericordioso, sabemos que vela por nosotros y no nos abandona.
El papa Francisco, que conoce el devenir diario de la gente de la calle desde sus vivencias como párroco y cardenal-arzobispo de Buenos Aires, nos alerta en su Carta Apostólica “Evangeli Gaudium” del peligro de caer en la tristeza y el desencanto, dos de los grandes enemigos de la humanidad.
Esta tentación, propia de un derrotismo malsano, nos lleva a mostrar una Iglesia triste, con cristianos que se limitan a cumplir los preceptos religiosos, pero sin cuestionarse personalmente la entrega que Cristo pide a sus seguidores.
Todos tenemos un poco la culpa de la imagen que damos de la Iglesia; unos por intransigencia y falta de diálogo, otros por rigorismo impositivo, y la mayoría por creer que en las celebraciones debemos mantener un talante serio, austero e incluso distante.
No atraeremos a nadie poniendo cara de vinagre o frunciendo el ceño.
La imagen luminosa de Jesús anunciando el Reino de Dios supuso un estallido de alegría, una fiesta para celebrar, incluso con publicanos, pecadores y gente de mala vida.
Si falta confianza en la familia, falta también en la sociedad.
Así nos encerramos en un círculo vicioso, que no aporta nada bueno a la convivencia humana.
Debemos cambiar de mentalidad, mirar a las personas de nuestro entorno con los ojos de amor con los que Dios nos ve y abandonarnos a su Providencia.
Está en una forma de obrar, irrisoria para los no creyentes y mandatarios sin escrúpulos, pero para los verdaderos creyentes es la única forma de estabilizar la felicidad que Dios ha sembrado en nuestros corazones.
Amando no nos equivocamos nunca, aunque nos respondan con desprecio.
Desde esta perspectiva, San Pablo afirma que “a los que aman a Dios todo les sirve para bien” (Romanos 8, 28).
Si creemos, de verdad, que Dios es Padre misericordioso, sabemos que vela por nosotros y no nos abandona.
El papa Francisco, que conoce el devenir diario de la gente de la calle desde sus vivencias como párroco y cardenal-arzobispo de Buenos Aires, nos alerta en su Carta Apostólica “Evangeli Gaudium” del peligro de caer en la tristeza y el desencanto, dos de los grandes enemigos de la humanidad.
Esta tentación, propia de un derrotismo malsano, nos lleva a mostrar una Iglesia triste, con cristianos que se limitan a cumplir los preceptos religiosos, pero sin cuestionarse personalmente la entrega que Cristo pide a sus seguidores.
Todos tenemos un poco la culpa de la imagen que damos de la Iglesia; unos por intransigencia y falta de diálogo, otros por rigorismo impositivo, y la mayoría por creer que en las celebraciones debemos mantener un talante serio, austero e incluso distante.
No atraeremos a nadie poniendo cara de vinagre o frunciendo el ceño.
La imagen luminosa de Jesús anunciando el Reino de Dios supuso un estallido de alegría, una fiesta para celebrar, incluso con publicanos, pecadores y gente de mala vida.
Se respira actualmente bastante pesimismo, tanto en los ámbitos religiosos como en los sociales, a medida que vamos perdiendo la confianza en los políticos, en las instituciones y en las redes sociales.
Es cierto que los planes de futuro que, a menudo, elaboramos, para fomentar el interés y la buena armonía entre los ciudadanos, suelen fracasar, pero no nos impide seguir insistiendo.
El éxito y el fracaso son las dos caras de la misma moneda, pero no para llegar a la conclusión de que “nada se puede hacer”.
La fe en Jesús es el principal baluarte, en estos momentos de crisis económica y escasez de valores morales, para afrontar los problemas que nos atañen con dinamismo alegre y sin la presión de una resolución inmediata.
Es bueno compartirlos, airearlos y vivir con esperanza e ilusión, virtudes que no cuestan dinero.
Es cierto que los planes de futuro que, a menudo, elaboramos, para fomentar el interés y la buena armonía entre los ciudadanos, suelen fracasar, pero no nos impide seguir insistiendo.
El éxito y el fracaso son las dos caras de la misma moneda, pero no para llegar a la conclusión de que “nada se puede hacer”.
La fe en Jesús es el principal baluarte, en estos momentos de crisis económica y escasez de valores morales, para afrontar los problemas que nos atañen con dinamismo alegre y sin la presión de una resolución inmediata.
Es bueno compartirlos, airearlos y vivir con esperanza e ilusión, virtudes que no cuestan dinero.
El evangelio nos invita a luchar contra el derrotismo y a buscar motivaciones que llenen de luz interior las oscuridades del alma.
Para ello nos ofrece, en primer lugar.
La parábola del tesoro escondido en el campo: “El que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo” (Mateo 13, 44).
La parábola, la del comerciante en perlas finas que, “al encontrar una de gran valor, va a vender todo lo que tiene y la compra” (Mateo 13, 46), responde al mismo planteamiento
Ambas parábolas coinciden en la alegría que experimentan los protagonistas al entrar en posesión del tesoro encontrado.
La parábola de la red barredera, que recoge toda clase de peces, buenos y malos, tiene una explicación escatológica con la mención velada del Juicio Final.
Dios es bueno, nos da libertad y responsabilidad, pero no todo es de su beneplácito: lo bueno es bueno y lo malo es malo; sólo lo bueno tiene futuro en Él.
El mundo y la Iglesia necesitamos, más que nunca, abrir el corazón a la novedad de las ofertas positivas y dejarnos asombrar por el valor de lo sencillo y cotidiano.
Se nos platea, por consiguiente, vigorizar la propia vida con todo aquello que nos hace crecer como cristianos y ciudadanos de a pie.
Si somos personas de bien, encontraremos en Dios y su Reinado el tesoro y la perla escondidos, el supremo amor, que alegre y dé sentido a nuestra existencia.
Para ello nos ofrece, en primer lugar.
La parábola del tesoro escondido en el campo: “El que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo” (Mateo 13, 44).
La parábola, la del comerciante en perlas finas que, “al encontrar una de gran valor, va a vender todo lo que tiene y la compra” (Mateo 13, 46), responde al mismo planteamiento
Ambas parábolas coinciden en la alegría que experimentan los protagonistas al entrar en posesión del tesoro encontrado.
La parábola de la red barredera, que recoge toda clase de peces, buenos y malos, tiene una explicación escatológica con la mención velada del Juicio Final.
Dios es bueno, nos da libertad y responsabilidad, pero no todo es de su beneplácito: lo bueno es bueno y lo malo es malo; sólo lo bueno tiene futuro en Él.
El mundo y la Iglesia necesitamos, más que nunca, abrir el corazón a la novedad de las ofertas positivas y dejarnos asombrar por el valor de lo sencillo y cotidiano.
Se nos platea, por consiguiente, vigorizar la propia vida con todo aquello que nos hace crecer como cristianos y ciudadanos de a pie.
Si somos personas de bien, encontraremos en Dios y su Reinado el tesoro y la perla escondidos, el supremo amor, que alegre y dé sentido a nuestra existencia.
Beata María Vicenta de Santa Dorotea
María Vicenta de Santa Dorotea Chávez Orozco nació el 6 de febrero de 1867 en Cotija (Michoacán, México). Era la menor de los cuatro hijos de Luis Chávez y Benigna de Jesús Orozco. Recibió los sacramentos de la iniciación cristiana en la parroquia de su pueblo natal. Su familia se estableció en el barrio de Mexicaltzingo, que en esa época estaba poblado por gente necesitada y de clase media baja. Durante su infancia se destacó por su devoción al Niño Jesús; hacía altarcitos e invitaba a otros niños a rezar.
El p. Agustín Beas ejerció su ministerio en aquella parroquia con gran celo apostólico; se preocupaba de modo especial de los enfermos pobres, para los cuales fundó un sencillo hospital en la misma casa parroquial, con seis camas, dedicándolo a la Santísima Trinidad. Atendían a los enfermos las señoras de la Conferencia de San Vicente de Paúl.
El 20 de febrero de 1892 Vicenta tuvo que ingresar en el hospital a causa de una pleuresía, y allí recibió la inspiración de consagrar su vida a Dios en la persona de los pobres y enfermos. El 10 de julio del mismo año, recuperada su salud, regresó al hospital de la Santísima Trinidad para servir definitivamente a los enfermos y a los pobres, demostrando una extraordinaria caridad para con ellos.
Emitió votos privados el 25 de diciembre de 1895 con otras dos jóvenes. El 12 de mayo de 1905 fundó la congregación de Siervas de los Pobres, nombre que posteriormente cambió por el de Siervas de la Santísima Trinidad y de los Pobres. Profesó canónicamente el 3 de diciembre de 1911 y fue elegida superiora general de la congregación el 8 de septiembre de 1913, cargo que ejerció durante treinta años, siendo el alma y guía de su instituto. Por su indiscutible autoridad moral y su auténtica caridad fue un verdadero modelo de superiora y supo guiar a sus hijas a poner su vida en manos del Señor.
Era muy devota y fervorosa. Presentaba la obediencia como el camino más corto para llegar a la perfección y estaba convencida de que era el holocausto mayor que se podía ofrecer al Señor: obedecía con prontitud, sin replicar y sin hacer juicios. Vivió constante y plenamente su castidad consagrada, practicó heroicamente las virtudes teologales y morales, sobresaliendo por su humildad, sencillez y caridad. La frase paulina: «la caridad de Cristo nos urge », constituyó el ideal de su vida, haciendo presente al Señor Jesús en donde servía.
Sufrió mucho durante las dos persecuciones religiosas que se desencadenaron en México: en 1914 las tropas revolucionarias de Carranza ocuparon Guadalajara y se instalaron en la catedral, capturando a religiosos y sacerdotes; y en 1926 el hospital de San Vicente de Zapotlán fue transformado en cuartel general militar. Las religiosas siguieron atendiendo con dedicación a los heridos, sin amedrentarse ante el peligro. En cierta ocasión, en que las religiosas de su comunidad tuvieron que refugiarse en casas de personas amigas, que las protegían, la madre Vicenta se quedó sola con una postulante asistiendo a los heridos, soportando ultrajes y amenazas de muerte. El comandante, que llegó al puesto más tarde, reprendió a los soldados su indigna conducta, y exaltó implícitamente la grandeza de la intrépida religiosa. La mayoría de los enfermos atendidos en los hospitales de las Siervas de la Santísima Trinidad y de los Pobres recibían los sacramentos.
El Señor bendijo al instituto con abundantes vocaciones y durante los años en que lo gobernó la madre Vicenta, se fundaron 17 casas en toda la República Mexicana: hospitales, clínicas y asilos.
A los 75 años comenzó a padecer de la vista, con intensos dolores. Todo lo aceptó de manos del Señor, lo sufrió con admirable paciencia y le sirvió de purificación; su semblante era siempre amable, lleno de dulzura y paz, y nunca se le oyó una queja.
El 29 de julio de 1949 su salud empeoró. El capellán don Roberto López le administró la extremaunción. Al día siguiente, mons. José Garibi Rivera, primer cardenal de México, al ver su gravedad, la confesó y mientras celebraba la eucaristía, en el momento de la elevación, la madre Vicenta entregó su alma a Dios en el hospital de la Santísima Trinidad de Guadalajara (Jalisco, México).
El p. Agustín Beas ejerció su ministerio en aquella parroquia con gran celo apostólico; se preocupaba de modo especial de los enfermos pobres, para los cuales fundó un sencillo hospital en la misma casa parroquial, con seis camas, dedicándolo a la Santísima Trinidad. Atendían a los enfermos las señoras de la Conferencia de San Vicente de Paúl.
El 20 de febrero de 1892 Vicenta tuvo que ingresar en el hospital a causa de una pleuresía, y allí recibió la inspiración de consagrar su vida a Dios en la persona de los pobres y enfermos. El 10 de julio del mismo año, recuperada su salud, regresó al hospital de la Santísima Trinidad para servir definitivamente a los enfermos y a los pobres, demostrando una extraordinaria caridad para con ellos.
Emitió votos privados el 25 de diciembre de 1895 con otras dos jóvenes. El 12 de mayo de 1905 fundó la congregación de Siervas de los Pobres, nombre que posteriormente cambió por el de Siervas de la Santísima Trinidad y de los Pobres. Profesó canónicamente el 3 de diciembre de 1911 y fue elegida superiora general de la congregación el 8 de septiembre de 1913, cargo que ejerció durante treinta años, siendo el alma y guía de su instituto. Por su indiscutible autoridad moral y su auténtica caridad fue un verdadero modelo de superiora y supo guiar a sus hijas a poner su vida en manos del Señor.
Era muy devota y fervorosa. Presentaba la obediencia como el camino más corto para llegar a la perfección y estaba convencida de que era el holocausto mayor que se podía ofrecer al Señor: obedecía con prontitud, sin replicar y sin hacer juicios. Vivió constante y plenamente su castidad consagrada, practicó heroicamente las virtudes teologales y morales, sobresaliendo por su humildad, sencillez y caridad. La frase paulina: «la caridad de Cristo nos urge », constituyó el ideal de su vida, haciendo presente al Señor Jesús en donde servía.
Sufrió mucho durante las dos persecuciones religiosas que se desencadenaron en México: en 1914 las tropas revolucionarias de Carranza ocuparon Guadalajara y se instalaron en la catedral, capturando a religiosos y sacerdotes; y en 1926 el hospital de San Vicente de Zapotlán fue transformado en cuartel general militar. Las religiosas siguieron atendiendo con dedicación a los heridos, sin amedrentarse ante el peligro. En cierta ocasión, en que las religiosas de su comunidad tuvieron que refugiarse en casas de personas amigas, que las protegían, la madre Vicenta se quedó sola con una postulante asistiendo a los heridos, soportando ultrajes y amenazas de muerte. El comandante, que llegó al puesto más tarde, reprendió a los soldados su indigna conducta, y exaltó implícitamente la grandeza de la intrépida religiosa. La mayoría de los enfermos atendidos en los hospitales de las Siervas de la Santísima Trinidad y de los Pobres recibían los sacramentos.
El Señor bendijo al instituto con abundantes vocaciones y durante los años en que lo gobernó la madre Vicenta, se fundaron 17 casas en toda la República Mexicana: hospitales, clínicas y asilos.
A los 75 años comenzó a padecer de la vista, con intensos dolores. Todo lo aceptó de manos del Señor, lo sufrió con admirable paciencia y le sirvió de purificación; su semblante era siempre amable, lleno de dulzura y paz, y nunca se le oyó una queja.
El 29 de julio de 1949 su salud empeoró. El capellán don Roberto López le administró la extremaunción. Al día siguiente, mons. José Garibi Rivera, primer cardenal de México, al ver su gravedad, la confesó y mientras celebraba la eucaristía, en el momento de la elevación, la madre Vicenta entregó su alma a Dios en el hospital de la Santísima Trinidad de Guadalajara (Jalisco, México).
sábado, 29 de julio de 2017
Lecturas
En aquellos días, Moisés bajó y contó al pueblo todas las palabras del Señor y todos sus decretos; y el pueblo contestó con voz unánime:
«Cumpliremos todas las palabras que ha dicho el Señor».
Moisés escribió todas las palabras del Señor. Se levantó temprano y edificó un altar en la falda del monte, y doce estelas, por las doce tribus de Israel. Y mandó a algunos jóvenes de los hijos de Israel ofrecer al Señor holocaustos e inmolar novillos como sacrificios de comunión. Tomó Moisés la mitad de la sangre y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después tomó el documento de la alianza y se lo leyó en voz alta al pueblo, el cual respondió:
«Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos».
Entonces Moisés tomó la sangre y roció al pueblo, diciendo:
«Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros, de acuerdo con todas estas palabras».
En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente:
«El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras los hombres dormían, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo:
“Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?”
Él les dijo:
“Un enemigo lo ha hecho.” Los criados le preguntaron:
“¿Quieres que vayamos a arrancarla?’ Pero él les respondió:
“No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero”».
Palabra del Señor.
Beato Urbano II, Papa
En las iglesias y en las plazas y en los caminos se escuchaba la palabra profética: «La raíz de Jesé va a levantarse para juzgar a las gentes; ella será la esperanza de los pueblos, su sepulcro se cubrirá de gloria.» «¡Jerusalén, Jerusalén!», era el grito universal de la cristiandad; y en todos los corazones bullía una misma esperanza: el rescate de los Santos Lugares.
La palabra de un monje y de un ermitaño había sido bastante para conmover a todo el Occidente. El monje era Urbano, Pontífice de Roma; el ermitaño, Pedro, asceta, peregrino, penitente, tribuno. Urbano tenía la dignidad, el poder, la elocuencia sabia y serena. Pedro tenía dos brasas en los ojos, un volcán en el pecho y una elocuencia arrebatada y tumultuosa que hacía olvidar sus apariencias mezquinas y su mediana estatura. Dios los había juntado para una gran empresa. Habían recorrido media Europa esparciendo la semilla de una de las más grandes y más gloriosas revoluciones que han existido, y ahora se dirigían a Clermont para darle digno remate. Todo lo mejor del mundo cristiano iba tras ellos, empujado por la vibración de la fe.
Abrióse la gran asamblea. Era un cuadro de movimiento y de luz que pudiera tentar a cualquier pintor: el Papa, centenares de obispos, miles de caballeros y una muchedumbre innumerable que hormigueaba ante las torres de la ciudad, ebria de entusiasmo. Hubo un instante en que el ermitaño se postró a los pies del Pontífice, y llorando de piedad y de rabia, se puso a contar las desgarradoras escenas por él presenciadas en las rúas de la Ciudad Santa. Los sollozos ahogaron su voz; pero oyóse entonces la voz más potente de Urbano, que decía:
«Lo acabáis de oír. Todo nos invita a llorar; lloremos, lloremos hasta que nuestros corazones se derritan en lágrimas, porque somos muy desgraciados y hemos visto cumplidas las palabras del profeta: «Señor, las gentes han invadido tu herencia; han manchado tu templo, y han hecho de Jerusalén un montón de ruinas. Han arrojado a los pájaros del cielo los cadáveres ensangrentados de tus siervos, y sus cuerpos mutilados a las bestias salvajes. Han derramado su sangre como agua en las calles de Jerusalén, y no hay nadie para darles sepultura.» Caballeros cristianos, esas víctimas son hermanos nuestros, hijos de Dios, como vosotros, y coherederos de su reino. Es carne cristiana, unida por los Sacramentos a la carne de Cristo, la que sirve de juguete a monstruosas infamias; son cristianos los que, despojados de sus tierras, vienen a mendigar de nosotros el pan del destierro y la miseria. Y, sin embargo, vosotros lleváis el cinturón de caballeros. Pero ¿es que sois de veras caballeros de Cristo? Vosotros, opresores de los huérfanos, robadores de los bienes de las viudas; vosotros, homicidas, sacrílegos, violadores del derecho ajeno; vosotros, que dais la soldada a tantos bandidos que derraman la sangre en todos los campos de Europa y husmean la presa como los buitres el cadáver: cesad de ser soldados del crimen, para ser caballeros de Cristo.
«La Iglesia os llama a su defensa; ella os habla por mi voz. Gloria eterna a aquel que vaya a desafiar la muerte en la ciudad donde Cristo murió. Cristo es vuestro jefe; bajo su estandarte sois invencibles... ¿Os acordáis de un emperador que se llamaba Carlomagno? Germanos, fue vuestro por su origen. Francos, su nombre es para vosotros un título de gloria inmortal. Su brazo invencible fue el tenor de los sarracenos en todas las fronteras de Europa.... ¿Y os atreveréis a llamaros herederos de su gloria, vosotros, que, dormidos en el sueño de vuestra opulencia, dejáis que los infieles destruyan los últimos restos del pueblo cristiano? Arriba, fuertes varones; el pueblo cristiano seguirá el ejemplo de vuestro heroísmo. Vestid la armadura, congregad las legiones, marchad al combate de la justicia. El Dios omnipotente estará con vosotros, y sus ángeles guiarán vuestros pasos. Cristianos, a libertar el sepulcro de Cristo. La gloria os espera, la gloria eterna en los Cielos y un esplendor inmortal en la tierra.»
Un murmullo multiforme apagó las últimas palabras del Pontífice. Se oían gritos, hurras, sollozos, aclamaciones, choques de cotas y escudos.... Por encima de aquel inmenso clamoreo, volvió a oírse la voz de Urbano, que decía: «Soldados de Dios, desenvainad la espada y herid a los enemigos de Jerusalén. Dios lo quiere.»
Entonces nadie fue capaz de dominar el entusiasmo. «Dios lo quiere», repetían cien mil voces en un delirio magnífico de fe. Con el poder de la imaginación, creían aquellos hombres estar delante del enemigo. El mismo Papa lo veía cuando decía: «Sacad la espada y herid.» Y la misma escena se repitió mil veces durante dos años. Urbano iba por todas partes arengando a los pueblos y consagrando a los caballeros de la Cruz. Su grito era siempre el mismo: «Dios lo quiere»; y ése fue el grito de guerra de la gran cruzada.
Los cruzados atravesaron la Europa Central, fueron recibidos triunfalmente en Constantinopla, vencieron cien veces en Asia Menor, entraron en Nicea, en Iconio, en Antioquía, y el 15 de julio de 1099, después de una lucha heroica, Jerusalén les abría las puertas. Aquel mismo mes moría el Pontífice Urbano, y al entrar en el Cielo, al mismo tiempo que su triunfo eterno, conocía el triunfo de aquellos héroes que él había lanzado al combate.
Su misión estaba cumplida; su misión de caudillo de valientes. Heredero del hábito de las virtudes y de la política de Gregorio VII, y cluniacence como él, había sido martillo de los tiranos, alma de los Concilios, azote de los sacrilegos y terror de los cismáticos. Pero su mayor gloria fue la de enviado de Dios para promover aquella explosión de fe y de amor a Cristo que dió origen a la gigantesca epopeya de la primera cruzada. Aquel movimiento súbito, que se propagó como un incendio, es uno de los grandes prodigios de la Historia, y urbano no lo hubiera preparado y encauzado si la llama santa no abrasara su pecho.
Esta fue su empresa más brillante, pero no la única. Más profunda, más constante y no menos provechosa para la Iglesia fue su actividad reformadora. Elegido en 1088 para ocupar la cátedra de San Pedro, proclama desde el primer momento su fidelidad inviolable a las enseñanzas de Gregorio VII, su antecesor. «Creed—escribía a un obispo alemán—que apruebo cuanto él aprobaba; que rechazo cuanto rechazaba.» Durante tres años camina errante a través del mediodía de Italia, con la mirada fija en los principales protagonistas de la contienda. Sabe ceder sin deshonrarse; tiene flexibilidad y energía al mismo tiempo; con su conocimiento de los hombres divide y desmoraliza a los enemigos, y gracias a su política las ideas gregorianas ganan nuevos partidarios en el alto clero de Italia y Alemania. En 1093 se acerca por fin a Roma, y entra secretamente en la ciudad; pero como Letrán y el castillo están en manos de los imperiales, permanece oculto en la casa de un amigo. Sus leales tienen que ir a verle de noche. Logra entrar en negociaciones con el capitán que defiende la ciudadela y el palacio; pero no tiene recursos para responder a las ofertas del germano, y entonces fue cuando un abad de Francia puso a su disposición una suma importante, joyas, tapices, mulos y caballos, y gracias a esto, dice el generoso donante, «logramos entrar en Letrán y posesionarnos del palacio, donde yo fuí el primero en besar los pies del Papa».
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los cismáticos y los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los sismáticos y contra los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
A principios de 1099, habiendo entrado, para emprender el viaje definitivo, en la Ciudad Eterna, Urbano II coronaba su obra con un nuevo Concilio, en que se hallaban reunidos los más ilustres representantes de la cristiandad. Mientras los doscientos Padres discutían, los peregrinos se agitaban en torno a la tumba del Apóstol, levantando un ruido ensordecedor. Para promulgar los decretos, fue preciso que el Papa designase a un obispo de voz estentórea y talla de gigante, Reingerio de Luca, que se colocó en medio de la asamblea. Después de leer los cánones, Reingerio, cambiando de tono, prosiguió entre un entusiasmo general:
«¡Bueno! Estamos cargando de leyes a los pueblos, y no ponemos un dique a las violencias de los tiranos. No hay día que no lleguen a la Santa Sede noticias de sus maldades. Se pide ayuda, se busca consejo, y ¿con qué fruto? Lo sabemos todos y lo lamentamos. De la extremidad de la tierra ha venido un hombre que se sienta entre nosotros, dulce, modesto, silencioso; aunque en su mismo silencio hay una elocuencia singular. La grandeza de su dulzura y de su humildad es la medida de su grandeza delante de Dios. Despojado, humillado, maltratado, este hombre ha venido a pedir justicia a la cátedra apostólica. Y si queréis saber de quién hablo, ahí lo tenéis: es Anselmo, arzobispo de Inglaterra.» Y dichas estas palabras, el buen obispo De Luca, rugiendo de indignación, hirió tres veces el suelo con su báculo. El Pontífice Urbano, grave y sereno como siempre, le calmó con estas palabras: «Hermano Reingerio, esto basta; estudiaremos este asunto, y decidiremos lo más conveniente.» Tres meses después de esta escena, el 29 de julio; iba a celebrar el Cielo el triunfo de los cruzados, que dos semanas antes habían entrado en Jerusalén.
En doce años de pontificado había realizado una obra gigantesca. Aún no estaba terminada la lucha terrible entre la reforma gregoriana y el Imperio germánico, pero podía preverse ya el día en que el sucesor de Enrique IV renunciaría a la investidura espiritual por el báculo y el anillo. Los principios gregorianos han ido arraigando en las conciencias de los pueblos, han entrado en los palacios y tienen una solidez auguradora de la victoria. Tenía Urbano la fogosidad, el ardor bélico de Gregorio, pero tenía más moderación, más habilidad política. Aleccionado por la experiencia de la larga lucha, con una paciencia y una tenacidad que se fortalecían delante de los obstáculos, pero al mismo tiempo con suavidad y condescendencia, llevó adelante la aplicación de los decretos reformadores, sin abdicar ninguna de las imperiosas reivindicaciones de su predecesor. Puede considerársele como uno de los más sabios arquitectos de la sociedad cristiana en su apogeo. Trabaja con la conciencia de su misión. Comprende que los poderes laicos acepten la tutela de la Iglesia, en vez de ser ellos los que la impongan. Una transformación profunda se está operando en la Europa feudal; más que una reforma, la obra gregoriana es una revolución que regenera a la Iglesia, provoca en ella un renacimiento de la vida y el pensamiento, y le hace capaz de dirigir a la cristiandad sin ayuda del Imperio. Nace una jerarquía nueva de fuerzas, y el mundo sale del caos feudal. La labor inmensa asegurada por el genio de Hildebrando y continuada por la sabia tenacidad de Urbano II, asegura al papado el desarrollo de una influencia que las condiciones económicas y sociales de Europa no le habían permitido ejercer hasta entonces.
La palabra de un monje y de un ermitaño había sido bastante para conmover a todo el Occidente. El monje era Urbano, Pontífice de Roma; el ermitaño, Pedro, asceta, peregrino, penitente, tribuno. Urbano tenía la dignidad, el poder, la elocuencia sabia y serena. Pedro tenía dos brasas en los ojos, un volcán en el pecho y una elocuencia arrebatada y tumultuosa que hacía olvidar sus apariencias mezquinas y su mediana estatura. Dios los había juntado para una gran empresa. Habían recorrido media Europa esparciendo la semilla de una de las más grandes y más gloriosas revoluciones que han existido, y ahora se dirigían a Clermont para darle digno remate. Todo lo mejor del mundo cristiano iba tras ellos, empujado por la vibración de la fe.
Abrióse la gran asamblea. Era un cuadro de movimiento y de luz que pudiera tentar a cualquier pintor: el Papa, centenares de obispos, miles de caballeros y una muchedumbre innumerable que hormigueaba ante las torres de la ciudad, ebria de entusiasmo. Hubo un instante en que el ermitaño se postró a los pies del Pontífice, y llorando de piedad y de rabia, se puso a contar las desgarradoras escenas por él presenciadas en las rúas de la Ciudad Santa. Los sollozos ahogaron su voz; pero oyóse entonces la voz más potente de Urbano, que decía:
«Lo acabáis de oír. Todo nos invita a llorar; lloremos, lloremos hasta que nuestros corazones se derritan en lágrimas, porque somos muy desgraciados y hemos visto cumplidas las palabras del profeta: «Señor, las gentes han invadido tu herencia; han manchado tu templo, y han hecho de Jerusalén un montón de ruinas. Han arrojado a los pájaros del cielo los cadáveres ensangrentados de tus siervos, y sus cuerpos mutilados a las bestias salvajes. Han derramado su sangre como agua en las calles de Jerusalén, y no hay nadie para darles sepultura.» Caballeros cristianos, esas víctimas son hermanos nuestros, hijos de Dios, como vosotros, y coherederos de su reino. Es carne cristiana, unida por los Sacramentos a la carne de Cristo, la que sirve de juguete a monstruosas infamias; son cristianos los que, despojados de sus tierras, vienen a mendigar de nosotros el pan del destierro y la miseria. Y, sin embargo, vosotros lleváis el cinturón de caballeros. Pero ¿es que sois de veras caballeros de Cristo? Vosotros, opresores de los huérfanos, robadores de los bienes de las viudas; vosotros, homicidas, sacrílegos, violadores del derecho ajeno; vosotros, que dais la soldada a tantos bandidos que derraman la sangre en todos los campos de Europa y husmean la presa como los buitres el cadáver: cesad de ser soldados del crimen, para ser caballeros de Cristo.
«La Iglesia os llama a su defensa; ella os habla por mi voz. Gloria eterna a aquel que vaya a desafiar la muerte en la ciudad donde Cristo murió. Cristo es vuestro jefe; bajo su estandarte sois invencibles... ¿Os acordáis de un emperador que se llamaba Carlomagno? Germanos, fue vuestro por su origen. Francos, su nombre es para vosotros un título de gloria inmortal. Su brazo invencible fue el tenor de los sarracenos en todas las fronteras de Europa.... ¿Y os atreveréis a llamaros herederos de su gloria, vosotros, que, dormidos en el sueño de vuestra opulencia, dejáis que los infieles destruyan los últimos restos del pueblo cristiano? Arriba, fuertes varones; el pueblo cristiano seguirá el ejemplo de vuestro heroísmo. Vestid la armadura, congregad las legiones, marchad al combate de la justicia. El Dios omnipotente estará con vosotros, y sus ángeles guiarán vuestros pasos. Cristianos, a libertar el sepulcro de Cristo. La gloria os espera, la gloria eterna en los Cielos y un esplendor inmortal en la tierra.»
Un murmullo multiforme apagó las últimas palabras del Pontífice. Se oían gritos, hurras, sollozos, aclamaciones, choques de cotas y escudos.... Por encima de aquel inmenso clamoreo, volvió a oírse la voz de Urbano, que decía: «Soldados de Dios, desenvainad la espada y herid a los enemigos de Jerusalén. Dios lo quiere.»
Entonces nadie fue capaz de dominar el entusiasmo. «Dios lo quiere», repetían cien mil voces en un delirio magnífico de fe. Con el poder de la imaginación, creían aquellos hombres estar delante del enemigo. El mismo Papa lo veía cuando decía: «Sacad la espada y herid.» Y la misma escena se repitió mil veces durante dos años. Urbano iba por todas partes arengando a los pueblos y consagrando a los caballeros de la Cruz. Su grito era siempre el mismo: «Dios lo quiere»; y ése fue el grito de guerra de la gran cruzada.
Los cruzados atravesaron la Europa Central, fueron recibidos triunfalmente en Constantinopla, vencieron cien veces en Asia Menor, entraron en Nicea, en Iconio, en Antioquía, y el 15 de julio de 1099, después de una lucha heroica, Jerusalén les abría las puertas. Aquel mismo mes moría el Pontífice Urbano, y al entrar en el Cielo, al mismo tiempo que su triunfo eterno, conocía el triunfo de aquellos héroes que él había lanzado al combate.
Su misión estaba cumplida; su misión de caudillo de valientes. Heredero del hábito de las virtudes y de la política de Gregorio VII, y cluniacence como él, había sido martillo de los tiranos, alma de los Concilios, azote de los sacrilegos y terror de los cismáticos. Pero su mayor gloria fue la de enviado de Dios para promover aquella explosión de fe y de amor a Cristo que dió origen a la gigantesca epopeya de la primera cruzada. Aquel movimiento súbito, que se propagó como un incendio, es uno de los grandes prodigios de la Historia, y urbano no lo hubiera preparado y encauzado si la llama santa no abrasara su pecho.
Esta fue su empresa más brillante, pero no la única. Más profunda, más constante y no menos provechosa para la Iglesia fue su actividad reformadora. Elegido en 1088 para ocupar la cátedra de San Pedro, proclama desde el primer momento su fidelidad inviolable a las enseñanzas de Gregorio VII, su antecesor. «Creed—escribía a un obispo alemán—que apruebo cuanto él aprobaba; que rechazo cuanto rechazaba.» Durante tres años camina errante a través del mediodía de Italia, con la mirada fija en los principales protagonistas de la contienda. Sabe ceder sin deshonrarse; tiene flexibilidad y energía al mismo tiempo; con su conocimiento de los hombres divide y desmoraliza a los enemigos, y gracias a su política las ideas gregorianas ganan nuevos partidarios en el alto clero de Italia y Alemania. En 1093 se acerca por fin a Roma, y entra secretamente en la ciudad; pero como Letrán y el castillo están en manos de los imperiales, permanece oculto en la casa de un amigo. Sus leales tienen que ir a verle de noche. Logra entrar en negociaciones con el capitán que defiende la ciudadela y el palacio; pero no tiene recursos para responder a las ofertas del germano, y entonces fue cuando un abad de Francia puso a su disposición una suma importante, joyas, tapices, mulos y caballos, y gracias a esto, dice el generoso donante, «logramos entrar en Letrán y posesionarnos del palacio, donde yo fuí el primero en besar los pies del Papa».
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los cismáticos y los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los sismáticos y contra los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
A principios de 1099, habiendo entrado, para emprender el viaje definitivo, en la Ciudad Eterna, Urbano II coronaba su obra con un nuevo Concilio, en que se hallaban reunidos los más ilustres representantes de la cristiandad. Mientras los doscientos Padres discutían, los peregrinos se agitaban en torno a la tumba del Apóstol, levantando un ruido ensordecedor. Para promulgar los decretos, fue preciso que el Papa designase a un obispo de voz estentórea y talla de gigante, Reingerio de Luca, que se colocó en medio de la asamblea. Después de leer los cánones, Reingerio, cambiando de tono, prosiguió entre un entusiasmo general:
«¡Bueno! Estamos cargando de leyes a los pueblos, y no ponemos un dique a las violencias de los tiranos. No hay día que no lleguen a la Santa Sede noticias de sus maldades. Se pide ayuda, se busca consejo, y ¿con qué fruto? Lo sabemos todos y lo lamentamos. De la extremidad de la tierra ha venido un hombre que se sienta entre nosotros, dulce, modesto, silencioso; aunque en su mismo silencio hay una elocuencia singular. La grandeza de su dulzura y de su humildad es la medida de su grandeza delante de Dios. Despojado, humillado, maltratado, este hombre ha venido a pedir justicia a la cátedra apostólica. Y si queréis saber de quién hablo, ahí lo tenéis: es Anselmo, arzobispo de Inglaterra.» Y dichas estas palabras, el buen obispo De Luca, rugiendo de indignación, hirió tres veces el suelo con su báculo. El Pontífice Urbano, grave y sereno como siempre, le calmó con estas palabras: «Hermano Reingerio, esto basta; estudiaremos este asunto, y decidiremos lo más conveniente.» Tres meses después de esta escena, el 29 de julio; iba a celebrar el Cielo el triunfo de los cruzados, que dos semanas antes habían entrado en Jerusalén.
En doce años de pontificado había realizado una obra gigantesca. Aún no estaba terminada la lucha terrible entre la reforma gregoriana y el Imperio germánico, pero podía preverse ya el día en que el sucesor de Enrique IV renunciaría a la investidura espiritual por el báculo y el anillo. Los principios gregorianos han ido arraigando en las conciencias de los pueblos, han entrado en los palacios y tienen una solidez auguradora de la victoria. Tenía Urbano la fogosidad, el ardor bélico de Gregorio, pero tenía más moderación, más habilidad política. Aleccionado por la experiencia de la larga lucha, con una paciencia y una tenacidad que se fortalecían delante de los obstáculos, pero al mismo tiempo con suavidad y condescendencia, llevó adelante la aplicación de los decretos reformadores, sin abdicar ninguna de las imperiosas reivindicaciones de su predecesor. Puede considerársele como uno de los más sabios arquitectos de la sociedad cristiana en su apogeo. Trabaja con la conciencia de su misión. Comprende que los poderes laicos acepten la tutela de la Iglesia, en vez de ser ellos los que la impongan. Una transformación profunda se está operando en la Europa feudal; más que una reforma, la obra gregoriana es una revolución que regenera a la Iglesia, provoca en ella un renacimiento de la vida y el pensamiento, y le hace capaz de dirigir a la cristiandad sin ayuda del Imperio. Nace una jerarquía nueva de fuerzas, y el mundo sale del caos feudal. La labor inmensa asegurada por el genio de Hildebrando y continuada por la sabia tenacidad de Urbano II, asegura al papado el desarrollo de una influencia que las condiciones económicas y sociales de Europa no le habían permitido ejercer hasta entonces.
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