Es tiempo de tomar decisiones drásticas: o por Yahvé o por los dioses extranjeros.
No caben medias tintas, ni echar la culpa a los pecados del pueblo. Hay que arrimar el hombro y responsabilizarse cada uno de sus actos.
La fe, aunque la hayamos recibido de la propia familia o de la comunidad, exige una respuesta personal a la llamada de Dios.
Si esto ocurre, contamos con la promesa de Dios a los justos, descrita por Malaquías con la imagen luminosa y llena de esperanza de “un sol de justicia, que lleva la salud en las alas” (Malaquías 3,29).
La respuesta individual a la fe se ve coaccionada en los primeros cristianos de Tesalónica por rumores de supuesta revelaciones sobre la inminencia del fin del mundo.
San Pablo recomienda a los que han vendido sus bienes y “viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada… a que trabajen para ganarse el pan” (II Tesalonicenses 3,11-13).
El peligro de caer en la ociosidad y darse a especulaciones de ultratumba, casi siempre con ánimo de lucro, es real en todas las épocas de la historia.
También lo hay en el activismo alocado, vacío de contenidos, que no lleva a objetivos claros.
El equilibrio está en vivir con alegría el trabajo diario.
Algo difícil en la actualidad para muchas familias, que sufren el azote del paro y el impacto sicológico que conlleva.
Las crisis abocan a personas y países a situaciones trágicas y dolorosas, donde se puede perder el horizonte.
El evangelio se hace eco de un hecho que, años antes, marcó con tintes apocalípticos a todo Israel: la destrucción de Jerusalén y del Templo, así como el fin de la nación judía, a la que pertenecían muchos cristianos de la primera generación.
El año 70 de nuestra Era las tropas romanas de los emperadores Vespasiano y Tito irrumpieron en la Ciudad Santa después de un largo asedio de 11 años para acabar con la feroz resistencia de sus defensores.
Flavio Josefo, historiador de la época, relata que murieron más de un millón de judíos y los cien mil supervivientes fueron deportados a Roma y trabajaron como esclavos en las grandes obras de Imperio, entre ellas el Coliseo romano.
El emperador Tito mandó construir, con motivo de tal efemérides, el arco de triunfo que lleva su nombre.
Jerusalén fue arrasada al igual que el templo, una de las maravillas del mundo y orgullo del pueblo judío, cuyos tesoros engrosaron las arcas del Imperio.
Semejante catástrofe desmoronó la espiritualidad del Pueblo de la Alianza, resquebrajó su moral y les hizo andar errantes por el mundo.
A pesar de todo, nunca perdieron la identidad, lograron rehabilitar su esperanza y accedieron finalmente a formar parte del Estado creado para ellos por las Grandes Potencias Mundiales en 1948.
Los primeros cristianos experimentan un doble dolor en sus vidas, provocado por la persecución del Imperio Romano y por la incomprensión de sus hermanos judíos.
Cobran así sentido las palabras de Jesús: “No tengáis miedo” (Lucas 21,9).
En efecto, “a causa del nombre de Jesús”, son perseguidos, excluidos de las sinagogas, despojados del entorno social, llevados a los tribunales, asesinados y ajusticiados.
Lejos de hundirse, adquieren, dando testimonio de Jesús, la plena certeza de que, a pesar de todo, recuperarán la vida, y “no se perderá ni un solo cabello de su cabeza” (Lucas 21,19).
Esto hace que, en medio de la persecución, muchos paganos valoren la razón por la que mueren y se abra paso la luz de la fe en el Imperio.
En el ambiente que les toca vivir, no pueden depositar su confianza en manos de los hombres, sino en Jesucristo, su apoyo y su esperanza.
El ejemplo de los testigos de la fe martirizados en la persecución religiosa en España de 1936 es una muestra más de la valentía con la que afrontaron la muerte antes que claudicar de sus ideales cristianos.
Sabemos que tenemos que navegar contra corriente.
No debemos temer la persecución ni “preparar la defensa”, porque el Espíritu de Jesús es nuestro baluarte contra el adversario.
Las ideologías del mundo pasan, como han pasado los grandes imperios, pero la Palabra de Dios permanece viva y eficaz. “El que persevere hasta el fin se salvará” (Lucas 21,19)
Esta afirmación de Jesús es garantía de que, en medio de las vicisitudes del mundo, Dios no nos abandona nunca.
Si esta convicción se adueña de cada uno de nosotros, es más creíble nuestro testimonio.
Es cierto que estamos sometidos a muchos vaivenes, y nos cercan agresiones de todo tipo.
El papa Francisco ha declarado recientemente que hay una guerra mundial contra la familiar, la estructura fundamental de amor básico, a quien se pretende destruir para caer en el caos afectivo y social.
Nuestra sociedad está gravemente enferma y necesita una vacuna contra el laicismo imperante.
Una fe viva y operante, sustentada por la gracia de Dios, nos impulsa a no bajar la guardia y a prepararnos para cuando Él venga.
Hay muchas distracciones en la vida, que nos hacen olvidar las cosas importantes.
Creen que nos ofrecen respuestas a la vida, y lo único que hacen es crearnos más interrogantes interiores.
"Vendrán muchos haciéndose pasar por mí..."
Hay líderes humanos que ofrecen nuevos caminos y proyectos pero sólo Jesús nos ofrece un proyecto duradero y eterno.
Tenemos que estar alerta para saber cuál es la hondura y la trascendencia de los mensajes que nos ofrecen.
"Cuando oigan alarmas de guerra y revoluciones, no se asusten..."
Cualquiera puede decir que este tiempo final es hoy... La verdad es que, por desgracia, la humanidad siempre ha estado en ese estado de violencia.
Algunos creen ver en todos estos signos el final del tiempo presente... Jesús nos dice que no nos asustemos...
"Habrá grandes terremotos, hambres y enfermedades..."
La descripción que nos hace el Señor es para echarnos a temblar y desear, ¡cómo no!, la paz eterna.
"Les arrestarán y les perseguirán..."
Incluso ya no es catastrófico lo que sucede a nuestros alrededor, es que también nuestra vida física corre peligro...
"Así tendrán oportunidad de dar testimonio de mí."
Entre las ruinas de la vida y del mundo humano, también desde la amenaza constante de la propia vida, podemos dar testimonio de nuestro Salvador.
"Serán traicionados incluso por sus padres, hermanos, parientes y amigos. Matarán a algunos de, y todo el mundo les odiará por mí causa; pero no se perderá ningún cabello de su cabeza."
No es el mundo en el que vivo quien puede hacer tambalear mi fe.
También las personas, e incluso las personas más cercanas que me rodean, pueden ser para mí motivo y excusa para el alejamiento de Dios.
"Permanezcan firmes, y salvarán su vida."
Todas las cosas y las circunstancias de la vida no pueden alejarnos de la presencia de Dios.
Las personas se preguntan sobre por qué Dios permite las guerras y las violencias, los terremotos y las calamidades naturales, el hambre y las enfermedades.
Esto les lleva muchas veces a alejarse de Dios.
Es como una lucha interna entre la razón y la justicia con misericordia. Si el Creador es tan bueno como dicen no puede permitir estas cosas...
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