domingo, 20 de noviembre de 2016

Homilía


La Iglesia nos pone hoy de relieve la figura del Crucificado, del que hacen burla las autoridades, los soldados romanos, el pueblo y, en un principio, los dos ladrones condenados probablemente por atentar contra el Imperio Romano.

Con esta fiesta acaba el Año Litúrgico fijándonos en aquel que ha sido el centro de nuestras celebraciones dominicales: Jesús de Nazaret.

Este domingo quiere ser como una recapitulación del mensaje cristiano, pues se nos vuelve a repetir la exhortación del Viernes Santo: “Mirad el árbol de la cruz, en que estuvo clavada la salvación del mundo”.

Los textos de la liturgia se desarrollan en dos vertientes: por un lado, el aparente fracaso de Jesús insultado y vejado por los verdugos, que refleja San Lucas, y por otro, el Cristo triunfal de la Carta a los Colosenses.

Jesús comienza su vida pública con el anuncio del Reinado de Dios que empieza a “nacer” en todos aquellos que aceptan la Palabra, la meditan en su corazón y la plasman en frutos de buenas obras.

El centro del reinado de Dios, que comienza con el estallido de una fiesta en Caná de Galilea cuando Jesús convierte el agua en vino, marca el proceso continuo que se consumará en Jerusalén.

Por el camino se hace palpable la sensibilidad de Jesús por todos los que han sido excluidos o marginados por la sociedad de su tiempo. Serán ellos los primeros súbditos de ese Reino: cojos, ciegos, leprosos, sordos, viudas y niños.

Todo un ejército sin armas y con una única bandera: el AMOR.

Para acceder a esta “ciudadanía” sólo se necesita como bagaje aceptar la primacía de Dios y considerar a todos como hermanos en igualdad de condiciones. Y si algo debe prevalecer es el servicio humilde y desinteresado.

Es normal que los poderes fácticos del mundo quisieran deshacerse de Jesús, dado que asentaban su bonanza económica sobre la explotación de los pobres y la esclavitud física.

Seguro que se sintieron molestos con estas palabras:

“Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen. No será así entre vosotros” (Mateo 20, 25-26).

Jesús se negó siempre a ser proclamado Rey. Lo intentó la multitud después de la multiplicación de los panes y los peces.

Quizás los Apóstoles aspiraban a ocupar puestos importantes en el Reino Mesiánico de Cristo, como lo dan a entender los Hechos de los Apóstoles.

Pero la llegada del Espíritu desechó definitivamente cualquiera de sus aspiraciones temporales.

Comprendieron entonces la misión a la que habían sido llamados, que nos era otra que la misma misión de Jesús.

El cristiano debe tener como punto de referencia servir y no aprovecharse de coyunturas favorables que hieren los intereses del prójimo.

Hay dos momentos en los que Jesús acepta ser proclamado rey: el primero, en su entrada triunfal en Jerusalén sobre un borrico (montura de los pobres) y con el séquito de un gentío enfervorizado, y el segundo en su comparecencia ante Pilatos en el pretorio.

En ambos lugares deja claro que su reinado no es de este mundo.

La única manera que tenían los escribas, fariseos y principales del pueblo de deshacerse de Jesús era amotinando a la plebe o acusándole de proclamarse rey, lo cual implicaba condena por sedición.

Lo lograron por pasividad del procurador romano que, como tantas veces ocurre en los juicios humanos, se lavó las manos para condenar al justo.

Pero la sabiduría de Dios resplandece a través de los medios más insospechados.

La cruz que era la maldición de los sacrificados como proscritos, esclavos y enemigos del pueblo, se convierte en árbol de vida y de libertad.

¿Qué habría ocurrido si Jesús hubiera bajado de la cruz a reafirmar su poder, como le pedían con sorna los enemigos presentes en el Calvario?


Dostoievski se plantea esta posibilidad en su famosa novela “Los hermanos Karamazoz” y dice:

“No bajaste de la cruz, porque no quisiste hacer esclavos a los hombres por medio de un milagro. 
Tenías sed de amor voluntario, no de encanto servil ante el poder”.


La muerte de Jesús en la cruz da sentido al sufrimiento humano y, al mismo tiempo abre un portal infinito a la esperanza, pues:

“si con El sufrimos, reinaremos con El”

“en un Reino eterno y universal: el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y de la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” (Prefacio de la Eucaristía de hoy).

La inscripción colocada en lo alto del patíbulo: “Jesús nazareno, rey de los judíos” destaca la humildad del Reino, cuyo trono es la cruz y cuya corona está labrada con espinas.

El buen ladrón supo ver desde los ojos del corazón y de la fe la dimensión de ese reino, y se acoge a la misericordia de Jesús agonizante.  “Acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lucas 23, 42).

También lo han sabido ver los millares de mártires de la Guerra Civil que derramaron su sangre por Jesús y le confesaron delante de sus verdugos con un “¡Viva Cristo Rey”.

La primera lectura del 2 libro de Samuel nos recuerda cómo el rey David (s.XI antes de Jesucristo) logró aglutinar en Hebrón, capital del reino, a todas las tribus de Israel, primero en Hebrón y años más tarde en Jerusalén.

Las tribus (salmo 121) acuden con alegría a la Jerusalén terrena para homenajear a su rey y adorar a Dios.

Esto es un anticipo de la nueva Jerusalén, la Jerusalén Celestial donde todos, no sólo las tribus, tienen cabida y donde quedan disipadas para siempre las tinieblas del pecado.

El “Hijo querido”, “imagen del Dios invisible”, “primogénito de toda criatura”, “cabeza del cuerpo de la Iglesia” y “primero en todo”, en terminologías de San Pablo, se ha establecido como rey universal por la sangre de su cruz (Colosenses.1, 12-20) y convertido en árbitro de las naciones (Mateo 25,31 ss).

Cuando venga en su gloria lleno de majestad seremos juzgados por el amor que hayamos irradiado antes de entrar en su reino glorioso.


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