lunes, 31 de marzo de 2025
Lecturas del 31/03/2025
Esto dice el Señor:
«Mirad: voy a crear un nuevo cielo y una nueva tierra: de las cosas pasadas ni habrá recuerdo ni vendrá pensamiento.
Regocijaos, alegraos por siempre por lo que voy a crear: yo creo a Jerusalén “alegría”, y a su pueblo, “júbilo”.
Me alegraré por Jerusalén y me regocijaré con mi pueblo, ya no se oirá en ella ni llanto ni gemido; ya no habrá allí niño que dure pocos días, ni adulto que no colme sus años, pues será joven quien muera a los cien años, y quien no los alcance se tendrá por maldito.
Construirán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán los frutos».
En aquel tiempo, salió Jesús de Samaria para Galilea. Jesús mismo había hecho esta afirmación: «Un profeta no es estimado en su propia patria».
Cuando llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta.
Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino.
Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaúm. Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verlo, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose.
Jesús le dijo: «Si no veis signos y prodigios, no creéis».
El funcionario insiste: «Señor, baja antes de que se muera mi niño».
Jesús le contesta: «Anda, tu hijo vive».
El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo vivía. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron: «Ayer a la hora séptima lo dejó la fiebre»
El padre cayó en la cuenta de que esa era la hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive». Y creyó él con toda su familia.
Este segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea.
Palabra del Señor.
31 de Marzo 2025 – San Benjamín
Los cristianos persas vivían tranquilos desde hacía cincuenta años hasta que a Abdas, obispo de Tesifón, se le ocurrió quemar un templo pagano. El incendio enfureció al rey Yezdigerd, quien por desgracia tardó tres años en comprender que ese prelado había perdido la cabeza y que en su actuación lo había nada de lo que Cristo enseñó a los Apóstoles.
Al principio de la persecución fue detenido el diácono Benjamín. Era hombre de un celo y una elocuencia extraordinarios, y que, de hecho, había logrado numerosas conversiones entre los sacerdotes de Zaratustra. Estuvo los años enmoheciéndose en un calabozo hasta que un embajador bizantino obtuvo su liberación asegurando al rey que el prisionero no tuvo nada que ver con el incendio del templo y que no habría nunca una sola queja contra «¿Y dejará en paz a los magos?», le preguntó Yezdigerd. «No convertirá ni uno», le contestó el embajador.
Sin embargo, desde el momento en que recuperó la libertad, Benjamín recomenzó su labor apostólica entre los magos, declarando públicamente que jamás dejaría de iluminar con la luz de la Verdad a los que la buscasen. (Si hiciese otra cosa ?proclamaba? incurriría en el castigo que el Señor reserva a aquellos que desperdician sus talentos». Esta vez el embajador no pudo hacer nada. Benjamín fue arrestado de nuevo y el emperador lo mandó empalar.
Al principio de la persecución fue detenido el diácono Benjamín. Era hombre de un celo y una elocuencia extraordinarios, y que, de hecho, había logrado numerosas conversiones entre los sacerdotes de Zaratustra. Estuvo los años enmoheciéndose en un calabozo hasta que un embajador bizantino obtuvo su liberación asegurando al rey que el prisionero no tuvo nada que ver con el incendio del templo y que no habría nunca una sola queja contra «¿Y dejará en paz a los magos?», le preguntó Yezdigerd. «No convertirá ni uno», le contestó el embajador.
Sin embargo, desde el momento en que recuperó la libertad, Benjamín recomenzó su labor apostólica entre los magos, declarando públicamente que jamás dejaría de iluminar con la luz de la Verdad a los que la buscasen. (Si hiciese otra cosa ?proclamaba? incurriría en el castigo que el Señor reserva a aquellos que desperdician sus talentos». Esta vez el embajador no pudo hacer nada. Benjamín fue arrestado de nuevo y el emperador lo mandó empalar.
domingo, 30 de marzo de 2025
30 de Marzo 2025 – CUARTO DOMINGO DE CUARESMA – Domingo «LAETARE» Palabras de aliento en el camino.
Toda alma religiosa siente la necesidad de tratar filialmente con Dios, de hablar con Él en la intimidad, de unirse a Él. Este anhelo, el paganismo le tuvo sepultado en el fondo de la conciencia humana. Para Aristóteles, el Primum movens existía retraído en una lejanía inaccesible; tan difícil hubiera sido comunicar con él como con los habitantes de Marte. Es el Cristianismo el que ha hecho vibrar esta nota en las almas, el que nos ha acostumbrado a considerar la vida como un esfuerzo, como una peregrinación hacia Dios; el que nos ha señalado los estudios diversos de ese viaje, las piedras miliarias que nos librarán de perdernos en ese camino hacia la unión maravillosa que naturalmente apetecemos y que apenas podemos concebir, hacia una vida más alta, a la cual se podría aplicar, en un sentido infinitamente más sublime, la definición que Platón daba del amor: «Círculo del bueno al bueno, devuelto perpetuamente.»
Esa peregrinación de la criatura que vuelve al Criador se encuentra simbolizada, o, mejor, resumida en la liturgia cuaresmal. Los escritores ascéticos nos hablan de tres vías, que ellos llaman «purgativa», «iluminativa» y «unitiva»; aunque más que tres vías, esas palabras designan tres operaciones que pueden ser simultáneas o sucesivas. Ellas condensan también el pensamiento fundamental de la Cuaresma, el que palpita bajo el tejido policromo de sus oraciones, sus lecturas, sus cantos y sus ritos. Hacia la unión, por la purificación y la iluminación; he aquí el santo y seña que la Iglesia da en estos santos días a todos los cristianos. La purificación reza especialmente con los penitentes, con los que en el llanto y la penitencia aguardan la Pascua para ser reintegrados en la comunión de los fieles; la iluminación se dirige a los catecúmenos, a los que en la espera de la noche del Sábado Santo reciben con ansiedad la revelación progresiva de los misterios evangélicos. La tarea de los primeros consiste en frotar su alma, como se frota una moneda, para descubrir en ella la imagen oscurecida por el pecado; la de los segundos, en preparar el metal para que pueda recibir la imagen. A los unos, la liturgia los alienta, los ayuda, los grita: «Lavaos, estad limpios, arrancad el mal de vuestros corazones»; a los otros los catequiza, les descubre la doctrina y la vida de Cristo y les dice: «Acercaos a Él para ser iluminados.» Pero la verdad y la pureza son inseparables; el que trabaja en la purificación va advirtiendo que se acerca a la luz, y el que busca generosamente la luz se siente poco a poco purificado. El penitente se ilumina y el catecúmeno se purifica, y en la iluminación y la purificación palpita una tercera fuerza, que los sostiene y los anima: el amor. La inteligencia va penetrada de unción; o, como bellamente dice San Bernardo, a los rayos de luz, que llegan al espíritu, acompañan los rayos de calor, que se enderezan al corazón. Las tres vías se enlazan, se ayudan, se funden de una manera misteriosa y llevan a la consecución de una misma victoria, a la explosión de una inmensa alegría.
En la peregrinación cuaresmal esa explosión se llama el domingo «Laetare», a causa de la primera palabra con que empieza el Introito de la Misa, invitación entusiasta a una alegría perfecta: «Alégrate, Jerusalén, y regocijaos con ella todos los que la amáis; gozaos los que estuvisteis tristes; llenaos de júbilo y recibid los consuelos que manan de sus pechos.» A este grito, el ambiente litúrgico se transforma: en medio de las tristezas del ayuno, vuelven a resonar los acordes del órgano, el altar se viste de flores y los sacerdotes cambian el color violeta, símbolo del dolor y la penitencia, por el rosado, en el cual brilla un albor de esperanza y de alegría. En Roma, el Pontífice bendice la Rosa de Oro, que nos recuerda aquellas palabras de San Ambrosio: «Coges la flor nueva, que da el buen olor de la Resurrección; coges el lirio, esplendor de la eternidad; coges la rosa de la sangre del Señor.» Esa rosa mística es una figura del paraíso que buscamos; es como aquellos gigantescos racimos que entre la aridez del desierto hablaban al pueblo escogido de la tierra que manaba leche y miel. En la España antigua se practicaba un rito no menos significativo. Desde el amanecer, un pregonero recorría las ciudades recordando a los que tenían niños sin bautizar que los presentasen en la iglesia. En la iglesia, después del Evangelio, tres diáconos se adelantaban hacia el pueblo. El primero decía: «Si alguno quiere ser iniciado en el sacramento de la fe, dé su nombre.» Después de una pausa, clamaba el segundo: «Si alguno desea la vida eterna, dé su nombre.» Seguía luego la invitación del tercero, en términos más claros: «Si alguno quiere ser bautizado el día de Pascua, dé su nombre.» Los niños pasaban delante del obispo, llevados por sus madres; el arcediano escribía sus nombres en las tablas de cera; tres subdiáconos pronunciaban el exorcismo, soplando sobre las cabezas de los pequeños catecúmenos, y un presbítero sellaba su frente con el signo de la cruz.
Todo este aparato de ceremonias y de símbolos significa una misma cosa: que la salud se acerca, que en la lejanía brilla el alba de la Resurrección, que vamos sintiendo la renovación santa, por la cual nos haremos dignos de cantar el cántico nuevo, según los bellos versos del himno cuaresmal:
«En nos, novi per veniam, novum cantamus canticum.»
Todo en los textos de la Misa tiene ese profundo sentido de jubilosa esperanza. Si en los oficios nocturnos se nos presenta la figura majestuosa de Moisés, tipo del verdadero libertador, Jesucristo, en la Epístola oímos aquellas altivas palabras del Apóstol, que en las asambleas de los primeros cristianos debían caer como un rayo revelador: «Nosotros no somos hijos de la esclava, sino de la libre; con una libertad que nos viene de Cristo.» El Evangelio ya no nos habla de luchas y de tentaciones, sino de símbolos misteriosos de amor. Aún nos encontramos en el desierto: al noroeste del lago de Genesaret, más allá de Betsaida, se extendía una vasta soledad, limitada, hoy como antaño, por colinas agrestes y desnudas. La nave de Jesús surcaba el lago en aquella dirección, pero un viento contrario la impedía avanzar con rapidez. La muchedumbre le seguía por la orilla, y al llegar a la desembocadura del Jordán se encontró rodeado de un inmenso gentío que le aclamaba y se dirigía hacia Él. «Semejante a un rebaño sin pastor». Y tuvo compasión de ellos. Les predicó el reino de Dios, curó sus enfermos; y, haciéndoles sentar por grupos de cincuenta y de ciento, que por los colores chillones de sus vestidos semejaban, según la expresión de San Marcos, cestos de flores sobre un verde tapiz, les dio de comer, multiplicando los cinco panes y dos peces que por casualidad llevaba un muchacho.
Este relato hacia que el júbilo se derramase en gritos de alabanza. «Bendecid al Señor, porque es benigno», clamaba el coro después de oírle; «todo cuanto quiso, lo hizo el Señor en el Cielo y en la tierra». En los panes y los peces el penitente veía un nuevo anuncio de su restauración espiritual; el catecúmeno, una prefiguración del arcano eucarístico, que poco a poco se iba descorriendo a sus miradas. Uno y otro recogían con avidez las lecciones encerradas en ese lenguaje simbólico de la liturgia, para disponerse a vivir en toda su plenitud el misterio pascual. Como abejas solícitas, se esforzaban por sacar la miel del amor entre las flores de ese jardín de ritos, gestos y oraciones, y así conseguían el triple objetivo de la Cuaresma: se purificaban, se iluminaban, se inflamaban. Vivían el misterio de Pascua. Es fácil estrenar un hábito nuevo el Domingo de Resurrección: es fácil confesar y comulgar; pero eso no basta. Hay que asimilarse el fruto de la Resurrección, convertirle en una realidad íntima, sentir la explosión de esa savia vital que viene de Cristo; y esto lo conseguiremos empapándonos antes en el espíritu de esta maravillosa liturgia cuadragesimal.
Esa peregrinación de la criatura que vuelve al Criador se encuentra simbolizada, o, mejor, resumida en la liturgia cuaresmal. Los escritores ascéticos nos hablan de tres vías, que ellos llaman «purgativa», «iluminativa» y «unitiva»; aunque más que tres vías, esas palabras designan tres operaciones que pueden ser simultáneas o sucesivas. Ellas condensan también el pensamiento fundamental de la Cuaresma, el que palpita bajo el tejido policromo de sus oraciones, sus lecturas, sus cantos y sus ritos. Hacia la unión, por la purificación y la iluminación; he aquí el santo y seña que la Iglesia da en estos santos días a todos los cristianos. La purificación reza especialmente con los penitentes, con los que en el llanto y la penitencia aguardan la Pascua para ser reintegrados en la comunión de los fieles; la iluminación se dirige a los catecúmenos, a los que en la espera de la noche del Sábado Santo reciben con ansiedad la revelación progresiva de los misterios evangélicos. La tarea de los primeros consiste en frotar su alma, como se frota una moneda, para descubrir en ella la imagen oscurecida por el pecado; la de los segundos, en preparar el metal para que pueda recibir la imagen. A los unos, la liturgia los alienta, los ayuda, los grita: «Lavaos, estad limpios, arrancad el mal de vuestros corazones»; a los otros los catequiza, les descubre la doctrina y la vida de Cristo y les dice: «Acercaos a Él para ser iluminados.» Pero la verdad y la pureza son inseparables; el que trabaja en la purificación va advirtiendo que se acerca a la luz, y el que busca generosamente la luz se siente poco a poco purificado. El penitente se ilumina y el catecúmeno se purifica, y en la iluminación y la purificación palpita una tercera fuerza, que los sostiene y los anima: el amor. La inteligencia va penetrada de unción; o, como bellamente dice San Bernardo, a los rayos de luz, que llegan al espíritu, acompañan los rayos de calor, que se enderezan al corazón. Las tres vías se enlazan, se ayudan, se funden de una manera misteriosa y llevan a la consecución de una misma victoria, a la explosión de una inmensa alegría.
En la peregrinación cuaresmal esa explosión se llama el domingo «Laetare», a causa de la primera palabra con que empieza el Introito de la Misa, invitación entusiasta a una alegría perfecta: «Alégrate, Jerusalén, y regocijaos con ella todos los que la amáis; gozaos los que estuvisteis tristes; llenaos de júbilo y recibid los consuelos que manan de sus pechos.» A este grito, el ambiente litúrgico se transforma: en medio de las tristezas del ayuno, vuelven a resonar los acordes del órgano, el altar se viste de flores y los sacerdotes cambian el color violeta, símbolo del dolor y la penitencia, por el rosado, en el cual brilla un albor de esperanza y de alegría. En Roma, el Pontífice bendice la Rosa de Oro, que nos recuerda aquellas palabras de San Ambrosio: «Coges la flor nueva, que da el buen olor de la Resurrección; coges el lirio, esplendor de la eternidad; coges la rosa de la sangre del Señor.» Esa rosa mística es una figura del paraíso que buscamos; es como aquellos gigantescos racimos que entre la aridez del desierto hablaban al pueblo escogido de la tierra que manaba leche y miel. En la España antigua se practicaba un rito no menos significativo. Desde el amanecer, un pregonero recorría las ciudades recordando a los que tenían niños sin bautizar que los presentasen en la iglesia. En la iglesia, después del Evangelio, tres diáconos se adelantaban hacia el pueblo. El primero decía: «Si alguno quiere ser iniciado en el sacramento de la fe, dé su nombre.» Después de una pausa, clamaba el segundo: «Si alguno desea la vida eterna, dé su nombre.» Seguía luego la invitación del tercero, en términos más claros: «Si alguno quiere ser bautizado el día de Pascua, dé su nombre.» Los niños pasaban delante del obispo, llevados por sus madres; el arcediano escribía sus nombres en las tablas de cera; tres subdiáconos pronunciaban el exorcismo, soplando sobre las cabezas de los pequeños catecúmenos, y un presbítero sellaba su frente con el signo de la cruz.
Todo este aparato de ceremonias y de símbolos significa una misma cosa: que la salud se acerca, que en la lejanía brilla el alba de la Resurrección, que vamos sintiendo la renovación santa, por la cual nos haremos dignos de cantar el cántico nuevo, según los bellos versos del himno cuaresmal:
«En nos, novi per veniam, novum cantamus canticum.»
Todo en los textos de la Misa tiene ese profundo sentido de jubilosa esperanza. Si en los oficios nocturnos se nos presenta la figura majestuosa de Moisés, tipo del verdadero libertador, Jesucristo, en la Epístola oímos aquellas altivas palabras del Apóstol, que en las asambleas de los primeros cristianos debían caer como un rayo revelador: «Nosotros no somos hijos de la esclava, sino de la libre; con una libertad que nos viene de Cristo.» El Evangelio ya no nos habla de luchas y de tentaciones, sino de símbolos misteriosos de amor. Aún nos encontramos en el desierto: al noroeste del lago de Genesaret, más allá de Betsaida, se extendía una vasta soledad, limitada, hoy como antaño, por colinas agrestes y desnudas. La nave de Jesús surcaba el lago en aquella dirección, pero un viento contrario la impedía avanzar con rapidez. La muchedumbre le seguía por la orilla, y al llegar a la desembocadura del Jordán se encontró rodeado de un inmenso gentío que le aclamaba y se dirigía hacia Él. «Semejante a un rebaño sin pastor». Y tuvo compasión de ellos. Les predicó el reino de Dios, curó sus enfermos; y, haciéndoles sentar por grupos de cincuenta y de ciento, que por los colores chillones de sus vestidos semejaban, según la expresión de San Marcos, cestos de flores sobre un verde tapiz, les dio de comer, multiplicando los cinco panes y dos peces que por casualidad llevaba un muchacho.
Este relato hacia que el júbilo se derramase en gritos de alabanza. «Bendecid al Señor, porque es benigno», clamaba el coro después de oírle; «todo cuanto quiso, lo hizo el Señor en el Cielo y en la tierra». En los panes y los peces el penitente veía un nuevo anuncio de su restauración espiritual; el catecúmeno, una prefiguración del arcano eucarístico, que poco a poco se iba descorriendo a sus miradas. Uno y otro recogían con avidez las lecciones encerradas en ese lenguaje simbólico de la liturgia, para disponerse a vivir en toda su plenitud el misterio pascual. Como abejas solícitas, se esforzaban por sacar la miel del amor entre las flores de ese jardín de ritos, gestos y oraciones, y así conseguían el triple objetivo de la Cuaresma: se purificaban, se iluminaban, se inflamaban. Vivían el misterio de Pascua. Es fácil estrenar un hábito nuevo el Domingo de Resurrección: es fácil confesar y comulgar; pero eso no basta. Hay que asimilarse el fruto de la Resurrección, convertirle en una realidad íntima, sentir la explosión de esa savia vital que viene de Cristo; y esto lo conseguiremos empapándonos antes en el espíritu de esta maravillosa liturgia cuadragesimal.
Lecturas del 30/03/2025
En aquellos días, dijo el Señor a Josué: «Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto»
Los hijos de Israel acamparon en Guilgal y celebraron allí la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó.
El día siguiente a la Pascua, comieron ya de los productos de la tierra: ese día, panes ácimos y espigas tostadas.
Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná. Los hijos de Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.
Hermanos: Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.
Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación.
Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación.
Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.
Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él.
En aquel tiempo, solían acercaron a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”.
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad en seguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.” Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.
Él se indignó y no quería entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”».
Palabra del Señor.
30 de Marzo 2025 – Beato Amadeo IX de Saboya
Enfermó de epilepsia y viendo próximo su fin, nombró a su esposa regente de sus Estados y en su testamento político resaltó estas tres cosas: que no abandonaran a los pobres, que hicieran justicia sin acepción de personas y que pusieran todo su empeño en defender la religión.
La Región de Saboya está situada en el Centro de Europa. En la Edad Media perteneció al Sacro Imperio Romano Germánico, luego fue de Italia, hasta 1860 para pasar a ser francesa con la anexión de 1860. Está junto a la Cadena de los Alpes. La Casa de Saboya es una de las más antiguas e ilustres que han reinado en Europa.
Amadeo VIII, abuelo de nuestro beato, consiguió en 1416, del Emperador Segismundo, la transformación del Condado en Ducado. Destacaron en él sus inquietudes espirituales y su amor por la vida ascética. Dejó el gobierno en manos de su hijo Luis II de Saboya y se retiró a un Monasterio, fundando la Orden Militar de San Mauricio.
Su nieto, el beato Amadeo IX de Saboya, hijo de Luis II y de Ana de Lusignan, hija su vez del rey de Chipre, nació el 1 de febrero de 1435 en Tournon (Francia). Muy pronto se manifestaron en él los piadosos sentimientos y una natural inclinación hacia la virtud. En medio del boato de la Corte supo conducir su vida por los caminos de la santidad.
A los 17 años contrajo matrimonio con Violante de Valois, también conocida popularmente como Yolanda de Saboya, hija del rey de Francia Carlos VII y hermana del que fuera un gran rey de Francia, Luis XI la cual, desde la cuna estaba prometida a Amadeo.
Beato Amadeo de Saboya: invocado por los pobres y epilépticos Violante resultó ser una mujer afectuosa, fiel y amante de su casa y de su familia. Ambos estuvieron desde el principio muy unidos. Tuvieron 9 hijos, a los que supieron legar, no solo bienes materiales, sino también una esmerada educación religiosa. Una de sus hijas también subió a los altares, con el nombre de la Beata Luisa de Saboya, la cual, muerto su marido, se había encerrado en un convento de clarisas. Su culto fue autorizado por el Papa Gregorio VI.
En 1465, cuando Amadeo tenía 30 años, sucede en el trono a su padre Luis II, con el nombre de Amadeo IX y desde el primer momento se esforzó por imponer en la Corte sus piadosas tendencias de virtud y honradez y un gran amor a los pobres, de tal modo que le parecía que si no amaba a los pobres no amaba a Dios.
Empleó una buena parte de sus riquezas en fundar hospitales y en dotar de mayores rentas a los ya existentes, de los cuales se conservan aun numerosos vestigios. Gozaba distribuyendo personalmente las limosnas a los pobres, de tal modo que le llamaban el padre de los necesitados y a su palacio el jardín de los pobres. Era un gran devoto de la Santísima Virgen, a la que llamaba su Señora.
Enfermó de epilepsia y viendo próximo su fin, nombró a su esposa regente de sus Estados y en su testamento político resaltó estas tres cosas: que no abandonaran a los pobres, que hicieran justicia sin acepción de personas y que pusieran todo su empeño en defender la religión.
Murió en Vercelli, a los 37 años, el 31 de marzo de 1472 y fue sepultado en la Catedral de dicha localidad. Fue beatificado por Inocencio XI en 1677. Los enfermos de epilepsia le suelen invocar en medio de las frecuentes crisis que produce su enfermedad.
La Región de Saboya está situada en el Centro de Europa. En la Edad Media perteneció al Sacro Imperio Romano Germánico, luego fue de Italia, hasta 1860 para pasar a ser francesa con la anexión de 1860. Está junto a la Cadena de los Alpes. La Casa de Saboya es una de las más antiguas e ilustres que han reinado en Europa.
Amadeo VIII, abuelo de nuestro beato, consiguió en 1416, del Emperador Segismundo, la transformación del Condado en Ducado. Destacaron en él sus inquietudes espirituales y su amor por la vida ascética. Dejó el gobierno en manos de su hijo Luis II de Saboya y se retiró a un Monasterio, fundando la Orden Militar de San Mauricio.
Su nieto, el beato Amadeo IX de Saboya, hijo de Luis II y de Ana de Lusignan, hija su vez del rey de Chipre, nació el 1 de febrero de 1435 en Tournon (Francia). Muy pronto se manifestaron en él los piadosos sentimientos y una natural inclinación hacia la virtud. En medio del boato de la Corte supo conducir su vida por los caminos de la santidad.
A los 17 años contrajo matrimonio con Violante de Valois, también conocida popularmente como Yolanda de Saboya, hija del rey de Francia Carlos VII y hermana del que fuera un gran rey de Francia, Luis XI la cual, desde la cuna estaba prometida a Amadeo.
Beato Amadeo de Saboya: invocado por los pobres y epilépticos Violante resultó ser una mujer afectuosa, fiel y amante de su casa y de su familia. Ambos estuvieron desde el principio muy unidos. Tuvieron 9 hijos, a los que supieron legar, no solo bienes materiales, sino también una esmerada educación religiosa. Una de sus hijas también subió a los altares, con el nombre de la Beata Luisa de Saboya, la cual, muerto su marido, se había encerrado en un convento de clarisas. Su culto fue autorizado por el Papa Gregorio VI.
En 1465, cuando Amadeo tenía 30 años, sucede en el trono a su padre Luis II, con el nombre de Amadeo IX y desde el primer momento se esforzó por imponer en la Corte sus piadosas tendencias de virtud y honradez y un gran amor a los pobres, de tal modo que le parecía que si no amaba a los pobres no amaba a Dios.
Empleó una buena parte de sus riquezas en fundar hospitales y en dotar de mayores rentas a los ya existentes, de los cuales se conservan aun numerosos vestigios. Gozaba distribuyendo personalmente las limosnas a los pobres, de tal modo que le llamaban el padre de los necesitados y a su palacio el jardín de los pobres. Era un gran devoto de la Santísima Virgen, a la que llamaba su Señora.
Enfermó de epilepsia y viendo próximo su fin, nombró a su esposa regente de sus Estados y en su testamento político resaltó estas tres cosas: que no abandonaran a los pobres, que hicieran justicia sin acepción de personas y que pusieran todo su empeño en defender la religión.
Murió en Vercelli, a los 37 años, el 31 de marzo de 1472 y fue sepultado en la Catedral de dicha localidad. Fue beatificado por Inocencio XI en 1677. Los enfermos de epilepsia le suelen invocar en medio de las frecuentes crisis que produce su enfermedad.
sábado, 29 de marzo de 2025
Lecturas del 29/03/2025
Vamos a volver al Señor. Porque él ha desgarrado y él nos curará; él nos ha golpeado, y él nos vendará.
En dos días nos volverá a la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia y comprenderemos.
Procuremos conocer al Señor. Su manifestación es segura como la aurora. Vendrá como la lluvia, como la lluvia de primavera y su sentencia surge como la luz que empapa la tierra.
¿Qué haré de ti, Efraín? ¿Qué haré de ti, Judá?
Vuestro amor es como nube mañanera, como el rocío que al alba desaparece. Sobre una roca tallé mis mandamientos; los castigué por medio de los profetas con las palabras de mi boca. Mi juicio se manifestará como la luz. Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos.
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Palabra del Señor.
29 de Marzo 2025 – Santos Jonás y Baraquisio
Dos mártires persas, tal vez hermanos, que procedían de una aldea llamada Jassa, y que son las víctimas más famosas de la persecución que desató contra los cristianos el rey sasánida Sapor II, en su intento por restablecer el mazdeísmo y desarraigar el Evangelio.
Nueve cristianos, cuyos nombres ha conservado la tradición, fueron condenados a muerte, y Jonás y Baraquisio salieron de su aldea para visitarles en las mazmorras y transmitirles el aliento de sus palabras de fe, con lo cual se vieron también comprometidos y se les encarceló, exigiéndoles a su vez que adoraran al soberano y rindiesen culto a los elementos de la naturaleza.
Ante su tenaz negativa, fueron azotados con varas de granado y se les separó utilizando un truco que todavía hoy es práctica habitual entre los sayones (decir a cada uno de ellos que el otro había apostatado, con el fin de debilitar su convencimiento), pero todo fue inútil.
Siguieron largas controversias con los magos y por fin los dos murieron del modo más cruel: Jonás aplastado en una prensa para la uva mientras a Baraquisio le vertían plomo derretido ardiendo por la garganta. Un devoto varón llamado Abdisotas rescató los santos cuerpos por quinientos mil daries, la moneda del país, y tres vestidos de seda, y les dio honrosa sepultura.
Mientras en Occidente Constantino protegía a los cristianos, en Oriente la persecución hacía mártires, unos tenían que resistir el halago y otros la tortura, en Roma la absorción y en Persia el exterminio, en Europa las tentaciones de la influencia y del poder, en Asia las de las apostasía, doble experiencia complementaria que los católicos del siglo xx conocen también.
Nueve cristianos, cuyos nombres ha conservado la tradición, fueron condenados a muerte, y Jonás y Baraquisio salieron de su aldea para visitarles en las mazmorras y transmitirles el aliento de sus palabras de fe, con lo cual se vieron también comprometidos y se les encarceló, exigiéndoles a su vez que adoraran al soberano y rindiesen culto a los elementos de la naturaleza.
Ante su tenaz negativa, fueron azotados con varas de granado y se les separó utilizando un truco que todavía hoy es práctica habitual entre los sayones (decir a cada uno de ellos que el otro había apostatado, con el fin de debilitar su convencimiento), pero todo fue inútil.
Siguieron largas controversias con los magos y por fin los dos murieron del modo más cruel: Jonás aplastado en una prensa para la uva mientras a Baraquisio le vertían plomo derretido ardiendo por la garganta. Un devoto varón llamado Abdisotas rescató los santos cuerpos por quinientos mil daries, la moneda del país, y tres vestidos de seda, y les dio honrosa sepultura.
Mientras en Occidente Constantino protegía a los cristianos, en Oriente la persecución hacía mártires, unos tenían que resistir el halago y otros la tortura, en Roma la absorción y en Persia el exterminio, en Europa las tentaciones de la influencia y del poder, en Asia las de las apostasía, doble experiencia complementaria que los católicos del siglo xx conocen también.
viernes, 28 de marzo de 2025
Lecturas del 28/03/2025
Esto dice el Señor: «Vuelve, Israel, al Señor tu Dios, porque tropezaste por tu falta.
Tomada vuestras promesas con vosotros y volved al Señor.
Decidle: “Tú quitas toda falta, acepta el pacto.
Pagaremos con nuestra confesión: Asiria no nos salvará, no volveremos a montar a caballo, y no llamaremos ya “nuestro Dios” a la obra de nuestras manos.
En ti el huérfano encuentra compasión”
“Curaré su deslealtad, los amaré generosamente, porque mi ira se apartó de ellos.
Seré para Israel como rocío, florecerá como lirio, echará sus raíces como los cedros del Líbano.
Brotarán sus retoños y será su esplendor como el olivo y su perfume corno el Líbano.
Regresarán los que habitaban a su sombra, revivirán como el trigo, florecerán como la viña, será su renombre como la del vino del Líbano.
Efraín, ¿qué tengo que ver con los ídolos?
Yo soy quien le respondo y lo vigila. Yo soy como un abeto siempre verde, de mí procede tu fruto.
¿Quién será sabio, para comprender estas cosas, inteligente, para conocerlas?
Porque los caminos del Señor son rectos: los justos los transitan, pero lo traidores tropiezan en ellos».
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?».
Respondió Jesús: «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. “ El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” No hay mandamiento mayor que éstos». El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios».
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Palabra del Señor.
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