sábado, 26 de enero de 2013

San Timoteo y San Tito

Iconium, la capital de Licaonia, queda atrás; enfrente, la cadena interminable del Tauro; a derecha e izquierda, llanuras pantanosas, tristes arenales, estepas abrasadas del sol, sobre las cuales caminan las ovejas en rebaños numerosos y saltan los asnos salvajes. Dos hombres atraviesan estas landas, las más pobres del Asia Menor. Un sombrío macizo, que corona un volcán apagado, desprendiéndose de la cadena montañosa, se yergue en medio de la llanura. Es el Kara Dagh, el cabezo negro. A sus pies se acurruca la pequeña ciudad de Listris, donde acaban de entrar los dos peregrinos.

Lo que después sucedió es bien conocido por el relató de San Lucas: un paralítico echa a andar milagrosamente; los sencillos habitantes se conmueven: «Son dos dioses del Olimpo», se dicen unos a otros; Bernabé, el hombre de la bella y majestuosa presencia, es transformado en Júpiter; Pablo, feo y pequeño, pero elocuente, debe ser seguramente Mercurio. Llega el sacerdote con las víctimas; el pueblo se dispone a adorar y sacrificar, mientras los extranjeros se hurtan al entusiasmo popular. Entretanto, aparecen los judíos que persiguen a Pablo por todas las ciudades del Asia; discuten, intrigan, calumnian, y los que antes eran dioses se convierten ahora en infames hechiceros. La chusma los insulta, los apedrea, y, medio muertos, los arroja fuera de la ciudad. Al día siguiente, al recobrar el conocimiento, Pablo se encontró en una casa modesta, donde dos mujeres y un adolescente rodeaban su lecho. Las dos mujeres se llamaban Eunice y Lois, y el adolescente, hijo de Eunice, respondía al nombre de Timoteo. Los tres eran fervientes israelitas, amantes de la ley de Moisés y asiduos en la lección de las Escrituras. «No obstante, dominados por la elocuencia de su huésped, aceptaron fácilmente su doctrina y pidieron el Bautismo. » Esto sucedió el año 46 de nuestra Era.

Un lustro después, recorriendo nuevamente las iglesias del Asia, Pablo encontró en el hogar de Eunice la misma fe, la misma hospitalidad, el mismo entusiasmo por la nueva doctrina. El germen plantado en el alma del adolescente habíase desarrollado de una manera espléndida. Viole «transformado en un hombre perfecto, constituido en la plenitud de Cristo», tan amable por la gracia como por la naturaleza. Ardiendo en deseo de lanzarle al ministerio de la predicación evangélica, preguntó por él en Listris, en Derbe, en Iconium; y como en todas partes le hablaban del joven con elogio, asocióle a sus trabajos y le puso en el número de los pastores de la Iglesia. El Apóstol y todos los sacerdotes impusieron sobre él las manos, y la gracia descendió con una fuerza que el Apóstol no olvidará jamás. En los últimos meses de su vida hablaba de ella como de un fuego que había consumido en su discípulo todo espíritu de temor, propio de la Antigua Alianza, para reemplazarlo por el espíritu de Jesús, «espíritu de fuerza, de amor y de sabiduría».

Pero, hijo de matrimonio mixto, Timoteo era un incircunciso, y esto le impedía subir a la tribuna de las sinagogas y entorpecía su ministerio entre los israelitas. Para obviar estos inconvenientes, Pablo, hombre de resoluciones, obró con rapidez. «Tomando al joven—dice San Lucas—, le circuncidó por su propia mano, a causa de los judíos, pues todos sabían que su padre había sido pagano.» Era un gesto de concordia, un cálculo de diplomacia. El rito exterior le importaba poco. Jamás consintió que Tito se sometiese a él, pues semejante condescendencia hubiera sido el triunfo de los judaizantes. «Ni la circuncisión—decía—ni el prepucio valen nada; lo que importa es guardar los mandamientos.»

Irreprochable delante de Israel, Timoteo pudo seguir a su maestro «y ayudarle en la predicación del Evangelio como un hijo ayuda a su padre». Desde este momento le vemos a su lado como el discípulo amado, como el más fiel de sus compañeros. San Pablo le llama su verdadero hijo, su hijo amantísimo y fiel en el Señor, el participante de su espíritu, su alma misma, su otro yo, su hermano, su colaborador, el esclavo de Jesucristo, el ministro de Dios, el imitador perfecto de las virtudes apostólicas. Aunque de temperamento diferente, estaban hechos para entenderse. Es verdad que el discípulo no tendía a la acción por impetuosidad natural, como el maestro; dulce de carácter, pronto a las lágrimas, fácilmente impresionable, afrontaba la lucha con repugnancia, manteniéndose instintivamente en una tímida reserva. Pero lo que le faltaba de audacia lo tenía de fidelidad de lealtad profunda y sincera, de abnegación y desinterés absoluto. «No hay nadie—aseguraba el Apóstol—que esté tan unido a mí de corazón y de espíritu.» Era una intimidad preciosa para ambos, en la cual el alma viril de Pablo comunicaba a Timoteo la fuerza de su pensamiento y de su doctrina, recibiendo, en cambio, de él el cariño abnegado de que tienen necesidad los más grandes genios. En vez de aquellas «hermanas» que seguían a los demás Apóstoles, el cielo le había dado a él en el joven licaonio un alma pura, elevada, capaz de comprender sus grandes arrebatos apostólicos y de adaptarse a su prodigiosa actividad.

Más que con su inteligencia, Timoteo sirvió a Pablo con su ternura fervorosa e incansable. Fue el consuelo del Apóstol en las crisis dolorosas de la enfermedad y en las múltiples pruebas del apostolado; fue su ayudante, su confidente, su enfermero, su secretario. Escribió sus cartas, llevó sus bagajes por los caminos, le asistió en la cárcel, fue encarcelado con él, veló a la cabecera de su lecho, siempre sumiso, siempre contento de que la Providencia le hubiera colocado al lado del gran hombre. Le acompañó en su segunda y tercera misión; fue con él a Corinto, a Atenas, a Macedonia; le siguió a Éfeso, a Jerusalén, a Roma, a España. En los últimos días. Pablo le amaba todavía con amor de padre; Timoteo, ciertamente, no era ya joven en el año 67; pero a los ojos del padre el hijo no envejece nunca, y Pablo habla aún a su discípulo como cuando le encontrara en Listris.

En veinte años, sólo algunas separaciones, breves, rápidas, porque ni uno ni otro pueden sufrir la ausencia. Pero Pablo se hace viejo; ya no puede correr, como el rayo, de Oriente a Occidente; además, una y otra vez las cadenas le oprimen. En las iglesias de Asia las herejías aparecen, brotan las disensiones, intrigan los judaizantes. Tiene que poner allí un hombre de toda confianza, y se resigna a enviar a su discípulo. Timoteo fija su residencia en Éfeso, la metrópoli del mundo asiático, y desde allí se esfuerza en conservar y acrecentar la grande obra en que había colaborado con su maestro. El recuerdo del Apóstol le sostiene, y con el recuerdo, sus noticias y sus cartas. En el año 65 Pablo le escribe desde Macedonia una epístola, que es el manual del ministerio pastoral. Familiarmente, como cuando charlaban sentados en los bancos de los mesones, le va recordando los varios aspectos de su actividad evangélica: buen orden en las asambleas litúrgicas, deferencia respetuosa con los poderes romanos, sumo cuidado en la elección de los jefes de las comunidades, armonía, honradez y pureza en las familias cristianas, circunspección y firmeza para mantener la autoridad de una Iglesia «que es la asamblea del Dios vivo, la columna y firmamento de la verdad y la mirada mística donde se realiza el gran misterio de la piedad», y, sobre todo, mucha vigilancia frente a la charlatanería de los herejes y sus fábulas y sus genealogías interminables: locuras impertinentes, cuentos de viejas, doctrinas diabólicas, enseñadas por hipócritas, cuya conciencia está tiznada con los vicios, a pesar de su aparente austeridad, que los llevaba a condenar el matrimonio y el uso de la carne. Por la delicadeza de su estómago, y acaso también para evitar la vana ostentación de los impostores, el maestro ruega a su discípulo, con una afectuosa condescendencia, que use un poco de vino en sus comidas. Las prácticas externas valen poco; la piedad es lo que importa; la piedad, que es útil para todo.

Dos años más tarde. Pablo está preso en Roma. Ya ha sufrido un interrogatorio y aguarda el segundo. Presiente su fin cercano, y sólo una cosa le duele: no tener junto a sí en los últimos momentos al más querido de sus discípulos. En este trance le escribe otra vez. Es una carta doliente y apremiante: «Mi corazón está triste; voy a terminar mi peregrinación; todos me abandonan, me siento aislado; ven a mi lado, pasa por Troade y tráeme la pénula, los libros y los pergaminos que dejé en casa de Cazpo; ven pronto, que esto se acaba.»

Aquí terminan las noticias auténticas del más ilustre de los discípulos de San Pablo. Eusebio de Cesarea cuenta que volvió y que murió mártir años después. Lo cierto es que fue a juntarse en el cielo con el que tanto le quiso en la tierra. Combatió el buen combate, fijo siempre su corazón «en el Dios que hace vivir todo lo que vive», y la mirada de su mente en la última recomendación de su maestro: ¡Oh Timoteo!, guarda el depósito que te he confiado.»
Tuvo San Pablo dos discípulos predilectos: Timoteo y Tito. Timoteo fue más tiernamente amado; Tito, más vivamente estimado como instrumento utilísimo en los momentos difíciles, en las misiones espinosas. Timoteo es el admirador sumiso e incondicional que apenas puede separarse del lado de su maestro; Tito, el colaborador hecho a todos los peligros y aventuras evangélicas. Viene de la gentilidad, mientras que su compañero viene del judaismo. Es menos afectivo, pero más enérgico, más fuerte en las contradicciones y más experimentado en los negocios. San Pablo le llama su ayuda preciosa, su hijo querido, su amadísimo hermano.

Maestro y discípulo se conocieron en la ciudad de Antioquía. Buen catador de hombres. Pablo abre a aquel hijo del paganismo los tesoros de su caridad, le asocia a su apostolado, y en el año 52 le lleva en su compañía al concilio de Jerusalén. La presencia de Tito fue allí objeto de vivas discusiones, que fácilmente hubieran degenerado en un cisma. Pensaba la mayoría que era necesario circuncidar a los gentiles y hacerles guardar la ley de Moisés. Ahora bien: Tito no estaba circuncidado, era el único incircunciso de la Iglesia de Jerusalén. ¿Cómo admitirle en los ágapes que se celebraban cada domingo? Todo gentil, todo prosélito que no se había transformado en hijo de Israel por la circuncisión, era a los ojos de los hebreos un ser inmundo, con el cual estaba prohibida toda comunicación. En consecuencia, los rigoristas exigían en el discípulo de Antioquía este rito sangriento para entrar en relaciones con él. Otros, más moderados, veían al compañero de Pablo, convertido en hermano por la fe, mediante la ablución del bautismo. La contienda fue reñida, y, como era natural. Pablo se puso de parte de su discípulo; pero, evitando toda participación en las discusiones públicas, quiso entenderse por las buenas con los tres Apóstoles que estaban presentes en la Ciudad Santa: Pedro, Juan y Santiago.

Los dos primeros fueron fáciles de persuadir. Hombres en quienes Cristo había dilatado la caridad, entraron inmediatamente en las amplias miras que guiaban al Apóstol de las gentes. Santiago se rindió algo más tarde, pero también él quedó desarmado ante la lógica de aquel hombre ilustre ya en la Iglesia por sus éxitos apostólicos. Pablo reclamó la libertad absoluta frente a la ley mosaica, y la obtuvo. Convínose en que la circuncisión no era necesaria; pero, concediendo también algo a los puritanos, pidióse que, por respeto al templo de Jerusalén y a la presencia de Yahvé, Tito fuese circuncidado. Pablo se opuso a esta solución, juzgándolo una debilidad inútil y un peligro para la fe, y también ahora salió victorioso.

Desde el año 55 se hace más íntimo todavía el trato entre el maestro y el discípulo. Tito va con el Apóstol en su tercera misión: Asia Menor, Macedonia, Acaia, Jerusalén... En Éfeso, Pablo recibió noticias inquietantes de la cristiandad de Corinto: había sediciones, rebeldías, escándalos, cismas. Crevó el Apóstol que nadie como Apolo, el sabio doctor alejandrino, a quien los corintios estimaban por su buena presencia y su palabra elegante, podría restablecer la calma; pero el de Alejandría rehusó aceptar la peligrosa misión. Entonces Pablo puso los ojos en Tito, el compañero abnegado de quien podía decir a las iglesias «que caminaba guiado por su mismo espíritu y siguiendo sus mismas huellas. A pesar de su celo ordinario, de su arrojo ante el peligro y de su tendencia a recibir tranquilamente las cosas, Tito dudó algún tiempo, algo asustado de la mala fama que tenían los de Corinto. Representóle Pablo las cualidades que le harían bienquisto de aquella iglesia, y al fin le convenció, encargándole otro ministerio en Acaia: la colecta para los cristianos de Jerusalén. Quería de esta manera contribuir a la alegría de la Iglesia madre, viendo en estas limosnas un homenaie a su supremacía y al mismo tiempo una muestra de agradecimiento por la condescendencia que habían tenido con él con motivo del concilio.

Desde Éfeso, el Apóstol se trasladó a Tróade, donde esperaba encontrar a su discípulo, vuelto ya de la capital de Acaia. Pero, con gran decepción suya, vio que Tito no había llegado todavía. La idea de Corinto le obsesionaba. ¿Cómo había recibido aquella comunidad a su delegado? Y la carta que con él les enviara, aquella carta «escrita en la grande aflicción, con el corazón oprimido y las lágrimas en los ojos», ¿que impresión había hecho entre ellos? Aguijoneado por la incertidumbre, pasó a Macedonia, y allí le llegaron por fin las noticias suspiradas. La embajada de Tito había tenido un éxito completo. Gracias a su conocimiento de los hombres, la epístola de San Pablo, lejos de ser despreciada, había conmovido todos los corazones. Leída en la asamblea de los hermanos, consiguióse con ella más de lo que se podía esperar: las facciones hostiles, reconciliadas; los rebeldes; movidos al arrepentimiento; los calumniadores de Pablo, obligados a pedir perdón para evitar el castigo; los escandalosos, «entregados a Satanás en el nombre del Señor Jesús», para ser prontamente reconciliados por la penitencia. El genio de Tito le inclinaba a la mansedumbre, y así, desde su llegada supo dar a su viaje un aspecto de indulgencia y de reconciliación. Al principio, los hermanos le miraban con desconfianza y temor, pero no tardó en establecerse una corriente mutua de afecto y de consideración.

Este relato llenó de alegría el corazón del Apóstol. Inmediatamente dictó a Timoteo una carta destinada a felicitar a sus queridos corintios por su generosa conducta. Timoteo era el secretario. Tito era el embajador. También esta vez recibió el encargo de llevarla; pero ahora iba más contento que antes. Tenía gana de verse de nuevo entre aquella comunidad de Corinto, amable hasta en sus extravíos, que le había mostrado tanta docilidad, tanto cariño, tanto respeto y un arrepentimiento tan rápido y sincero. La ausencia sólo había servido para hacerle sentir más profundamente aquel amor, nacido en uno de los momentos más difíciles de su vida. En Corinto se le reunió algún tiempo después San Pablo, y juntos se dirigieron a la Ciudad Santa para entregar la ayuda fraternal de las iglesias de Acaia y Macedonia.

Vienen después el alboroto de Jerusalén, el arresto de Pablo—tan dramáticamente contado por San Lucas—, su viaje de Cesarea a Roma, la primera cautividad, el viaje a España, la vuelta a Oriente. Nuevamente vemos a maestro y discípulo trabajando en el mismo campo. Desembarcan en Creta, cuyas comunidades vivían en el abandono, sin jefes, en perpetuo peligro de extraviarse y a merced de las tendencias judaizantes. Eran grupos de fieles formados de aluvión, que no hacían más que vegetar, pues nadie había hecho aún una evangelización seria en la isla. Reclamado por las iglesias del Asia Menor, Pablo tuvo que ausentarse al poco tiempo, encargando a su discípulo el cuidado de predicar y de organizar la jerarquía en Creta. Era una tarea que requería un tacto especial. Los cretenses se habían adquirido una triste reputación por su carácter y sus costumbres. Cretizar, en griego, era sinónimo de mentir. Los escritores antiguos les llaman avaros, rapaces, astutos, propensos al engaño; y la impresión que sacó San Pablo en el breve tiempo que pasó entre ellos fue muy poco halagüeña. Estos defectos se manifestaban también en los primeros cristianos de la tierra. Si en algunos la gracia había llegado a destruir los instintos de la naturaleza, había otros que sólo eran cristianos de nombre. «Hacen profesión de conocer a Dios—dirá de ellos San Pablo—, pero le niegan con sus obras, haciéndose abominables, rebeldes e inútiles para todo acto bueno. Razón, conciencia, todo en ellos está manchado.» Además, los judaizantes empezaban a sembrar también allí la cizaña. Eran numerosos los charlatanes que, a vueltas del nombre de Cristo, llevaban allí los sueños más absurdos de su fantasía. La fe les importaba poco; lo que querían era hacer dinero predicando la nueva doctrina, y desgraciadamente eran muchas las familias ganadas por sus astucias.

A falta de Pablo, Tito era el hombre más capaz de salvar el Evangelio en la isla. Ya sabía lo que de su valor podía esperarse en las horas críticas. Pero lo que más estimaba el Apóstol en su discípulo era el desinterés con que se entregaba a la predicación de la buena nueva. En otro tiempo, para tapar la boca a las acusaciones de los corintios, no había tenido más que recordarles la generosidad de su compañero. «¿Por ventura Tito se enriqueció a vuestra costa? ¿No hemos caminado siempre con el mismo espíritu? ¿No hemos seguido las mismas huellas?» Este desprendimiento era ahora mucho más precioso como contraste con la avaricia de los embaucadores.

Al lado del Apóstol, Tito se había convertido también en un organizador. Las iglesias insulares reflorecieron; el misionero las recorrió una tras otra, fortaleciéndolas con su predicación, poniéndolas en guardia contra los herejes y dotándolas de una jerarquía. Aún no había terminado su misión, cuando, en otoño del año 66, recibió una carta por la que San Pablo, desde la costa de Asia, le encargaba que viniese a su lado. Pero antes debía dejar el cristianismo bien arraigado en la isla, con su doctrina alta y noble, con su moral pura y santa. «Ante todo—dice el maestro al discípulo—, mucha autoridad frente a los indisciplinados, mucha vigilancia en lo que se refiere «a las cuestiones necias, genealogías, altercados y vanas disputas sobre la Ley; habla con imperio, que nadie te desprecie», pues ya sabes lo que son esos isleños. Epiménedes, su compatriota y su profeta, los pintó cuando dijo: «Los cretenses, mentirosos empedernidos, malas bestias, vientres perezosos.»

No obstante, estas malas bestias habían ganado el corazón del celoso misionero. Mientras el maestro se dirigía otra vez a Roma para derramar su sangre, el discípulo desembarcaba de nuevo en Creta y consagraba el resto de su vida a aquellas gentes, donde; como antes en Corinto, había encontrado cariño y sumisión.

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