viernes, 25 de enero de 2013

Conversión de San Pablo

«Benjamín, lobo rapaz; por la mañana cogerá la presa; por la larde repartirá el botín», había dicho el viejo patriarca, con la voz apagada del moribundo. La profecía de Jacob se cumple en Saulo, el más ilustre de los descendientes de Benjamín: en la mañana fogosa de la adolescencia se lanza, como lobo carnicero, a devorar las ovejas de Cristo; en la tarde de su vida recorre el mundo para dar generosamente a los hambrientos el pan de la salvación. Es San Lucas, un discípulo suyo, quien nos cuenta la historia prodigiosa de la luz meridiana que realizó la transformación.

Todo había contribuido a hacer del joven un celador intransigente de la pureza de la Ley. Aunque nacido en la dispersión, era fariseo e hijo de fariseos. Su fe mosaica se había robustecido ante los espectáculos repugnantes que le ofrecía el paganismo en su ciudad natal. La Cilicia tenía fama de ser una de las provincias más corrompidas del mundo; y Tarso, patria de Pablo, era su capital. En sus plazas mezclábase el ruidoso cotorreo de filósofos y retores; pero aquella dialéctica huera y pretenciosa no puede atraer las miradas del que un día dirá de aquellos sabios que Dios los ha entregado a las pasiones vergonzosas, a la ignominia y a un sentido depravado. Son los doctores de Israel los que obsesionan su mente mientras, niño aún, trenza en la casa paterna los pelos de las cabras que crecen en las faldas del Tauro y teje las lonas groseras de los tabernáculos del desierto. Adolescente, se sienta en el templo de la Ciudad Santa a los pies de Gamaliel, el doctor de los doctores. Aquella doctrina, cuyo principal objetivo era «acercar los espíritus a la Ley», acrecienta los prejuicios fanáticos del discípulo. Ha crecido en un medio helenístico; pero ni siquiera ha hecho esfuerzos para dominar su lengua. La sabiduría griega le tiene también indiferente. Habla el arameo; le habla en el hogar, en la calle y en la escuela; en Tarso, en Jerusalén y en el camino de Damasco. El arameo será toda su vida la expresión natural de su idea. Más tarde, cuando hable a los gentiles en la lengua que ellos entienden, su acento, su gramática, su lógica delatarán desde el primer momento al extranjero, al semita. Quiere ser hebreo, sólo hebreo. «Hijo de la Ley», recoge con avidez la doctrina del maestro admirado; joven escriba, deja escapar su furia proselitista en fogosas exhortaciones; doctor a su vez, lucha por el triunfo del mosaísmo, del mosaísmo inflexible y puro como en sus primeros días.

Este hombre debía ser necesariamente un enemigo de la Iglesia naciente. No vio nunca a Jesús en la carne. Mientras el Nazareno predicaba y moría, él estaba fuera de Palestina. Tal vez, como otros contemporáneos suyos, «corría las tierras y los mares para ganar adictos al reino próximo del Mesías». Cuando vuelve a Jerusalén, los discípulos del Crucificado forman ya un número imponente. El joven israelita les observa, advierte sus tendencias separatistas, su indiferencia frente a la Ley, sus miras a romper los lazos que les unían con el judaísmo. La predicación de los diáconos le enloquece, la osadía de Pedro le exalta; toda la impetuosidad de su juventud se subleva en ansias de aplastar a aquellos revoltosos despreciables. El proselitista se convierte en perseguidor. Forma parte del tribunal que persigue a Esteban, interviene como agente principal en el suplicio, atiza el odio contra los innovadores, se cree investido de una misión divina para aniquilarlos; corre de sinagoga en sinagoga, gesticula en las calles, penetra en las casas, obliga a abjurar a los débiles, encarcela a los que se resisten, y les amenaza con el látigo, los tormentos y la muerte. «En aquel acceso de locura—dice él mismo—, no había nada que me detuviese, con tal de borrar el nombre de Jesús.»

Los discípulos andan fugitivos, se refugian en las ciudades vecinas, y ya en Damasco muchos judíos invocan al Crucificado. Saulo les sigue hasta allá. «Lleno de amenazas, anhelando la sangre de los discípulos del Señor, presentóse al gran sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de capturar a los hombres y mujeres de esta secta y traerlos presos a Jerusalén.» Orgulloso con la recomendación del pontífice, deja la Ciudad Santa, atraviesa los barrancos de Iturea, penetra en los áridos arenales de Siria, y, en medio del desierto, encuentra el oasis espléndido que riega el Abana bíblico; allí, entre bosques aromáticos de higueras y granados, entre vergeles de naranjos y limoneros, entre murmullos de aguas y de pájaros, se alza Damasco, la ciudad blanca, que es ya, según la bella figura del poeta árabe, una red de perlas sobre un tapiz de esmeralda.

Son las doce del día cuando Saulo atraviesa las primeras avenidas de jardines; el sol oriental incendia la atmósfera; la ciudad duerme bajo el peso del calor del día. Saulo, al frente de su escolta, sobre su corcel árabe, en el lento caminar de aquel mediodía, acaricia en su espíritu sueños de gloria; los triunfos cercanos, la ciudad llena de su nombre, los vítores de sus correligionarios, la destrucción de los revoltosos, la ley de Moisés vengada. De repente, una gran claridad envuelve a los viajeros. Todos caen a tierra, llenos de espanto. Entretanto, el jefe dialoga con un desconocido: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?, dice la voz misteriosa. Y él responde: «¿Quién sois vos, Señor?» Y la voz: «Yo soy Jesús de Nazareth, a quien tú persigues. Duro es para ti dar coces contra el aguijón.» Aterrado, tembloroso, imploró entonces el mancebo: «Señor, ¿qué queréis que haga?» Había resonado la voz «que quebranta los cedros del Líbano y hace temblar a las montañas». Todos los sueños del fariseo habían caído por tierra; todo el odio de su alma había desaparecido. «Levántate—le dijo Jesús—y entra en la ciudad; allí te dirán lo que tienes que hacer.»

Pablo se levantó, extendió los brazos, buscó a tientas el camino. Sus ojos estaban abiertos, pero no veían nada. Conducido de la mano por sus acompañantes, entraron en la ciudad, encaminándose a la avenida Euceia, calle larguísima, la principal de la población, que atravesaba de Este a Oeste, recta y regular (de aquí su nombre), ancha de cien pies, bordeada a uno y otro lado de pórticos corintios y cortada en la parte central por un arco de triunfo. El que se había imaginado una entrada ruidosa, cruzaba ahora la calle trémulo y avergonzado, sin ver a la multitud, que le observaba con curiosidad mezclada de compasión y pasmo. Conducido a la casa de un hebreo llamado Judas, permaneció allí tres días, sin comer ni beber. Tal era la impresión que el suceso había causado en su espíritu. Ayunaba y rezaba, sin querer hablar con nadie. El recuerdo de los fieles que había perseguido, los gritos de las víctimas en la tortura, la sangre de Esteban, sus últimas palabras, su mirada postrera, todo esto inquietaba su alma con un escalofrío que se parecía al remordimiento. Al mismo tiempo, la voz de Jesús seguía resonando en su alma con una suavidad que le causaba nuevo tormento: «¿Por qué me persigues?»

En la violencia del dolor, Saulo dirigíase al cielo, y con la oración, un rayo de esperanza iluminaba su ser. Empezaba a creer. La gracia le llegaba torrencialmente. Al tercer día tuvo un rapto: parecíale que un hombre se acercaba a él, ponía las manos sobre su frente y le curaba. Poco después, un hombre entraba en la casa preguntando por Saulo de Tarso. Llevado a presencia del joven, extendió las manos sobre su cabeza y dijo: «Saulo, hermano mío, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino, me envía a fin de que veas y seas lleno del Espíritu Santo.» Al mismo tiempo, se le cayeron de los ojos unas como escamas, y advirtió que veía de nuevo. Sin embargo, aquella claridad dejó huella en él para toda la vida. Aquella enfermedad de que nos habla en sus cartas y que tanto le hacía sufrir era una enfermedad de la vista.

El hombre que el convertido tenía delante se llamaba Ananías. Era, dicen los Actos, un alma según la Ley, a cuya virtud daban testimonio todos los judíos de la ciudad. En su semblante brillaba aquella dulce gravedad, aquella serenidad angélica que ya antes había advertido en los discípulos de Jesús. Toda su actitud expresaba el perdón. Saulo, a pesar del abatimiento de los tres días de ayuno y de angustia, le escuchaba con avidez, recibía complacido la enseñanza evangélica y se mostraba ya un discípulo entusiasta de la Cruz. «El Dios de mis padres—le dijo Ananías—te ha escogido para conocer su voluntad, para ver lo justo y escuchar la voz de su boca; porque tú serás su testigo delante de todos los hombres de cuanto has visto y oído. Pero ¿qué tardas? Levántate, recibe el Bautismo y lava tus pecados invocando su nombre.» En Damasco todas las casas tenían su fuente, rodeada de rosas y azahares. Saulo se levantó y fue bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Permaneció luego algunos días con los discípulos del Señor, preguntándoles por los milagros, las parábolas, la vida y la Pasión del Maestro. Esta fue para el neófito, «que renacía en el agua y el Espíritu», la leche de la infancia espiritual. Robustecido con el divino alimento, su fe empezó a manifestarse en predicaciones vehementes, declarando en las casas y en las sinagogas que «Jesús era el Hijo de Dios».

Saulo se había convertido en Pablo; el perseguidor, en el apóstol de los gentiles; el enemigo de los discípulos de Jesús, en vaso de elección y predicador de la verdad. La sinagoga perdía al más celoso de sus defensores, la Iglesia ganaba al más temible de sus adversarios. Transformado por una gracia irresistible, el genio ponía toda su potencia al servicio de la nueva religión; la sinceridad, todo su apasionamiento; la elocuencia, toda su audacia arrolladora. Era la mayor victoria del Cristianismo naciente. El discípulo de Jesús la recuerda con alborozo, la medita en confirmación de su fe, y, al celebrar el suceso, da gracias a Dios por la conquista del hombre providencial que va a llevar el nombre de Cristo, como una antorcha inextinguible, a través del mundo romano. «Portabat nomen tanquam lumen».

La vida del convertido va a ser un relámpago que culebrea durante treinta años a través de un Imperio. El carácter de Saulo nos le revela el rayo que le hirió. A San Agustín el libro lo abruma y lo convence; a los Magos los guía una estrella; a San Pablo un rayo lo derriba y lo ciega, en pleno día, bajo las miradas de los hombres, entre el bullir de la urbe populosa. El hombre de acción es dominado y consagrado por la acción, radicalmente, instantáneamente. Suena en los aires el reproche rápido y severo. Sólo eso basta. No hay excusas, no hay vacilaciones. Sorprendido, derribado, subyugado por la luz, el herido no pierde un solo instante en reflexionar ni en observar, ni siquiera en examinar lo que pasa en torno suyo y dentro de sí. Sólo piensa una cosa: que todo lo antiguo pasó para siempre, que es preciso cambiar de rumbo, que hay que hacer otra cosa. Pero, ¿cuál? Cualquiera que sea, está dispuesto a hacerla con toda la sinceridad de su alma. Jamás se ha visto una transformación más completa. Quedaba el hombre, con todos sus arrebatos, con todas sus violencias; nada de sus antiguos sentimientos y de sus antiguas ideas, de su orgullo, de su odio, de su sed de sangre. Dios había cogido el vaso, lo había vaciado de su propia ignominia, y, lleno de su gracia, lo presentaba al mundo como un vaso de elección.

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