domingo, 2 de diciembre de 2012

Homilía


Hoy se inicia el año litúrgico, celebrando en la memoria litúrgica la venida del Señor.
La primera venida en la debilidad de nuestra carne ya tuvo lugar en Belén hace más de dos mil años; la segunda y definitiva venida sucederá al final de los tiempos cuando Cristo presente al Padre la consumación de la redención.
Ambas venidas están siempre presentes en la memoria cristiana cuando reiteradamente repetimos en la Eucaristía: ¡”Ven, Señor Jesús!”, al anunciar su muerte y proclamar su resurrección.
Antes de ascender al cielo el Señor nos prometió su misteriosa presencia entre nosotros hasta el fin del mundo. Y es aquí donde se cimienta nuestra esperanza.


Con estas palabras el profeta Jeremías se dirige al rey de Judá que no hace caso a sus requerimientos y Jerusalén es arrasada por tropas extranjeras.
El auténtico profeta ilumina el presente y mantiene viva la esperanza del futuro, mirando con los ojos de Dios.
Podemos interiorizar estas palabras aplicándolas a los difíciles tiempos que nos toca vivir, con un paro galopante, la economía en zozobra, la desconfianza a flor de piel, el nerviosismo asomando a cada esquina y una profunda incertidumbre, pese a los mensajes optimistas de quienes ostentan el poder que, a juzgar por las imágenes de la tv., no parecen sentir en propias carnes la virulencia de la crisis. La historia una vez más se vuelve a repetir, aunque con distintos protagonistas.
Necesitamos, como el pueblo de Judá deportado a Babilonia, levantar los ánimos y alimentar la esperanza cristiana, que no debe confundirse con las esperas.

Con frecuencia vivimos solamente de esperas: esperamos que nos toque la lotería, acceder al mejor trabajo, aprobar los exámenes, que nuestros campos den fruto, que nuestro equipo favorito gane en la competición... Todo ello muy humano.
Pero no podemos vivir continuamente de esperas, porque nuestra vida sería una frustración si no se cumplen nuestras expectativas.

La esperanza cristiana se alimenta de la fe y asienta sus raíces en Cristo, vencedor de la muerte y libertador del mal, que nos guía y nos salva. La fuerza de esta esperanza es capaz de superar los desalientos ocasionales de nuestras esperas, porque nuestra meta no se basa en necesidades temporales.

Este tiempo de Adviento nos invita a profundizar nuestra fe como el árbol que baja la savia a sus raíces aguardando la siguiente primavera.


San Lucas incide en la misma idea del profeta Jeremías al describir la crisis del fin del mundo y alentar la esperanza.
Utiliza, como los escritores de su tiempo, el género apocalíptico para plasmar una vedad religiosa. En medio de los cataclismos y devastaciones, el Señor nos protege y ampara ante los sufrimientos y persecuciones de la era presente.
Es cierto que algunos autores cinematográficos inciden en escena de destrucción del mundo, y propagan el “morbo” para asegurar sus ventajas económicas, pero también lo es la herida que está sufriendo la Tierra a causa de la polución atmosférica y los vertidos contaminantes.
Muchos piensan que, siguiendo a este ritmo, el deterioro futuro será tal que se convertirá en una superficie inhabitable.


Los países de la llamada Europa Occidental estamos desde hace tiempo sufriendo las consecuencia del materialismo, el relativismo moral y el nihilismo; todas ellas doctrinas destructivas. Mientras se van perdiendo ancestrales y positivas tradiciones cristianas, se introducen formas de vida que fomentan el individualismo egoísta, la insolidaridad y el esfuerzo productivo en aras del hedonismo y el placer inmediato.
De esta manera, la persona, desprotegida de los valores morales, se siente sola, impotente y vacía, esclava de las ideologías dominantes, que son las que dictan las consignas a seguir.

Decía Einstein que “la ciencia y la técnica llevan al hombre a su podredumbre, si las energías morales están paralizadas”
En este mismo sentido, nos recuerda el evangelio de hoy que podemos caer en la tentación del “vicio, la bebida y la preocupación del dinero”

¿Qué hacemos con nuestra libertad?

Corremos el peligro de pensar que otros van a resolver nuestros problemas mientras permanecemos pasivos ante situaciones que nos desbordan, porque no estamos habituados a una entrega generosa

Saint-Exupery afirmaba que “la comunidad- hoy añadiríamos globalización-no es la suma de intereses, sino la suma de entregas”


Somos llamados a ser ciudadanos del cielo, pero debemos ser concientes de ser ciudadanos de la tierra, sensibles a los problemas que nos afectan a todos.
Esto significa arrimar el hombro y no evadir responsabilidades, porque el Señor viene a nosotros y quiere que permanezcamos en vela activa.
Ya sabemos que el mundo no va como nosotros quisiéramos- nunca ha ido- pero no deja de estar en las manos de Dios, que conoce nuestras limitaciones.
El Adviento nos arrastra, como vendaval de otoño, al optimismo evocando una vez más las exhortaciones esperanzadas de Jesús: “Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”

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