martes, 25 de diciembre de 2012

FIESTA DE NAVIDAD y SAN PEDRO EL VENERABLE

Para cumplir el decreto de Augusto, para inscribirse en los registros públicos, José el carpintero, acompañado da María, su esposa, abandona su casita de Nazareth. Cuatro días de marcha, desde las montañas de Zabulón hasta el corazón de la Judea; azotado el rostro por el viento afilado del Líbano, heridos los pies por la aspereza de los caminos helados. Primero, las llanuras de Esdrelón, que les dejaba en los límites de Samaría; después En-Gannim, Síquem... Pasan al lado de las torres de Sión, y algo después divisaban las primeras casas de Belén, la ciudad de David. Allí se dirigían los dos nazarenos, porque ambos eran «de la casa y familia de David», que mil años antes había apacentado sus rebaños en los campos betlemitas. Atravesaron el valle fértil donde estuvo en otro tiempo el dominio de Booz y de Jessé, subieron una colina blanca y suave, y en el momento en que agonizaba la tarde, se detuvieron delante del khan, un edificio rodeado de soportales, con un gran patio central, donde se amontonaban las caballerías. La gente gritaba, discurría ligera de un lado a otro, se saludaba a voz en cuello, cantaba, bromeaba. José abrióse paso entre la multitud no sin prever una desagradable acogida. «María, encinta — pensaba—; y esto parece atestado de extranjeros.» Y así fue; una y otra vez le dijeron «que no había lugar para ellos». Insistió, suplicó; todo inútil.

Allí, cerca de la posada, abierta en la montaña calcárea le señalaron una gruta que estaba habilitada para establo. Es el único refugio que pudieron encontrar los dos viajeros de Nazareth. En él, desprovista de toda asistencia, en una noche de invierno, entre el mirar asustadizo de las mansas bestias, llególe a María la hora de dar a luz, y al filo de la medianoche, de una noche fría y oscura, nació el que es «la luz del mundo». Un albergue pobre, destartalado y lleno de telarañas fue el primer palacio de Jesús en la tierra; un pesebre sucio, su primera cuna; un asno y un buey, según la vieja tradición, los que le calentaron con su aliento. «Y María—dice San Lucas—le envolvió en pañales y le reclinó en un pesebre.»

Y adoró a su Hijo como a Dios. No conoció en su parto las miserias de las hijas de Adán. Dio a luz sin sentir el dolor, consecuencia del pecado, y sin perder privilegio de su virginidad intacta. Jesús, dice San Jerónimo, se desprendió de ella como el fruto maduro se separa de la rama que le ha comunicado su savia: sin esfuerzo, sin angustia, sin agotamiento. «Virgen antes del parto, en el parto y después del parto», dice San Agustín.

El mundo no sabe que acaba de realizarse el más grande acontecimiento de la Historia. Es el Cielo quien viene a decírselo y a poner una luz ultraterrena en aquel nacimiento humilde. Al oriente de Belén, camino del mar Muerto, se extiende una verde llanura donde antaño se elevaba «la torre del rebaño», junto a la cual plantó su tienda Jacob para llorar a su amada Raquel. Por aquellos campos espigaba Ruth. Ahora, una iglesia escondida entre olivos señala allí el lugar sobre el cual se abrieron las nubes para dejar ver una nueva luz. «Un grupo de pastores—dice San Lucas—guardaba sus ganados y velaba durante la noche. De pronto, el ángel del Señor se les apareció, la gloria del Señor les rodeó de luz y fueron poseídos de un santo temor.» Un hijo de Israel no podía ver un rayo de gloria que caía del Cielo, sin recordarle los rayos de Yahvé, a quien no se podía ver sin morir. Pero el ángel les tranquilizó diciendo: «No temáis; os anuncio una gran alegría para vosotros y para todo el pueblo. Cerca de aquí, en la ciudad de David, acaba de naceros un Salvador, el Cristo, el Señor, y ésta es la señal que os doy: encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.»

La noticia era extraña; el Mesías que aguardaba Israel, recostado en el heno; el descendiente de David, abrigado en una caverna. En el segundo siglo de nuestra era decía el hereje Marción: «Quitadme esos lienzos vergonzosos y ese pesebre indigno del Dios a quien yo adoro.» En vano contestará Tertuliano «que nada es más digno de Dios que salvar al hombre y pisotear las grandezas transitorias, juzgándolas indignas de Sí y de los hombres». De siglo en siglo, hombres soberbios repetirán el grito del padre de los gnósticos ante la humillación del Verbo encarnado. Pero no era a los potentados de Jerusalén, ni a los doctores del templo, a quienes se dirigía el mensaje divino, sino a los pobres, a los sencillos, a los aldeanos. Sus almas sin doblez se abrieron a las palabras del ángel, sus ojos a las claridades del Cielo. Pronto se dieron cuenta de que el mensajero no estaba solo; un coro de espíritus resplandecientes le rodeaba, cantando el himno cuyo eco resuena en todas las basílicas del mundo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y paz sobre la tierra a los hombres amados de Dios!» Maravillados por el misterioso concierto, los pastores miraban hacia la altura, y cuando los últimos ecos se perdieron en la lejanía, echaron a andar, diciendo: «Vayamos a Belén y veamos este prodigio que el Señor nos anuncia.»

Y a la escasa luz del establo vieron un hombre alegre y apenado, recogido y silencioso, y una mujer bella y joven que con solicitud amorosa se inclinaba sobre su Hijito, y un Niño que les miraba con sus profundos ojos abiertos y ofrecía a sus besos sus carnes rosadas, delicadas y temblorosas. Era el signo que les había dado el ángel. Ellos le reconocieron y su fe se manifestó en transportes de gozo; contaron una y otra vez lo que les había acontecido en la majada, «y todos se admiraban al oír su relato», porque la gruta empezaba a llenarse de gente. Después de ofrecer lo poco que tenían: los blancos donativos del pastoreo, la leche, el queso, la lana y el cordero, que el amor y la fe hacían más preciosos que todos los tesoros del mundo, «se volvieron alabando y glorificando a Dios de todas las cosas que habían oído y visto, según les fuera anunciado». En medio de aquel ingenuo alborozo, que se reproduce cada año en la más pura de las alegrías del mundo, la madre de Jesús callaba. «María conservaba todas estas cosas, rumiándolas en su corazón», hasta el día en que se las cuente a San Lucas, su pintor, su evangelista. Porque es ella, sin duda, quien le inspiró este relato, sobrio y tierno a la vez, donde se descubre la mano de una virgen y el corazón de una madre.

Conservaba todas estas cosas y las revolvía en su corazón. ¿Quién, sino María, puede haber descubierto esta dulce intimidad? Sin embargo, es la actitud normal de una madre en presencia del hijo que le acaba de nacer. Aunque guarde un silencio, al parecer, indiferente, lo oye todo, lo ve todo. Con su mirada intuitiva ha tomado posesión del pequeñuelo, y en el fondo de su alma esta ya tejiendo la cadena de alegrías y tristezas que van a formar aquella vida palpitante que acaba de traer al mundo. Es Lucas, el médico, quien ha puesto de relieve esta nota característica de toda maternidad. En torno de toda cuna se alaban las gracias del recién nacido, se examinan sus rasgos, se felicita a la madre. Esto mismo sucedió en el pesebre de Belén. También los pastores, en medio de su rudeza, conocían ese vocabulario de diminutivos graciosos, de palabras amables, que brotan sin esfuerzo del corazón en presencia de un niño que acaba de nacer. Las generaciones cristianas celebrarán con músicas, pastorelas y villancicos los encantos del «pequeñuelo» que había anunciado Isaías. San Francisco invitará a cantar a sus frailes, y dará en este día doble pienso a la mula y al buey; Santa Teresa bailará con sus monjas en torno a un nacimiento al son de las castañuelas. Pero el primer villancico resonó en Belén.

También la liturgia, inclinándose, como María, sobre la cuna, observa al recién nacido, examina su fisonomía, le describe y le canta a semejanza de los pastores. ¡Qué alegría más profunda hay en su acento cuando anuncia al pueblo cristiano «que un niño les ha nacido, que un niño les ha sido dado»! Y luego, ¡cómo se extasía delante de este parvulillo, «que se ha vestido de hermosura», «que vence en belleza a todos los hijos de los hombres», «en cuyos labios se ha derramado la gracia», «cuyos ojos son más bellos que el vino, cuyos dientes tienen la blancura de la leche» Pero al repasar sus textos nos damos cuenta de que la fiesta de Navidad no es sólo un idilio campestre con cantos angélicos y rumor de esquila y flautas y zagales. Es un día que tiene tres misas, tres misas inundadas de luz, revestidas de grandeza, arreboladas de gloria y de majestad. No se olvida en ellas el pesebre de Belén; pero esta aparición en nuestra carne mortal trae al alma el pensamiento de otros nacimientos misteriosos. Es una trilogía sublime que comprende el drama de la redención del mundo: primer reverbero de Cristo en la eternidad; su comienzo en la tierra; su realización en el Reino de Dios. El espíritu pasa de una idea a otra: de la eterna generación del Verbo a la visión deslumbrante de su encarnación; de la contemplación admirativa del Niño en los brazos de su Madre, al deseo ardiente de participar en la fuente de toda luz y toda alegría. «Tú eres mi Hijo—dijo el Señor—; hoy te engendré. María dio a luz a su Hijo y le colocó en el pesebre. Apareció la gracia de Dios, Salvador nuestro, a todos los hombres.»

Navidad es la fiesta de un Rey que llega; es una marcha triunfal; es una grandiosa epopeya y la historia viviente de un Reino que se realiza sin cesar; es, en una palabra, el drama de la verdadera luz. «La exultación—dice una secuencia antigua — estalla en el corazón de los creyentes. ¡Alleluya! Nuestro Rey sale de la puerta intacta. Alleluya! Porque el mensajero del eterno consejo sale del seno de la Virgen como el sol de una estrella; sol que no tiene ocaso, estrella que nos alumbra con vivo resplandor, siempre más pura.»

Era en el verano de 1122. Más de un mes llevaban los hermanos de Cluny deliberando sobre la elección de un abad, cuando penetró en el capítulo un joven prior de uno de los prioratos más insignificantes de toda la Orden. «Al verle—dice el cronista Raúl Glaber—, todos tuvieron el mismo pensamiento: le rodean, le felicitan, le sientan en la silla de honor y le proclaman señor y abad.» El electo; Pedro Mauricio de Montboisier, era un joven de veintiocho años, nacido en el seno de una familia condal de Auvernia. Talla majestuosa, aspecto notable y suave a la vez, palabra fácil, elegante y enjundiosa, cultura universal para su tiempo, Pedro Mauricio era ya en plena juventud uno de los mayores prestigios de la Orden. «Alegraos, monjes de San Benito—decía un poeta de aquellos días, celebrando la inesperada elección—; San Hugo vive nuevamente entre vosotros. Por su ingenio, igual a los poetas de la antigüedad, nadie de entre los que viven puede comparársele. En prosa es un nuevo Cicerón; en verso, otro Virgilio. Discute como Sócrates. Agustín no escruta con más sutileza las cosas ocultas; Jerónimo le enseñaría difícilmente alguna cosa; no cede a Gregorio en la dulzura y caridad de la palabra, ni a Ambrosio en la amplitud de la elocuencia. Músico, astrólogo, matemático, geómetra, gramático, orador, dialéctico, ningún conocimiento le es extraño.»

El gobierno de Pedro empezó con un episodio desagradable. Un día, estando ausente el nuevo abad, la abadía de Cluny fue asaltada por una gavilla de monjes giróvagos, gentes maleantes y soldados asalariados. Al frente de ellos iba el abad anterior, Ponce de Melgeuil. Ponce era un hombre inquieto, inconstante y desequilibrado. En un arrebato, había abdicado, algún tiempo antes, su dignidad para ir a combatir a los enemigos de Cristo en Tierra Santa. Arrepentido luego de aquel paso, según la expresión de Pedro el Venerable, dejó aquel Oriente de donde había venido la luz, para traernos las tinieblas. Durante medio año, el monasterio y sus alrededores fueron el teatro de escenas abominables: robos, saqueos, incendios y profanaciones. Amonestado desde Roma, Ponce responde que nadie entre vivos tiene derecho de atar con el anatema a un abad de Cluny; sólo Pedro podría hacerlo, pero Pedro está en el Cielo. El desequilibrio se había convertido en una verdadera locura. Se le detiene, se le encadena, se le declara invasor, sacrílego, cismático y excomulgado; y muere poco después en el sótano de un castillo. En 1125, Pedro recibía de un condiscípulo esta campanuda felicitación: «Todo el mundo se alegra de tu triunfo. Los poncianos se han callado definitivamente; esos perros cobardes ya no pueden ladrar. Salud a ti, que has encontrado en Cristo una espada y una adarga. Ahora, amigo de Dios, que quiera o no quiera la raza impura, los monjes acatan tus mandatos; puedes levantar con la mano firme el cetro real y mandar como triunfador.»

Estos escándalos pasajeros no habían podido disminuir la gloria de Cluny. La gran abadía de Borgoña, que transmitía su programa de acción a cerca de un millar de monasterios, sujetos, derramados por toda la cristiandad; que en el siglo anterior había renovado el orden social y religioso; que acababa de imponer al mundo las ideas reformadoras de Hildebrando, después de habérselas inspirado al mismo Hildebrando, seguía siendo, durante la primera mitad del siglo XII, un centro de influencia religiosa y política tan importante como la misma Roma. Pedro tomaba en sus manos un poder inmenso que le ponía en la cima de aquel mundo feudal. Detrás de él, podía decirse como de su antecesor, caminaba un ejército más numeroso que las hojas de los árboles de Asia, más compacto que las arenas de las playas africanas». Desgraciadamente, la decadencia empezaba a sentirse. Aquel edificio grandioso, asombro de dos siglos, se cuarteaba. Pedro Mauricio podrá aún detener la ruina y hacer que durante sus días Cluny siga siendo el más fuerte apoyo del Papado y el factor más importante en el movimiento eclesiástico.

Además, frente a Cluny se alzaba un rival, el Císter, que aparecía en escena levantando el mismo estandarte de la regla benedictina, con la cual se había formado la grandeza de Cluny. El Císter era todo reacción, oposición, puritanismo, combate; era el protestantismo en el orden monástico: retorno a las aguas puras de la Regla sin interpretaciones, sin mitigaciones, sin tradiciones. Los cluniacenses aceptaron la lucha; y no tardó en verse al mundo dividido en dos partidos, a quienes capitanean dos santos: San Bernardo y Pedro el Venerable. Pocas veces ha presenciado la Historia una polémica más noble, más elevada, y en la cual se haya combatido con tanto respeto y tanto amor. No faltan, sin embargo, momentos difíciles en que los «ánimos se enconan. De los dos contendientes, el abad de Claraval es el más violento. No pierde ocasión de levantar la voz contra las riquezas, los privilegios y las costumbres de los cluniacenses, tachándolas de relajadas, criticando sus vestidos, el lujo de su mesa, la magnificencia de su culto, y hasta las pinturas, esculturas y ornamentación de sus basílicas. A veces su cólera se inflama de tal manera, que abruma con su acerada crítica a quienes llama «ciudadanos de Babilonia, es decir, hombres de confusión e hijos de las tinieblas, dignos de la gehenna y del reino del eterno horror».

Pedro el Venerable podía decir amargamente: «Creía que era un cristiano, y se me trata como a un pagano. Me tenía por un monje, y se me desprecia como a un público pecador. Pensé que era su amigo, y me arrojan fuera como a un samaritano.» Desde el principio de su gobierno, el abad de Cluny se había esforzado por llegar a un acercamiento con los cistercienses. Bernardo era para él «un señor y un maestro»; el Císter, un hermano de Cluny. Para defender a sus hermanos, hubo de intervenir en la contienda, y lo hizo con agudeza y con erudición. A veces en su lenguaje brilla una suave ironía; a veces se inflama y se llena de viveza. Pero sus apologías de Cluny son altos modelos de moderación y de aticismo. ¡Qué bellamente dice a sus adversarios: La caridad es el alma de la Regla de San Benito; ya podéis observar todos sus preceptos al pie de la letra; si pecáis contra la caridad, habéis dejado el buen camino! Por lo demás, estas disputas disciplinarias, que en el fondo revelaban dos temperamentos distintos, dos maneras diversas de comprender la vida, no lograron separar a los dos grandes espíritus, representantes de dos tendencias eternas. Bernardo y Pedro se amaron tiernamente toda su vida, y cuando el abad de Claraval murió, el de Cluny le rindió el homenaje de sus lágrimas. «Pluguiese a Dios—le escribía una vez Bernardo—que con esta epístola te pudiese enviar también mi alma; así podrías leer más claramente el amor hacia ti que el dedo de Dios ha escrito en el fondo de mi corazón. Hace tiempo que mi alma no forma más que una sola alma con la tuya. Cree a tu amigo; nada se ha levantado en mi corazón, nada ha salido de mi boca que deba causarte tristeza.» A esto, el abad de Cluny respondía: «Tus palabras son para mi el perfume que, derramado sobre la cabeza de Aarón, inunda su barba y corre hasta el borde de sus vestidos. Así es como las montañas destilan la dulzura y dejan escapar ríos de leche y miel. Yo sé que son la expresión de un corazón puro y de un amor verdadero; y por eso, siempre que me escribes recibo tus cartas, las leo y las abrazo con un agradecimiento sin límites. Cuando éramos jóvenes comenzamos a amarnos en Cristo; y ahora, que hemos llegado a la vejez, ¿dudaríamos de un amor tan santo, tan perseverante?»

En aquella polémica, la victoria debía sonreír a San Bernardo, aunque cincuenta años más tarde la realidad dé la razón a Pedro el Venerable. El Císter era una creación nueva, rica de juventud, llena de porvenir. Cluny se había gastado en dos siglos de trabajos y victorias. El abad de Claraval no combatía fantasmas, sino realidades. Pedro lo comprendió, y comprendió también que era el momento de realizar aquel dilema: o transformarse o morir. Este grande hombre, que «sobre la Regla de San Benito, que tanto amaba, sabia poner la regla de la caridad», hizo cuanto pudo por restaurar la más estricta disciplina entre los monjes negros: estatutos, capítulos, visitas, viajes a través de los monasterios cluniacenses, derramados por todas las naciones occidentales. La casa madre fue la primera en sentir los efectos de su celo y vigilancia. La decadencia material se juntaba a la espiritual. «La abadía—dice él mismo—contaba trescientos hermanos, y no había rentas ni para la tercera parte. Era grande la afluencia de huéspedes e infinito el número de pobres a quienes había que librar del hambre. El pan era negro y lleno de salvado; el vino, aguado y sin sabor, no duraba dos meses.» Pedro saneó la hacienda, y al mismo tiempo puso un dique a la indisciplina, siempre con suavidad y dulzura, que algunos religiosos no supieron agradecer. A causa de sus medidas de reforma, se le acusaba de pasarse al campo enemigo. Al fin de su vida escribía: «Ya hace un año que no ceso de escuchar el silbido de mis serpientes»; y al mismo tiempo se quejaba de los monjes, «que andan como buitres y milanos rondando el olorcillo de las cocinas y tienen odio a las habas, al pescado, al queso y a los huevos; y ya no se contentan con las carnes de puerco, de ternera, de ganso o de conejo, sino que buscan los refinamientos de las cocinas reales y no quedan contentos si no les sirven ciervo, jabalí, oso, tórtola o faisán.»

La acción del santo abad se extendía mucho más allá de los monasterios. Después de la voz de San Bernardo, no había en la Iglesia otra razón más autorizada que la suya. Oíasela en tuda Europa, en la curia de Roma, en las cortes de los reyes, en los campos de batalla y en las discusiones conciliares. Su actitud acaba con un cisma que se originó a la muerte de Calixto II. Hospeda en Cluny al Papa legítimo Inocencio II, expulsado de Roma, saliendo a su encuentro con una escolta real; reduce a los cismáticos, se constituye en mediador entre la Iglesia y los príncipes, emprende una campaña para evangelizar a los musulmanes españoles, manda traducir el Alcorán y lo refuta, fomenta las letras entre sus monjes, compone sutiles tratados teológicos e históricos, escribe contra los judíos, combate los errores precalvinistas de Pedro de Bruys, y mantiene correspondencia con los Papas, los obispos, los reyes y los hombres más ilustres de su tiempo.

Estas cartas son las que nos muestran en toda su grandeza de espíritu, superior a su siglo, al hombre que entre enconos y amarguras pasa derramando la suavidad y fragancia del vaso de su corazón; al santo de alma nobilísima, que en medio de una época atormentada y revuelta gime y levanta los ojos al Cielo, pero sin perder nunca aquella calma, aquella elevación serena que le rodeaba como de una aureola divina. Dotado de una justa amplitud en su concepto de vida, conocedor profundo del corazón humano, odia los extremismos, y es naturalmente enemigo de todo lo que tiene carácter exclusivo y no ve más que un lado de las cosas. Para su juicio sereno, el espíritu domina sobre la letra. La caridad fue la regla suprema de su conducta; aquella caridad que, según su doctrina, hace y perfecciona la justicia. Jefe de un orden poderoso, reformador y debelador de la herejía, fue odiado y envidiado. Pero si el odio y la envidia le dieron días de profunda tristeza, jamás pudieron sacar de su alma una gota de amargura. Amó tiernamente. A un compañero le escribía: «Durante diez años hemos vivido bajo el mismo techo. El ardor de la caridad mutua nos abrasaba de tal modo. que habiendo comenzado a amarte por sólo el impulso de la naturaleza, llegué a no amarte más que por Dios y en Dios; tú eras para mí un asilo contra las olas del mundo, un puerto en el cual encontraba dulce refugio.» Su correspondencia está llena de estas deliciosas intimidades, que nos descubren el secreto de un gran corazón.

Cuando Abelardo, el brillante filósofo, vagaba rechazado por todo el mundo y presa de la más profunda desesperación, recibió una carta admirable en que le decía entre otras rosas: «Lleno de compasión, querido hijo mío, por lo mucho que te fatigas y por la pesada carga de los conocimientos humanos, bajo la cual sucumbes, gimo al ver que consumes tu vida en una tarea inútil y sin consuelo. Si el fin de la verdadera filosofía consiste en conocer la verdadera felicidad y en adquirirla después de conocerla, quién osará dar el nombre de filósofo a aquel cuyos trabajos le conducen a una eterna miseria? Los más grandes genios de la antigüedad se afanaron por arrancar a las entrañas de la tierra ese tesoro que hay que buscar en las alturas. Y la Verdad, teniendo compasión de ellos, les dijo: «Venid a Mi los que estáis fatigados; Yo os aliviaré.» Corre, hijo mío, tras la voz del Maestro celestial, que te ofrece el solo fruto de toda filosofía, la bienaventuranza, a la cual se llega por la pobreza del espíritu. ¡Qué felicidad para mí si merecieses esta gracia! Yo te acogería como a un hijo único, te alimentaría con la leche de la piedad, te calentaría con el amor de mi corazón, te agregaría a los hijos de Cristo, le armaría de la celestial armadura, te animaría con todas mis fuerzas al combate espiritual, y lucharía contigo contra el común enemigo. Si, con el socorro del Cielo la victoria será nuestra, y juntos seremos coronados.» Sólo el abad de Cluny podía hablar de esta manera. Abelardo se arrojó en aquellos brazos que se le abrían con enfusión; fue a Cluny, pidió el hábito, y haciendo penitencia de sus extravíos, encontró aquella corona que le prometía el abad.

La dulzura de Pedro el Venerable había logrado del sabio lo que no pudieron conseguir los terrores de San Bernardo. Pedro no tenía, ciertamente, el genio del abad de Claraval, pero su figura es acaso más amable. El uno nos recuerda la tempestad; el otro nos hace pensar en la calma de una tarde apacible. Elegido en plena juventud a causa del brillo de su virtud y la seducción de su carácter, poeta, filósofo, diplomático, hombre de Estado en la piedad y hombre de piedad en la política, Pedro era otro Abelardo, pero un Abelardo sin su orgullo y su flaqueza. Su misma fisonomía parecía acentuar la nobleza de su alma. Considerábasele como el hombre más hermoso y bondadoso de su tiempo: alta figura estilizada, andar grave, bello rostro, dulce mirar, expresión recogida, gracioso ademán, persuasión en la voz, y en todo una elegancia aristocrática. Colocado, dice Lamartine, por la elevación de sus ideas a igual distancia del Cielo y de la tierra, y atento desde allí a las cosas de arriba y a las de abajo, representaba la santidad cristiana y atraía al mundo hacia ella por la gracia de su trato, en vez de aterrarle con sus rigores y sus invectivas.

La muerte fue digna de aquella vida. Tiempo hacía que en sus visitas a la Gran Cartuja «rogaba a los religiosos que obtuviesen de Dios que fuese escuchado su deseo.» Cuando le decían que se explicase con más claridad, respondía: «Rogad solamente para que Dios me escuche.» Este grande anhelo era morir el día de Navidad. La víspera del 25 de diciembre de 1157 fue, según costumbre, al capítulo, sin sentir malestar ninguno, para asistir al anuncio del nacimiento de Cristo. Prosternóse en tierra, siguiendo el uso de Cluny, y adoró a Dios con humilde devoción. Después de la lectura de los nombres de los difuntos, hizo en un discurso sublime el elogio de la Natividad, explicando las profecías que la anunciaban. Mientras hablaba, un torrente de lágrimas brotaba de sus ojos; y en medio de la emoción, se sintió enfermo repentinamente. Los monjes le llevaron a su habitación, le velaron durante todo el día, y aquella misma noche, a la hora misma en que Cristo vino al mundo, Pedro le dejó para siempre, yendo a continuar la celebración del nacimiento del Salvador con los espíritus angélicos.

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