La Beata Ana de San Bartolomé es un satélite que se mueve por completo en la órbita de Santa Teresa de Jesús. Tiene con ella un punto de contacto excepcional: la vida de ambas está dominada por los fenómenos místicos, constituyendo un válido testimonio de la existencia de lo sobrenatural, prueba patente de la presencia de Dios en el mundo de las almas. Ambas nos han descrito sus experiencias. Teresa como maestra, con la exactitud y riqueza de sus minuciosas descripciones; Ana con la sencillez de su mente inculta y campesina, pero con una sinceridad y una transparencia que encantan.
La Autobiografía de la Beata está tan llena de hechos extraordinarios, que resulta poco atrayente para los espíritus críticos y desconfiados de nuestro siglo, pero está escrita con un estilo tan directo y con una tal convicción, que no pueden menos de ser aceptados, por lo menos, como experiencia vivida, por quienes se acerquen a ella con un criterio adicto a lo divino.
Nació Ana en Almendral, Pueblo de la provincia de Toledo, el 1 de octubre de 1549, en una familia cristiana y campesina, de costumbres austeras y acendrada piedad, siendo la sexta entre siete hermanos. Un vulgar episodio de su infancia parece señalar el destino de su vida. Ella misma lo cuenta en su Autobiografía: Cuando todavía era muy niña y apenas podía tenerse en pie la dejaron un día solita sus hermanas para que se entrenara en andar. Pasando por allí su madre, les dijo:
—Mirad que la niña no caiga, que se matará.
Una de las hermanas replicó:
—Dios la haría merced, si se muriera: que ahora iría al cielo.
Y la otra repuso:
—Déjala, no se muera, que si vive podrá ser santa.
Más la primera objetó:
—Esto está en duda, y ahora no tiene peligro, más en llegando a los siete años pecan los niños.
Nos asegura la Beata que este diálogo, sólo vagamente comprendido, causó un impacto terrible en su alma. Cobró horror al pecado, y, levantando los ojos al cielo, le pareció que se le mostraba claramente la majestad divina.
Es posible que una elaboración posterior fuese llenando de contenido la primitiva impresión, pero lo cierto es que su vida queda marcada desde sus albores con el signo de lo sobrenatural. Y cuando cumplió siete años la encontraban con frecuencia llorando y, preguntada por el motivo, respondía: "Porque tengo miedo de pecar y condenarme".
Cuando contaba apenas diez años perdió a sus padres, y sus hermanos la obligaron a guardar el rebaño que poseía la familia. Ana aprendió con el contacto del campo a relacionarse con Dios, a quien veía presente en la creación. Gustaba de pasar las horas muertas con el pensamiento en el cielo, absorta en contemplación, y ya desde entonces se entrenó en continuos coloquios con Cristo, que, nos asegura, se le aparecía continuamente en figura de niño que conversaba con ella. Lo sentía junto a sí y le hacía partícipe de sus pensamientos y preocupaciones. La Beata interpreta estas experiencias como si se tratara de una presencia real y corporal de Cristo, más acaso no pasasen de visiones imaginarias producto de su fantasía infantil excitada por el pensamiento de Cristo, hacia el cual encauzaba toda la capacidad sensitiva de su alma. Lo cierto es que vivía en continua presencia de Dios, nota que fue la característica de su vida toda bajo diversos aspectos conforme al desarrollo de la gracia en su alma y al diverso grado de madurez espiritual.
Al llegar a los veintiún años, sus hermanos quisieron casarla y le buscaron para marido un mozo gallardo y de buena posición. La joven estaba decidida a consagrarse al Señor y, con hábil estratagema, logró burlar las pretensiones familiares, presentándose ante su presunto esposo tan desastradamente ataviada, que no fue aceptada. Durante mucho tiempo continuó la insistencia de sus familiares y fue tanta la guerra que le hicieron, que faltó muy poco para que se rindiera. "Si yo hallara un hombre muy rico, muy agradable, muy santo y que me ayudara al servicio de Dios, que me holgara con tal compañía."
Mas Cristo, que en su infancia se le hacía sentir como niño, se le mostró entonces con rasgos juveniles y le susurró al oído: "Yo soy el que tú quieres y conmigo te has de desposar”, y desapareció.
Desde entonces todos sus pensamientos y deseos se encaminaron al claustro, y por consejo de su confesor, el párroco del pueblo, se dirigió al convento de San José de Ávila pidiendo ingresar entre las hijas de Santa Teresa. Sus hermanos se opusieron en un principio y su hermano mayor, cuando cierto día le reclamaba el dinero para el viaje, tuvo un acceso tan terrible que poco faltó para que la atravesase con su espada. Mas finalmente, amansado, él mismo la acompañó a Ávila, donde ingresó el 1 de noviembre de 1570.
La Beata carecía por completo de instrucción y no sabía leer ni escribir, lo cual suponía un grave inconveniente para su admisión por su incapacidad para el rezo del coro. Más la santa Madre, que nunca había querido admitir legas en sus conventos, hizo una excepción con ella para no perder una vocación tan privilegiada, y la recibió para "freila", siendo la primera lega de la descalcez. Hay que notar, sin embargo, que no se tuvo en cuenta para nada la cuestión económica, ya que aportó su dote correspondiente.
En el convento la probó el Señor con duras pruebas espirituales, retirándola el suave sentimiento de su presencia y presentándosele como Cristo doliente que la invitaba a caminar por el sendero de la cruz. En una visión se le mostró afligidísimo y descargó en su corazón la pena que tenía. "¡Mira las almas que se me pierden! ¡Ayúdame!", mostró me la Francia como si estuviera presente allí y millones de almas que se perdían en las herejías."
Dios la probó con graves enfermedades, efecto de su vida de oración, en la que incluso pasaba las horas de la noche, con lo que gastaba su cuerpo no muy robusto. Pero un día la madre Teresa, encontrándose enferma nuestra Beata, le ordenó por obediencia que se convirtiera en enfermera de las demás y, superando su debilidad, se dio tal maña en el oficio, que se convirtió en "Priora de las novicias", como donosamente la llamaba Santa Teresa.
Fue la Santa la que moldeó su espíritu con sus enseñanzas y con su familiaridad, ya que la convirtió en su confidente, su enfermera, su ayuda de cámara y hasta en su secretaria. Ella misma confiesa que la Santa estaba ya tan acomodada a mis pobres y groseros servicios, que no se hallaba sin mí".
Como la Beata Ana no sabía escribir se lamentaba Teresa de ello, porque hubiera querido que la ayudase a llevar su copiosa correspondencia. Por dar gusto a la Madre se empeñó con tal entusiasmo en conseguir aprender a escribir, que lo consiguió con sólo copiar la letra de la Santa y con tal rapidez que se tuvo por todos como verdadero milagro.
Cuando en 1579 se autorizó de nuevo a Santa Teresa para que reanudase la visita de sus conventos y su actividad de fundadora, tras el obligado reposo de dos años en Ávila, quiso llevar como compañera a la Beata Ana de San Bartolomé, que la acompañó en sus últimas peregrinaciones, las más duras y trabajosas, a lo largo de todos los caminos de Castilla. A la pluma de la Beata debemos las vívidas descripciones de estos trabajos, que completan las trazadas por Teresa en el Libro de las Fundaciones.
Ana la acompañó a las de Malagón, Villanueva de la Jara y Burgos, y se hizo su presencia tan necesaria a la Santa, que no sabía ponerse en camino sin su compañía.
En la última enfermedad de Santa Teresa la Beata no se apartó de su lado, olvidándose de comer y de dormir, y tal era el consuelo que le daba el verse por ella atendida que, cuando se alejaba, reclamaba insistentemente su presencia. Ella la asistió en su agonía y tuvo reclinada entre sus manos durante varias horas la cabeza de la santa Madre hasta que en ellas expiró.
Muerta la Santa se convirtió Ana de San Bartolomé en oráculo para las descalzas, que a ella acudieron en su ilusión de conocer los detalles de la vida y enseñanzas de su Madre, que ella mejor que nadie conocía.
Cuando el cardenal de Bérulle vino a España para llevarse a Francia un grupo de carmelitas, se recordó Ana de la revelación que respecto de Francia le había hecho el Señor en otro tiempo y de los deseos de Santa Teresa, y acogió la idea con entusiasmo, formando parte de la primera expedición.
En Francia la obligaron los superiores a tomar el velo negro de corista y la nombraron priora primero de Pontoise y luego de París. La madre Ana tuvo que hacerse al trato de las damas y personajes de la corte, que dieron en la moda de visitar las descalzas y someterse a su dirección. Las primeras vocaciones francesas al Carmelo pertenecían a la nobleza francesa, y fue Ana encargada de su formación, trasvasando en ellas el espíritu teresiano de que el suyo rebosaba. A ella se debe también la fundación del convento de Tours.
Una grave dificultad presentaba la permanencia en Francia de las descalzas. El cardenal Bérulle, una de las más grandes figuras de la espiritualidad francesa, quiso moldear a las carmelitas conforme a su propio espíritu, aunque siguiendo la línea de Santa Teresa. Las españolas estaban acostumbradas a la dirección de los padres y no podían hacerse a vivir sin consultar su espíritu con ellos. La Beata Ana aguantó cuanto pudo; mas, no bien comprendió que el Carmelo en Francia podía continuar por sus propios medios, aceptó la invitación de trasladarse a Bélgica, donde podría dirigirse con los descalzos, que estaban ya establecidos allí.
Llegó a Bélgica a los sesenta y tres años de su edad y fueron los años que allí vivió hasta su muerte los más fecundos de su vida. Su recuerdo está unido en Bélgica a la fundación de Amberes por ella realizada y que se convirtió pronto en un potente foco de irradiación espiritual. Desde la reja de su locutorio y a través de su correspondencia ejerció poderosa influencia sobre la sociedad belga, colaborando al desarrollo de la espiritualidad y vida de oración entre aquellas gentes que se han distinguido siempre entre las más dispuestas para la vida sobrenatural.
Cuando Mauricio de Nassau intentó por tres veces tomar por sorpresa la fortaleza de Amberes, la población atribuyó a las oraciones de la Beata y de sus monjas la liberación, y la infanta y los generales acudieron al locutorio para agradecerle su intervención.
Murió la Beata Ana de San Bartolomé el 7 de junio de 1626, precisamente el día de la Santísima Trinidad, cuya presencia sintió de manera especial en su alma durante los últimos años de su vida.
Su memoria perdura viva en el Carmelo y en la ciudad de Amberes, que en los días terribles de la guerra mundial volvió a encomendarse a ella, atribuyendo a su mediación protectora el haberse visto libre de la destrucción.
La Autobiografía de la Beata está tan llena de hechos extraordinarios, que resulta poco atrayente para los espíritus críticos y desconfiados de nuestro siglo, pero está escrita con un estilo tan directo y con una tal convicción, que no pueden menos de ser aceptados, por lo menos, como experiencia vivida, por quienes se acerquen a ella con un criterio adicto a lo divino.
Nació Ana en Almendral, Pueblo de la provincia de Toledo, el 1 de octubre de 1549, en una familia cristiana y campesina, de costumbres austeras y acendrada piedad, siendo la sexta entre siete hermanos. Un vulgar episodio de su infancia parece señalar el destino de su vida. Ella misma lo cuenta en su Autobiografía: Cuando todavía era muy niña y apenas podía tenerse en pie la dejaron un día solita sus hermanas para que se entrenara en andar. Pasando por allí su madre, les dijo:
—Mirad que la niña no caiga, que se matará.
Una de las hermanas replicó:
—Dios la haría merced, si se muriera: que ahora iría al cielo.
Y la otra repuso:
—Déjala, no se muera, que si vive podrá ser santa.
Más la primera objetó:
—Esto está en duda, y ahora no tiene peligro, más en llegando a los siete años pecan los niños.
Nos asegura la Beata que este diálogo, sólo vagamente comprendido, causó un impacto terrible en su alma. Cobró horror al pecado, y, levantando los ojos al cielo, le pareció que se le mostraba claramente la majestad divina.
Es posible que una elaboración posterior fuese llenando de contenido la primitiva impresión, pero lo cierto es que su vida queda marcada desde sus albores con el signo de lo sobrenatural. Y cuando cumplió siete años la encontraban con frecuencia llorando y, preguntada por el motivo, respondía: "Porque tengo miedo de pecar y condenarme".
Cuando contaba apenas diez años perdió a sus padres, y sus hermanos la obligaron a guardar el rebaño que poseía la familia. Ana aprendió con el contacto del campo a relacionarse con Dios, a quien veía presente en la creación. Gustaba de pasar las horas muertas con el pensamiento en el cielo, absorta en contemplación, y ya desde entonces se entrenó en continuos coloquios con Cristo, que, nos asegura, se le aparecía continuamente en figura de niño que conversaba con ella. Lo sentía junto a sí y le hacía partícipe de sus pensamientos y preocupaciones. La Beata interpreta estas experiencias como si se tratara de una presencia real y corporal de Cristo, más acaso no pasasen de visiones imaginarias producto de su fantasía infantil excitada por el pensamiento de Cristo, hacia el cual encauzaba toda la capacidad sensitiva de su alma. Lo cierto es que vivía en continua presencia de Dios, nota que fue la característica de su vida toda bajo diversos aspectos conforme al desarrollo de la gracia en su alma y al diverso grado de madurez espiritual.
Al llegar a los veintiún años, sus hermanos quisieron casarla y le buscaron para marido un mozo gallardo y de buena posición. La joven estaba decidida a consagrarse al Señor y, con hábil estratagema, logró burlar las pretensiones familiares, presentándose ante su presunto esposo tan desastradamente ataviada, que no fue aceptada. Durante mucho tiempo continuó la insistencia de sus familiares y fue tanta la guerra que le hicieron, que faltó muy poco para que se rindiera. "Si yo hallara un hombre muy rico, muy agradable, muy santo y que me ayudara al servicio de Dios, que me holgara con tal compañía."
Mas Cristo, que en su infancia se le hacía sentir como niño, se le mostró entonces con rasgos juveniles y le susurró al oído: "Yo soy el que tú quieres y conmigo te has de desposar”, y desapareció.
Desde entonces todos sus pensamientos y deseos se encaminaron al claustro, y por consejo de su confesor, el párroco del pueblo, se dirigió al convento de San José de Ávila pidiendo ingresar entre las hijas de Santa Teresa. Sus hermanos se opusieron en un principio y su hermano mayor, cuando cierto día le reclamaba el dinero para el viaje, tuvo un acceso tan terrible que poco faltó para que la atravesase con su espada. Mas finalmente, amansado, él mismo la acompañó a Ávila, donde ingresó el 1 de noviembre de 1570.
La Beata carecía por completo de instrucción y no sabía leer ni escribir, lo cual suponía un grave inconveniente para su admisión por su incapacidad para el rezo del coro. Más la santa Madre, que nunca había querido admitir legas en sus conventos, hizo una excepción con ella para no perder una vocación tan privilegiada, y la recibió para "freila", siendo la primera lega de la descalcez. Hay que notar, sin embargo, que no se tuvo en cuenta para nada la cuestión económica, ya que aportó su dote correspondiente.
En el convento la probó el Señor con duras pruebas espirituales, retirándola el suave sentimiento de su presencia y presentándosele como Cristo doliente que la invitaba a caminar por el sendero de la cruz. En una visión se le mostró afligidísimo y descargó en su corazón la pena que tenía. "¡Mira las almas que se me pierden! ¡Ayúdame!", mostró me la Francia como si estuviera presente allí y millones de almas que se perdían en las herejías."
Dios la probó con graves enfermedades, efecto de su vida de oración, en la que incluso pasaba las horas de la noche, con lo que gastaba su cuerpo no muy robusto. Pero un día la madre Teresa, encontrándose enferma nuestra Beata, le ordenó por obediencia que se convirtiera en enfermera de las demás y, superando su debilidad, se dio tal maña en el oficio, que se convirtió en "Priora de las novicias", como donosamente la llamaba Santa Teresa.
Fue la Santa la que moldeó su espíritu con sus enseñanzas y con su familiaridad, ya que la convirtió en su confidente, su enfermera, su ayuda de cámara y hasta en su secretaria. Ella misma confiesa que la Santa estaba ya tan acomodada a mis pobres y groseros servicios, que no se hallaba sin mí".
Como la Beata Ana no sabía escribir se lamentaba Teresa de ello, porque hubiera querido que la ayudase a llevar su copiosa correspondencia. Por dar gusto a la Madre se empeñó con tal entusiasmo en conseguir aprender a escribir, que lo consiguió con sólo copiar la letra de la Santa y con tal rapidez que se tuvo por todos como verdadero milagro.
Cuando en 1579 se autorizó de nuevo a Santa Teresa para que reanudase la visita de sus conventos y su actividad de fundadora, tras el obligado reposo de dos años en Ávila, quiso llevar como compañera a la Beata Ana de San Bartolomé, que la acompañó en sus últimas peregrinaciones, las más duras y trabajosas, a lo largo de todos los caminos de Castilla. A la pluma de la Beata debemos las vívidas descripciones de estos trabajos, que completan las trazadas por Teresa en el Libro de las Fundaciones.
Ana la acompañó a las de Malagón, Villanueva de la Jara y Burgos, y se hizo su presencia tan necesaria a la Santa, que no sabía ponerse en camino sin su compañía.
En la última enfermedad de Santa Teresa la Beata no se apartó de su lado, olvidándose de comer y de dormir, y tal era el consuelo que le daba el verse por ella atendida que, cuando se alejaba, reclamaba insistentemente su presencia. Ella la asistió en su agonía y tuvo reclinada entre sus manos durante varias horas la cabeza de la santa Madre hasta que en ellas expiró.
Muerta la Santa se convirtió Ana de San Bartolomé en oráculo para las descalzas, que a ella acudieron en su ilusión de conocer los detalles de la vida y enseñanzas de su Madre, que ella mejor que nadie conocía.
Cuando el cardenal de Bérulle vino a España para llevarse a Francia un grupo de carmelitas, se recordó Ana de la revelación que respecto de Francia le había hecho el Señor en otro tiempo y de los deseos de Santa Teresa, y acogió la idea con entusiasmo, formando parte de la primera expedición.
En Francia la obligaron los superiores a tomar el velo negro de corista y la nombraron priora primero de Pontoise y luego de París. La madre Ana tuvo que hacerse al trato de las damas y personajes de la corte, que dieron en la moda de visitar las descalzas y someterse a su dirección. Las primeras vocaciones francesas al Carmelo pertenecían a la nobleza francesa, y fue Ana encargada de su formación, trasvasando en ellas el espíritu teresiano de que el suyo rebosaba. A ella se debe también la fundación del convento de Tours.
Una grave dificultad presentaba la permanencia en Francia de las descalzas. El cardenal Bérulle, una de las más grandes figuras de la espiritualidad francesa, quiso moldear a las carmelitas conforme a su propio espíritu, aunque siguiendo la línea de Santa Teresa. Las españolas estaban acostumbradas a la dirección de los padres y no podían hacerse a vivir sin consultar su espíritu con ellos. La Beata Ana aguantó cuanto pudo; mas, no bien comprendió que el Carmelo en Francia podía continuar por sus propios medios, aceptó la invitación de trasladarse a Bélgica, donde podría dirigirse con los descalzos, que estaban ya establecidos allí.
Llegó a Bélgica a los sesenta y tres años de su edad y fueron los años que allí vivió hasta su muerte los más fecundos de su vida. Su recuerdo está unido en Bélgica a la fundación de Amberes por ella realizada y que se convirtió pronto en un potente foco de irradiación espiritual. Desde la reja de su locutorio y a través de su correspondencia ejerció poderosa influencia sobre la sociedad belga, colaborando al desarrollo de la espiritualidad y vida de oración entre aquellas gentes que se han distinguido siempre entre las más dispuestas para la vida sobrenatural.
Cuando Mauricio de Nassau intentó por tres veces tomar por sorpresa la fortaleza de Amberes, la población atribuyó a las oraciones de la Beata y de sus monjas la liberación, y la infanta y los generales acudieron al locutorio para agradecerle su intervención.
Murió la Beata Ana de San Bartolomé el 7 de junio de 1626, precisamente el día de la Santísima Trinidad, cuya presencia sintió de manera especial en su alma durante los últimos años de su vida.
Su memoria perdura viva en el Carmelo y en la ciudad de Amberes, que en los días terribles de la guerra mundial volvió a encomendarse a ella, atribuyendo a su mediación protectora el haberse visto libre de la destrucción.
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