jueves, 6 de abril de 2017

San Prudencio Galindo


Teodulfo de Orleáns fue, en el siglo IX, el primer poeta — de la cristiandad occidental; Claudio de Turín, el primer escriturista, y Prudencio Galindo, el primer controversista. Los tres fueron españoles; los tres dejaron su patria, ocupada por los musulmanes, y se fueron a buscar fortuna al otro lado de los Pirineos. La encontraron: fueron obispos, brillaron en las cortes por sus consejos, lucharon con la palabra y con la pluma, y levantaron sobre Europa la antorcha de la ciencia isidoriana. Pero Prudencio Galindo, además de sabio, fue un santo. Se santificó gobernando su iglesia de Troyes, sembrando la luz de su palabra y defendiendo la fe con su pluma. Enseñó a rezar a sus fieles con encendidas jaculatorias inspiradas en los salmos: Breviarum psalterii, les trazó un manual de ética con sentencias espigadas en los libros santos: Florilegium ex Sacra Scriptura, ordenó y enriqueció su liturgia con bellas oraciones, y tan de corazón se entregó a cultivar la tierra en que Dios le había colocado, que casi llegó a olvidarse de la de su nacimiento. Su alegría fue grande cuando un día recibió una carta de un hermano suyo, obispo en tierras españolas, a quien había creído muerto mucho antes. «He vivido en un sueño—le contesta—, pero no fue sueño de olvido. sino de desesperanza. Jamás creí que llegaría a saber de vosotros; mas he aquí que acabas de traer la felicidad.» No había sido olvido: allí, en su biblioteca, tenía un libro, un evangeliario bellamente iluminado con las figuras simbólicas de los evangelistas y encabezado con unos versos, donde confesaba con orgullo su origen español. «Yo, Prudencio, soy quien mandó hacer esta obra; yo, que nací en Hesperia, y llevo la sangre de los celtíberos.» En aquella biblioteca, rica de libros patrísticos, se pasaba Prudencio largas horas conversando con sus escritores favoritos, con Gregorio Magno, con Isidoro de Sevilla y, sobre todo, con Agustín, «el más docto de todos los hombres, pues ninguno ha escrutado los misterios de la Biblia tan escrupulosamente, ni los ha investigado tan diligentemente, ni encontrado tan sutilmente, ni expresado tan seguramente, ni iluminado tan poderosamente, profesado tan fidelísimamente, ni defendido tan vigorosamente, ni derramado tan generosamente». En el trato con tan excelentes amigos adquirió Prudencio aquella erudición eclesiástica y aquella agudeza discursiva que le hicieron triunfar en las controversias dogmáticas de su tiempo.

Precisamente en el momento en que él subía a ocupar la cátedra episcopal de Troyes (849), un monje sajón introducía la alarma en todas las escuelas carolingias. Se llamaba Godescalco. Tal vez el español y el germano se habían encontrado en su juventud en las aulas famosas de Fulda, donde el sabio Rábano Mauro dominaba como un rey. Allí había entrado Godescalco en su niñez, ofrecido por la devoción de sus padres. Walafrido Estrabón, gloria insigne de aquella edad, le encontró allí y se hizo su amigo, «la otra mitad de su alma». Las palabras de Godescalco eran para él «como el reposo para el que siente la fatiga, como la fuente clara para el sediento, como las nubes cargadas de agua para los campos agostados». Pero una suerte fatal amenazaba al pobre monjecito. Su ánimo inquieto buscaba inconscientemente los azares, y la audacia de su espíritu brillante lo llevaba a disensiones que ponían de mal humor a su maestro Rábano. Llegado a mayor edad, se dio cuenta de que no tenía la vocación religiosa y de que las promesas hechas por sus padres no le obligaban a él. Tenía razón, pero hubo de someterse, porque las costumbres de la época iban en contra suya. Resignado, buscó remedio contra el aburrimiento de la soledad en el estudio de San Agustín, deteniéndose sobre todo en las arduas cuestiones de la predestinación y el libre albedrío, a pesar de que Lupo de Ferriéres, otro de sus condiscípulos, le decía en una carta: «Ruégote, hermano mío, que no pierdas en esas cosas un talento que puedes ocupar en objetos de mayor interés y provecho.» Pero Godescalco gozaba rozando los abismos.

Engolfóse más y más en sus cavilaciones, y cuando sacó a luz sus teorías, escandalizó a muchos espíritus, levantando una polémica que puso en movimiento a los hombres más sabios de aquel siglo. Tal vez no acertó a explicar bien su pensamiento; pero muchos de sus contemporáneos creyeron descubrir en sus obras la doctrina de la noble predestinación: predestinación de los condenados, a la muerte, y de los elegidos, a la vida. Así lo entendió Hincmaro, el terrible arzobispo de Reims, que no paró hasta condenar al monje alemán y encerrarlo en una prisión. El obispo de Troyes tuvo piedad de él; pidió clemencia y conmiseración a sus contrarios, y después de examinar muchos escritos de los Santos Padres, presentó a) Concilio de París, de 849, una defensa del perseguido. Había tal vez falta de precisión en el lenguaje de Godescalco, pero toda la literatura patrística estaba en favor de las dos predestinaciones. Hay predestinación a la pena, como hay predestinación a la gloria; pero hay predestinación a la pena en vista del pecado, sin que por eso haya predestinación al pecado. Tal era la doctrina de Prudencio, y con ella ponía en salvo la libertad humana, de la cual procede el mal. No obstante, Hincmaro le acusó de herejia; Rábano le censuró acremente, confundiendo la predestinación con la presciencia. Pero de su lado se pusieron un monje de Corbie, Ratramno, sutil razonador; Lupo, abad de Ferriéres, el mejor estilista de aquel siglo, y un diácono de Lyón llamado Floro, que procedía también de una región española. Unos concilios anatematizaban a Godescalco y otros le absolvían, y él, entre tanto, moría agotado por veinte arios de prisión, sin haber tenido el consuelo de recibir el Cuerpo de Cristo, porque prefirió permanecer fiel a su doctrina.

De pronto, aparece en el campo un nuevo luchador. Era Escoto Erígena, o el irlandés. Carlos el Calvo le había invitado a intervenir en la contienda, pero él se aprovechó de aquella confusión para lanzar al público las ideas más peregrinas. Escoto había aprendido el griego para penetrar en los palacios de la sabiduría oriental. Sin saber cómo, había logrado encontrar libros que nadie leía entonces en el mundo occidental y muy pocos en Oriente. Él fue el primero que introdujo en la cristiandad latina los libros del misterioso falsario, cristiano neoplatónico, que escribió durante el siglo v en el norte de Siria con el nombre de Dionisio Areopagita. Estaba impregnado de filosofía alejandrina, se había amamantado en Plotino y en Orígenes y le deslumbraban las doctrinas que Proclo había expuesto en Atenas después de la liquidación del paganismo: evolución délo abstracto a lo concreto, de lo uno a lo múltiple, de lo perfecto a lo imperfecto; restablecimiento final por el retorno de todas las cosas a su unidad primordial; reabsorción panteísta, complicada con filigranas racionalistas que hacían pensar en las triadas y hebdómadas de los gnósticos. Algo de todo esto tenía el libro singular con que el filósofo irlandés intervenía en la polémica acerca de la predestinación. De praedestinatione divina se intitulaba, y era un tejido no bien hilvanado de ideas panteístas y racionalistas, neoplatónicas y origenistas.

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