sábado, 29 de abril de 2017

San Hugo de Cluny


Abad de Cluny, nacido en Semur (Brionnais en la Diocesis def Autun, 1024; m. en Cluny, el 28 de abril de 1109. Era el hijo mayor del conde Dalmatuis de Semur y Aremberge (Aremburgis) de Vergy, descendiente de las familias más nobles de Borgoña.

Damatius, dedicado a la guerra y la caza, deseaba que Hugo adoptara la misma carrera de caballero y le sucediera en sus ancestrales territorios. Pero su madres, influenciada, al parecer, por una visión de un sacerdote al que consultaba, quiso que su hijo se dedicara al servicio de Dios. Desde sus primeros años Hugo dio muestras de una extraordinaria seriedad y piedad que su padre, reconociendo su evidente e aversión al oficio de caballero, se lo confío a su tío- abuelo Hugo, obispo de Auxerre, para que se preparara para el sacerdocio. Bajo la protección de este familiar, Hugo recibió su primera educación en la escuela del monasterio adjunta al priorato de S, Marcelo. A los catorce años entró en el noviciado de Cluny donde mostró tal fervor religioso que se le permitió hacer sus votos al año siguiente sin completar el severo noviciado acostumbrado en este monasterio.

El privilegio especial de la Congregación Cluniacense le permitió convertirse en diácono a los dieciocho y sacerdote a los veinte. En reconocimiento por el maravilloso celo por la disciplina de la orden y por la confianza que despertó su sobresaliente talento para el gobierno enseguida fue elegido gran prior a pesar de su juventud. Esto significaba estar al cargo de la dirección doméstica del claustro tanto en lo espiritual como en lo material y representaba al abad durante su ausencia (Cfr. D'Achery, "Spicilegium", 2ª ed., I, 686). Al morir S. Odilón el 1 de enero de 1049, después de una administración de casi medio siglo, Hugo fue unánimemente elegido Abad. El día de su toma solemne de posesión ofició el arzobispo Hugo de Besançon el día de la fiesta de la Cátedra de Pedro de Antioquía (22 de febrero de 1049).

El carácter de Hugo tiene muchas semejanzas con el de su contemporáneo Gregorio VII. Ambos ardían en el deseo de extirpar los abusos que abundaban entre el clero, deseaban acabar con la investidura y sus corolarios, con la simonía y la incontinencia clerical, y querían rescatar a la sociedad cristiana de la confusión en la que e inestabilidad política en que se hallaba debido a la avaricia y ambición de los gobernantes. El emperador reclamaba el derecho de nombrar a los obispos, abades y hasta al papa mismo (ver CONFLICTO DE LAS INVESTIDURAS) y en demasiados casos su selección se debía motivos políticos sin tener en cuenta en absoluto los motivos religiosos. Los grandes propósitos tanto de Hugo como de Gregorio, fueron evitar que la iglesia se convirtiera en un mero patrimonio del Estado y reestablecer la disciplina eclesiástica. Si en ciertos casos Gregorio permitió que su pasión sobrepasara la discreción, encontró en Hugo un aliado sin fisuras y hay que atribuir el mérito a la orden benedictina, sobre todo a la rama cluniacense, de extender entre la gente y llevando a efecto en Europa occidental, las muchas y saludables reformas que emanaban de la Santa Sede

Al fundar Cluny en 910 y dotarla de todos sus territorios, Guillermo el Piadoso de Aquitania la había colocado bajo la directa protección de Roma. Así, Cluny con su red de fundaciones dependientes de ella (ver Cluny, Congregación de; Gallia Christ., II, 374), era un arma formidable para la reforma, en manos de los sucesivos papas. Hugo delegó la elección de sus superiores de todos los claustros e Iglesias bajo su autoridad, en manos espirituales y les prometió – además de los privilegios de la congregación – el apoyo y protección de Cluny, salvando así a cientos de claustros de la avaricia de los señores seculares que procuraban no interferir con los derechos de una congregación tan poderosa que tenía el favor del emperador y de los reyes. Para asegurarse esa protección muchos claustros se afiliaron con Cluny, se abrieron nuevas casa en Francia, Alemania, España e Italia, mientras que bajo Hugo también se fundó en S. Pancras cerca de Lewes, la primera casa benedictina en Inglaterra. (ver, sin embargo, SAN AGUSTIN DE CANTERBURY; SAN DUNSTAN). Puesto que los superiores de la mayoría de estas casas estaban directa o indirectamente nombrados por Hugo y puesto que, como abad, tenía que ratificar las elecciones, es fácil de entender el importante papel que tuvo en la gran lucha entre el imperialismo y la Santa Sede.

Ya en 1049, con veinticinco años, Hugo apareció en el concilio de Reims. Y a petición y ante León IX, expresó tan enérgicamente contra los abusos que se daban que ni los obispos simoníacos pudieron oponerse a su celo. Este fervor contribuyó mucho a que se aceptaran muchas ordenanzas para remediar la disciplina eclesiástica (cfr. Labbe, "Conc.", IX, 1045-6), y León IX se lo llevó a Roma para tener el apoyo del joven abad en el gran concilio que se celebró en 1050 en el que se decidieron muchas cuestiones de disciplina eclesiástica y se condenó la herejías de Berengario (cfr. Hefele, Conciliengesch.", IV, 741).

Victor II, sucesor de León, también mantuvo a Hugo en la más alta estima y confirmó en 1055 todos los privilegios de Cluny. Al llegar Hildebrando a Francia como legado papal (1054) se apresuró a ir a Cluny a consultar con Hugo y asegurar que asistiría al concilio de Tours. Esteban IX, nada más ser elegido, llamó a Hugo a Roma, le hizo su acompañante en los viajes y finalmente murió en sus brazos en Florencia (1058). También fue acompañante de Nicolás II y con él tomo parte en el concilio de Roma que promulgó el importante decreto sobre las elecciones papales (Pascua, 1059). Fue enviado a Francia con el cardenal Esteban, un monje de Monte Cassino, para hace cumplir los decretos del sínodo romano y proceder a Aquitania, mientras su compañero iba a al noroeste. La ayuda activa de numerosos claustros pertenecientes a Cluny le permitieron realizar la misión con gran éxito. Reunió concilios en Aviñón y Vienne y logró el apoyo de los obispos para muchas importantes reformas. El mismo año presidió el concilio de Toulouse. En el concilio de Roma de 1063 defendió los privilegios de Cluny que estaba siendo atacado duramente en Francia.

Alejandro II envió a S. Pedro Damián, cardenal obispo de ostia, como legado en Francia para afrontar esta y otras cuestiones, mientras ratificaba todos los derechos y privilegios de los predecesores de Hugo. Tras una estancia en Cluny, durante la cual concibió una gran admiración y venenración por el monasterio y sus abades, como se refleja en sus cartas (cfr. "Epist.", VI, 2, 4, 5 en P.L., XCLIV, 378), el legado reunió un concilio en Chalons, que decidió a favor de Hugo.

Apenas había ascendido Hildebrando a la silla de S. Pedro como Gregorio VII cuando escribió a Cluny para asegurarse la cooperación de Hugo en la promoción de varias reformas. A Hugo le encargó ocuparse del desagradable asunto del obispo Manasse de Reims así como de comisiones en relación a la expedición del conde Evroul de Roucy contra los sarracenos en España. Gregorio le pedía frecuentemente que fuera a Roma, por no pudo dejar Francia hasta después de los desagradables acontecimientos de 1076 (ver GREGORIO VII), apresurándose entonces a visitarle en Canossa. Con ka ayuda de la condesa Matilde, se las arregló para conseguir la reconciliación -- desafortunadamente de corta duración – entre Gregorio y Enrique IV, que ya había escrito una carta afectuosa declarando su gran deseo de paz con la Iglesia (cfr. "Hist. Lit. de la France", loc. cit. infra).

Hugo trató con el legado papal en España el asunto de la reforma eclesiástica y como resultado de su diligencia y el gran favor que le dispensaba Alfonso VI de Castilla, se cambió el rito mozárabe por el ritual romano en todo su reino. (N. del T. El primer lugar en cambiar el rito fue el Monasterio de S. Juan de la Peña en Aragón; ver la crónica Pinatense). Gracias a la ayuda de muchas fundaciones cluniacenses en Aragón, Castilla, Cataluña y León etc., y a los muchos obispos cluniacenses elegidos fue capaz de dar un gran ímpetu a la reforma eclesiástica en estos lugares. En 1077 fue comisionado para presidir el concilio de Langres y después de encargarse de deponer al obispo de Orleans y al arzobispo de Reims. Gregorio le escribió muchas cartas afectuosas y en el sínodo romano de 1091 se refirió a Hugo en términos laudatorios raramente empleados por un sucesor de Pedro para una persona aún viva. Y que la opinión no era solo la del papa está claro porque Gregorio pidió a los conciliares que si compartían su opinión y contestaron: "Placet, laudamus" (Bullar. Clun., p. 21).

Al volver a comenzar la lucha entre Enrique IV y la Santa Sede, Hugo salió inmediatamente para Roma, pero fue apresado por el camino y llevado ante el rey. Habló al rey de someterse al sucesor de Pedro con tanto interés que pareció haber evitado de nuevo la guerra, de no haber sido este otro ejemplo de la bien conocida duplicidad del monarca. No es necesario volver a afirmar que la relación de Hugo con la Santa sede continuó sin cambios bajo Urbano II y Pascual II, puesto que ambos habían salido de entre las filas de sus monjes. Rodeado de cardenales y obispos, Urbano consagró el 25 de octubre de 1095 el altar mayor de la nueva iglesia de Cluny y concedió al monasterio nuevos privilegios, que fueron aumentados por Pascual durante su visita de 1107. En el gran concilio de Clermont de 1095 donde se decidió organizar la primera cruzada se vio el gran entusiasmo religioso resultado de los trabajos de Gregorio y Hugo. El abad realizó los más valioso servicios en la composición y promulgación de los decretos, por lo que el papa se lo agradeció especialmente.

Hasta la muerte en 1106, de Enrique IV que en ese año dirigió dos cartas a su “más querido padre”, pidiéndole que rezara por él y que intercediera ante la Santa sede (cfr. "Hist. Lit. de la France", loc. cit. infra), Hugo nunca dejó en su empeño de conseguir la reconciliación entre los poderes espiritual y temporal. En la primavera de 1109 Hugo, agotado de tantos años de trabajo y sintiendo de que aproximaba su fin, pidió los últimos sacramentos, reunió en torno a si a sus hijos espirituales y dando a cada uno el beso de paz los despidió con el saludo: Benedicite. Entonces pidió que le llevaran a la capilla de La Virgen, se vistió con tela de saco y cenizas ante el altar y así expiró su alma a su creador en la tarde del lunes de pascua (28 de abril). Su tumba, en la iglesia, fue pronto testigo de milagros; el papa Gelasio peregrinó a ella en 1119, muriendo en Cluny el 20 de enero. El 2 de febrero fue elegido en el monasterio Calixto II, que inició inmediatamente el proceso de canonización y el 6 de enero de 1120 le declaró santo, designando el 29 de abril como su fiesta. En honor de S. Hugo, se concedió al abad de Cluny en adelante el título y dignidad de cardenal. A instancias de Honorio III el traslado de sus restos se realizó el 23 de mayo de 1220. Pero con la revuelta de los hugonotes (1575), los restos y el costoso sarcófago desaparecieron quedando apenas unas pocas reliquias.

En pocos casos de santos se ha dado tanta unanimidad ya en el tiempo en que vivió ya después, como en el de S. Hugo. Viviendo en un edad de distorsionada y de abusos, cuando la iglesia tenía que luchar contra mayores fuerzas enemigas domésticas y externas más fuertes aún que la que manejaba la Reforma, ni siquiera una voz se levantó contra este santo – ya que no tenemos en cuenta las palabras del obispo francés que en el calor de una discusión pronunció alguna palabras precipitadas y que de hecho se convertiría en uno de los principales panegiristas de Hugo. En una de sus cartas, Gregorio declara que espera con confianza el éxito de la reforma eclesiástica en Francia por la misericordia de Dios y por medio de Hugo “a quien ninguna imprecación, ningún aplauso o favor, ningún motivo personal puede desviar del camino de la rectitud” (Gregorii VII Registr., IV, 22).

En la “Vida del obispo Arnulfo de Soissons”, Arnulfo dice de Hugo:”Más puro en pensamiento y obra, como el perfecto promotor y perfecto guardián de la disciplina monástica y de la vida regular, el firme apoyo de lo verdaderamente religioso y de los hombres probos, el campeón vigoroso y defensor de la Santa Iglesia” (Mabillon, op. cit. infra, saec. VI, pars II, P. 532). Y el Obispo Bruno de Segni dice de sus últimos días:” Anciano y cargado de años reverenciado y amado por todos, aun gobierno el venerable monasterio (es decir, Cluny) con la misma consumada sabiduría – un hombre laudable en todas las cosas, difícil de comparar y de maravillosa santidad “(Muratori, "Rerum Ital. script.", III, pt. ii, 347).

Emperadores y reyes compitieron con el soberano pontífice en mostrar su veneración y estima por Hugo. Enrique el Negro en una carta que nos ha llegado se dirige a Hugo como su “muy querido padre, digno de todo respeto”, y declara que le debe a las oraciones del abad él haber recuperado la salud y el feliz nacimiento de su hijo, urgiéndole a que vaya a la corte de Colonia la próxima pascua para ser el padrino de su hijo (el futuro Enrique IV).

Durante su viudedad, la emperatriz Inés escribió a Hugo en términos no menos respetuoso y afectuosos, pidiéndole que rogara por el feliz descanso del alma de su marido y por el próspero reino de su hijo. Ya hemos hablado de las cartas que envió Enrique IV a Hugo, quien a pesar de su larga lucha para intentar someter a la Iglesia al poder imperial, parece que nunca perdió el profundo respeto y afecto de su santo padrino.

En reconocimiento por los beneficios derivados de las fundaciones cluniacenses, Fernando I el Magno de Castilla y León (m.1065), hizo a su reino tributario de Cluny; sus hijos Sancho y Alfonso (VI) doblaron los tributos y éste último, además de introducir el ritual romano a instancias de Hugo, mantuvo una afectuosa correspondencia con el abad. En 1081 Hugo fue elegido por los reyes y príncipes de de varios reinos cristianos de España como árbitro para decidir las cuestiones sucesorias.

Cuando Roberto II de Borgoña rehusó asistir al concilio de Autun (1065) en el que su presencia era necesaria, Hugo fue enviado a convencerle y lo hizo tan bien y tan elocuentemente en interés de la paz que Roberto acompañó al abad sin resistirse al concilio, se reconcilió con los que habían matado a su hijo y prometió respetar en adelante las propiedades de la iglesia.

Guillermo el Conquistador, poco después de la batalla de Hastings (1066) hizo ricos regalos a Cluny y pidió ser admitido como un confrater de la abadía como los reyes españoles. Le pidió que enviara seis monjes a Inglaterra para las necesidades espirituales de la corte, petición que renovó en 1078, prometiendo nombrar a doce cluniacenses a los obispados y abadías dentro del reino.

Hugo se desentendió del tema de los nombramientos eclesiásticos y cuando un poco más tarde fundó el Priorato de S. Pancras en Lewes, tomó todas las precauciones para asegurar a sus claustros dependientes la libertad de elección y respeto del derecho canónico. Poco después se vio la necesidad de esa precaución al estallar la guerra de las investiduras bajo el hijo de Guillermo. El campeón de la iglesia en esta lucha, Anselmo de Canterbury era uno de los muchos obispos que consultaban con Hugo en sus dificultades y en tres ocasiones – una durante su exilio de Inglaterra – visitó al abad en Cluny.

Para los monjes confiados a él, Hugo fue un modelo de previsión paternal, de devoción a la disciplina y oración y de obediencia sin dudas a la Santa Sede. En el cumplimiento de los grandes objetivos de su orden, el servicio de Dios y la santificación personal, intentó hacerlo con el máximo esplendor y solemnidad en los servicios litúrgicos de Cluny. Algunas de sus ordenanzas litúrgicas, como el canto del Veni Creator en tercia del domingo de Pentecostés (y durante al octava) se extendió a toda la iglesia romana. Comenzó la magnífica iglesia de Cluny – ahora completamente desaparecida –que fue, hasta la erección de S. pedro de Roma, la más grande de la cristiandad, y considerada el más excelso ejemplo de románico de Francia. El papel de Cluny en la evolución de este estilo y de su escuela especial de escultura, el lector debe buscar los tratados sobre la historia de la arquitectura. Hugo dio el primer impulso a la introducción de la clausura estricta en los conventos de monjas, prescribiéndola por primera vez en el de Marcigny, del que su hermana fue la primera priora, en 1061 (Cucherat, op. cit. infra), y donde su madre también tomo el velo. Conocido por su caridad para con los pobres que sufrían, construyó un hospital para leprosos, donde él mismo realizaba los más básicos trabajos.

Es imposible seguir aquí el efecto que han tenido para la civilización, la concesión de la libertad personal y cívica a los siervos de la gleba y a los colonos feudatarios de Cluny, y el impulso hacia la formación de organizaciones de oficios y comerciantes – de cuyos núcleos surgieron la mayoría de las ciudades modernas de Europa.

Aunque su estudio favorito era la Escritura, Hugo animó al estudio de la ciencia en todas las formas posibles uy mostró profundo interesen la educación enseñando personalmente en la escuela adjunta al monasterio. A pesar de la tremenda actividad de su vida, encontró tiempo para mantener una extensa correspondencia. Se han perdido casi todas sus cartas y su “Vida de la Virgen María”, por la que tenía una gran devoción, así como por las almas del purgatorio. Sin embargo, las que quedan y su sermón sobre el mártir S. Marcelo bastan para mostrar “ lo bien que sabía escribir y con cuanta habilidad podía hablar a los corazones” (Hist. Lit. de la France, IX, 479).

1 comentario:

Anónimo dijo...

Santos así es que hacen falta en nuestros días, que pongan en orden la jerarquía eclesiástica tan contaminada de los horrores terrores de nuestro tiempo.