domingo, 23 de abril de 2017

San Adalberto de Praga


En la vida del mártir San Adalberto, obispo de Praga, apóstol de Hungría, Polonia y Prusia, escrita por dos contemporáneos suyos, encontramos algo de la pureza, simplicidad e intransigencia de la naturaleza angélica, que acusa siempre cierta inadaptabilidad en contacto con la naturaleza humana. El ángel, íntegro, simple y puro, que contempla continuamente la faz de Dios, es terriblemente exigente ante nuestra flaqueza e inconstancia. No en vano Cristo, para comprendernos mejor, según afirma el Apóstol, asumió nuestra naturaleza.

  De hecho, San Adalberto sólo fue plenamente feliz los pocos años que pudo llevar en el claustro una vida angélica, Nacido para el silencio, la contemplación y la alabanza divina, se halló siempre violento en medio de un mundo malo, que no llegó a comprender y del que tampoco fue comprendido.

  Nacido en Libice (Bohemia) en 956, de la nobilísima y muy cristiana estirpe checa de los Slavnikos, recibió en el bautismo el nombre de Vojtech. Colocado sobre el altar de la Virgen, sanó de una terrible enfermedad, y en aquel momento sus padres, que por su radiante hermosura le habían destinado al siglo, hacen voto de consagrarle a Dios.

  Si en los primeros años de su niñez nos lo describen sus biógrafos aprendiendo la ley divina y de memoria el Salterio entero, que será el alimento de toda su vida, en sus estudios con el obispo de Magdeburgo (972-981) le contemplamos consagrado a la piedad, a la limosna y al ejercicio de todas las virtudes. Mientras los demás jugaban él se deleitaba "saboreando las dulzuras del néctar de David", y cuando comían él se saciaba del manjar angélico. Al ser aquí confirmado, el obispo le impuso su propio nombre de Adalberto.

  Un hecho de este tiempo nos demuestra la extremada inocencia y simplicidad de su alma angélica. Volviendo un día de la escuela, un compañero, jugando, le hizo caer sobre una muchacha. Adalberto llora amarga e inconsolablemente, creyendo que aquel simple contacto le relaciona ya para siempre con aquella niña. "Este me ha hecho casar", exclama entre sollozos el cándido adolescente, ante sus compañeros sorprendidos de tanta simplicidad.

  Terminados sus estudios y fallecido el arzobispo Adalberto, vuelve a Praga, donde ingresa en el estado clerical. Allí asiste a la terrible muerte del obispo Dietmaro, que le impresiona profundamente. El príncipe y el pueblo se reúnen en seguida para elegirle sucesor. El voto unánime designa a Adalberto (983).

  En la fiesta de los Príncipes de los Apóstoles es consagrado por el obispo de Maguncia. En honor del mártir San Wenceslao entra descalzo en su sede, aclamado por todo el pueblo.

  Allí se esfuerza con ayunos, limosnas, y sobre todo con su continua y ferviente oración e incesante canto de salmos, para conseguir de su pueblo lo que no logra ni con su ejemplo ni con su predicación. Asustado ante el pecado, crimen y perversión de los suyos, llora, exhorta, conmina Llegando a desesperar de la salvación de las almas que tiene encomendadas, teme por la suya propia. Lo abandona todo y corre a Roma. "Mi grey no quiere escucharme, mis palabras no echan raíces en aquellos corazones; allí la justicia es la fuerza; la ley, la voluntad", exclama postrado ante el papa Juan XV. "Hijo —le dice el Papa—, ya que no te quieren seguir, deja lo que te daña... si no puedes aprovechar a los demás no te pierdas a ti mismo". Y con la bendición del Sumo Pontífice, se dispone a peregrinar, pobre e ignorado, hacia Jerusalén. Pero el abad de Montecassino le desaconseja tan largo viaje, aunque no consigue retenerlo en aquel cenobio, pues es reconocido como obispo.

  Llama a las puertas de Grottaferrata, pero San Nilo le da una carta para el abad León, del monasterio de San Bonifacio y San Alejo, sito en el Monte Aventino. Allí es recibido y, después de dura prueba, puede profesar juntamente con su hermano Gaudencio en la noche pascual del año 990.

  Ha logrado, por fin, su vehemente deseo. El obispo ha desaparecido del todo, sólo se ve al humilde monje, servidor de la cocina, encargado de traer agua, de lavar las manos a todos y de "servirles en todo”.

  Poco duró su felicidad. A instancias del obispo de Maguncia y de sus volubles diocesanos, el Papa le ordena volver a su sede (992). Se despide con lágrimas y profundo dolor de sus hermanos y logra llevarse consigo a doce monjes, con los cuales funda cerca de Praga el monasterio de Brevnov. Prometiendo solemnemente la enmienda, los suyos le reciben en triunfo. Vuelve otra vez a trabajar, llorar, exhortar y, sobre todo, a orar sin tregua. ¡Todo inútil! Las costumbres paganas y la crueldad de sus súbditos le abruman, le aturden, y, transcurrido poco más de un año, no pudiendo resistir más, se fuga otra vez a su querido monasterio. Allí es recibido por el abad y los monjes con un gozo inmenso.. "Es verdaderamente un santo" se decían los monjes, Y, expresando un deseo general de todos los que tendían a la perfección, añadían: "Sólo le falta el martirio". En efecto, el Señor se lo iba preparando.

  Instigado por diversas partes, y sobre todo por una solemne delegación de Bohemia, Gregorio V, que había sucedido a Juan XV, manda de nuevo al monje-obispo emprender el camino de su patria.

  Las guerras, disensiones y crímenes en que está sumida la Bohemia obligan a Adalberto a refugiarse en Maguncia, en la corte de Otón III, con quien había contraído una íntima amistad en Roma. No pierde el tiempo en aquella forzosa espera. Se convierte en apóstol de aquella corte y platica largas horas con el emperador. Visita a San Martín en Tours, a San Benito en Fleury y a San Dionisio en París. Y en rápida excursión apostólica se llega hasta Hungría para predicar a Cristo.

  Por fin recibe una misión de los suyos que le dice paladinamente que no quieren recibirle. Los males y disensiones continúan, Sus ancianos padres y todos sus hermanos han sido vilmente asesinados en una refriega con el partido contrario de los Premyslidos. "¿A qué quieres venir? —le dicen imprudentemente los emisarios—. ¿Es que, so capa de santidad, quieres vengarte de los tuyos? No te queremos, somos pecadores, gente de dura cerviz..." Adalberto, lleno de gozo, exclama: "Señor, has roto todos mis lazos; te inmolo la gloria y el sacrificio de alabanza".

  Ya nada le detiene. El celo de las almas y la sed de martirio le empujan. Ayudado por el duque Boleslao pasa a Polonia, donde funda el monasterio de Meseritz, y de allí a Prusia. Se detiene en Danzig, donde convierte a una ingente multitud, predica, bautiza y celebra los divinos misterios. Despide luego el acompañamiento que le ha prestado el duque, y con sólo su hermano Gaudencio y otro monje se adentra más y más hacia aquellas regiones inhóspitas y feroces del Septentrión, predicando a Cristo sin cesar.

  Un día, mientras está cantando sus salmos en una isla, cerca de Fischausen, es derribado por un terrible golpe en la espalda que recibe como un feliz presagio. "Poco, a la verdad, es esto —exclama levantándose—, pero, por lo menos, he merecido recibir un golpe por mi Crucificado."

  Pasa al otro lado, y entra en una población. Reúnense en torno suyo las gentes y con gritos y amenazas le preguntan quién es y qué quiere. El responde sereno e imperturbable: "Soy un hijo de Bohemia, de nombre Adalberto, monje de profesión, antes obispo y ahora vuestro apóstol..." Enloquecidas aquellas gentes no le dejan continuar, golpean el suelo con sus báculos, vomitan blasfemias y le obligan a abandonar su país si quiere salvar la vida.

  Se embarcan de nuevo. Gaudencio tiembla con sueños de martirio. Cantando salmos —dice el biógrafo— van abreviando el camino. Llegan una mañana a una pradera. Gaudencio celebra la misa. Adalberto comulga y luego, murmurando otra vez un salmo, quedan profundamente dormidos. Una turba de paganos se les echa encima cerca de Elbing. Son atados fuertemente a unos árboles. "No os entristezcáis —dice Adalberto a sus compañeros—; ¿puede haber cosa más grande, más bella, más dulce que ofrecer la vida por el dulcísimo Jesús?"

  El sacerdote de los ídolos que dirige la horda da la señal blandiendo el primer dardo. Sacan los demás sus lanzas. "Un río purpúreo sale impetuoso de siete profundas heridas”. Desátanle sus vínculos. Adalberto extiende los brazos y ora por sus perseguidores. De pie, como su padre San Benito, muere murmurando una oración: "Señor, ayúdame, escucha mi oración... perdónalos, pues no saben lo que hacen...; que no sea infructuosa mi pasión ni para mí ni para ellos... Amén".

  Era el viernes 23 de abril del 997. Adalberto pasaría poco de los cuarenta años. Su cuerpo, rescatado por el duque Boleslao, fue trasladado con gran pompa a Gnesen, donde su amigo y admirador Otón III vino a venerarle. Más tarde se le trasladó a Praga.

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