miércoles, 12 de abril de 2017

San Julio I Papa


Dos cosas caracterizan en conjunto el pontificado de San Julio I (337-352): la defensa de la ortodoxia católica frente a las impugnaciones y tergiversaciones de los arrianos, y la protección decidida de San Atanasio, víctima de toda clase de vejaciones y calumnias de parte de los mismos, por ser considerado como la columna más firme de la fe de Nicea. En todo ello mostró San Julio I una firmeza extraordinaria, fruto del temple elevado de su espíritu y del intenso amor que sentía por la Iglesia y la verdad.

No tenemos noticia ninguna sobre su vida anterior a su elevación al solio pontificio. Sólo sabemos por el Liber Pontificalis que era romano de origen, y que su padre se llamaba Rústico. Después de cuatro meses de sede vacante a la muerte del papa San Marcos, tuvo lugar su elevación el 6 de febrero del año 337. No mucho después, en mayo del mismo año, murió el emperador Constantino el Grande, a quien siguieron sus tres hijos Constantino II, Constante y Constancio. Ahora bien, sea porque la significación de estos emperadores fuera mucho menor que la de su padre, sea porque la figura de Julio I fuera mucho más eminente que la de sus predecesores, el hecho es que con él volvió a su verdadera significación el Papado, que anteriormente había permanecido en la penumbra.

 Uno de los primeros problemas en que tuvo que intervenir fue la defensa de San Atanasio, que se identificaba con la defensa de la fe y llenó todo su pontificado. Después de la muerte de Constantino dióse inmediatamente a todos los obispos desterrados licencia para volver a sus diócesis. De este modo San Atanasio pudo volver a Alejandría, donde fue acogido con gran satisfacción por el episcopado y el pueblo en masa. Pero el partido arriano urdió toda clase de intrigas contra él, pretextando que había sido depuesto por el sínodo de Tiro el año 335. Por eso mismo habían nombrado para sucederle a un partidario suyo, llamado Pisto. Sin embargo, a pesar del apoyo que les otorgaba Constancio, emperador de Oriente, no pudieron impedir que Atanasio volviera a su diócesis.

 Entonces, pues, vióse el nuevo papa Julio I asediado por los dos partidos en demanda de apoyo; pero, gracias a su elevado espíritu y a la valentía de su carácter en defensa de la justicia y de la verdad, se puso decididamente de parte de Atanasio. En efecto, los arrianos, cuyo jefe a la sazón era Eusebio de Nicomedia, que había logrado apoderarse de la Sede de Constantinopla, enviaron una embajada ante el Papa, a cuya cabeza iba el presbítero Macario. Por su parte Atanasio, consciente de la gravedad del momento y que se trataba, no de su persona, sino de la defensa de la fe ortodoxa, había celebrado un gran sínodo, después del cual envió las actas a Roma, en las que se contenía la más decidida condenación del arrianismo y la más explícita profesión de fe.

 Así, pues, informado ampliamente por ambas partes, Julio I, con su acostumbrada energía y discreción, decidió inmediatamente celebrar en Roma un gran sínodo, según habían pedido los mismos arrianos. Así lo comunicó en sendas cartas dirigidas a Atanasio y a sus acusadores, en las que convocaba a ambas partes para que presentaran sus respectivas razones.

 Pero no era esto lo que deseaban los arrianos, a pesar de que anteriormente habían declarado al obispo de Roma, juez y árbitro de la contienda. Sin esperar ninguna solución continuaron practicando toda clase de violencias. A la muerte de Eusebio de Cesarea colocaron al frente de esta importante diócesis a uno de sus partidarios, llamado Acacio. Celebraron en 340 un sínodo en Antioquía, y en él renovaron la deposición de San Atanasio, en cuyo lugar nombraron al arriano Gregorio de Capadocia. A viva fuerza fue éste introducido en Alejandría, que hubo de ser tomada con la ayuda de las fuerzas del emperador Constancio. Atanasio fue arrojado de su propio palacio y anduvo errante algún tiempo por los alrededores de la ciudad; pero finalmente se dirigió a Roma. Poco antes habían sido desterrados igualmente Marcelo de Ancira y otros obispos, fieles a la fe de Nicea.

 Julio I, modelo de espíritu paternal, acogió a los perseguidos con muestras de verdadera compasión como héroes en defensa de la verdad católica; y como los arrianos no sólo no enviaban sus representantes para la celebración del anunciado concilio, sino que, por el contrario, acababan de celebrar su falso sínodo de Antioquía, y continuaban cometiendo violencias y atropellos, envióles de nuevo una carta por medio de los presbíteros Elpidio y Filoxeno, en la que les exhortaba a comparecer en Roma. Pero ellos, en vez de obedecer al Papa, le remitieron una respuesta en la que se excusaban de no acudir a Roma, a causa de la situación de inferioridad en que los colocaba en su convocatoria. "Por lo demás —decían—, el Papa había prejuzgado ya todo el litigio, acogiendo en la comunión a Atanasio y Marcelo de Ancira, que ellos habían condenado. La Iglesia romana —concluían— poseía la primacía; pero debía considerar que la predicación del Evangelio había comenzado en Oriente; el poder de los obispos era igual, y no debía medirse por la magnitud de las poblaciones."

 Ante esta posición rebelde y retadora de los arrianos decidióse el papa Julio I a celebrar el anunciado sínodo el año 341, rodeándolo de la mayor solemnidad. Tomaban parte en él más de cincuenta obispos. Hallábanse presentes San Atanasio y Marcelo, objeto de las acusaciones de los adversarios. Lejos de asistir a este sínodo, los arrianos dieron orden de ausentarse de Roma a su representante Macario. Así, pues, Julio I hizo examinar con toda calma la causa de los perseguidos, y, bien estudiados los informes de ambas partes, declaró solemnemente la inocencia de San Atanasio y Marcelo de Ancira, previa para éste una clara profesión de fe. En nombre del sínodo dirigió entonces Julio I una encíclica a los obispos de Oriente, en la que les comunicaba la decisión tomada. Con verdadera dignidad, y sin expresión ninguna mortificadora, pondera el Papa el tono desconsiderado del escrito enviado por ellos a Roma, donde rechazaban su participación en un concilio que ellos mismos habían reclamado. Finalmente, con plena conciencia de su autoridad y de la primacía de la Sede romana, declara que, aunque Atanasio y los demás hubieran sido culpables, antes de dar ellos ningún fallo debían, conforme a la tradición, haber escrito a Roma y esperar su decisión.

 Mas, no obstante una actitud tan digna y serena del Romano Pontífice, los arrianos. continuaron sus violencias y arbitrariedades. Así, con el objeto de contrarrestar el efecto moral de las decisiones de Roma, celebraron ellos el mismo año 341, en Antioquía, un sínodo, al que asistieron un centenar de obispos, en el que confirmaron la sentencia contra San Atanasio y su posición antinicena. Por todo esto Julio I, que no deseaba otra cosa que el triunfo de la verdad, en inteligencia con otros obispos de Occidente decidióse a celebrar un concilio de carácter más universal. Esto le era facilitado entonces por la situación política, pues, desde que quedaron dueños respectivamente del Oriente y Occidente Constancio y Constante, como éste favorecía positivamente al Romano Pontífice y la ortodoxia de Nicea, se observó durante un decenio (341-351 ) cierto predominio de la ortodoxia, defendida por Julio I y San Atanasio.

 Así, pues, con el favor del emperador Constante, con quien se había puesto de acuerdo su hermano Constancio, celebróse el gran concilio de Sárdica en el otoño del 343. El Papa envió como representantes suyos a dos presbíteros. Presidíalo el célebre Osio, obispo de Córdoba, consejero religioso del emperador y verdadera columna de la fe. Sin embargo, aunque este concilio sirvió para afianzar la ortodoxia y poner más en claro los derechos del primado de Roma, sin embargo, en vez de traer la unión, más bien contribuyó a ahondar más la división existente.

 Los orientales, que habían comparecido en el concilio antes que los occidentales, exigieron que Atanasio, Marcelo y los demás obispos depuestos por ellos fueran excluidos del concilio. Desde luego, eso significaba negar el derecho de apelación al Romano Pontífice y a un concilio universal, y entregar a Atanasio y demás obispos a merced de sus más encarnizados enemigos. A tan injustas exigencias opusiéronse con toda decisión los obispos occidentales, por lo cual los orientales se negaron a tomar parte en ninguna deliberación, y, después de inútiles esfuerzos realizados para reducirlos, se separaron del legítimo concilio. Reuniéndose, pues, entonces en Philippópolis, redactaron una nueva fórmula de fe, renovaron la condenación de San Atanasio y lanzaron una circular, en la que apelaban de las decisiones de Sárdica.

 A pesar de la partida de los orientales, permanecieron firmes en Sárdica unos cien obispos occidentales, presididos por Osio y los legados pontificios, celebrando entonces el verdadero concilio. Después de un nuevo examen de la causa de Atanasio y Marcelo fueron éstos declarados inocentes y restituidos a sus cargos, y juntamente se lanzó excomunión contra los intrusos en sus sedes y los dirigentes eusebianos o arrianos.

 Mucha mayor trascendencia tuvieron una serie de cánones que promulgó luego el concilio de Sárdica, que, aunque representado exclusivamente por obispos occidentales, se consideraba como concilio ecuménico y ciertamente tuvo siempre gran significación. Los más importantes son, indudablemente, los que se refieren al obispo de Roma, de cuya autenticidad, conforme a la más moderna crítica, no puede dudarse. En ellos se proclama de un modo claro y terminante el derecho de apelación al Romano Pontífice, con lo que implícitamente se proclama también el primado de Roma. Así se determina que un obispo, depuesto por su concilio provincial, puede apelar a Roma. En este caso el obispo de Roma debe ordenar una nueva investigación por medio de un sínodo en las diócesis vecinas, y, en caso de nueva apelación, decidir por sí mismo. Por otra parte, el concilio renovó el símbolo de Nicea y contribuyó eficazmente a afianzar la ortodoxia católica. Por esto gozó siempre de gran reputación y fue considerado como uno de los grandes concilios de la antigüedad.

 Una vez realizada esta grande obra, el santo Papa Julio I tuvo de nuevo el consuelo de ver en Roma al héroe de la ortodoxia, San Atanasio, quien quiso despedirse y dar gracias al Papa antes de volver triunfalmente a Alejandría. Julio I le dio una carta para el pueblo de Alejandría y de Egipto, en la que felicitaba a los obispos y sacerdotes y a los fieles por su inquebrantable adhesión a la fe de Roma y a la Cátedra de Pedro.

 El resto de la vida de Julio I se desarrolla en una forma semejante. Con la eximia santidad de su vida y con su energía en la defensa de la verdadera fe fue el pastor que necesitaba la Iglesia en aquel período, en que tan combatida se veía por los más peligrosos enemigos, que eran los herejes arrianos. Es cierto que ayudó poderosamente al predominio de la ortodoxia durante este tiempo el apoyo del emperador Constante, al que, con más o menos convicción, se doblegaba Constancio. Pero no puede negarse que la virtud, fortaleza y clara visión de las cosas del papa Julio fueron la causa decisiva del predominio que fue adquiriendo la ortodoxia romana y la fe de Nicea. Aun después de desaparecer en 350 la figura de Constante, todavía mantuvo la ortodoxia su predominio frente a la herejía; pero, al morir Julio I en abril del 352, pudo de nuevo el arrianismo celebrar un corto período de triunfo.

 Ya desde la antigüedad fue celebrada la virtud y constancia de este gran Papa en defensa de la fe, por lo cual fue incluido bien pronto en los catálogos de santos o martirológios cristianos.

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