lunes, 3 de abril de 2017

Beato Ezequiel Huerta Gutiérrez


Nació en Magdalena, Jalisco, el 7 de enero de 1876. Fue el segundo hijo de Isaac Huerta Tomé y de Florencia Gutiérrez Oliva. Fue bautizado dos días después de su nacimiento, en la iglesia parroquial, por el presbítero José María Rojas, quien le puso el nombre de José Luciano Ezequiel. El 21 de diciembre de 1877 fue confirmado por el arzobispo de Guadalajara, don Pedro Loza, en la misma población.

Su madre, originaria de Tequila, Jalisco, era de carácter enérgico, decidido y emprendedor; poseía las cualidades de muchas mujeres de su tiempo; generosidad en sus deberes como esposa y madre, y una intensa vida de fe, que supo inculcar a sus cinco hijos: José del Refugio (1874), Ezequiel (1876), Eduardo (1878), Salvador (1880) y Carmen.

Don Isaac Huerta, de ascendencia hispana e india, fue un emprendedor comerciante de la región Etzatlán-Ameca-Magdalena, dedicado a transportar mercancías, curtir pieles y administrar una ferretería en Tequila. Después de muchos años de trabajo, reunidos los medios suficientes para sostener a su familia, accedió a cumplir una constante súplica de su esposa: instalarse con toda la familia en la capital del Estado.

Los Huerta llegaron a Guadalajara hacia 1884; se avecinaron en el barrio del Santuario. José del Refugio, el hijo mayor, y Eduardo, ingresaron al Seminario Conciliar.

Ordenado presbítero José del Refugio, la familia se dividió; doña Florencia y su hija Carmen acompañaron al neosacerdote a su primer destino, Atotonilco el Alto, permaneciendo en Guadalajara don Isaac, como responsable de sus hijos Ezequiel y Salvador.

Ezequiel fue un buen hijo, piadoso y centrado, gustaba de la ópera, y alguna vez esta afición le costó una severa reprimenda de su madre, para quien todo lo relacionado con el teatro le resultaba poco decente.

Además de estudiar la secundaria y el bachillerato en el Liceo de Varones del Estado, se adiestró en canto con un maestro italiano de apellido Polanco; recibió también formación musical y dirección coral. Pronto fue reconocida su notable habilidad como intérprete del armonio y del órgano tubular, pero lo que le valió la admiración y el respeto de sus contemporáneos fue su hermosa voz de tenor dramático, escuchada en todos los templos de la ciudad. Lo particular de este joven cantor era el sentimiento y el fervor en sus intervenciones. Se llegó a decir que “No había función religiosa en que Ezequiel no fuera la parte más importante de la música y del canto”. Llegó a formar y dirigir coros de voces blancas hasta de cuarenta elementos.

Un intenso trabajo y su calidad profesional lo llevaron a contar con sus propios recur­sos y a pensar en fundar un nuevo hogar. Sus relaciones sentimentales con una jovencita originaria de Tepic, avecinada en Guadalajara desde 1902, María Eugenia García, hija de los señores Plutarco García y Mª Trinidad Ochoa, concluyeron con la recepción del sacramento del matrimonio, sellado en el templecito de las madres Capuchinas, el 17 de septiembre de 1904. Celebró la Eucaristía y fue testigo del consentimiento su hermano sacerdote, José del Refugio.

La esposa tendrá que equilibrar los desbordes de su idealista marido, acostum­brado a trabajar tan sólo por amor al arte; al efecto, María Eugenia promoverá la firma de contratos por tiempo y servicios prestados, lo que garantizará la cómoda manutención de la familia.

Su matrimonio no fue empañado por nada. Los familiares de ella, admirados de las atenciones y muestras de cariño del esposo, le decían: “María, otro como Ezequiel no lo encuentras ni con el cirio pascual”.

La alegría de los hijos pronto iluminó este hogar. En el lapso de veintitrés años nacieron diez hijos, recibidos con amor y educados con esmero: José Ezequiel Manuel (1905); María Guadalupe (1907), que murió un año después; José de Jesús (1909); María del Carmen (1911); José (1913); José Ignacio (1915); María Teresa de Jesús (1918), que murió en 1900; Ezequiel de Jesús (1920), hermano jesuita; María Trinidad (1922) y María Rosalía (1925).

El buen esposo era también óptimo padre de familia. Cuidaba personalmente de sus hijos, compartía con ellos su tiempo libre, les acercaba todo lo necesario para su manutención. Ellos recuerdan que nunca llegó su padre al domicilio familiar sin algún obsequio para cada uno de sus vástagos; pero, sobre todo, edificándolos con la riqueza de su vida interior.

En efecto, los Huerta García vivían con intensidad la fe católica. Oraban unidos y juntos asistían a los servicios religiosos. Un día importante para esta familia fue el 27 de mayo de 1914, fecha en que el padre Eduardo Huerta entronizó en el cristiano hogar, la imagen del Sagrado Corazón de Jesús.

Nunca olvidó el cariño y respeto debido a sus padres, visitándolos con frecuencia, sobre todo desde que su hermano José del Refugio, siendo párroco de la comunidad del Dulce Nombre de Jesús, próximo a su domicilio, los llevó consigo.

El 2 de diciembre de 1923, decidió incrementar su vida interior tomando el hábito de la Tercera Orden de Penitencia de san Francisco de Asís. Tiempo después, el 4 de febrero de 1925, fue admitido como profeso en esta venerable hermandad.

Con todo, no pocas veces surgían pruebas. Cierto día, encontrán­dose en el interior del templo de santa Teresa, escuchó los gritos y blasfemias de un furibundo. Sin pensarlo se dirigió al sujeto y le pidió compostu­ra; la respuesta que recibió fue una cuchillada en el abdomen. El agresor huyó pero se supo que el atentado fue urdido por un músico, agraviado por el éxito de Ezequiel. Éste, en cuanto recuperó la salud, se desentendió por completo del asunto.

En más de una ocasión, tuvo que contener la ambición. Varias ofertas lo tentaron a buscar horizontes artísticos mucho más amplios, pero él siempre declinó estas propuestas, pues si bien amaba su oficio, aún más lo retenía el amor a los suyos y las posibilidades de servir únicamente al culto divino.

Organizaba su vida en torno a la Eucaristía. Muy temprano, después de bañarse con agua fría, participaba en la Misa primera, haciéndose siempre acompañar por uno o más de sus hijos; recibía con particular devoción el cuerpo de Cristo.

Mucho le afectó el acoso y la intolerancia de las autoridades civiles en contra de la Iglesia católica. Apoyó, según sus posibilidades, las decisio­nes de los obispos y de las organizaciones católicas. Con esta intención, los Huerta García, para proteger la integridad de las Carmelitas Descalzas del monasterio de La Hoguera, por el barrio de Mezquitán, permutaron con las monjas su casa habita­ción de la calle de Independencia. Asimismo, aceptó convertirse en custodio del templo de San Felipe Neri en tanto el culto público permaneciera suspendido.

En la primera mitad de 1926, después de una larga y penosa enfermedad, murió doña Florencia Gutiérrez, su madre, cuya separación le afectó bastante. Pero sería ésta la primera de muchas pruebas. La siguiente vino el 31 de julio: el culto público fue suspendido. Sus dos hermanos sacerdotes debieron ejercer su ministerio en la clandestinidad y Ezequiel mismo perder su trabajo.

El estado de las cosas parecía prolongarse indefinidamente. Entre tanto, debía asegurar la manutención de su numerosa prole. Además, sus hijos mayores, Manuel y José de Jesús, activos miembros de la Unión Popular, se incorporaron a la resistencia activa que promovía desde la capital, de la República, la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa.

El 1º de abril de 1927, la ciudad de Guadalajara amaneció con la triste nueva de la aprehensión, tormento y muerte de Anacleto González Flores, Luis Padilla y Jorge y Ramón Vargas González.

Ezequiel, apoyado por su hermano Salvador, decidió enviar al extranjero a su hijo Manuel, entonces en Guadalajara, disponiendo la salida del joven la madrugada del día siguiente.

Los hermanos Huerta Gutiérrez acudieron la noche del 1º de abril a las capillas ardientes donde eran velados los mártires. Poco antes, estando aún Ezequiel en la casa de su hermano Salvador, expresó su preocupación por el estado de cosas.

En la mañana del día siguiente, como a las 8:00 horas, llegó a su hogar. Le pidió a su esposa, María Eugenia, que visitara el lugar donde era velado Anacleto; entre tanto, él cuidaría de los niños. Una hora después se introdujeron en la casa cinco hombres pistola en mano, apostándose en el ingreso; el que los dirigía cerró con llave el cancel del zaguán. Sorprendido por el arbitrario quebranto a la intimidad de su hogar, exigió una razón suficiente para justificar tamaño proceder; la respuesta de los invasores fue amagarle y proceder al cateo de la vivienda, destruyendo y robando a discreción, en medio del azoro de los niños.

A su regreso, su esposa abordó la situación con cautela, pero fue inútil; las órdenes eran terminantes y debían ejecutarse sin compasión. Ezequiel ni siquiera pudo despedirse de su esposa, a quien amaba entrañablemen­te; en su lugar le dirigió una mirada de tristeza. Junto con él fue igualmente hecho prisionero un joven seminarista, Juan Bernal, quien accidentalmente había llegado al domicilio poco antes.

Las horas siguientes transcurrieron con rapidez. En las estrechísimas celdas de la Inspección de Policía, llamadas con propiedad lobas, tabique de por medio, se encuentran Ezequiel y su hermano Salvador; se les acusa sin materia para ello, de fabricar municiones para los cristeros. Al mediodía encierran al niño Gabriel Huerta, hijo de su hermano Salvador, de catorce años, enviado a la prisión portando una canasta con viandas para los presos.

Las horas de esta injusta reclusión suponen el drama, el dolor y la impoten­cia de dos inocentes que deben morir para servir de escarmiento a los católicos de la resistencia. El sargento Felipe Vázquez ordena la aplicación del tormento común: suspender a los prisioneros de los dedos pulgares y azotarles las espaldas. Se quiere arrancar de sus labios, entre otras cosas, el sitio donde se ocultan los presbíteros José Refugio y Eduardo Huerta Gutiérrez. En realidad, al primer verdugo, general Jesús M. Ferreira, no le interesa tanto el dato, sino cebarse en la vida de los chivos expiatorios que ha elegido.

Los labios de Ezequiel entonan como respuesta a las preguntas de sus victimarios, el himno eucarístico: Que viva mi Cristo/ que viva mi Rey/ que impere doquiera/ triunfante su Ley. A golpes, hasta dejarlo inconsciente, lo callan. La inerme víctima, es devuelta a la “loba”, donde lo recibe el azorado Juan Bernal. Al recuperar el conocimiento, reza: “Señor, ten piedad de nosotros, Cristo ten piedad de nosotros…”. Sabe que su muerte es inminente y se prepara a ella. Su última providencia es en favor de su familia: “dígale a mi esposa -dice a Bernal- que en la bolsa secreta de mi pantalón, tapada con el fajo, traigo una moneda de oro que es lo único que no me quitaron”.

A la medianoche dejan en libertad al niño Gabriel y suben a Ezequiel y Salvador al vehículo donde se traslada a los delincuentes comunes, una como jaula, en labios del pueblo. Con la sirena encendida recorren la distancia que separa la Inspección de Policía del cementerio de Mezquitán. En un extremo de ese lugar aguarda un piquete de soldados, frente a los cuales son colocados Ezequiel y Salvador; éste dice a su hermano: Los perdonamos ¿verdad? Los perdonamos, responde Ezequiel. El primero en morir fue Ezequiel, acto continuo lo siguió su hermano. Después de la ejecución, sus cadáveres fueron arrojados en una misma fosa, cavada con antelación.

Tiempo después, sus restos fueron exhumados y colocados en la cripta de la familia, en el mismo panteón. En 1952 se les colocó en nichos, en la parroquia del Dulce Nombre de Jesús; finalmente, el 20 de noviem­bre de 1980, se les trasladó a la capilla del Seminario de los Misioneros Xaverianos, en la colonia del Carmen, en Arandas, Jalisco.

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