domingo, 5 de marzo de 2017

Homilía


La Cuaresma, que inauguramos el pasado Miércoles de Ceniza, es un tiempo de gracia para encontrarnos con nosotros mismos a la luz de nuestra propia verdad, con Dios, que es quien la ilumina y con el prójimo mediante la práctica de las buenas obras.

En la primera lectura escuchamos el relato de Adán y Eva en el paraíso del Edén.

Son felices hasta que la tentación de ser como Dios y de incumplir su voluntad les arrastra a la desobediencia y al pecado. Experimentan entonces su desvalimiento y desnudez.

La tentación del rechazo a Dios se presenta de modo sugestivo y atrayente, bajo distintas formas, pero con una misma finalidad: hacernos felices. .

Las tentaciones de Jesús no son ajenas a la realidad de los hombres y mujeres de todos los tiempos, que sufrimos permanentemente el acoso de las fuerzas del mal.

El relato de San Mateo nos pone en guardia de todo aquello que nos puede desviar del camino y arruinar nuestra vida.


La oferta de convertir las piedras en panes parece un tanto inocente, pero entraña un grave y sibilino peligro: poner a Dios al servicio de nuestro propio interés y colocar los bienes materiales en el epicentro de nuestra vida.

El dinero fácil, la explotación con fines lucrativos, la acumulación de riquezas, el despilfarro de la abundancia, convertir todo en materia, disfrutar de la inmediatez del placer, consumir alcohol, drogas, sexo a la carta... forma parte de esta tentación.

Hay un hambre física de alimentos, que debe satisfacerse por el correcto uso de los bienes materiales.

Desgraciadamente no suele ser así, porque la codicia de unos pocos acapara lo que corresponde a todos.

De esta manera, constatamos un mundo de desigualdades hirientes y de millones de personas que mueren de hambre.

Cuando esto ocurre, se olvida el proyecto de Dios y podemos caer fácilmente en las redes del consumismo, creyendo así tener satisfechas todas nuestras necesidades.

Son cada vez más frecuentes las personas que, después de haber conseguido una gran fortuna y haber logrado prestigio social y el reconocimiento que perseguían, se sienten solas y fracasadas, porque no han sabido dar amor y ganarse auténticas amistades.,

El ser humano necesita primero escuchar a Dios, despertar del sueño de la autocomplacencia y cultivar su espíritu para romper las barreras del odio, la insolidaridad y la injusticia, que deshumanizan la convivencia diaria con la familia y con el pueblo.

Existe otra hambre, el hambre espiritual, que se sacia con el alimento de la palabra y la llamada al amor, que es justicia, paz, libertad, concordia...

Los hombres no terminamos de comprender este mensaje, nacido de la boca de Jesús: “no sólo de pan vive el hombre” (Mateo 4, 4), pues seguimos llenando nuestras despensas de manjares que no llenan. ¡Hasta cuando!


Durante este tiempo Dios le libró de múltiples peligros, le alimentó y estableció con él un código de alianza, por el cual ambos se comprometían a mantener mutua fidelidad.

Algunos del Pueblo trasgredieron el pacto y pusieron a prueba a Dios; se negaban a creer en Él si no se les daba lo que exigían. Desafiaron su divino poder.

Satanás, evocando el episodio del desierto pone a prueba a Cristo para que realice un milagro para mostrar su filiación divina.

La tentación afecta de lleno a nuestras exigencias y falsas seguridades.

No tenemos derecho a decirle a Dios lo que tiene que hacer, como, por ejemplo, pedirle un milagro, a fin de salvarnos de las consecuencias de nuestra mala conducta.

Tampoco debemos alimentar la presunción de que Dios nos rescatará de los peligros cuando no ponemos los medios necesarios para evitarlos.

Tentamos a Dios cuando sólo recurrimos a Él para que nos saque de apuros y pretendemos condicionar su voluntad en propio beneficio.

La respuesta de Jesús a Satanás: “No tentarás al Señor, tu Dios” (Mateo 4, 7), se enmarca dentro del respeto y obediencia que toda creatura debe a su Creador.


Es la tentación más fuerte.

El diablo, al sugerir el dominio sobre todo el mundo, empalma con las profecías mesiánicas, en virtud de las cuáles el Mesías establecerá un reino de justicia y de paz, de prosperidad y de victoria.

Si Jesús quiere imitar y superar a los viejos imperios de Babilonia, Persia, Grecia o Roma para instaurar este “reino nuevo” ha de postrase primero ante el Tentador.

Es una trampa para acceder al poder y disfrutar la glorias mundanas.

Hoy sigue vigente en los altos estamentos de nuestra sociedad entre aquellos que son capaces de “vender su alma al diablo” para alcanzar el gobierno del pueblo con promesas falsas y todo tipo de triquiñuelas.

No es sólo la gran tentación de los políticos; lo es también de todos, porque nos agrada dar órdenes, disponer de servidores, ser admirados por nuestra condición física, intelectual o por nuestras habilidades y aptitudes.

La filosofía del mundo es proponer seductoramente para imponer después la tiranía.

Dios, en cambio, respeta al hombre y no se quiere imponer desde arriba, sino desde abajo, desde el amor.

El engaño de la tentación está en suprimir el amor de la creación y la justicia de Dios para engrandecer la dictadura humana.

La contundente respuesta de Jesús a esta insidia diabólica se ciñe al mensaje y a la misión que le ha encomendado el Padre del cielo:

“Al Señor, tu Dios, adorarás y a él sólo servirás”
(Mateo 4, 10).

Jesús fue tentado muchas veces por Satanás, mientras desarrollaba su misión evangelizadora, para desviar sus objetivos.

Nadie se libra de la tentación, que en sí misma no es mala; lo es cuando dejamos que pervierta nuestra ideal y nos apartamos del recto camino.


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