domingo, 21 de febrero de 2016

Homilía


Los pueblos primitivos acostumbraban a erigir altares y ofrecer sacrificios a la divinidad en la cumbre de la montaña.

Pensaban que estaban más cerca de Dios y se sentirían más escuchados por Él.

Israel no era la excepción. De hecho, la gran manifestación (teofanía) de Dios a Moisés tiene como escenario el Monte Sinaí, llamado también Horeb y Monte de Dios.

Jesús retoma esta tradición y sube al Tabor, monte de Galilea que domina la llanura de Yezrael.

Aquí, en este marco natural, donde confluyen personajes de dos Testamentos: el Antiguo, representado por Moisés y Elías, y el Nuevo, representado por Jesús y tres de sus Apóstoles, inicia Jesús la segunda etapa del camino cuaresmal; la primera fueron las tentaciones. El encuentro gira en torno a un eje central: ESCUCHAR.

Moisés y Elías supieron escuchar la voz de Dios y transmitirla al pueblo. Jesús escucha a su Padre del cielo.

Sabemos por el evangelio que todas las noches se retiraba a orar. La oración era para él una necesidad vital para recuperar fuerzas espirituales y motivarse para cumplir su misión. Hoy Jesús sube a la montaña.

La subida exige sacrificio y dejar de lado el peso que estorba para acercarse a Dios.

En lo alto hay más luz, sopla más el viento y se amplía la visión de la naturaleza.

Así, libre de todo bagaje, el alma se dispone a comunicarse con su Creador y conocer su voluntad.

En este ámbito, Moisés conoce a Dios en una zarza que arde y no se consume, y Elías en una suave brisa.

Los Apóstoles ven con ojos de asombro a Jesús transfigurado y conocen por medio del Padre del cielo su verdadera identidad como el Hijo amado del Padre, impronta de su ser y portador de su Palabra, a quien hemos de escuchar.

Jesús quiere que sus tres discípulos, los mismos que le acompañarán más tarde en la resurrección de la hija de Jairo y en Getsemaní, experimenten por unos momentos su gloria antes de su pasión y muerte.

Para que una persona ande rectamente por un camino es preciso, según enseña Santo Tomás - que conozca antes, de algún modo el fin al que se dirige: “como el arquero no lanza con acierto la saeta si no mira primero al blanco al que la envía”.

Comprenderán así que la cruz es el camino para resucitar con Jesús y contemplar el gozo eterno.

San Pablo dice “que los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que nos ha de ser revelada” (Romanos 8, 18).

La nube, que envuelve la escena, y la gloria del Señor llena a los discípulos de una dicha que nunca olvidarán.

Una dicha que Pedro quiere perpetuar y que responde a los anhelos y esperanzas de todos los hombres.

Puestos a soñar, nos gustaría, como a Pedro, montar tres tiendas:

La primera con Jesús, amplia y confortable, con calor en invierno, aire acondicionado en verano y una techumbre abierta al cielo para escuchar cómodamente sus mensajes y revelaciones.

La segunda con Moisés, de las mismas característica, adornada con la Tablas de la Ley, para conocer de primera mano la epopeya de Israel y , de paso, librarnos de las serpientes venenosas y de cuanto altere nuestra condición física.

La tercera, al lado de Elías, con una puerta de entrada y de salida para entrar con él en los intríngulis del profetismo y comprender que todos somos nómadas y peregrinos en busca de aventuras.

Pero los gustos chocan con la cruda realidad diaria de los quehaceres, preocupaciones, zancadillas y sufrimientos.

La vida cristiana no es posible sin la referencia a la cruz y al cielo prometido.

Son las dos caras de la misma moneda.

No sufrimos por sufrir, sería un masoquismo estéril.

Tampoco podemos eludir el sufrimiento cuando la propia enfermedad y la pérdida de nuestros seres queridos asoman a nuestra puerta.

Si hemos de sufrir es mejor sublimar el sufrimiento fijándonos en Jesús, que vino a la tierra, no para extirparlo, sino para darle sentido.

Él soporta el peso más duro. Sin él cualquier peso nos agobia o desespera.

Es la tercera etapa, la definitiva, del camino cuaresmal de Jesús.

Las anteriores han servido para prepararse él y concienciar a sus discípulos de su misión.

Ya ha descubierto a sus discípulos lo que le aguarda.

Pedro intenta apartarle con un manto protector de su camino, pero en vano.

Jesús no es buen político.

Si lo fuera, aprovecharía sus capacidades humanas: el don de gentes, la cercanía a los más pobres y necesitados, el poder de seducción, las curaciones que realiza, los signos que despiertan admiración en el pueblo…

Huye, en cambio, de las multitudes que le quieren como líder para establecer el Reino de Israel.

Corta igualmente las ambiciones de los suyos, que desearían verle triunfar y ocupar a su lado puestos importantes en su gabinete de gobierno.

Habría ganado fácilmente las elecciones, cosechando mayoría absoluta de votos con tan sólo prometer pan en abundancia, libertad de la opresión y una vida digna con igualdad de oportunidades para todos.

Contentaría de esta manera a la población y a sus discípulos ofreciendo a Pedro la cartera de Primer Ministro, a Santiago y Juan las de Interior y Asuntos Exteriores, a Judas el Ministerio de Economía y los otros Ministerios al resto.

Lejos de esto proclama que su Reino no es de este mundo y que aquellos que quieran afiliarse a su partido deben enarbolar la bandera de la cruz.

No es extraño que le abandonaran casi todos sus seguidores. A nadie agrada semejante propaganda.

Por eso el significado de la transfiguración nos ayuda a comprender que la mirada de los hombres no es la mirada de Dios, capaz de convertir los fracasos en triunfos.

Fue duro para los Apóstoles aceptar esto.

Para nosotros es más fácil, porque conocemos el punto de partida del viaje a Jerusalén, el camino y la meta.

“Por sus hechos los conoceréis”

No tenemos excusa, y nos irá mal, si después de todo, nos fiamos más de los hombres que de él.


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