sábado, 6 de febrero de 2016

Mártires de Japón

San Francisco Javier había arrojado la semilla; pero fue después de su muerte cuando se inauguró el período de las conversiones en masa en el Imperio del Japón. Todo parecía presagiar que un mundo nuevo se preparaba a entrar en la Iglesia. Alrededor de 1590, los cristianos japoneses pasaban de trescientos mil. Acababa de convertirse uno de los más grandes doctores del país, el médico Dosan, y con él ochocientos de sus discípulos. La mayoría de los daimíos habían sido bautizados; y algunos de los más notables personajes, como Justo Ucondono, jefe de las guardias imperiales; Agustín Isucamídono, almirante de la flota; y Simón Condera, comandante de la caballería, figuraban entre los más entusiastas partidarios de la nueva religión. El mismo seugún parecía favorecer aquella expansión religiosa.

El seugún, en el Japón, era lo que el mayordomo de palacio entre los reyes merovingios. El mikado reinaba, pero el seugún gobernaba. En los últimos decenios del siglo xvi ocupaba este alto puesto un hombre enérgico y perspicaz, que de simple mozo de cuadra había llegado a hacerse amo del ejército, del emperador y del Imperio. Llamábase Hideyoshi; pero él prefería los nombres de Taicosama el señor altísimo, y Cabucondono, el arca del tesoro. Hábil, inteligente y ambicioso, había logrado sacar al Imperio del caos feudal en que se encontraba desde hacía siglos, afirmando su autoridad en las islas más apartadas. Ensoberbecido por la fortuna, creyó que podría conquistar nuevos reinos, preparó una armada contra China y quiso Dominar también en las islas Filipinas, que acababan de conquistar los españoles. La carta que envió al gobernador don Gómez Pérez de las Marinas nos ofrece un testimonio curioso del endiosamiento de aquel arrivista. «Todo aquí era confusión—dice—; no se podía enviar un pliego de una parte a otra, hasta que yo vine al mundo para hacer que todo sea uno, y yo señor de todo, porque no ha quedado reino que no se sujetase a mi obediencia. Siendo antes pequeño y de poca estima, el Cielo me ha sido tan favorable, con evidentes señales que hubo en mi nacimiento, que durante diez años no he entrado nunca en batalla sin salir vencedor. Los que debajo del Cielo están y encima de la tierra, todos son mis vasallos, y a los que no quieren obedecerme, les sujeto con mis soldados y capitanes. Ahora quiero ir a ganar la China, y no entendáis que esto es obra mía, sino que viene de los altos Cielos. Por tanto, sin tardanza, humillad vuestra bandera y reconoced mi señorío, porque si no viniereis luego a hacerme reverencia, postrados delante de mí, pecho por tierra, estad seguro que enviaré mi ejército y os haré asolar y destruir.»

Ni que decir tiene que los españoles se rieron de este mensaje, y desde entonces Taicosama empezó a mirar recelosamente todo lo europeo. Poco a poco, en cada predicador del Evangelio empezó a ver un espía de España, y no tardó en considerar la religión cristiana como algo incompatible con el espíritu japonés. «En materias religiosas—decía—el Japón es el reino de !os carnes, los dióses que proceden de Zi, principio de todas las cosas. El buen orden del Imperio depende del exacto cumplimiento de las leyes en que se funda, y esas leyes fueron establecidas por los camíes. La nueva religión sólo serviría para introducir una división perjudicial al bien del Estado.» Así razonaba aquel gobernante su política religiosa. La persecución no se hizo esperar. Por un decreto de 1587, Taicosama ponía toda suerte de dificultades a la propaganda de los misioneros, pero sin llegar a la efusión de sangre. Después, entretenido en sus empresas guerreras, no volvió a pensar en asuntos de religión. Vino luego el fracaso de sus armas en China, seguido del desaire del gobernador español. Amargado y humillado, volvió todos sus odios contra los europeos y europeizantes del interior. El 9 de diciembre de 1596, nueve religiosos fueron detenidos en Miaco y en Osaka. Al mismo tiempo, los agentes imperiales trabajaban en formar la lista de los que frecuentaban el trato de los misioneros. El anuncio de la persecución estremeció de gozo a los cristianos de ambas ciudades. Justo Ucondono se presentó a reclamar la palma del martirio. Un octogenario, que había sido uno de los más esforzados guerreros del Japón, no sabiendo que cuando se muere por Cristo se debe aceptar el golpe sin resistencia, preparábase a vender cara su vida. Pero un día, entrando en casa de su nuera, vio a los criados y a los niños que disponían sus relicarios, sus rosarios y crucifijos. Preguntó la causa de aquella agitación, y le respondieron que se preparaban para el combate «Pero ¿qué armas son ésas y a qué combate aludís?», exclamó; y dirigiéndose luego a su nuera, le dijo: « ¿Qué estás haciendo aquí, hija mía?» «Arreglo un vestido—contestó ella—, a fin de que esté más decente para cuando nos crucifiquen, porque dicen que todos los cristianos vamos a ser crucificados.» La dulzura con que fueron pronunciadas estas palabras desconcertó al anciano; quedó un instante en silencio, y luego, arrojando sus armas, exclamó: «Bueno, también yo quiero dejarme crucificar.»

Todos los cristianos pensaban en el martirio; todos se preparaban con júbilo a la muerte. Fue admirable el caso de una joven princesa que pasaba por la mujer más hermosa e inteligente del Imperio. Su marido, el virrey de Tango, aguijoneado por los celos, la tenía siempre encerrada en alguno de sus palacios, unas veces en Tango, otras en Osaka. Libre del afecto apasionado que de ordinario se apodera del corazón de los japoneses, ella ocupaba las horas de su retiro estudiando las ciencias y la Historia. A los veinticuatro años discutía de filosofía y mitología japonesa con los sabios más distinguidos. Después de haber examinado personalmente las doctrinas de todas las sectas, se adhirió a la escuela de los ateos, que creen que todo ha salido del caos, que todo vuelve al caos, y que el alma no es más que un soplo que se pierde en el vacío. Sin embargo, la incertidumbre la atormentaba, y en vano luchó para salir de sus dudas, hasta que una joven amiga la habló de la doctrina de Cristo, puso en sus manos el Evangelio, y devolvió la tranquilidad a su espíritu. Llena de sozo, la princesa pidió el bautismo y recibió el nombre de Engracia. Fueron inútiles los ruegos y las amenazas de su marido para hacerla apostatar. El puñal se caía de sus manos ante el renejo de felicidad que iluminaba su semblante, y si la encerraba con otras mujeres, la elocuente neófita las transformaba en siervas de Jesucristo. A los primeros ecos de la persecución. Engracia reunió a sus criadas y empezó con ellas a confeccionar trajes espléndidos para presentarse, como ella decía, con toda pompa en el día del triunfo.

Asustado de aquel santo frenesí, Taicosama revocó la sentencia, alegando que no quería despoblar el Imperio. Sólo serían ajusticiados los misioneros detenidos y algunos de sus más entusiastas auxiliares. Al frente de ellos estaba el comisario de los franciscanos, fray Pedro Bautista, natural de San Esteban, en el obispado de Avila. Los otros españoles eran el vergarés fray Martín de la Ascensión, el gallego fray Francisco Blanco y el castellano fray Francisco de San Miguel, nacido en Parrilla, junto a Valladolid. Figuraba, además, un mejicano, fray Felipe de Jesús, y todos los demás eran japoneses. Entre estos últimos se distinguían dos niños de coro llamados Antonio y Luis, y el jesuíta Pablo Micki. Formaban entre todos un brillante escuadrón de veintiséis elegidos. Y no fueron los más pequeños los menos valientes. Cuando, al entrar en la cárcel se les cortó a todos un poco de la oreja derecha, vióse al niño Luis recoger su pedazo y mostrárselo al guardia diciendo: «Me parece poco.» Hombres y mujeres rodeaban, acariciaban y besaban al pequeño héroe, y los mismos idólatras estaban maravillados de su valor.

Los confesores debían ser paseados por las ciudades importantes del Imperio. Colocados de tres en tres en carretas tiradas por un buey, recorrieron primero las calles de Meako entre las burlas y los insultos de la población. «Otro día—escribía fray Pedro desde la cárcel—nos llevaron con las manos atadas hasta Osaka; de allí nos sacaron y nos pasearon en caballos por las calles de la ciudad. Lleváronnos a Zakay, y allí hicieron lo mismo con público pregón. Pedimos a todos que oren por nosotros con mucho fervor, que, según creo, el viernes que viene nos crucificarán. En viernes también nos cortaron las orejas, y tenemos por gran merced de Dios todo lo pasado.» Llegaron a Nangasaki después de recorrer más de cien leguas. Tan heridos llevaban los pies y tan quebrantado el cuerpo, que algunos tenían que ser transportados en grandes cestos por los soldados. Las cruces estaban colocadas en una colina de las que rodean a Nangasaki, dando vista al mar. Un fuerte cordón de soldados la rodeaba y una multitud inmensa cubría las inmediaciones. Los mártires la subieron animosos, derramando bendiciones sobre los cristianos, que se arrodillaban delante de ellos. Al llegar a la cima, viendo dos cruces más pequeñas, los niños corrieron a ellas alborozados, las contemplaron, las abrazaron y las besaron apasionadamente. Uno de ellos, viendo a su padre, que había venido para despedirse de él. le dijo estas palabras: «Ya sabes, padre mío, que el hombre debe sacrificarlo todo para asegurar su salvación.» «Lo sé—respondió el valiente japonés sin derramar una lágrima—, y doy gracias a Dios que te ha escogido para dar testimonio de la verdad.»

Los sayones empezaron a cumplir con su misión. Cada mártir fue colocado en un madero con los brazos colocados sobre el palo transversal. Una argolla sujetaba el cuello y sendas correas las manos y los pies. Un bosque palpitante iba cubriendo poco a poco la colina. Cada cruz que se alzaba, promovía entre los espectadores un murmullo confuso, en que se mezclaban los sollozos, las oraciones, las chanzas y las injurias. Cuando las veintiséis cruces quedaron clavadas en el suelo, un silencio sepulcral envolvió el calvario. De pronto, uno de los héroes, fray Martín de la Ascensión, empezó a predicar con voz potente desde lo alto de la cruz, entre el estupor de todos los circunstantes. Después fray Pedro Bautista entonó el Benedictus, y los demás continuaron. Entre tanto, el verdugo cruzaba por entre los cantores, atravesando sus cuerpos con una lanza. Las voces se extinguían en medio de un verso. Cada vez eran más débiles, cada vez más lentas. Pablo Micki, antes de inclinar la cabeza y cerrar los ojos, rezó en voz alta por los perseguidores. Desde su cruz, fray Pedro contemplaba a sus compañeros, y con la mano atada hacía lo posible por dibujar una cruz sobre aquellos que expiraban. Ya sólo quedaban él, y a su lado los dos niños. Laúdate, pueri, Doninum, entonó, dirigiéndose hacia ellos; y mientras él quedaba sumido en meditación profunda, los dos acólitos continuaron: «Alabad el nombre del Señor.» La lanza les atravesó el pecho, y fueron a continuar el salmo en el paraíso. Cuando a él le llegó la llora, fray Pedro Bautista seguía bendiciendo, y su mano permaneció trazando una línea en el aire. Después la multitud arrolló a los guardias, se apoderó de los cuerpos sagrados, recogió la sangre del suelo, y las cruces, los cordeles, los mantos, las argollas, todo fue arrebatado como el más rico de los tesoros. Era el día 5 de febrero de 1596.

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