domingo, 7 de febrero de 2016

Homilía


El relato evangélico gira hoy en torno a las faenas cotidianas de la pesca en el lago de Galilea.

Los protagonistas son Jesús y cuatro de sus discípulos.

Estos han pasado toda la noche pescando sin éxito.

Jesús prueba su fe mandándoles entrar mar adentro, en pleno día y a una hora no habitual para pescar.

La escena está cargada de simbolismo.

La barca representa a la Iglesia.

En ella, como Pedro, todos estamos llamados a echar las redes.

Tal vez hemos trabajado denodadamente fiándonos de nuestras capacidades y de programas elaborados minuciosamente para conseguir grandes éxitos pastorales en nuestra parroquia, sin haber logrado nada y continuando la gente tan fría como antes.

Sucede a menudo cuando creemos que los triunfos y fracasos dependen de nosotros.

Pero no es así.

Tiene que hacerse presente Jesús en la orilla para invitarnos a vivir y actuar de otra manera según la dinámica de Dios.

Entonces ocurre lo imprevisible, lo inesperado para nuestro asombro.

Las palabras de Pedro: “Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador” (Lucas 5, 8) demuestran hasta qué punto el alma se siente anonadada ante la propia pequeñez y la grandeza del que nos dice: “Rema mar adentro”.

Es el preámbulo de toda llamada.

Es más importante seguirle a Él que aprovecharse de la pesca capturada para engrosar las arcas de la economía familiar.

Muchos cristianos nos quedamos a la orilla mojándonos los tobillos en las cálidas aguas de la playa.

No corremos riesgos.

Tenemos las necesidades básicas cubiertas y nos sentimos cómodos asistiendo a misa, dando nuestra limosna a los necesitados o incluso asistiendo a grupos de profundización en la fe.

Terminamos sabiendo mucho de Dios, pero no le dejamos entrar plenamente en los entresijos de nuestro ser por miedo al compromiso y a las exigencias que conlleva.

No debe ser así.

La vocación es una llamada a salir de nuestro mundo estrecho para ser protagonistas de la misión y no únicamente receptores de la misma.

Los primeros discípulos entendieron pronto el mensaje de Jesús y lo dejaron todo para explorar otros mares: “Os haré pescadores de hombres”.

Esta maravillosa narración de la llamada “pesca milagrosa” nos interpela a todos.

Pedro se fía de Jesús y echa la red en aguas profundas, en un lugar donde antes no había capturado peces.

Y obtiene como recompensa el reconocimiento del Maestro y su llamada a cambiar de vida junto con los otros tres compañeros pescadores.

Es el comienzo de la misión.

Carecen de medios para evangelizar, pero andan sobrados de entusiasmo y generosidad.

No son los mejores, humanamente hablando, lo ignoran casi todo y tienen clara conciencia de sus grandes limitaciones.

Sin embargo, Jesús les da a entender que no elige a los capaces, sino que capacita a los que elige, de modo que el protagonismo emana del mismo Dios.

La experiencia de los primeros discípulos entronca con la vocación de Isaías.

El profeta -primera lectura- se siente indigno, con labios impuros y miembro de un pueblo impuro, pero responde con generosidad a la llamada de Yahvé.

También San Pablo -segunda lectura- después de su conversión en el camino de Damasco y de ser elegido Apóstol por Jesús se considera el último de todos, como un “aborto” por haber perseguido a la Iglesia de Dios, pero reconoce que su éxito en la predicación del evangelio no es un mérito suyo, sino obra de la gracia de Dios que le acompaña.

Hoy nos subimos a la barca de Pedro, que es nuestra parroquia, nuestra congregación religiosa o el grupo eclesial donde vivimos la fe y donde nos sentimos arropados, reconocidos y queridos.

La soledad es una mala consejera cuando vivimos al margen de la sociedad que nos rodea y nos apartamos de los problemas para no ser vulnerables.

Esta es una actitud egoísta y estéril como lo es igualmente “subir a la barca” y refugiarme en una especie de “apartamento estufa” por miedo a sortear los peligros de la calle.

Es fácil correr dos riegos en la vivencia de la fe; uno por defecto: entrar en una endogamia que, lejos de ser testigo de la presencia de Jesús atufa a humo de chimenea y ahuyenta a los que quieren entrar, y otro por exceso: confiar tanto en la fuerza del grupo y las programaciones pastorales que no se da margen al Espíritu.

La medida del amor nos la da el mismo Jesús al invitarnos a entrar en la barca de la Iglesia y responder en clave misionera, como Isaías: "Aquí estoy, mándame”

Aquí estoy, podemos decir cada uno de nosotros, dispuesto, no para quedarme en ella, sino para sortear los mares en busca de nuevos horizontes.

En el “aquí esto, mándame” está la clave del verdadero misionero.

El buen misionero está dispuesto a servir con amor generoso en la forma y manera que quiere Jesús.

El buen misionero obra con rectitud, justicia, tolerancia y paciencia.

Es decir: ajusta su comportamiento con el prójimo siendo testigo creíble de la presencia de Jesús entre nosotros.

El buen misionero afronta las críticas y descalificaciones de este mundo materialista sin herir a nadie con palabras o gestos. Al contrario, en medio de las incomprensiones asume la responsabilidad de ser mensajero de paz y de concordia.

El buen misionero busca en la oración y el silencio la luz que necesita para andar el camino y ser guía para la gente que ha perdido la fe y, en muchos casos, la razón suprema de su existencia.

Aquí estoy, Señor, hoy me invitas, con mi nombre y apellido, a subir a la barca para remar contra corriente.

No te importan mis pecados ni mi fragilidad.

Tan solo quieres que te siga, aún sabiendo que puedo fallar.

A tu lado, contigo como timonel, no temo la tempestad.

Limpia mi mente y mi corazón de toda maldad, despiértame cuando duerma y alivia mi cansancio en esta dura travesía, que aguarda a cuantos queremos pisar tus huellas por la tortuosa vereda de la cruz, antesala de la gloria.

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