domingo, 14 de febrero de 2016

Homilía


Las tentaciones de Jesús no son ajenas a la realidad de los hombres y mujeres de todos los tiempos, que sufrimos permanentemente el acoso de las fuerzas del mal.

La soledad y el desierto no nos evaden de tenerlas, pues se hallan latentes en nuestro corazón.

Nos gustaría huir de la enfermedad, del dolor, disfrutar de los placeres sin término, de libertad sin límites, sin compromisos que aten, sin letras que pagar, con casas, criados y gentes a nuestro servicio que asientan complacidos a nuestros requerimientos.

Pero, sabemos, por otro lado, que esto no es posible, que la tierra de Jauja -la de las riquezas inagotables- no existe, que no hay amor sin heridas ni gloria sin sufrimientos y cruz.

La única seguridad a nivel físico es la muerte, y espiritualmente -para el creyente- la vida eterna.

No todo lo que nos dicta la tentación es malo, puesto que aparece como apetito de bien e incluso de altruismo, pero se transforma en una acción perniciosa si nos lleva a romper con los demás, a marginar de nuestra vida a los seres más allegados y al acaparamiento de bienes en detrimento de la sociedad.

Sin embargo, en un mundo donde parecen triunfar las fuerzas del mal sobre las del bien, las lecturas del domingo de hoy nos recuerdan que siempre es posible, aún en los lugares más inverosímiles, la victoria del bien sobre el mal. Jesús mismo nos da el ejemplo.

Dejemos que Dios nos pruebe durante esta Cuaresma para aquilatar hasta dónde llega nuestro amor y nuestro compromiso cristiano.

La Cuaresma, que evoca la lenta marcha del pueblo de Israel por el desierto, nos recuerda igualmente la fidelidad de Dios que caminó con su Pueblo, guiándole a través de Moisés a la Tierra Prometida.

El Pueblo, sin embargo, no fue fiel y tan sólo unos pocos llegaron a la meta final.

La mayoría claudicó ante la tentación.

Nosotros no somos mejores, porque nos hemos dejado arrastrar por el relativismo y hemos ido perdiendo poco a poco la conciencia de pecado.

No somos mejores porque, aunque sea a pequeña escala, hemos aceptado la corrupción de las costumbres y de la vida pública como algo normal en la convivencia ciudadana.

No somos mejores, porque hemos caído en la idolatría del dinero como único medio para intentar ser felices.

No somos mejores, porque hemos atropellado los derechos de los demás para ganar cuotas de poder.

No somos mejores, porque, creyendo ser libres, nos hemos esclavizado a la droga, al alcohol, al trabajo, al sexo y a todo tipo de aficiones malsanas.

No somos mejores que los israelitas que suplantaron a Dios para adorar el becerro de oro.

Tampoco somos mejores que aquellos que blasfemaron en Masá y Meribá durante la travesía por el desierto.

Hemos escondido nuestra identidad de hijos de Dios al perder la valentía para confesarle frente a las leyes injustas y las discriminaciones por motivos ideológicos, étnicos, religiosos o de otra índole, vigentes hoy día en numerosos países.

Nos falta discernimiento para identificar el mal que nos rodea e incluso nos sentimos cómodos sumergiéndonos en los apetitos de la carne.

El dilema surge cuando las experiencias vividas, lejos de llenarnos, han dejado en nosotros un poso de amargura y un vacío de soledad.

Nos damos cuenta entonces que las propagandas subliminales terminan siendo un fraude y los “amigos” adjuntados al placer se esfuman en los momentos difíciles.

¿ A quién invocar cuando los”diosecillos” humanos, en los que tanto confiábamos, no nos escuchan?

Miremos a Jesús, que no se fía de los que ofrecen milagros para acabar con el hambre y saciar la sed de codicia de los hombres.

No se fía de los que regalan lo que no es suyo y prometen dignidades y prebendas a cambio de nada.

No se fía de los que tientan a Dios para exhibir su poder.

Se fía, en cambio, del Espíritu de Dios que le ha llevado al desierto, ha respetado su libertad y le ha sostenido en la tentación dándole fuerzas para luchar contra el mal por medio de la oración y el ayuno.

La oración y el ayuno, unidos a la limosna y a la reconciliación en este Año Jubilar de la Misericordia, conforman los pilares del itinerario cuaresmal que la Iglesia nos ofrece para contrarrestar los efectos del pecado.

Somos conscientes de nuestra debilidad e impotencia, pero, al mismo tiempo, la fe nos impulsa a confiar en la fuerza de Dios, capaz de hacernos superar las tentaciones más poderosas y más frecuentes: la idolatría y la apostasía, ambas asociadas al sincretismo religioso y al ateísmo práctico del que, siendo cristiano, vive como pagano.


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