domingo, 21 de junio de 2015

Homilía


Cada domingo debemos preguntarnos: “¿Qué nos dice hoy la Palabra de Dios?”

Porque Dios nos habla de la vida y de cómo afrontarla con garantías.

Es fácil establecer criterios cuando se trata de juzgar los acontecimientos mundiales, marcados actualmente por las guerras de Irak, Siria o Yemen y los actos de barbarie perpetrados por el Estado Islámico o grupos terroristas incontrolados, pero no nos afectan de la misma manera que los que ocurren a nuestro alrededor o en el entorno de nuestra familia.

Nos sentimos, a menudo, frustrados porque nuestros planes no se cumplen a la medida de nuestros deseos, porque los fracasos prevalecen sobre los éxitos, porque la felicidad se nos escapa de las manos. Sentimos además miedo a lo desconocido, a la soledad, a la muerte…

¿Cómo responder a las dificultades y a los retos de la supervivencia diaria si es tan grande nuestro desvalimiento?

Escuchemos el evangelio de la tempestad calmada.

No es una tempestad cualquiera, pues afecta a los cimientos de nuestra vocación cristiana.

¿Cuántas veces hemos dudado, como los Apóstoles, de la falta de preocupación de Jesús por nuestros sufrimientos?

¿Cuántas veces hemos pensado que Dios se “ausenta” de nuestro mundo y nos deja desamparados y desprotegidos ante las fuerzas de la naturaleza y los embestidas del mal?

Y, sin embargo, es el mismo Jesús quien nos invita a “pasar a la otra orilla” (Marcos 4, 35), a tierra de paganos, venciendo prejuicios, reticencias y miedos.

Es más sencillo quedarnos en casa, al abrigo de seguridades materiales y arropados por un grupo de amigos que nos quieren y nos miman.

Es muy probable que los primeros cristianos tuvieran recelos y ofrecieran cierta resistencia a salir de su comunidad para dar cumplimiento al mandato del Maestro: “Id por el mundo entero” (Mateo 28, 19).

Estaban en aquel tiempo viviendo, llenos de temor, las “tormentas” del ostracismo y la persecución, que podían llegar a hundir la frágil “barca”.

El movimiento se demuestra andando, y en la andadura hacia lo desconocido, en la misión que desarrolla, la comunidad cristiana, disipadas sus cobardías, descubre la cercanía de Jesús, la fuerza de su palabra y su acción salvadora.

El dominio de Jesús sobre las fuerzas de la naturaleza, asociadas en el Antiguo Testamento a poderes demoníacos, constituye una garantía para sus discípulos en su trabajo misionero entre los paganos.

Al igual que ellos, también nosotros experimentamos el avance del ateísmo, la descristianización de la sociedad occidental, la degeneración moral, ostensiblemente manifiesta a través de leyes favorables al aborto y de trabas contra los creyentes.

Parece que las acciones demoníacas van a engullirse al mundo.

Pero Jesús sigue en medio de nosotros para infundirnos ánimo e invitarnos a confiar en Él.

El relato está plagado de símbolos.

Meditemos algunos:

-         Jesús durmiendo en la barca es signo de alguien que no siente miedo, sino que confía plenamente en la voluntad del Padre, que no quiere que se hunda la Iglesia.

-         Las palabras de Jesús para calmar el viento y la tempestad nos desvelan algo del misterio de Dios y la admiración por sus obras.

-         El temporal amainado supone la liberación de las fuerzas del mal, que amenazan con zozobrar la barca (la Iglesia).

-         La “otra orilla” es una invitación a salir de nosotros mismos y a tener una actitud misionera, alejada de las seguridades humanas.

Sabemos así que lo que nosotros vemos como una dificultad insuperable termina desvaneciéndose si nos abandonamos a Jesús.

Lo hemos experimentado muchas veces en nuestra vida.

Creemos que nuestros problemas no tienen solución.

Y no es verdad. El silencio de Dios no significa que se desentienda de nosotros.

Vivimos acelerados, nerviosos e inquietos por la presión de resolver cuanto antes los retos de cada día.

Necesitamos sosiego, calma, serenidad.

Jesús nos viene a decir que la fe en él es el soporte indispensable para no tambalearnos cuando las seguridades humanas se quiebran ante fuerzas que superan nuestra capacidad.

“El pescador solitario era un hombre de Dios.

Un día tuvo la audacia de pedirle al Señor un signo de su presencia y de su compañía:

- Señor, hazme ver que tú siempre estás conmigo. Dame el don de experimentar que me amas.
- Y el gozo de saber que caminas conmigo.

Cuando reemprendía el camino que le conducía nuevamente a su casa, observó con asombro que junto a las huellas de sus pies descalzos había otras cercanas y visibles.

- Mira- le dijo al Señor- , ahí tienes la prueba de que camino a tu lado.
- Esas pisadas tan cercanas a las tuyas son las huellas de mis pies.
- Tú no me has visto, pero yo caminaba a tu lado.

La alegría que tuvo fue inmensa.
Pero no siempre fue así.
Vinieron días de tormenta y de frío.
Caminaba taciturno por la playa.

Volvió sobre sus pasos y observó que, esta vez en la arena, sólo había la huella de dos pies descalzos.

- Señor, has caminado conmigo cuando estaba alegre. Ahora que el desánimo y el cansancio hacen mella en mi vida, me has dejado solo. ¿Dónde estás ahora?
- -Amigo…, cuando estabas bien, yo caminaba a tu lado. Pudiste ver mis huellas en la arena…; ahora que estás cansado y abatido, he preferido llevarte en mi brazos…Las pisadas que ves en la arena son las mías marcadas por el peso de tu propio cansancio…”

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