Es el hijo más ilustre da una villa donde nos salen al paso las sombras de tan famosos personajes como don Bernardo de Toledo, el primer primado de España, y doña María de Padilla, la mujer de los trágicos destinos. Sahagún se alza todavía en la llanura leonesa, sobre dunas polvorientas y arenosas, que no logran animar las aguas del Cea, el río que en otro tiempo, cuando los romanos dominaban esa tierra, se enrojeció con la sangre del mártir San Fernando. En otro tiempo, Sahagún era una abadía y una ciudad. Hoy la abadía ya no existe. Nada queda de los grandes edificios monacales, de las amplias celdas en que cada monje vivía como un gran señor; de los claustros góticos, de las torres feudales, de la iglesia bizantina, llena de alhajas únicas y decorada de pinturas y tapices. Pero en un ángulo, mirando hacia una plazoleta silenciosa, se señala todavía el lugar donde nació Fray Juan. Hoy es una iglesia de aspecto barroco; en el siglo XV era un caserón con humos de palacio, amplia fachada y heráldico blasón, un castillo, indicando que allí vivía el magnífico señor don Juan González de Castrillo, cristiano viejo, hidalgo por los cuatro costados, y soldado del rey don Juan II en la batalla de Higueruela, donde fueron deshechos los moros por el condestable don Álvaro de Luna.
Pero el hidalgo no veía en su primogénito los ímpetus belicosos que a él le llevaron por los campos andaluces. El pequeño Juan era grave, dulce, bondadoso y más amigo de letras que de armas: aire de clérigo. No importa; también por ese camino podía aumentar el lustre de la familia. Ahora bien: en la abadía se enseñaba latín, retórica, filosofía y teología; nada más natural que poner al muchacho en manos de los benedictinos. «Muy bien; haremos de él un arzobispo», dijo el abad al caballero. Juan se reveló desde el primer momento como un estudiante dócil, obediente, aplicado. A los quince años tenía un beneficio que le daba una renta nada despreciable. Esto no chocaba a nadie en un tiempo en que era frecuente ver a abades, arciprestes, obispos y cardenales que aún no habían salido de la infancia. Mas el joven estudiante no lo entendía de este modo. «Pero ¿qué hago yo—preguntaba—para ganarme ese dinero?» Y su padre le tranquilizaba diciéndole que con los años se crece y se hace uno apto para trabajar. «Ahora estudia bien —añadía—, que ya me encargo yo de que otro sirva tu beneficio.» Algo semejante le decían los monjes de San Benito, pero el muchacho movía la cabeza, indicio de que no se dejaba convencer. «Es muy escrupuloso—decían sus parientes—; difícil que llegue a ser arzobispo.»
Un día, Juan dejó el aula abacial, salió de su pueblo y entró de paje en casa del obispo de Burgos, don Alonso de Cartagena; y estaba contento, porque junto a su amo, antiguo príncipe de la sinagoga española, convertido en príncipe de la Iglesia, encontró una virtud profunda, un vasto saber, una biblioteca escogida y un poderoso protector. Encantado con su paje, don Alonso empezó a distinguirle con toda su confianza. Le ordenó de sacerdote, le nombró su capellán, le distinguió con el título de camarero del palacio, le hizo canónigo y le dio rectorías y beneficios. A todo esto, Juan apenas tenía más de veinte años. Su brillante carrera aseguraba la realización de los sueños de su padre. Pero él parecía empeñado en contradecirlos. Una mañana se presenta a su prelado, abandona los beneficios y se recoge junto a la iglesia de Santa Gadea, famosa por el juramento que a sus puertas tomó el Cid Campeador a don Alfonso VI de Castilla. Allí lee, reza y medita; estudia libros canónicos y teológicos, revuelve la Bartolina, aquella suma de moral, escrita en apretada letra gótica, que acaba de comprar por mil maravedís al maestro Pedro, bibliotecario del convento de dominicos de San Pablo. Pero mientras más estudia, mayor le parece su ignorancia, más pobre su preparación sacerdotal. Quiere aprender la ciencia sagrada, saber de Dios, que es lo que más importa, conocer el camino que lleva a la vida verdadera; y hele aquí metiendo sus libros en la alforja, despidiéndose de la gloriosa Santa Águeda y montando en su muía parda para ir en busca de los famosos catedráticos salmantinos.
Salamanca va a ser la nueva patria de Juan de Sahagún, el Sinaí de sus experiencias místicas, el campo de su actividad apostólica. Primero se sienta en los bancos del aula, oye con avidez a los sabios comentadores de las súmulas y las extravagantes, y recoge en sus cuadernos las lecciones erizadas de distingos y sutilezas escolásticas. Pero más ansiosamente todavía escucha la voz del maestro interior que le habla de renunciamiento y de perfección. Ella le hace buscar la compañía de los pobres, incrusta su espíritu en la meditación de las verdades eternas, y un día le lleva al convento que tenían los agustinos junto a la Universidad salmantina. Así se desvanecían los vahos del orgullo señorial del buen hidalgo de Sahagún. Es verdad que don Juan González de Castrillo, desesperando ya de la carrera del primogénito, había puesto sus miradas en otro de sus hijos, en Hernando, que ahora viste la cogulla benedictina, pero que no tardará en cambiar el monástico capuchón por la mitra episcopal de Granada. Entre tanto, el estudiante se ha convertido en Fray Juan. Ya no vive inquieto, como antes; ya no anda de un lado a otro, preguntando por la voluntad de Dios. Es un hombre feliz; ha encontrado su camino; sus días están llenos de luz y sus noches de alegrías misteriosas. De una de ellas decía más tarde: «Lo que pasó aquella noche entre mi alma y Dios, Él sólo lo sabe.» Sólo Dios sabía también lo que le pasaba mientras decía la misa. Veían su rostro inflamado, sus manos temblorosas, sus ojos inmóviles, sus labios paralizados. Y el bendito Fray Juan no acababa nunca, y los asistentes se salían y los ayudantes se enojaban. Hasta el superior tuvo que decirle un día: «Por Dios, Fray Juan, mire que ya nadie quiere ayudarle a misa; a ver si puede correr un poco más.» Entonces es cuando se supo algo de lo que le pasaba a Fray Juan delante de la Sagrada Hostia; el mismo Cristo se le presentaba resplandeciente como un sol, y el fraile hablaba con Él, y recibía las más altas revelaciones, y veía sus llagas, sabrosas como panales y rutilantes como luceros: «Yo vos digo—declaraba luego el prior—que tales e tantos secretos me dijo que vía que yo desfallecía y pensé caer en tierra muerto con el mucho terror que me tomó.»
Son muchos los que creen que la práctica perfecta del ideal evangélico trae consigo la negación de toda alegría humana y una tendencia necesaria a desentenderse del mundo natural. Ciertamente, el cristianismo ha considerado siempre la fuga del mundo como un medio de reconstrucción espiritual. Pero la fuga del mundo es más una superación que una negación. La gracia presume la naturaleza, dice la teología cristiana; y es un hecho que desde que el cristianismo aparece en la tierra, la alegría dianisíaca, engendradora de vacío y angustia, se transforma en un sentimiento joyante de la vida, mucho más profundo, mucho más duradero. Y es un hecho también que los místicos cristianos, cuando han llegado a trascender las fronteras de este mundo material, es cuando más generosamente derraman los tesoros de su alma sobre la pobre humanidad que se arrastra a ras de tierra.
Esto sucedió también en Fray Juan de Sahagún. No era un místico hipocondríaco y sombrío; no era un estoico que había renunciando a todas las alegrías de esta vida, ni pertenecía siquiera a la raza de los agustinos anacoretas, que inventaban cada día un nuevo medio para mortificar su cuerpo. Los biógrafos nos dicen que no hacía penitencias extraordinarias, que ayunaba cuando se lo mandaba la regla, y comía cuando la campana le llamaba a comer. Era exactamente como los otros. Su conversación estaba llena de gracejo; su rostro ponía contento en el que le miraba. Además, sin saber cómo, Fray Juan se había hecho el director, el maestro, el padre, el consuelo de todos los desgraciados en la ciudad de Salamanca. De sus labios se escapaban las palabras bondadosas; de sus manos, los prodigios estupendos. Hoy llegaba una madre diciendo: «Fray Juan, que mi hijito se ha caído al pozo»; mañana, una doncella que sollozaba: «Fray Juan, ese joven me ha engañado»; otro día era un estudiante que había perdido el libro en vísperas de exámenes; o un caballero a quien dejaban herido de muerte en su presencia. Fray Juan dejaba caer la punta de su correa en el pozo, y el niño salía; celebraba una misa, y el libro aparecía, y el herido curaba, y volvía el galán ingrato, y sanaba el enfermo y el corazón triste se llenaba de optimismo y de valor. El taumaturgo sonreía cuando podía dar a las gentes algunas de estas sorpresas. Un día entra en su casona de Sahagún. Oye llantos en una sala, y sin avisar a nadie se cuela en el cuarto de enfrente. Allí yace una niña de siete años, entre cuatro cirios amarillos, cubierta la cabeza de rosas, inmóvil y pálida como la cera. Fray Juan coge su mano yerta, y dice: «Vamos, perezosilla, que tu madre te aguarda.» Y, llevando a la niña, se dirige sonriente hacia los que lloran. Todos se llenan de espanto y se santiguan, pensando en una aparición, pero el taumaturgo los tranquiliza, diciendo: «¡Vamos! ¿Por qué vos matáis? ¿Porque una muchacha se desmaye pensáis luego que es muerta?» Otro día, el tropel de las muchedumbres le sigue a través de las calles de Salamanca; quieren besar su mano, tocar su negra túnica; y claman frenéticamente: «¡El santo, el santo!» Fray Juan corre huyendo de aquélla manifestación, llega a la plaza de la Verdura, y, tomando una banasta de sardinas, se la echa sobre la cabeza como se la ponen los chicos para jugar al toro, y camina como desatinado, gritando incansablemente: «¡Al loco, al loco!» Cuando llega al convento, ya no son los devotos los que le rodean, es una turba regocijada de muchachos que ríen y gritan y gesticulan, alborotando el barrio.
Así era Fray Juan. En el púlpito tenía también cosas que sólo a él se le ocurrían. Se había hecho un gran predicador; predicaba en Salamanca y en todos sus alrededores, en las iglesias y en las plazas, y muchas veces mandaba que le colocasen el pulpito ante las casas de los caudillos de las facciones y de los pecadores públicos. La multitud se agolpaba en torno suyo, y no se cansaba nunca de oír sus sermones, tan largos como sus misas. En Salamanca solía decirse: «Vamos a oír al fraile gracioso.» Y otros, menos benévolos, añadían: «Vamos a oír las chocarrerías de Fray Juan.» Pero, burla burlando, Fray Juan hacía llorar. Unos lloraban de arrepentimiento, otros de coraje. Era aquélla una palabra libre, audaz y desnuda, que alborotaba las mancebías estudiantiles, condenaba las tiranías de los señores y se levantaba con valentía contra los odios que ensangrentaban las ciudades. Más de una vez el orador rodó por el suelo, o vio brillar ante sus ojos el puñal del asesino. En Ledesma, al bajar del púlpito, dos caballeros se apoderaron de él y le arrojaron fuera de la población. En Alba de Tormes, el duque don García de Toledo le llevó a su palacio y le dijo iracundo: «Padre, bien habéis dado licencia a vuestra lengua; hablasteis de una manera descortés. No será mucho que vos castiguen cuando vos menos los pensáredes.» «Señor—contestó Fray Juan—, ¿creéis que no tengo yo mi arma? A buen seguro que si alguno me sale al camino. le daré tales golpes con mi breviario, que le haga huir lleno de vergüenza.» Al oír estas palabras todos se echaron a reír, y el mismo Fray Juan reía también; pero luego continuó, más serio: «¿Yo por qué subo en el púlpito, para decir lisonjas o para reprender los vicios? Sepa vuestra señoría que al predicador conviene decir la verdad e morir por ella.» Por ella murió Fray Juan. Una mujer, abandonada por su amante a persuasión del santo, le dijo un día haciendo una cruz con los dedos: «Así, Fray Juan, yo haré que no acabéis el año.» Poco después moría agotado y consumido. Creyóse que había sido víctima del veneno.
Pero el hidalgo no veía en su primogénito los ímpetus belicosos que a él le llevaron por los campos andaluces. El pequeño Juan era grave, dulce, bondadoso y más amigo de letras que de armas: aire de clérigo. No importa; también por ese camino podía aumentar el lustre de la familia. Ahora bien: en la abadía se enseñaba latín, retórica, filosofía y teología; nada más natural que poner al muchacho en manos de los benedictinos. «Muy bien; haremos de él un arzobispo», dijo el abad al caballero. Juan se reveló desde el primer momento como un estudiante dócil, obediente, aplicado. A los quince años tenía un beneficio que le daba una renta nada despreciable. Esto no chocaba a nadie en un tiempo en que era frecuente ver a abades, arciprestes, obispos y cardenales que aún no habían salido de la infancia. Mas el joven estudiante no lo entendía de este modo. «Pero ¿qué hago yo—preguntaba—para ganarme ese dinero?» Y su padre le tranquilizaba diciéndole que con los años se crece y se hace uno apto para trabajar. «Ahora estudia bien —añadía—, que ya me encargo yo de que otro sirva tu beneficio.» Algo semejante le decían los monjes de San Benito, pero el muchacho movía la cabeza, indicio de que no se dejaba convencer. «Es muy escrupuloso—decían sus parientes—; difícil que llegue a ser arzobispo.»
Un día, Juan dejó el aula abacial, salió de su pueblo y entró de paje en casa del obispo de Burgos, don Alonso de Cartagena; y estaba contento, porque junto a su amo, antiguo príncipe de la sinagoga española, convertido en príncipe de la Iglesia, encontró una virtud profunda, un vasto saber, una biblioteca escogida y un poderoso protector. Encantado con su paje, don Alonso empezó a distinguirle con toda su confianza. Le ordenó de sacerdote, le nombró su capellán, le distinguió con el título de camarero del palacio, le hizo canónigo y le dio rectorías y beneficios. A todo esto, Juan apenas tenía más de veinte años. Su brillante carrera aseguraba la realización de los sueños de su padre. Pero él parecía empeñado en contradecirlos. Una mañana se presenta a su prelado, abandona los beneficios y se recoge junto a la iglesia de Santa Gadea, famosa por el juramento que a sus puertas tomó el Cid Campeador a don Alfonso VI de Castilla. Allí lee, reza y medita; estudia libros canónicos y teológicos, revuelve la Bartolina, aquella suma de moral, escrita en apretada letra gótica, que acaba de comprar por mil maravedís al maestro Pedro, bibliotecario del convento de dominicos de San Pablo. Pero mientras más estudia, mayor le parece su ignorancia, más pobre su preparación sacerdotal. Quiere aprender la ciencia sagrada, saber de Dios, que es lo que más importa, conocer el camino que lleva a la vida verdadera; y hele aquí metiendo sus libros en la alforja, despidiéndose de la gloriosa Santa Águeda y montando en su muía parda para ir en busca de los famosos catedráticos salmantinos.
Salamanca va a ser la nueva patria de Juan de Sahagún, el Sinaí de sus experiencias místicas, el campo de su actividad apostólica. Primero se sienta en los bancos del aula, oye con avidez a los sabios comentadores de las súmulas y las extravagantes, y recoge en sus cuadernos las lecciones erizadas de distingos y sutilezas escolásticas. Pero más ansiosamente todavía escucha la voz del maestro interior que le habla de renunciamiento y de perfección. Ella le hace buscar la compañía de los pobres, incrusta su espíritu en la meditación de las verdades eternas, y un día le lleva al convento que tenían los agustinos junto a la Universidad salmantina. Así se desvanecían los vahos del orgullo señorial del buen hidalgo de Sahagún. Es verdad que don Juan González de Castrillo, desesperando ya de la carrera del primogénito, había puesto sus miradas en otro de sus hijos, en Hernando, que ahora viste la cogulla benedictina, pero que no tardará en cambiar el monástico capuchón por la mitra episcopal de Granada. Entre tanto, el estudiante se ha convertido en Fray Juan. Ya no vive inquieto, como antes; ya no anda de un lado a otro, preguntando por la voluntad de Dios. Es un hombre feliz; ha encontrado su camino; sus días están llenos de luz y sus noches de alegrías misteriosas. De una de ellas decía más tarde: «Lo que pasó aquella noche entre mi alma y Dios, Él sólo lo sabe.» Sólo Dios sabía también lo que le pasaba mientras decía la misa. Veían su rostro inflamado, sus manos temblorosas, sus ojos inmóviles, sus labios paralizados. Y el bendito Fray Juan no acababa nunca, y los asistentes se salían y los ayudantes se enojaban. Hasta el superior tuvo que decirle un día: «Por Dios, Fray Juan, mire que ya nadie quiere ayudarle a misa; a ver si puede correr un poco más.» Entonces es cuando se supo algo de lo que le pasaba a Fray Juan delante de la Sagrada Hostia; el mismo Cristo se le presentaba resplandeciente como un sol, y el fraile hablaba con Él, y recibía las más altas revelaciones, y veía sus llagas, sabrosas como panales y rutilantes como luceros: «Yo vos digo—declaraba luego el prior—que tales e tantos secretos me dijo que vía que yo desfallecía y pensé caer en tierra muerto con el mucho terror que me tomó.»
Son muchos los que creen que la práctica perfecta del ideal evangélico trae consigo la negación de toda alegría humana y una tendencia necesaria a desentenderse del mundo natural. Ciertamente, el cristianismo ha considerado siempre la fuga del mundo como un medio de reconstrucción espiritual. Pero la fuga del mundo es más una superación que una negación. La gracia presume la naturaleza, dice la teología cristiana; y es un hecho que desde que el cristianismo aparece en la tierra, la alegría dianisíaca, engendradora de vacío y angustia, se transforma en un sentimiento joyante de la vida, mucho más profundo, mucho más duradero. Y es un hecho también que los místicos cristianos, cuando han llegado a trascender las fronteras de este mundo material, es cuando más generosamente derraman los tesoros de su alma sobre la pobre humanidad que se arrastra a ras de tierra.
Esto sucedió también en Fray Juan de Sahagún. No era un místico hipocondríaco y sombrío; no era un estoico que había renunciando a todas las alegrías de esta vida, ni pertenecía siquiera a la raza de los agustinos anacoretas, que inventaban cada día un nuevo medio para mortificar su cuerpo. Los biógrafos nos dicen que no hacía penitencias extraordinarias, que ayunaba cuando se lo mandaba la regla, y comía cuando la campana le llamaba a comer. Era exactamente como los otros. Su conversación estaba llena de gracejo; su rostro ponía contento en el que le miraba. Además, sin saber cómo, Fray Juan se había hecho el director, el maestro, el padre, el consuelo de todos los desgraciados en la ciudad de Salamanca. De sus labios se escapaban las palabras bondadosas; de sus manos, los prodigios estupendos. Hoy llegaba una madre diciendo: «Fray Juan, que mi hijito se ha caído al pozo»; mañana, una doncella que sollozaba: «Fray Juan, ese joven me ha engañado»; otro día era un estudiante que había perdido el libro en vísperas de exámenes; o un caballero a quien dejaban herido de muerte en su presencia. Fray Juan dejaba caer la punta de su correa en el pozo, y el niño salía; celebraba una misa, y el libro aparecía, y el herido curaba, y volvía el galán ingrato, y sanaba el enfermo y el corazón triste se llenaba de optimismo y de valor. El taumaturgo sonreía cuando podía dar a las gentes algunas de estas sorpresas. Un día entra en su casona de Sahagún. Oye llantos en una sala, y sin avisar a nadie se cuela en el cuarto de enfrente. Allí yace una niña de siete años, entre cuatro cirios amarillos, cubierta la cabeza de rosas, inmóvil y pálida como la cera. Fray Juan coge su mano yerta, y dice: «Vamos, perezosilla, que tu madre te aguarda.» Y, llevando a la niña, se dirige sonriente hacia los que lloran. Todos se llenan de espanto y se santiguan, pensando en una aparición, pero el taumaturgo los tranquiliza, diciendo: «¡Vamos! ¿Por qué vos matáis? ¿Porque una muchacha se desmaye pensáis luego que es muerta?» Otro día, el tropel de las muchedumbres le sigue a través de las calles de Salamanca; quieren besar su mano, tocar su negra túnica; y claman frenéticamente: «¡El santo, el santo!» Fray Juan corre huyendo de aquélla manifestación, llega a la plaza de la Verdura, y, tomando una banasta de sardinas, se la echa sobre la cabeza como se la ponen los chicos para jugar al toro, y camina como desatinado, gritando incansablemente: «¡Al loco, al loco!» Cuando llega al convento, ya no son los devotos los que le rodean, es una turba regocijada de muchachos que ríen y gritan y gesticulan, alborotando el barrio.
Así era Fray Juan. En el púlpito tenía también cosas que sólo a él se le ocurrían. Se había hecho un gran predicador; predicaba en Salamanca y en todos sus alrededores, en las iglesias y en las plazas, y muchas veces mandaba que le colocasen el pulpito ante las casas de los caudillos de las facciones y de los pecadores públicos. La multitud se agolpaba en torno suyo, y no se cansaba nunca de oír sus sermones, tan largos como sus misas. En Salamanca solía decirse: «Vamos a oír al fraile gracioso.» Y otros, menos benévolos, añadían: «Vamos a oír las chocarrerías de Fray Juan.» Pero, burla burlando, Fray Juan hacía llorar. Unos lloraban de arrepentimiento, otros de coraje. Era aquélla una palabra libre, audaz y desnuda, que alborotaba las mancebías estudiantiles, condenaba las tiranías de los señores y se levantaba con valentía contra los odios que ensangrentaban las ciudades. Más de una vez el orador rodó por el suelo, o vio brillar ante sus ojos el puñal del asesino. En Ledesma, al bajar del púlpito, dos caballeros se apoderaron de él y le arrojaron fuera de la población. En Alba de Tormes, el duque don García de Toledo le llevó a su palacio y le dijo iracundo: «Padre, bien habéis dado licencia a vuestra lengua; hablasteis de una manera descortés. No será mucho que vos castiguen cuando vos menos los pensáredes.» «Señor—contestó Fray Juan—, ¿creéis que no tengo yo mi arma? A buen seguro que si alguno me sale al camino. le daré tales golpes con mi breviario, que le haga huir lleno de vergüenza.» Al oír estas palabras todos se echaron a reír, y el mismo Fray Juan reía también; pero luego continuó, más serio: «¿Yo por qué subo en el púlpito, para decir lisonjas o para reprender los vicios? Sepa vuestra señoría que al predicador conviene decir la verdad e morir por ella.» Por ella murió Fray Juan. Una mujer, abandonada por su amante a persuasión del santo, le dijo un día haciendo una cruz con los dedos: «Así, Fray Juan, yo haré que no acabéis el año.» Poco después moría agotado y consumido. Creyóse que había sido víctima del veneno.
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