domingo, 7 de septiembre de 2014

Homilía


Ezequiel- primera lectura- vive durante su primera etapa como profeta de Dios, los días previos a la destrucción de Jerusalén y la llamada a la conversión, a un cambio radical de actitud del pueblo.

En la segunda etapa, ya compartiendo la vida en Babilonia con los desterrados, insta al pueblo a que cada uno sea responsable de los actos que realiza y de sus consecuencias.

Son situaciones duras que deben encararse con valentía y sin lamentaciones inútiles.

Ezequiel se siente llamado por Dios a vigilar, como un centinela, del peligro que corren sus compatriotas de ser absorbidos por las costumbres de sus opresores y de abandonar su fe.

Hasta aquí la teología bíblica atribuía las desgracias del pueblo o las personales a una “culpa colectiva”, a un castigo de Dios por su mala conducta.

Este fatalismo permanecía todavía vigente en tiempo de Jesús. De hecho, cuando se encuentra con el ciego de nacimiento, le preguntan sus discípulos:

"Maestro, ¿quién tuvo la culpa de que naciera ciego: él o sus padres? (Juan 9, 2).

Ezequiel, que tiene una mirada lúcida para ver con claridad el presente y el futuro, va desbrozando la teología del amor y de la corrección fraterna. No se trata de acusar a los antepasados de los desgracias de hoy, sino de afrontar el presente haciendo el bien y con un sentido de responsabilidad personal y comunitaria, de forma que nadie pueda ser acusado de la perversión del otro por haberse desentendido de él:

“Si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado tu vida” (Ezequiel 33, 9).

Pablo adoctrina sobre las pautas de comportamiento; y lo hace poniendo la prioridad en Jesús y en el amor al prójimo.

Por eso afirma con contundencia: “A nadie le debáis nada, más que amor, porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley” (Romanos 13, 8).

Pero el amor en abstracto no existe. Si queremos conocer el amor hemos de ponerle rostro y fijarnos en personas concretas que aman.

Los humanos nos movemos en las categorías humanas del tiempo, el espacio y el movimiento. Cada uno tiene una imagen de Dios y lo ve como un anciano bondadoso, o como un joven dinámico, o como una persona seria y justiciera, o con cara de enfado y ademán amenazador. Esta imagen suele ir unida a grabados vistos en libros, a historias que nos han contado, a reprimendas que hemos recibido o amenazas que lo relacionan con el castigo. Unos lo contemplamos con barba larga y bien poblada.

Hay quienes lo colocan flotando sobre las nubes, o en una montaña, o en una clase dando lecciones…

¿Dios es así?

- Por supuesto que no; nosotros somos así, y reflejamos nuestras carencias y limitaciones al hablar de Dios, que está por encima de estas tres categorías.

“Cuando él se manifieste seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (Juan 3, 2).

¿Queremos descubrir a Dios en la vida?

- Fijémonos en Jesús, que nos invita a que nos amemos unos a otros como él nos ama.

Este mandamiento sirve de base a Pablo para hacer de él el resumen de los Mandamientos, “porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley”.

Quien ama no hace daño voluntariamente a su prójimo. Al contrario, si es creyente, ve en él el rostro de Jesús, de la misma manera que, mirando a Jesús vemos también al Padre del cielo.

El amor al prójimo es exaltado por Jesús, que lo eleva a la categoría de primer mandamiento, junto al amor a Dios.

Esta era una vieja aspiración del judaísmo, plasmada en el salmo 118, 7: “Te daré gracias con sincero corazón cuando aprenda tus justos mandamientos”.

Pero la introducción de pequeños preceptos por parte de las autoridades religiosas para controlar al pueblo y obtener ganancias económicas, lo había desvirtuado. Y era tal la confusión creada que todo un doctor de la Ley le pregunta a Jesús: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? (Mateo 22, 34).

El amor al prójimo dinamiza la convivencia humana y es la razón de ser de la comunidad cristiana, que gira en torno a la presencia viva de Jesús en medio de ella cuando nos reunimos en su nombre (Mateo 18, 20).

Jesús es la fuerza viva que cohesiona la comunidad cristiana, porque estamos construidos sobre cimientos débiles, que nos desvían hacia el individualismo y a la ruptura de la comunión. Ésta es la idea central de la liturgia de hoy.

Por esto es muy importante facilitar cauces que fomenten la reconciliación y el espíritu fraterno.

Sabemos que el perdón es la medida del amor y el mejor antídoto contra situaciones que generan violencia y división.

“Dice una leyenda que dos amigos viajaban por el desierto y, en un determinado punto del viaje, discutieron, y uno le dio una bofetada al otro.
El otro, ofendido, sin nada que decir, escribió en la arena:
"Hoy, mi mejor amigo me pegó una bofetada en el rostro"
Siguieron adelante y llegaron a un oasis donde decidieron bañarse. Aquí, el que había sido abofeteado y lastimado comenzó a ahogarse, siendo salvado por su amigo.
Al recuperarse, tomó un estilete y escribió en la piedra:
"Hoy, mi mejor amigo me salvó la vida".
Intrigado, el amigo preguntó:
" ¿Por qué, después que te lastimé, escribiste en la arena y ahora escribes en una piedra?"
Sonriendo, el otro respondió:
"Cuando un amigo nos ofende, debemos escribir en la arena, donde el viento del olvido y el perdón se encarga de borrarlo".
Por otro lado, cuando nos pase algo grandioso, debemos grabarlo en la piedra de la memoria del corazón, donde ningún viento del mundo puede borrarlo”.

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