martes, 9 de septiembre de 2014

San Pedro Claver

El apóstol de los esclavos negros - Patrono de Colombia y de los Afro-Americanos

Otra figura prodigiosa de la locura caballeresca de la España grande. Pedro nació en Verdú, un pueblecito del condado de Urgel, cuando aún se decía este proverbio: «Si España se mueve, el mundo tiembla.» Era de sangre noble, y los Requeséns, que inmortalizaron su nombre en la guerra y en la política, tenían su misma sangre. Pero al mismo tiempo era pobre, lo cual no tenía nada de particular en un siglo y en una tierra donde para ser honrado bastaba ser hidalgo y valiente. Sin embargo, Pedro tenía la vida asegurada a la sombra de un tío suyo, canónigo de Solsona. Estudiando latín, y no mucho, llegaría sin tardar a ocupar la misma silla y a gozar la misma prebenda. Asi sucedía entonces: las mucetas pasaban en herencia como hoy pasan las farmacias. Pero Claver tiene más altos pensamientos. No ambiciona el brillo de las armas; no envidia la aureola del sabio o la gloria del artista; sus sueños juveniles se reflejan en estas palabras de su diario: «Quiero pasar toda mi vida trabajando por las almas, salvarlas y morir por ellas.»

Empujado por este noble anhelo, se aleja de la Universidad de Barcelona, donde había comenzado su carrera literaria, y entra en el Noviciado que la Compañía de Jesús tenía en Tarragona. A los veinte años llega a Mallorca para estudiar filosofía. Iba emocionado con el pensamiento de que iba a ver a un santo. Y sucedió que apenas cruzó el umbral, el portero cayó de rodillas delante de él, le besó los pies y se los llenó de lágrimas. Turbado y confuso, el estudiante se arrodilló también, y estrechando entre sus brazos al lego, le abrazó tiernamente. Aquel portero, que se pasaba la vida abriendo la puerta, pasando las cuentas del rosario y recibiendo celestes mensajes, era San Alfonso Rodríguez. Los dos santos se habían conocido, y desde el primer momento se consagraron una amistad emocionante. Todos los días, después de oír sus lecciones, el catalán entraba en la celda del segoviano para aprender de él la alta sabiduría de la vida interior, y a fuerzas conseguirá que el anciano le dé por escrito el resumen de sus experiencias espirituales. Años después, cuando el misionero se encuentra en medio del campo de acción, desenrollará aquellos papeles amarillentos, y él, sacerdote de Cristo y maestro de teología, encontrará en ellos la fortaleza para sostenerse en la lucha de cada día. Ahora el portero le hablaba de los nuevos países que conquistaban los soldados de Castilla, de la extensión inmensa del mundo pagano, y de las almas que se perdían allá lejos por falta de predicadores. ¡Oh Hermano carísimo—le decía—, qué campo tan vasto se abre a vuestro celo! Si la gloria de Dios os interesa, id, id a las Indias. Si amáis a Jesucristo, cruzad los mares y recoged la sangre santísima que por allí se halla derramada.»

Con el corazón conmovido escuchaba CIaver estos discursos, y en ellos le parecía oír la voz de Dios. Su primera decisión de salvar almas se convertía ahora en un santo frenesí. Soñaba en América, en las selvas inaccesibles, en las tribus feroces de los idólatras que en ellas se escondían. Aún no ha terminado sus estudios, y ya pide con instancias que le envíen a las tierras nuevamente descubiertas. Se lo niegan una y otra vez, y otra y otra, pero él insiste. Al fin recibe esta carta de su provincial: «Durante mucho tiempo me ha parecido conveniente detener a vuestra reverencia; pero no puedo ya retrasar más el cumplimiento de sus deseos. Saldréis desde Sevilla. Ruego a Dios que os bendiga.» Fuera de sí, CIaver casi no acierta a creer que sus ansias sean una realidad; salta de gozo, abraza la carta, la llena de besos, la lee en alta voz, se la lee a todos los que encuentra, y tocios le felicitan por aquello que él llamaba la mayor dicha de su vida. El velero partió de Sevilla un día del mes de abril de 1610. Pedro CIaver tenía entonces veinticinco años: una juventud robusta y esforzada, un perfil enérgico, un rostro hermoso, que respiraba optimismo y estaba iluminado por dos ojos grandes y negros, en que se asomaba el fuego del alma. Su figura noble y atlética se erguía en el puente del navio, escrutando el horizonte con tensión nerviosa; mira impaciente hacia las regiones americanas, y su corazón se estremece cuando desde lo alto del bauprés da el piloto la señal de tierra. Pedro salta de la chalupa, y derramando lágrimas de alegría, baja su frente y besa aquella tierra, donde va a vivir y morir por el esclavo.

Estaba en Cartagena de Indias, gran emporio hispánico, bañado por las aguas del golfo de Méjico y puesto al abrigo de las tempestades atlánticas por la faja maravillosa de las Antillas; clima mortífero y suelo estéril, pero fácil y seguro puerto para las embarcaciones de España y lugar de descanso para las naves que venían a través del caudaloso Magdalena, dejando un reguero de plata y oro procedente de todas las Indias. Cartagena era entonces el almacén de la América meridional. Con el oro y la plata, con los caballos y los toros, con el cacao y el azúcar, llegaba también alli la mercancía humana: barcos atestados de negros, que los negreros compraban en las costas de África a cambio de un poco de vino, o de unos trapos, o de unos espejuelos para venderlos por un puñado de escudos en las costas americanas. No bajaban de diez mil los infelices que eran presentados cada año en los mercados de Cartagena. Entonces la esclavitud era aun considerada como la cosa más natural del mundo, y nadie se extrañaba de este comercio bochornoso.

Los Reyes Católicos, que no permitieron la trata de indios, porque eran subditos suyos, dejaron que se llevasen a los virreinatos americanos ejércitos de negros para cultivar aquellas tierras vírgenes. Se los echaba en los navíos como rebaños de carneros, se les obligaba a pasar la travesía en un montón confuso, y, con el látigo en la mano, se los llevaba a trabajar en el campo o en las minas, calculando los golpes de modo que ni se desgarrase demasiado la piel ni el palo rompiese algún hueso. Todo en ellos inspiraba repugnancia: el origen, el color, los rasgos de la cara, el mirar estúpido, la degradación moral, la perversión de las costumbres y la brutalidad de las pasiones.

A estos miserables, a estas bestias humanas, sucias, repugnantes, engañadoras, va a entregar su amor el nuevo misionero llegado a las costas americanas. Ve todo su horror y toda su miseria, pero humilla la frente, y al hacer los últimos votos, escribe al pie del documento estas palabras sublimes: «Pedro CIaver, esclavo de los esclavos hasta la muerte.» Cuando se acerca al puerto algún navio cargado de negros, Pedro recorre la ciudad pidiendo para sus amigos los pobres esclavos. Le dan plata, bizcochos, conservas, frutas, tabaco, ropas y otras mil chucherías. Encorvado por el peso, rendido por la carga, corre luego en busca del navio. Realizado el desembarco, coloca a los negros en la playa, los lava, les limpia las heridas, y como vienen con las manos atadas, les lleva él mismo la comida a la boca. A los enfermos los sienta sobre su manteo o los lleva en brazos hasta la camilla en que habían de ir al hospital; a los niños los sonríe, los acaricia, y en los brazos de sus mismas madres les administra el bautismo. Y lo hace todo con tal amor, con tal delicadeza, con tan celestial sonrisa, que, atónitos ante aquel recibimiento que ellos no saben explicarse, los negros derraman lágrimas de agradecimiento. Después da comienzo a la instrucción. Valiéndose de un intérprete, o por signos, CIaver expone las grandes verdades de la fe, o habla de las esperanzas divinas, únicas que podían consolar la existencia de aquellos desgraciados. Son doscientos o cuatrocientos los que han bajado del buque, pero él los conoce a todos, los sigue en el mercado, en el sótano donde viven almacenados, en las casas de los nuevos dueños, en el trabajo y en la choza. Consuela a los que lloran, fortalece a los que han perdido toda esperanza, ayuda con su propia mano a los débiles, y cuando el látigo del negrero restalla en el aire, él se interpone con la mirada suplicante o furiosa de una madre que defiende a su hijo. Más de trescientos mil negros recibieron el bautismo de sus manos en los cuarenta años que vivió consagrado a su servicio.

Toda la vida de aquel hombre era visitar, catequizar, consolar y cuidar a sus queridos negros. En la ciudad y en el campo se le veía llevando en la mano un bastón en forma de cruz, sobre el pecho un crucifijo de bronce y a la espalda una alforja llena de provisiones. Iba acompañado de un intérprete, y tan de prisa caminaba, que en un solo viaje solía dejar rendidos a cuatro o cinco acompañantes. Los abandonados eran el objeto de su predilección. En la antigua Roma, cuando un esclavo se hacía inservible a causa de los años, se le arrojaba al Tiber o se le echaba en un estanque Dará alimento de los peces. En Cartagena no se le mataba, pero se le abandonaba. Estos infelices eran los privilegiados de CIaver. Uno de ellos se había refugiado en una miserable choza, y no tardó en verse imposibilitado para salir. Afortunadamente, el padre de los negros le descubrió y le adoptó por hijo. Todas las semanas iba a verle y a llevarle las provisiones necesarias; le cogía en brazos, le sentaba sobre su capa, le arreglaba el lecho, y luego le volvía a acostar. Después barría la misérrima vivienda, y no se marchaba hasta que las sombras le obligaban a volver al convento. Y este servicio duró catorce años; por espacio de catorce años estuvo Claver visitando semanalmente aquella choza miserable.

No faltaban personas para quienes todo aquello era perder tiempo con gentes incorregibles, desagradecidas y fementidas. Había, sobre todo una cosa que debía ofender la vanidad de muchos. A veces, los españoles, atraídos por la fama de santidad de Claver, le rogaban que les confesase; pero él se excusaba, diciendo: «No; yo soy el confesor de los negros.» Y si la obediencia le obligaba a ceder, no lo hacía sino con una condición terrible: Por grandes y ricos que fuesen los caballeros, por distinguidas y encopetadas que fuesen las señoras, todos debían dejar pasar delante a los negros, y no habían de presentarse hasta después del último esclavo. Algunas damas de alto rango, que se figuraban hacer bastante con visitar a Dios en su templo, protestaron, y su protesta degeneró en un verdadero complot. Decían que la presencia de aquella gente dejaba apestada la basílica, que aquel mal olor les quitaba la devoción. y que se veían obligadas a alejarse, a no ser que Pedro se resignase a buscar una choza para vivir en ella con sus negros. Claver tuvo entonces una respuesta sublime: «Mis negros—dijo—están lavados con la sangre de Jesucristo, y son hijos de Dios con los mismos títulos que vosotras.» Para muchos, aquel exceso de caridad no era más que una indiscreción y locura, y sus mismos hermanos llegaron a mirarle con desdén, llamándole maniático e iluso y diciéndole que llenaba la casa de ruidos y porquerías. De tal modo se había identificado con los negros, que gozaba si alguien le tomaba como uno de ellos. Un día, como Pedro Claver diese su opinión acerca de un problema harto espinoso que se discutía, uno de los Padres llegó a decirle con el calor de la disputa: «No se meta usted en teologías, Padre Claver, que apenas sabe usted latín; ocúpese con sus negros.» Pedro pudiera haber contestado a aquel orondo mandarín de la literatura que también él esludió latín y griego en las aulas universitarias: pero prefirió callar.

Todas estas contradicciones sólo servían para inflamar el celo del misionero. Cuando se trataba de la gloria de Dios o de la salvación de las almas, este religioso obediente, este humilde hijo de San Ignacio, tenía arranques de santa independencia. Un español condenado a muerte por acunar moneda falsa pidió que en su último trance le auxiliase el Padre Claver. Y el Padre Claver le acompañó a la horca. Mas he aquí que cuando le estaban levantando en alto, se rompió la cuerda y el reo cayó al suelo. Corrió entonces Claver hacia él, le cogió entre sus brazos y le colmó de caricias. Algunos sacerdotes demasiado escrupulosos le dijejon que aquello era ayudar al verdugo, y, por tanto, que incurría en las censuras eclesiásticas. « ¡Qué me importa—contestó Claver—si con ello salvo un alma!» No le detenían ni la maledicencia, ni la calumnia, ni la ingratitud, ni la hediondez. Visitaba constantemente los dos hospitales de Cartagena, y en ellos buscaba a los enfermos más desabridos y asquerosos. Había uno tan cubierto de llagas, que para evitar a los demás las molestias del irresistible hedor que despedía, fue preciso colocarle fuera del edificio, en un cobertizo bastante elevado del suelo, al cual se subía con dificultad. Claver se comprometió a cuidar a este pobre enfermo de quien todos huían, y durante meses estuvo subiendo tres o cuatro veces cada día aquella escalera peligrosa para asistir y consolar a su pobre negro, para lavarle, darle de comer y hacerle la cama. En su mismo colegio, un negro fue atacado de una enfermedad tan repugnante, que ya se trataba de enviarle al hospital. Claver entonces pidió permiso para asistirle en su propio aposento, le colocó en su propia cama, le curó y le atendió como una madre, hasta que al cabo de cuatro meses le vio expirar entre sus brazos. Toda la vida de San Pedro Claver es un tejido de heroísmos increíbles. Más de una vez la naturaleza se rebela contra la generosidad de su corazón, pero él la Doma, la vence, la sujeta de una manera inenarrable. Llegó un día a Cartagena un navio cargado de esclavos. Durante la travesía se había desarrollado en ellos la horrible enfermedad de la viruela negra, haciendo tales estragos, que ni siquiera fue posible desembarcar aquel montón hediondo de muertos y moribundos. Rechazado por las autoridades del puerto, el navio tuvo que retroceder hasta una isla próxima, y allí se abandonó aquella podre humana. Cuando Pedro Claver lo sabe, corre en su busca; pero ante aquel horrible espectáculo, el corazón se subleva, vuelve el rostro instintivamente, se acobarda un momento y retrocede. Fue sólo un instante. Rápidamente, la razón y la fe se sobreponen al instinto: Pedro se echa a llorar, lleno de vergüenza, busca el abrigo de unos árboles, suelta la sotana, se desnuda las espaldas, y, asiendo con mano vengadora la disciplina que siempre llevaba consigo, comienza a azotarse con tal violencia, que la sangre enrojece el suelo. Cuando cree Donada la rebeldía de la carne, vuélvese a vestir, se presenta a los enfermos, y de rodillas les pide perdón, besándoles con fervor uno a uno y saboreando entre dulzuras los horrores de aquella victoria.

En 1650 la peste cayó sobre Cartagena. En su humildad, Pedro Claver repetía entre sollozos que aquello no era más que el castigo de sus pecados. Y para apartar la cólera divina ayunaba, se azotaba, rezaba día y noche y multiplicaba sus actos de penitencia y de humildad. Agitado por el único anhelo de asistir a los moribundos, ni dormía ni descansaba, hasta que le atacó también a él con tal virulencia, que estuvo a dos dedos de la muerte. Abrasado por la fiebre, su único pensamiento seguía siendo los negros, y en los momentos del delirio, de ellos hablaba y con ellos se entretenía. La robustez de su temperamento pudo más que la dolencia, pero desde entonces quedó completamente desfigurado y con una convulsión nerviosa tan fuerte, que le privó casi por completo del uso de pies y manos. La inmovilidad era su mayor tormento, porque no le permitía desarrollar aquella su actividad primera. Hizo sin embargo, lo que pudo. Con objeto de recibir a sus queridos esclavos, pedía que a la llegada de algún navío negrero le llevasen en brazos hasta la playa, y para visitarlos después en sus tugurios, le ataban fuertemente con cuerdas y correas sobre un caballo, y así emprendía su recorrido, envueltos en el manteo los brazos inertes y paralíticos; demacrado, pero risueño; quebrantado en el cuerpo, pero lleno de vigor en el espíritu, atravesaba la ciudad como un fantasma, y, al verle pasar, la gente se detenía a contemplarle, llorando de compasión ante un valor tan sobrehumano.

Así vivió cuatro años todavía. El 6 de septiembre de 1654, habiendo corrido por la ciudad la noticia de que iba a ser destruido el colegio de los jesuítas, fueron a consolarle de la desaparición de una casa en que había vivido cuarenta años.

—Yo no lo veré—dijo él.

—Pues dicen que la demolición empezará dentro de dos días.

—Sí—respondió el anciano—; pero he pedido a Dios que me llame antes, y me lo ha concedido.

El día de la Natividad de la Virgen pudo todavía bajar a la iglesia en brazos de dos negros para comulgar.

—Voy a morir—dijo al entrar de nuevo en su aposento. Aquella misma tarde entró en la agonía. La noticia cayó como un rayo en el barrio y en las viviendas de los esclavos. Los niños iban gritando a lágrima viva por las calles:

—¡El santo se muere, el santo se muere!

Los negros corrían para ver por última vez a su protector. Al principio pudieron entrar, pero luego, como no cesaban de llegar, hubo que cerrar las puertas. Entonces los que venían se quedaban fuera, apoyados en la pared, llorando y lanzando gritos desgarradores. Al fin, sin tener en cuenta más que su dolor y su cariño, se arrojaron a una sobre la puerta principal, y, rompiendo las cerraduras, se apoderaron del colegio. Y llorando, pero recogidos, haciendo lo posible por no turbar los últimos momentos del Padre, desfilaron a través de su aposento, contemplándole breves instantes, besándole las manos y haciendo lo posible por ahogar los sollozos. El moribundo no podía hablar ni moverse, pero miraba tranquilo y sonreía. Así pasó aquella tarde; al caer las sombras, disminuyó la procesión, y al filo de la medianoche cesó de vivir el esclavo de los esclavos.

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