sábado, 27 de septiembre de 2014

San Vicente de Paúl

«No soy más que un pobre paisano», repetía con frecuencia. Él, que vivía entre reyes y marqueses, tenía empeño en que nadie olvidase su origen. Realmente, su pueblo natal, Pouy, en las Landas pirenaicas, no era más que una aldea del Municipio de Dax, y su casa, la casa de un honrado labrador que se veía negro para dar pan a sus seis hijos. Siendo niño, guió un hato de ovejas, sufriendo los soles y las escarchas, hasta que, viendo su padre que era inteligente y aplicado, le envió a estudiar a un convento franciscano de las cercanías. «Estudia bien, hijo mío—le decía el labriego—, porque me cuestas la enorme suma de sesenta francos al año.» Pero Vicente fue un hombre de suerte en la vida; mejor dicho, había en él una bondad tal, que su trato subyugaba. Hombres y mujeres, humildes y poderosos caerán rendidos por aquel hechizo incomparable. La primera víctima fue un caballero de la tierra, que se le lleva a su casa como preceptor de sus hijos y le paga la carrera. Siguen los estudios en Dax, en Zaragoza y en Toulouse, y, tras ellos, la ordenación sacerdotal, a los diecinueve años.

La suerte sigue favoreciéndole; recibe una buena colocación, hereda de una rica señora, y se dirige a Marsella en viaje de negocios. A la vuelta, aquel episodio novelesco que él nos cuenta en una carta memorable. Va de Marsella a Narbona por mar; en el trayecto el navío es asaltado por tres bergantines turcos, y, después de un combate en el que quedan heridos casi todos los pasajeros, tiene que rendirse. Los piratas se dirigen a Berbería y venden sus cautivos en la ciudad de Túnez. Dejemos que el mismo Vicente nos relate esta última aventura de Las mil y una noches: «Habiéndonos hecho dar cinco o seis vueltas por la ciudad con la cadena al cuello, nos volvieron al barco a fin de que los compradores apreciaran quién podía comer y quién no, y se certificasen de que nuestras heridas no eran de gravedad. Hecho esto, nos trasladaron a la plaza, y no tardaron en llegar los compradores a examinarnos del mismo modo que se hace con un caballo: obligándonos a abrir la boca para ver nuestros dientes, palpando nuestras costillas, sondando nuestras llagas y obligándonos a andar, trotar y correr, levantar cargas, luchar, para enterarse de las fuerzas de cada uno, y haciendo otras mil brutalidades.»

Vicente pasó a manos de un pescador, el cual le encarga diversas tareas propias de su oficio. Pero viendo que su esclavo se mareaba en cuanto subía a la barca, el pescador se lo vendió a un médico muy viejo, que venía buscando hacía más de cincuenta años la piedra filosofal y transmutaba los metales. Mezclaba oro y plata en iguales cantidades, añadía una capa de polvo, hacía arder la mezcla en el crisol, y a las veinticuatro horas la plata estaba convertida en oro. Solidificaba el azogue, lo convertía en plata, y entregaba el producto a los pobres. La ocupación de Vicente era ayudarle en estas operaciones y mantener el fuego en una docena de hornillos. Este buen viejo quedó pronto ganado por la simpatía del esclavo. «Amábame él grandemente y sentía mucho gusto en discurrir conmigo sobre alquimia, y más sobre religión, haciendo grandes esfuerzos por atraerme a la suya, y prometiéndome toda suerte de saber y de riquezas.» Más que por la alquimia, el esclavo se interesaba por los métodos medicinales de su amo, y, gracias a ello, llegó a enterarse de muchas cosas desconocidas en las universidades europeas. Desgraciadamente, al año murió aquel ingenuo alquimista, y entonces Vicente cayó en manos de un renegado de Niza, que le llevó a unas posesiones que tenía lejos de la playa.

Aquí interviene nuevamente el atractivo de aquel hombre extraordinario para cambiar el derrotero de su vida. «Entre las mujeres de este renegado—dice él mismo—, había una que, como griega y cristiana, tenía un espíritu ingenioso y me estimaba mucho; pero más me quería otra de origen turco, que sirvió de instrumento a la infinita misericordia de Dios para sacar a su marido de la apostasía y librarme a mí de la esclavitud. Deseosa de saber nuestra manera de vivir en Francia, venía a verme todos los días al campo donde yo cavaba, y, después de algunas visitas, me mandó cantar algunas alabanzas a mi Dios. El recuerdo del Quomodo cantabimus in térra aliena de los hijos de Israel cautivos en Babilonia, me hizo entonar con lágrimas en los ojos del salmo Super flumina y después la Salve y otras cosas, que la produjeron tanto consuelo como admiración. Por la tarde le dijo a su marido que había hecho mal en dejar una religión tan excelente, asegurando que no esperaba gozar en el paraíso un placer tan grande como el que había sentido oyéndome alabar a mi Dios. Al día siguiente me dijo el amo que rogase a mi Dios para que nos ofreciese una ocasión propicia de refugiarnos en Francia.»

La ocasión se ofreció a los diez meses. El esquife que llevaba a los fugitivos les dejó en Aguas Muertas; en Aviñón, el apóstata fue recibido en la iglesia por un monseñor llamado Pedro Montorio, que, seducido por la conversación de Vicente, se le llevó consigo a Roma. Monseñor Montorio admiraba, sobre todo; los relatos de su estancia con el sabio musulmán. Poco después, estando ya en Roma, escribía Vicente a su casa: «Vivo a la sombra de monseñor Montorio, que me dispensa el honor de apreciarme y de desear mi encumbramiento por haberle enseñado cosas bellas y curiosas que aprendí durante la cautividad, como el espejo de Arquímedes, un resorte artificial para hacer hablar a una calavera, y otras mil curiosidades, de las cuales este señor está tan celoso que no me permite acercarme a nadie, por temor de que las divulgue, privándole a él de la exclusiva de mostrarlas, como lo hace, en ocasiones, al Papa y a los cardenales.» No tardó, sin embargo, en apreciarse en la Curia pontificia el valor del clérigo aquitano, pues, buscando un hombre de confianza para llevar un despacho a Enrique IV, fijaron su atención en él. Con este motivo, llegó Vicente a París en los primeros meses de 1609.

Desde este momento terminan las peripecias puramente humanas de aquella vida generosa para ceder el paso a los heroísmos de su caridad. Por lo general, los siervos de Dios, aunque muchos hagiógrafos a la antigua quieran hacernos creer lo contrario, no son como esos santos de los vitrales, nimbados con la aureola desde el primer momento. Vicente era un hombre de carne y hueso que evolucionaba sin cesar. Al principio se ocupa, con ansiedad, de hacienda y de negocios; era, según su propia expresión, un hombre de pequeña periferia. Los dos años de cautiverio empiezan a acercarle a Dios, y al llegar a la corte se realiza una de sus etapas más importantes hacia la santidad. Por lo demás, no era una naturaleza refractaria a la iniciación mística. Espíritu positivo, con la clarividencia práctica del labriego, sabía a qué atenerse con respecto a las ilusiones terrenas. El dejo, a la vez afectuoso y burlón, de su mirada, delataba al hombre que no había aguardado a la vejez para conocer la nada de las cosas. Tenía unos ojos que no se detenían en la superficie de las cosas, y sus años de vida errante le habían dado ocasión de ver mucho y de meditar más. Se reía de sí mismo, y miraba a los demás con una indulgente ironía. Ni las manipulaciones del alquimista mahometano, ni la pompa de los cardenales, ni el brillo de la corte le deslumbraron un solo momento. Estaba preparado para despreciar las sombras y las imágenes cuando cae súbitamente en aquel centro de anhelos místicos que era París en los albores del siglo XVII. Hombres y mujeres, detrás de las rejas de los conventos y entre el esplendor de los palacios, las gentes se lanzaban con impaciencia a la conquista de las realidades espirituales. Los místicos parisienses fueron los maestros de Vicente, como lo habían sido de Francisco de Sales. Vicente era un hombre extraordinariamente dotado para la mímica; cuando hablaba ponía delante de los ojos las cosas a que se refería en su conversación; y esta misma facilidad parece haber tenido para revestirse de las maneras, la doctrina, los métodos y las disposiciones interiores de aquellos modelos del espíritu. Entre todos aquellos maestros, el que más influye sobre él es el cardenal Pedro de Berulle, de quien decía Perrone, el teólogo famoso: «Si se trata de convencer a los herejes, traédmelos a mí; si se trata de convertirlos, presentádselos a monseñor de Ginebra; si se trata de convencerlos y convertirlos a la vez, llevádselos al señor de Berulle.» Vicente decía más tarde que Pedro de Berulle era uno de los hombres más santos que había conocido. De él recogió la práctica, la teoría y hasta el léxico de la vida espiritual.

Es monseñor de Berulle quien le introduce como preceptor en la casa del almirante Gondi, una de las más aristocráticas de París. El sacerdote pirenaico seguía triunfando dondequiera que se presentaba. Su bondad, su inteligencia y sus maneras corteses se imponían con pasmosa facilidad. Aunque hijo de la aldea, no había en él asomo de rusticidad. Era fino y hasta obsequioso, pero siempre con dignidad. Su modestia indicaba condescendencia e impedía los excesos de la familiaridad. El primero de sus biógrafos dice de él: «Aunque su continente inspiraba respeto, este respeto, en vez de encoger los corazones, los abría, y era difícil encontrar otro que despertase más confianza para decir los mayores secretos y manifestar las heridas más vergonzosas del corazón.» Se ha dicho que era feo, pero no pensaban así sus contemporáneos. Ciertamente, no tuvo siempre la lozanía de los veinte años. «Era, sin embargo, bien proporcionado, aunque de estatura media; su cabeza, poco carnosa, gruesa y en justa proporción con el resto del cuerpo; la frente, amplia y majestuosa; el rostro, ni muy lleno ni muy demacrado; la mirada, dulce y penetrante; su parte, grave, y su gravedad, benigna.» Sólo su nariz aparecía vulgar; pero, en cambio, su boca era fina, suprema señal de distinción.

Pero lo que, sobre todo, arrastraba en él, era la influencia de su corazón, su virtud, su santidad, su bondad inagotable. «¡Qué bueno debe ser Dios—exclamaba Bossuet—, cuando ha hecho tan bueno a Vicente de Paúl!» En casa de los Gondi se encontró con los miembros de las más ilustres familias del reino. A todos se impuso por su evangélica sencillez. La mujer del almirante, que, en la delicadeza de su conciencia, no se atrevía a hacer un cumplido en una carta sin consultar a Vicente, quedó enteramente sometida a su dirección, y tras ella otras grandes señoras de la aristocracia vinieron a pedirle sus consejos. Pero al humilde director le pesaban las cadenas, por muy dulces que fuesen; y una mañana desapareció de la corte, dejando en el mayor desconsuelo a sus devotos y admiradores. Se le buscó ansiosamente, y pudo averiguarse que había ido a regentar la pequeña parroquia de Chatillon-les-Dombes. Más tarde llegaron los primeros ruidos de sus hazañas en ella, de las conversiones prodigiosas que obraba, del fervor que despertaba, de las asociaciones de caridad con que se preparaba para sus futuras fundaciones. En París no podían acostumbrarse a su ausencia. Le escribían carta tras carta, pero él se hacía el muerto; le enviaban legaciones suplicantes, pero siempre con resultado negativo. Fue preciso que interviniesen las más altas autoridades de la Iglesia para vencer su repugnancia. La despedida de Chatillon fue emocionante. Las gentes decían entre sollozos: «Todo lo hemos perdido; perdemos a nuestro padre.» Antes de salir distribuyó a los pobre sus muebles, sus vestidos y sus cortas provisiones. Los ricos le compraban los menores recuerdos, y hubo una lucha entre dos grandes propietarios por quedarse con su sombrero viejo.

Vicente de Paúl vuelve a entrar en París por las fiestas de Navidad de 1617. Inmediatamente comienza la serie prodigiosa de sus empresas benéficas. Organiza primero cofradías de caridad, a semejanza de lo que había hecho en su parroquia. Dirige luego su atención a mejorar la existencia de los galeotes. Su permanencia en casa del almirante le había permitido observar la miseria de estos pobres condenados a galeras. Habíales visto remando en la nave, sujetos con cadenas a los bancos, y atados de dos en dos a una bala de cañón, con las espaldas desnudas y el gorro mugriento en la cabeza, sufriendo los azotes del cómitre, sin poder exhalar un sollozo; arrostrando las lluvias y los huracanes, sin tener donde guarecerse; recibiendo, en caso de lucha, el fuego de los mosquetes, sin poder levantar la mano para defenderse; amarrados al barco irremisiblemente, sudando y jadeando, lo mismo en la salud que en la enfermedad, sin otra esperanza que la de morir para ser arrojados al mar. Vicente quiso conocer todos los horrores de aquella existencia, reemplazando a un pobre remero, exhausto de fuerzas, sentándose en su banco y llevando el peso de sus cadenas. Después se esforzó por cambiar la legislación, recorrió las galeras y las cárceles donde estaban aquellos desventurados, y consiguió para ellos un trato más benigno; un cuidado mayor de su salud espiritual y temporal.

Su estancia en las posesiones de los Gondi le hace ver también la necesidad urgente que tienen las gentes de campo de instrucción religiosa, y en 1625 empieza a organizar la Congregación de los Sacerdotes de la Misión. Echa luego de ver que urge la reforma del clero, y establece sus seminarios, propaga la práctica de los ejercicios para los ordenandos, y él mismo los dirige durante quince días en su casa de San Lázaro, y como miembro del Consejo de Conciencia que rodea a la regente Ana de Austria, se esfuerza por llevar aquel anhelo de renovación a la esfera de las altas dignidades eclesiásticas. No hay consideración humana que pueda torcer su voluntad; no hay influencia capaz de sobornarle. Una duquesa se había empeñado en hacer a un hijo suyo obispo de Poitiers, y la reina, engañada, mandó a los consejeros que informasen. Con su sotana remendada, con sus toscos zapatos, con su sombrero raído y su tosco ceñidor de lana, como solía ir siempre, Vicente se presentó en palacio llevando en la mano un pliego enrollado. «¡Ah!—dijo la reina— ¿Me traéis a firmar el nombramiento del obispo de Poitiers?» Y, cogiendo el papel, que estaba en blanco; añadió: «Pero, ¿qué es esto?» «Señora—respondió Vicente—, si vuestra majestad está resuelta a esa elección, yo os ruego que no me hagáis tomar parte en ella.» Después le contó las noticias que tenía de la conducta del candidato, y no le fue difícil convencerla de que el nombramiento hubiera sido un disparate. «Muy bien—terminó la reina—, retiro mi palabra, pero os ruego que vayáis vos mismo a hablar con la duquesa.» La comisión era difícil, y, como se podía esperar, la entrevista fue violenta. Vicente exponía sencillamente los hechos, cuando aquella duquesa, iracunda, alzándose súbitamente de su asiento, le llenó de insultos, cogió su silla y se la tiró a la cabeza, dejándole tendido en el suelo. Al salir, iba diciendo estas palabras: «Verdaderamente, es maravilloso ver hasta dónde llega la ternura de una madre para con sus hijos.» Esta fue toda su venganza.

Pero los pobres siguen siendo siempre el objeto de su principal solicitud. Primero reúne a todas aquellas grandes damas con quienes él se rozaba a diario, y las aplica al servicio de los desamparados; después alista en aquella cruzada a los hombres, y establece la Asociación de los Caballeros de la Caridad. Hay que remediar el hambre, recoger los niños expósitos, buscar trabajo para los que pueden trabajar, recoger a los ancianos, aliviar a los enfermos y asegurar el porvenir de los miles y miles de golfillos y desocupados que vagaban por las calles de la capital. Para cada necesidad tiene Vicente de Paúl un remedio, un organismo, una asociación. Es un maestro en el arte de unir a los corazones para llevarlos a un mismo fin. De pronto, concibe una idea arriesgada y sublime: crear la prensa en beneficio de la caridad. Sus misioneros, derramados ya por las provincias del reino, le envían cartas conmovedoras y descripciones horripilantes del dolor y la miseria. Nada más a propósito, piensa él, para mover las almas a la piedad; y manda aquellas informaciones para distribuirlas a las puertas de las iglesias. La publicación se hace periódica, y el público la lee con tal avidez, que, como dice el santo, «hubo necesidad de dar de nuevo a la prensa las primeras hojas para satisfacer los deseos de algunos, muy interesados en seguir el desarrollo de esta obra, una de las más considerables de nuestros días.»

Como complemento de la Hermandad de las Damas de la Caridad, empiezan a aparecer desde 1633 las Hijas de la Caridad. El encuentro de San Vicente con la señorita Le Gras, con la abnegada, inteligente e infatigable Luisa de Marillac, da a esta nueva institución una importancia en que el fundador no había pensado al principio. No hay servicio humilde en favor de los pobres al cual no debe plegarse la Hija o la Hermana de la Caridad; debe consolar a los afligidos, velar a la cabecera del enfermo, ayudar a los ancianos, remediar la necesidad de los pobres, buscarles en plena calle, en la penumbra de la buhardilla, en la choza, en el hospital y en el campamento. De ordinario, son mujeres salidas del pueblo y libres de las repugnancias que Vicente había encontrado en el seno de la aristocracia. «No olvidéis, hermanas mías—les decía—, que la mayor parte de vosotras sois unas jóvenes pobres y de humilde cuna, como yo, que en mi infancia estuve guardando un rebaño.» Y añadía, trazando los caracteres distintivos de la nueva asociación: «Las Hijas de la Caridad tendrán por monasterio las casas de los enfermos, por celda un cuarto de alquiler, por capilla la iglesia de la parroquia, por clausura la obediencia, por rejas el temor de Dios y por velo la santa modestia.»

Vicente de Paúl era el alma de todas estas fundaciones: organizaba, instruía, ampliaba, dirigía y sostenía. Y aún le quedaba tiempo para luchar con los jansenistas, para convertir a los hugonotes, para guiar por los caminos de Dios a una multitud de almas santas que entonces pululaban en París. San Francisco de Sales había puesto en sus manos el legado exquisito y doloroso de Santa Juana de Chantal. No se equivocó al adivinar en él un criterio seguro, un corazón humano y una rara delicadeza para manejar las almas sin atormentarlas. Si alguno podía sostener a la santa fundadora en medio de la noche oscura y cruel por que atravesaba, era, sin duda, San Vicente, y aunque no logró devolverle la serenidad—esto sólo Dios lo hubiera podido hacer, y Dios no quería—, su amistad fue para ella largamente bienhechora. Una vez más acudió a aquel don prodigioso de asimilación, y no tardó en revestirse, por decirlo así, del espíritu de San Francisco de Sales, en que la firmeza y la suavidad se aliaban tan armoniosamente. Hasta el estilo de sus cartas a la santa recuerda al obispo de Ginebra: «Mi digna madre—le escribía—; que es de tal modo mi digna madre, que la puedo llamar única, y la honro y la quiero más tiernamente que ningún hijo amó y respetó a su madre, después de Jesucristo, y esto en un grado tan alto, que tengo bastante estima y amor para dar a todo un mundo, y puedo decirlo sin exageración.» Sin exageración, ciertamente; porque, como dice su primer biógrafo, «tenía el corazón muy tierno, generoso, noble, liberal y fácil para concebir afecto por lo que veía que era verdaderamente bueno y según Dios». Tenía una sensibilidad viva y profunda. «La impresionabilidad en toda su persona—añade otro contemporáneo—era finísima. No podía hablar de un desgraciado sin suspirar y sin que el dolor y la compasión se pintasen en su rostro.» Esta sensibilidad fina, despierta y flexible como la de un niño, se reflejaba en todos los actos de su vida. «Pronunciaba todas las palabras de la santa Misa de una manera tan devota y afectuosa, que se veía bien que su corazón hablaba por sus labios. Parecía sorber el sentido de la Escritura, como un hijo la leche de su madre. El tono de su voz era siempre medio y agradable; su aire, libre y devoto. Había muy particularmente en él dos cosas, que se encuentran rara vez en una misma persona: una profunda humildad y un porte grave y majestuoso.»

Los jansenistas le despreciaron como hombre de poca cultura y de escasa inteligencia, y, sin embargo, se pudo decir de él «que tenía un espíritu grande, firme, circunspecto, capaz de grandes cosas y difícil de sorprender». No le atraía la especulación; mas por lo que hace a las cuestiones prácticas, puede considerársele como un genio. Hubiera podido ser el más grande de los políticos. Nada se escapaba a su admirable penetración. Una mirada le era suficiente para abarcar el pro y el contra de una cuestión, y ver todos los obstáculos y facilidades de un proyecto. Era lento para decidirse, por naturaleza y por virtud, pues según su propia expresión, no quería adelantarse a la providencia divina; pero una vez que se decidía, iba seguro de que nada imprevisto torcería el curso de la realización de la obra. De hecho, jamás tuvo que cejar en ninguna empresa; jamás tuvo que decir que se había equivocado, aunque esto hubiera sido agradable a su humildad. De aquí provenía el arrojo con que acometía sus empresas. Se le creía tímido, y de repente, daba muestras de una audacia que para muchos era temeridad. Pero todos sus ímpetus iban regidos por la prudencia, por aquel buen sentido del cual decía Bossuet que es el árbitro de la vida. La clarividencia de Vicente de Paúl equivalía a una especie de infalibilidad. Todas estas cualidades se juntaban para formar la rica psicología, el genio organizador, la naturaleza espléndida de aquel hombre, que puede ser considerado como uno de los grandes bienhechores de la humanidad.

Aun como escritor, Vicente de Paúl ocupa un puesto importante en el campo de la literatura eclesiástica. Más que un jefe de escuela, es un discípulo de Berulle y de San Francisco de Sales; pero hay muchas joyas de pensamiento y de lenguaje en la serie de volúmenes donde se encuentran sus cartas, estatutos, memorias y conferencias a las Hijas de la Caridad y a los Padres de la Misión. Se ha dicho que todo allí revela al hombre de Estado capaz de regir un Imperio. No hay riqueza de imaginación ni elegancias de estilo. Sería inútil pedirle la gracia amable y risueña del obispo de Ginebra, o el tono majestuoso de Bossuet, o la delicadeza quebradiza y sutil de Fenelón; pero, en cambio, no hay página en que no resplandezca la gravedad, la caridad, la firmeza, el profundo conocimiento de los hombres, la ciencia de los negocios, la precisión y el lado práctico de las cosas; no hay página que no nos descubra al hombre de acción, al amigo de los pobres, al apóstol, al organizador de la caridad, al santo.

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