miércoles, 3 de septiembre de 2014

San Martín de Hinojosa

En tierras de Soria hay un valle exuberante y risueño, ameno con la frondosidad de los árboles y alegre con el canto de las aguas. El Jalón le riega y le fecunda; el soplo del Moncayo le da transparencias cristalinas. Un día de otoño de 1164 penetraba en él, caminando al compás de la salmodia, una procesión extraña. Delante, un clérigo con la cruz; siguiendo a la cruz, dos largas filas de monjes; los niños, los jóvenes, los ancianos, todos vestidos de blanco; el último, el abad, apoyando el peso de su larga vida en un bastón de espino. Más atrás venían los hermanos legos, arreando los rebaños de ovejas, de cabras y de bueyes, y las mulas y los jumentos que llevaban la impedimenta de muebles, vestidos y vajilla. La pequeña hueste se detuvo a orilla del río, entre plantaciones de álamos y nogales; después se oyó el rumor de un canto litúrgico, y así quedó inaugurada la gran abadía cisterciense de Santa María de Huerta.

Entre los emigrantes figuraba un joven de alto linaje, llamado Martín de Hinojosa. Los Hinojosas eran famosos en Castilla desde los días del Cid. Todo el mundo conocía la gesta de Muño Sancho, el valiente caballero a quien se vio delante del sepulcro del Señor después de haber muerto a manos de los moros. Un nieto de estos héroes de la leyenda de oro, cuyo nombre cantaban los juglares en las plazas, era el joven Hinojosa, que llevaba el hábito de San Bernardo con la misma dignidad que su abuelo la cota de malla. Un día, su madre le había guiado hasta el altar, había envuelto sus manos en los sagrados lienzos y había pronunciado la fórmula de donación: «Yo, doña Sancha, mujer de Miguel de Finojosa, entrego a Dios y a Santa María y al abad Blas y a la Orden del Císter éste mi hijo Martín para que sirva a Dios y a sus santos, siguiendo la Regla del abad San Benito, en remisión de sus pecados, de los míos y de todos sus parientes.»

A los veinticinco años, Martín era un abad cumplido, dulce y severo, humilde y magnífico. Con prudencia de anciano y bondad de padre, guiaba a sus monjes por la senda estrecha de la perfección. Todavía se conserva el báculo que llevaba en las procesiones y en el cual se apoyaba hablando a sus discípulos de los caminos de Dios. En él supo hermanar tres cosas que parecen resumir su carácter: la sencillez, la piedad y la elegancia. Es un báculo de cobre, pero finamente labrado; se ven restos de esmaltes diminuios, figuras de apóstoles grabadas, delicados roleos, cabujones de cristal de roca, y en el centro de la voluta, la escena de la Anunciación.

Vástago de magnates, supo Martín hacer de su monasterio urna de recuerdos patrios, solar de héroes, panteón de obispos y fragua de santos. Era un hijo auténtico de Soria, mística y guerrera. Al salir de los estremecimientos de la contemplación, parece como si sus carnes estuviesen pidiendo la loriga de los que luchan contra los moros allí cerca de él. Desde la torre de su abadía descubre la línea fronteriza y el polvo de las batallas. Pero detiene sus ímpetus; no se encontrará frente a los escuadrones almohades como su amigo Jiménez de Rada. Su blanca cogulla no se teñirá de rojo como la cogulla de San Raimundo de Fitero. No obstante, sigue nervioso la lucha, asiste en espíritu a la toma de Cuenca; Alfonso VIII le ve a su lado en los combates, y los guerreros piensan en él cuando les amenaza el peligro. El tropel de los valientes se agolpa en torno suyo antes de salir al campo; llegan a pedir su bendición y a escuchar aquella palabra que infunde coraje a los pechos y da presagios de victoria. Él los lleva al altar de Santa María, los encomienda a Dios diciendo la misa de la Santísima Trinidad, les da la comunión del Cuerpo de Cristo, les ciñe la espada y les despide con una arenga en que el amor de la religión se junta al entusiasmo patriótico. Al pasar por el claustro, la última palabra, siempre la misma, propia para hacer estremecer aquellos corazones fuertes de la Reconquista: «Muertos o vencedores, os aguardo: aquí tenéis vuestra sepultura.»

En el claustro de Huerta se ven todavía los sepulcros de aquellos valientes: Manriques y Medianos, Hinojosas y Medinacelis. Ingeniosos versos leoninos nos dicen sus nombres y sus hazañas; graves estatuas yacentes adornan los sarcófagos, las frentes serenas, las manos apoyadas en el pomo de la espada, y a los pies, el can, símbolo de la fidelidad. Aquel claustro lleva todavía el nombre de Claustro de los Caballeros.

Durante siete años, San Martín vive lejos de su abadía, caminando de pueblo en pueblo, consolando a los pobres, repartiendo el pan de la doctrina y la gracia de la confirmación, administrando, discutiendo y pleiteando (1815-1192). Ha sido nombrado obispo de Sigüenza y cumple animosamente su deber. Restablece la disciplina, defiende los intereses de su iglesia, se sienta en los Concilios y pasa por su diócesis dando franquicias y libertades. Pero, con el alma, está en su abadía, y no para hasta dejar su sede para refugiarse de nuevo a la sombra de Santa María y vivir en el olvido, libre de cuidados, de envidias y de adulaciones. Y vuelve a ser otra vez guía y director de espíritus, alma de la vida monacal y predicador de la cruzada contra los africanos. Bajo su mirada vigilante, siguiendo las normas de su gusto aristocrático, continúan los monjes la construcción del monasterio. Surge aquel refectorio único, cumbre gloriosa de nuestro arte de la Edad Media. Todo allí es admirable: el efecto mágico de la inmensa mole que parece huir de nuestras miradas; los rasgados ventanales, hermoseados por una ornamentación donde se junta la más exquisita elegancia con la más exquisita sencillez; las bóvedas gráciles y aéreas que saltan con la explosión espontánea de un ideal artístico, y cuyas delgadas nervaduras parecen cordones sosteniendo el fantástico edificio colgado del Cielo; la esbeltez de las columnas, la gracia y sobriedad en el adorno y lo gigantesco de las proporciones en medio de una armonía maravillosa. De los días de San Martín es también la iglesia, de un genuino estilo cisterciense, el de los primeros días, el que no ha podido deshacerse aún de la influencia del románico, ni se ha contagiado todavía con las complicaciones ornamentales; el estilo que quería San Bernardo, noble, sencillo y austero. Allí, en un hueco de la capilla mayor, entre brillo de mármoles y bronces, descansan los restos del abad santo y patriota. Un discípulo suyo le consagró ese epitafio: «El obispo Martín, escudo de la fe y margarita de todas las virtudes, descansa aquí libre de toda mancha de vicio. Desde niño entró en el claustro, sediento de silencio, y Dios le adornó con la claridad de su gloria.»

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