domingo, 5 de enero de 2014

Homilía



El prólogo del evangelio según San Juan, que proclamamos el día de Navidad, se repite hoy, viniéndonos a confirmar que Dios no es un ser solitario sino diálogo y comunicación, palabra, apertura, generosidad.

Todo lo que existe es reflejo de esa palabra, del “hágase” conque Dios fue formando la tierra y al hombre como obra maestra de la creación. Todo lo que había salido de sus manos era bueno.

Selló con su palabra una alianza eterna con el Pueblo de Israel, su Pueblo y, aunque fue traicionado, se mantuvo fiel, dando pleno cumplimiento a sus promesas en Jesús.
El es el Logos, la última palabra de Dios, que nos desconcierta por su sencillez. “puso su tienda entre nosotros”, asumió nuestra frágil condición humana, menos en el pecado.

Nunca podremos decir que Dios vive ajeno a nuestras preocupaciones. Al contrario, sale a nuestro encuentro para resolverlas, toma la iniciativa en la relación, busca entrar a nuestra casa para entablar diálogo con cada uno de nosotros y formar parte de nuestra familia, sin atropellar nuestra libertad, sin imponer.

Quienes, como María, seamos capaces de escuchar su palabra y acogerla en nuestro corazón, nos identificaremos con El.

Por eso el cristianismo no debe reducirse a conservar íntegramente las palabras de la Escritura, sino encarnarse en los seres humanos. Las palabras sin hechos son letra muerta.

El papa Francisco nos recuerda constantemente con sus gestos de cercanía a los pobres y su sensibilidad para afrontar de inmediato los problemas de los hombres y mujeres de hoy, que no debemos quedarnos en la mera condena de los hechos luctuosos. El verdadero cristiano ofrece su vida para paliar las desgracias ajenas y busca remedios para solucionarlas.

Contrasta esta actitud de Dios, manifestada en Jesús, con la sociedad moderna que se sirve de la palabra como el más valioso elemento de persuasión para dominar y crear estados de opinión. La radio y la televisión son utilizadas como vehículos de poder por partidos políticos, sindicatos, empresas... orquestando campañas para poner de moda lo más ridículo al servicio de intereses económicos o esferas de influencia.

No triunfan a menudo los mejores, sino quienes saben vender mejor su imagen.
Tanta palabrería termina pasando factura a medida que los engaños se van haciendo más manifiestos. Nacen así las desconfianzas, porque adulteramos el valor del lenguaje o vaciamos de sentido nuestras expresiones frías, huecas y distantes.

La “palabra de caballero” tenía valor de ley en la Edad Media y comprometía a toda la persona. Faltar a su palabra era un deshonor y una vergüenza que rebajaba al trasgresor, perdiendo credibilidad y reputación.

Al no fiarnos unos de otros reclamamos contratos escritos hechos ante notario, sellados y firmados.

A pesar de todo, siguen existiendo hombres y mujeres, cuya palabra es ley para ellos, que actúan con honradez de corazón y son fieles a los compromisos adquiridos, aunque no hayan sido sellados con un contrato. Algo que sobraría, si fuésemos como debiéramos ser.

Por desgracia, abundan los medios de comunicación mediatizados por los poderes fácticos, que seleccionan, controlan, manipulan y distorsionan la información utilizando medias verdades o difamando. Hay otros, sin embargo, que mantienen la veracidad, aunque luchen contra corriente y en desigual competencia. Son éstos las voces que denuncian las injusticias y atropellos, que defienden los derechos de quienes nunca son escuchados, que combaten la discriminación, el racismo, la violencia organizada, los fraudes.

Y, por encima de todo, la palabra ha de convertirse, en el corazón del que cree, en salvaguarda de la verdad, en la buena y gran noticia que el mundo espera recibir.
Estamos tan aturdidos, tan confusos y temerosos ante el bombardeo constante de informaciones contradictorias, que nos cuesta tomar decisiones. Solemos tirar por la calle de en medio, amparados en un pasotismo protector.

De esta manera, a menudo callamos palabras, porque no queremos enfrentarnos a la realidad y nos hacemos objeto de las actitudes que fustigaban los profetas, pues quienes conociendo las injusticias no las denuncian se hacen igualmente cómplices de las mismas. Otras veces pronunciamos palabras hirientes, descalificadoras y ofensivas cuando deberíamos callar.

San Pablo escribe en la Carta a los Efesios 4,25.29:

“Que cada uno diga la verdad a su prójimo; que vuestro lenguaje sea bueno, edificante y oportuno, para que hagáis bien a los que os escuchan”.

No sé hasta dónde nos llevará el futuro de la ciencia informática, que crece aceleradamente. Si las palabras no se destruyen y quedan en el espacio, no sería de extrañar que algún día se puedan recoger en una longitud de onda las que Jesús pronunció hace dos mil años. Desaparecerían muchas confusiones y seríamos todos más conscientes de las afirmaciones que hacemos.

Dios nos ha dado su palabra de honor, la última Palabra, que es su Hijo, Jesús.
Para los que nos sentimos creyentes, nos basta.
Es la Palabra amiga que crea puentes, lazos de unión y es la Palabra encarnada que, asentando sus raíces en la profundidad de Dios, nos asegura su cercanía para siempre.

Confesemos juntos al Verbo Encarnado que se entrega por nosotros en la Eucaristía como Misterio de Salvación.

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