domingo, 19 de enero de 2014

Homilía




De nuevo nos presenta hoy la liturgia la imagen del Siervo de Yahvé, que tiene como misión “ser luz de las naciones” y llevar “la salvación hasta el confín de la tierra” (Isaías 49, 6).

Este Siervo ha sido formado por Dios desde el vientre materno (Isaías 49,5), al igual que el profeta Jeremías, pero es un enigma conocer de quién se trata y de si es una figura individual o colectiva.

Está, sin embargo, claro que su misión escapa de los moldes etnocéntricos y particularistas de Israel, que reducen la fe al ámbito de unos pocos privilegiados, que se sienten además los escogidos por Dios.

La misión del Siervo, en cambio, tiene una dimensión universal, en la que Dios es todo para todos.

No está de más reflexionar sobre este texto, que nos da una visión positiva del mundo, contemplado desde los ojos de Dios, y nos aleja de viejos moldes y corsés religiosos, anclados en un pasado de oscurantismo y cerrazón.

La llamada a “ser luz” emplaza a los creyentes a salir de sus estrechos apartamentos y a buscar horizontes amplios de convivencia con otras personas en un plano de igualdad.

No es bueno encerrarse en uno mismo y cortar las alas del futuro basándonos en conceptos estrechos y, afortunadamente, superados de Dios.


Cuando Pablo se denomina “apóstol de Jesucristo” (I Corintios 1,19 quiere poner todo el énfasis en Jesús y en su mensaje.

Él sabe que los pasos a dar para que el evangelio sea entendido y valorado no pueden girar en torno a su persona, porque, de lo contrario, estaría perdiendo el tiempo. Le importa, sobre todo, que la fe en Cristo cale hondo en la comunidad de Corinto, cuyos miembros proceden de las clases más bajas de la sociedad: marineros, estibadores, pescadores y esclavos.

La fuerza de Cristo es más palpable todavía en medio de la debilidad y la pobreza del camino humano. Cobran aquí cuerpo entre los nuevos conversos la “gracia y la paz”, la “jaris” pagana y la “shalom” judía, uniendo ambas sociedades bajo los valores evangélicos.

El mensaje liberador de Jesús transforma poco a poco a los corintios y debilita las costumbres licenciosas de la ciudad. Conviven por un tiempo las costumbres paganas y las formas de vida cristianas, que suscitan, de vez en cuando, divisiones y enfrentamientos entre ellos. Pero las bases de la fe están ya sólidamente asentadas por la predicación de Pablo, que tiene que soportar incomprensiones, privaciones y sacrificios.


El deseo de cumplir la voluntad del Padre impulsa a Jesús al desierto y le arrastra hasta el Jordán, donde es reconocido por Juan como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1,29).

Hay en esta frase una clara alusión al cordero que los judíos inmolan el día de Pascua, recordando la liberación por Dios de la esclavitud de los egipcios.

Dios interviene en el momento culminante de la historia humana para ofrecernos como víctima propiciatoria a su Hijo amado, Jesús, para limpiarnos de la oscuridad del pecado y encender en nosotros la luz de la vida nueva.

Por esta razón, Jesús, supedita todo su quehacer a cumplir la voluntad del Padre, ya expresada en el salmo 39, 8-9: “aquí estoy, como está escrito en mi libro, para hacer tu voluntad”.

Es evidente para todos que existe el pecado en todos los ámbitos y bajo distintas formas, pero ¿qué consideramos pecado del mundo?

Para muchos “pecado del mundo” es el abismo que existe entre ricos y pobres, fruto de la explotación de los poderes fácticos y de desalmados sin escrúpulos.

“Pecado del mundo”son las hambrunas que padecen millones de personas a causa de la explotación injusta y de la falta de conciencia solidaria. Lo más triste y decepcionante es que los que nadan en la abundancia lo hacen a costa de los bienes de los pobres.

“Pecado del mundo” es dejar morir en pateras o en los suburbios de las ciudades a millares de seres humanos por el “delito” de buscar una vida mejor para sí y para su familia. Lo hemos comprobado a través de imágenes escalofriantes, proyectadas por la TV, del naufragio masivo de inmigrantes en las costas de Lampedusa, que también se repiten en lugares de todos los Continentes.

“Pecado del mundo” es legislar la protección de la vida como el primero de todos los derechos humanos, mientras se dictan leyes, como las del aborto y la eutanasia, que atentan contra la misma.

“Pecado del mundo” es conducir temerariamente, poniendo en grave riesgo la vida de seres inocentes.

“Pecado del mundo” es la guerra, consecuencia del fracaso del diálogo, porque se anteponen los intereses egoístas de unos pocos sobre el bien común.

“Pecado del mundo” es olvidar la dignidad de la persona, “matar” la propia conciencia o dejarnos llevar del relativismo moral, que margina a Dios y considera al hombre como el único dueño y señor de su destino.

De todas estas lacras viene a liberarnos Jesús, entregándonos su propia vida y señalando un camino de “misericordia, justicia y buena fe” (Mateo 23,23).

Esto supone un cambio radical en las mentes y en los corazones de cuantos quieren seguir su camino salvador.

Hemos de desechar de nuestra imaginación la caricatura desfigurada de un Dios tirano e implacable con los pecadores, y sustituirla por la del Padre bondadoso, que siempre perdona, porque ama.

Juan el Bautista, al dar el primer gran testimonio de Jesús como el Ungido por el Espíritu, nos invita a mirar los acontecimientos con los ojos de Dios, reflejado en su Hijo amado.

La sociedad actual, que reclama más testigos y menos palabreros, cambiará en la medida que visualice en cada cristiano en particular y en la Iglesia en general esta Imagen.

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