domingo, 26 de enero de 2014

Homilía



El profeta Isaías trata de insuflar esperanza a un pueblo devastado, oprimido y humillado por la invasión de los crueles invasores asirios; una tarea harto difícil por las divisiones existentes en Israel entre las tribus del Norte, por un lado, la llamada “Casa de José”, que engloba a las tribus de Efraín, Manasés y Benjamín y se reúnen en torno a Siquén, y, por otro lado, las del Sur, conocidas como “Casa de Judá”, que integra a las tribus de Rubén, Simeón y Leví, y tienen por centro Jerusalén y el Templo.

El resto de las tribus carecen de importancia. Entre éstas figuran las de Zabulón y Neftalí, que ocupan las tierras de la Baja Galilea, pobladas por los gentiles y gente de la plebe, despreciada por sus costumbres paganas y sus libertades de expresión. Son además mal vistas por los más puritanos, pues no hay en ellas grandes profetas ni grandes santuarios.

Isaías aprovecha este marco natural para romper la maldición que pesa sobre sus habitantes y anunciar la llegada de un acontecimiento singular, que cambiará el curso de la historia: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras y una luz les brilló” (Isaías 4, 12-13).

San Mateo centra la razón de este anuncio profético en la persona de Jesús, que empieza a actuar como Mesías en Cafarnaún, centro de sus correrías evangélicas.

Cafarnaún, ubicada junto al lago de Galilea y capital geográfica de estas dos tribus, es un lugar privilegiado de paso de caravanas y cruce de culturas y religiones, que la convierten en centro comercial y económico de la región. Jesús establece aquí su “cuartel general”.

Los galileos son gentes abiertas y hospitalarias. No están acostumbrados a los rigorismos religiosos de Judea ni aceptan de buen grado sus imposiciones. No les queda más remedio que obedecer ante los dictámenes opresores de las fuerzas de ocupación romanas y ante el afán recaudatorio de las autoridades religiosas judías de Jerusalén, justificado por el mantenimiento del Templo.

Jesús inicia en esta ciudad el anuncio del evangelio a una multitud ávida de recibir un mensaje liberador, que eleve sus descaídos ánimos. Hacía pocos días que Jesús había bajado de Nazaret y declarado “cumplido el plazo” de su presentación al mundo y de la llegada de los tiempos nuevos.

Campesinos, ganaderos, agricultores, comerciantes, artesanos… escuchan atónitos un mensaje nuevo, que alegra los corazones y aporta una bocanada de aire fresco en la larga mediocridad de sus vidas.

Todo empieza por la conversión que preconiza Jesús, que supone la aceptación de la primacía de Dios en la mente y el corazón de cada hombre que asume de buen grado su mensaje y se deja interpelar por Él.

Esto implica un cambio radical en las actitudes, paso previo para que el Reinado de Dios sea efectivo y empape todo el tejido afectivo y social del nuevo creyente.

La predicación de Jesús rompe moldes hasta entonces inamovibles y limpia la imagen del Dios justiciero que castiga y oprime al pueblo, para proyectar la del Padre bueno y misericordioso, que ama y perdona.

El Padre nuestro, enseñado a sus discípulos, nos invita a ver a Dios como un Ser que busca nuestro bien y quiere tener con nosotros una relación de amor, no de miedo y temor.

Jesús llama personalmente y por su nombre a Pedro y a su hermano Andrés, al igual que a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan. Los cuatro son pescadores. Éstos responden dejándolo todo y siguiéndole.

La vocación es como un reto que Dios nos plantea en la vida para encontrarnos con la verdad última, la que envuelve nuestros pensamientos, palabras y acciones.
En toda vocación, sea a la vida religiosas, sacerdotal o consagrada hay una llamada y una respuesta. En todos los casos el protagonista, el que elige, es Jesús, que lo puede hacer en cualquier lugar y en cualquier circunstancia.

Julien Green cuenta la historia de un pensador ruso, que se fue a un monasterio, atenazado por una fuerte crisis interior. Le asignaron una habitación, que tenía un cartelito con su nombre en la puerta. Como no lograba por la noche conciliar el sueño, salió al claustro para pasear, pero, al regresar a su habitación, no logró distinguir el letrero, y no queriendo despertar a los monjes a esas horas intempestivas se pasó toda la noche dando vueltas por el oscuro corredor. Con las primeras luces del alba, distinguió, al fin, cual era su habitación, por la que había pasado numerosas veces.

Pensó entonces que su deambular por la noche era figura de lo que nos sucede, a menudo, a los hombres. Pasamos por la puerta que nos conduce al camino, de la llamada de Dios, pero nos falta luz para verlo.

La mayor desgracia que puede sufrir una persona es desconocer la voluntad de Dios sobre ella, ignorar que Él tiene un plan para cada uno de nosotros, único e irrepetible, porque somos especiales a sus ojos. Nadie puede ocupar nuestro lugar en el mundo ni dar respuesta por nosotros a la razón última por la que hemos sido creados.
Por eso, no debemos pasar por la vida sin conocer ni dar una respuesta a su plan.

Conocer a Jesús nos impulsa a amarle; amarle nos lleva a seguir sus huellas, y seguirle nos arrastra a comprometernos con Él y con su mensaje.
Esto hicieron los Apóstoles y lo han hecho multitud de personas a lo largo de la historia, empezando por Abraham y continuando por los patriarcas y los profetas hasta nuestros días.

Personajes ilustres como Charles de Foucault en las dunas del Sahara, Luther King, defendiendo la igualdad de derechos civiles entre blancos y negros, Gandhi en la búsqueda constante de la paz, Nelson Mandela, recientemente fallecido, promoviendo la concordia y la desaparición del “apartheid”, o Teresa de Calcuta y Vicente Ferrer, paliando el hambre y asistiendo a los moribundos, supieron dar respuesta a las exigencias de su vocación.

Hoy son un punto de referencia para todos: cristianos, musulmanes, judíos, animistas e incluso ateos.

Cualquier sitio es bueno y las llamadas son diversas. La variedad de vocaciones enriquece las relaciones humanas y contribuyen a que seamos felices. Dios lo quiere así.

Los malos gestos, con los que proyectamos amarguras, desplantes, críticas mordaces… son señal inequívoca de no haber encontrado nuestro sitio en la sociedad.

Todos sabemos que la persona que actúa por vocación, humanamente hablando, es más eficiente que la que trabaja únicamente por intereses económicos.

Lo esencial de la vocación cristiana está en el seguimiento de Jesús, y es común a todos los que creemos en Él, sea en la vida matrimonial, célibe o consagrada.

La diferencia está en la exigencia, que es radical en la vida consagrada, porque conlleva dejarlo todo para estar con Jesús y ser copartícipes de su misión salvadora: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres” (Mateo 4,19).

Aunque parezca paradójico y muchos no lo entiendan, quienes dejan casas, familias y hacienda no lo pierden todo. Lo encuentran de nuevo en otros hogares y en otras familias donde prevalece la fuerza de amar y sentirse amados, que es la mayor de todas las riquezas humanas.

El mundo de hoy demanda mensajeros, que sean, al mismo tiempo, testigos, para hacer realidad lo profetizado por Isaías: “Conduciré a los ciegos por el camino que no conocen y ante ellos convertiré la tiniebla en luz” (Isaías 42, 16).

La recompensa que ofrece el Señor no se puede comparar en grandiosidad con ninguna otra: “El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8,2).

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